Ensayo

Argentina en el mercado editorial global


Frankfurt, hablame de mí

Poco antes del comienzo de la feria del libro, la Cámara Argentina del libro informó sobre la caída de las