Empresas ligeras y trabajadores buscavidas


La ansiedad de una relación sin compromiso

“No soy la empresa”, dice con fastidido la telefonista de la mesa de ayuda cuando reclamamos que se nos cayó internet. En esta relatoría, Mariana Heredia y Sonia Balza usan el ejemplo para graficar la diversidad de condiciones laborales en la Argentina, donde sólo 9 de 19 millones de trabajadores están contratados bajo lo que entendemos como modelo ideal. El problema volvió al debate ante la necesidad de evaluar a qué empresas y hogares debe ayudar el Estado en esta crisis. ¿Tenemos la infraestructura estadística necesaria para discernirlos y así generar mejores políticas?

Relatoría del Encuentro “Unidades productivas y relaciones laborales atípicas en las estadísticas y registros públicos”, realizado en el IDAES con la participación de Marta Novick, Fabio Beltranou, Daniel Schteingart, Noemí Giosa Zuazua, Mariana González, Martín Schorr, Alejandro Gaggero y Agustín Arakaki en marzo de 2021.  

Rascacielos, chimeneas, reuniones de trabajo, gráficos de colores, obreros sonrientes, algo de esto aparece en un buscador al buscar la palabra empresa. Las historias que se recogen en la calle son más diversas: la dueña de un salón de depilación con una manicura no registrada; una bodega con dos socios, unos pocos empleados permanentes y grandes tropillas de eventuales que se encargan de la cosecha y el procesamiento del vino; un banco extranjero con sucursales en las grandes ciudades el país, cientos de gerentes y administrativos y personal subcontratado para la seguridad y la limpieza. 

Ante esta diversidad cuesta dibujar un triángulo y llenarlo de cuadraditos. Cuesta, en otras palabras, reducir estas organizaciones a una pirámide jerárquica de casillas donde cada una precisa una cadena de mando y una función. Cuando pensamos en una empresa, muchos esperamos encontrar a un dueño y ubicar debajo a sus trabajadores. Asumimos que el primero coordina y controla el proceso de trabajo, cosecha los triunfos o afronta las crisis, mientras los segundos cumplen horario y obedecen órdenes a cambio del salario y las protecciones establecidas por la ley. 

La literatura de gestión de los noventa trató de convencernos de que esto era un anacronismo pero la revitalización de las instituciones laborales del kirchnerismo pareció devolvernos a las fuentes. De un lado, se apilaron los manuales de management con nociones como empresas red, estructuras flexibles, trabajo por objetivos. Del otro, se reinstaló un claro ideal de posguerra y con él una fraternidad que aúna tanto la Organización Internacional del Trabajo que reclama empleo decente sin precisar quién debe proporcionarlo, como los partidos de izquierda que insisten con que la crisis la paguen los burgueses. 

Entre tantos discursos, ¿dónde está el patrón? ¿Cuánto sabemos de las empresas argentinas y sus formas de organización? ¿Sirven las clasificaciones y los números públicos para ordenar un mundo empresarial tan diverso? 

 

Trabajadores sin empresas

 

Las ciencias sociales saben mucho más de los trabajadores que de las empresas. Gracias a las Encuestas Permanentes de Hogares (EPH) y a los Censos de Población puede afirmarse que el trabajo en relación de dependencia, con estabilidad, beneficios sociales y un único empleador dejó de ser una experiencia mayoritaria entre quienes se ganan la vida con su trabajo. Daniel Schteingart afirmó en el mencionado evento del IDAES que de los 19 millones de argentinos ocupados, apenas 6 millones son trabajadores registrados en relación de dependencia en el sector privado; 5 millones son informales (asalariados sin descuento jubilatorio); 5 millones son trabajadores independientes (algunos registrados -monotributistas o autónomos-, otros no); 3 millones están ocupados en el sector público. En síntesis: solo 9 de los 19 millones de argentinos que trabajan están dentro de relaciones laborales que se ajustan al ideal. 

 

También supimos gracias a Luis Brandoni y Patricio Contreras que “Los buscavidas” se anunciaban como la vanguardia de los años por venir. En los ochenta, los protagonistas de ese programa de TV vendían avioncitos en los parques, medias de dama en los colectivos, patys en las manifestaciones públicas. La serie reflejaba la diversidad de ocupaciones que se expandían con rapidez en el país y eran relevadas por las estadísticas: “los trabajadores del sector informal urbano” que, con poco capital y capacitación, ofrecen bienes y servicios al margen de toda protección.

 

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El desempleo es la punta del iceberg del problema del empleo. Los cambios en las tasas de actividad (la cantidad de personas ocupadas y que buscan activamente un empleo) y la evolución del sector informal urbano se convirtieron en dos termómetros de la dificultad de las organizaciones para atraer y retener a quienes desean trabajar. Cuando arrecia la crisis, menos personas buscan empleo. Cuando se contraen los puestos ofrecidos proliferan los remiseros, los dueños de parripollos, los paseadores de perro que se inventan una ocupación refugio por menos ingresos y protección que sus pares asalariados. 

Organizaciones “sin” trabajadores

 

Podría pensarse que existe un contraste absoluto entre los trabajadores formales e informales. Estaríamos entonces ante dos mundos segmentados, estructuralmente heterogéneos. Tal vez eso ocurra en Europa pero en América Latina, no. Sabemos gracias a los censos y las EPH de las diferentes inserciones laborales de los argentinos que residen en las grandes ciudades, también contamos con el Sistema Integrado Previsional Argentino (el SIPA) donde se registran las personas ocupadas e inscriptas en la ANSESS. Aunque las dos fuentes son fundamentales, su comparación no es fácil, captan realidades diversas e indagan información dispar.

 

Mirando estos datos se evidencia que la informalidad está lejos de contraponer dos universos excluyentes. Fabio Beltranou y Luis Casanova calculan, que para 2013, el 44% de los trabajadores argentinos eran informales pero no todos trabajaban solos o en pequeños rebusques. De hecho, la informalidad estaba en el corazón mismo de las organizaciones: nada menos que el 63% de los informales eran asalariados sin aportes jubilatorios. Y la falta de registro es apenas una de las formas de medir relaciones de dependencia encubiertas. Según los mismos cálculos, el 24% de los trabajadores argentinos eran independientes. La categoría es opaca. Si bien hay profesionales por cuenta propia que facturan a distintos clientes y logran autonomía económica y laboral, muchos son monotributistas, hacen sus aportes jubilatorios, pero en los hechos están a merced de un solo empleador. 

 

Se podría acusar al sector privado de fragilizar las relaciones laborales y diluir las responsabilidades del patrón. Al menos en la Argentina no es el caso. Como señalan Mariana González y Lorena Poblete, el sector público también se volvió un empleador precario y lo justifica, al igual que otros patrones, porque la eficacia, flexibilidad y lealtad que requiere ya no puede confiarse a trabajadores protegidos de por vida. 

 

Los informales e independientes son uno de los puntos ciegos de las estadísticas laborales. La mayoría de ellos trabajan en condiciones precarias y con remuneraciones bajas, pero sería erróneo asociar siempre informalidad y pobreza. En la medida en que nos referimos al cumplimiento de la ley, también se congregan en la informalidad quienes eluden controles y responsabilidades. 

 

Las matrioshkas del nuevo capitalismo

 

Las estadísticas permiten caracterizar a los trabajadores argentinos. Pero cuando intentamos describir las unidades que los ocupan, las cosas se complican. En este caso, existe una diversidad de relevamientos y registros que no siempre se recogen con la misma sistematicidad y con criterios compatibles. Por un lado, el Estado tiene varios regímenes de contratación y, en muchas reparticiones, con organigramas meramente formales. Cuando se trata de empresas privadas, los censos económicos y los censos sectoriales, los registros tributarios y los financieros, las razones sociales y los rankings de las revistas de negocios capturan cada uno a su modo la misma empresa. 

 

Una parte de esa complicación reposa en que muchas compañías parecen muñecas rusas: engloban a su vez a varias empresas. En el modelo ortodoxo, se suponía que para expandirse las compañías sumaban trabajadores. Las organizaciones de hoy prefieren crecer ligeras, manejando con cautela los compromisos que asumen. De acuerdo con Jil Rubery y sus coautores, los nuevos arreglos organizacionales son ambiguos. Proliferan trabajadores independientes por contrato (muchas veces renovables y que terminan siendo de larga duración), trabajadores eventuales contratados a través de agencias de empleo, franquicias, empresas subcontratadas. Estas condiciones, que complejizan las formas en que se organiza el proceso de trabajo y la lucha gremial, también afectan el aprendizaje de la tarea y el ejercicio de una mínima lealtad. Muchos escuchamos al personal técnico de las compañías de internet argumentar que ellos no son la empresa y que comparten nuestro fastidio. 

 

¿Se pueden medir estos arreglos atípicos? Hay intentos de exprimir al máximo las estadísticas disponibles. Noemí Giosa Zuazua intentó poner un poco de orden diferenciando el destino de las producciones. Si las pequeñas empresas producen para proveer a otras familias, no podría hablarse de terciarización, algo que sí podría sospecharse si le venden a una empresa. También Sebastián Etchemendy intentó identificar las formas legítimas y fraudulentas de subcontratación. Sobre la base de estudios de casos, diferencia las compañías que contratan a terceros que proveen y controlan los servicios provistos (las de limpieza o seguridad) de aquellas que solo proporcionan mano de obra que será controlada por la empresa madre. Laura Perelman analizó los relevamientos específicos sobre informalidad y concluyó que los asalariados informales se emplean en empresas con distintos niveles de formalidad. A pesar de estos esfuerzos, no podemos cuantificar con certeza cuántos mini-empleadores encubren a otros más grandes. 

 

La distorsión de las jerarquías y recompensas

 

En el modelo ortodoxo del triángulo y los cuadraditos, la jerarquía de rangos se correspondía con una jerarquía de salarios y protecciones. Sobre esa base se organizaron todas las teorías de estratificación de posguerra: igual que dentro de una organización compleja, la carrera por la movilidad social suponía capacitarse, subir de categoría, ir progresando hacia vértices cada vez más estrechos. Pero la informalidad, la subcontratación, la segmentación contractual, la individuación de las recompensas echó por tierra las señales que organizaban esta trayectoria. Y, en un país como el nuestro donde las remuneraciones y condiciones se renegocian al ritmo de las crisis del empleo y la inflación, hay todavía más desconcierto y ansiedad.

 

Si bien la larga pax kirchnerista y el ministerio de Tomada permitieron restituir, como bien señaló Marta Novick, cierta homogeneidad dentro de las categorías ocupacionales, tanto la sociología del trabajo como los estudios de empresa revelan que la heterogeneidad persiste. Por un lado, como sintetiza Clara Marticorena, a lo largo del siglo XX cada sindicato pudo negociar ajustes muy diversos ante la inflación: mientras algunos la superaron con creces, otros apenas lograron empardarla. Por otro lado, tanto en las oficinas y galpones del sector privado como en las burocracias públicas siguieron conviviendo, codo a codo y en las mismas tareas, trabajadores de primera y de segunda. Los cuadritos se volvieron un poco locos y ya no se ordenan tan fácilmente en la lógica piramidal. 

 

¿Cuánto pueden observar este aspecto las estadísticas públicas? Un poco pueden, cuando en términos agregados registran personas ubicadas en tareas semejantes pero expuestas a condiciones distintas. También el análisis de los convenios colectivos permite rastrear la evolución de las paritarias en distintas ramas y sectores de actividad, pero en la medida en que las organizaciones y sus formas de contratación son una caja negra, estas aproximaciones no alcanzan. 

 

Entre las grandes y las PYMES, un caleidoscopio en movimiento

 

Podría pensarse que, como en el caso de los trabajadores formales e informales, las estadísticas son más eficaces al capturar los extremos. Para las organizaciones, esto llevaría a conocer mejor a las empresas más grandes y más pequeñas. Hay relevamientos y registros específicos que respaldan esta hipótesis. El INDEC produce la Encuesta Nacional a Grandes Empresas (ENGE), un relevamiento específico sobre las 500 compañías más grandes del país. En cuanto a las PYMES, hay indagaciones específicas, legislaciones de todo tipo y un criterio generalizado en la literatura de que toda unidad productiva de hasta 5 empleados es informal.  

 

En el caso de la ENGE, la complejidad de las grandes apenas logra entreverse. De acuerdo con Martín Schorr y Alejandro Gaggero, la encuesta apenas se aproxima a su cúpula y su base. Si la pregunta es quiénes son los dueños y accionistas, la ENGE reproduce un criterio anacrónico de propiedad y no precisa si forman o no parte de un mismo grupo económico, algo que resulta crucial para observar niveles de concentración, poder de mercado y capacidad de influencia. A su vez, los datos disponibles no permiten observar la subcontratación. Ante la complejidad que evidencian los escándalos financieros o las causas judiciales, el relevamiento a las grandes empresas no parece haberse acomodado a las nuevas realidades. 

 

Sabemos que la mayoría de las empresas son PYMES y que en ellas se concentra el mayor porcentaje del empleo. Más incierto es cuánto de estos empleadores están en condiciones de hacerse responsables de ofrecer protecciones a sus trabajadores. Como plantea Agustín Arakaki, en el caso de las llamadas microempresas de hasta 5 empleados, los criterios convencionalmente establecidos llevan a concluir que todas son vulnerables. En realidad, esto depende del sector, la capacitación de los trabajadores y la facturación. Aunque tengan 5 empleados, no es lo mismo una panadería de barrio que un bufete de abogados de la city.

 

El problema de la segmentación vuelve una y otra vez al debate público argentino y resurgió con fuerza al considerar si el Estado tenía que socorrer o no a todas las empresas y hogares ante la crisis. Algunos creen que no tiene sentido diferenciar porque todos son víctimas. Otros, que si habilitamos la universalidad de los reclamos, no hay caja que aguante. Por debajo de este debate, un interrogante más modesto y determinante: ¿cuentan las autoridades con la infraestructura estadística necesaria para hacer buenos diagnósticos y mejores políticas? Al menos en lo que respecta a las empresas, está claro que no.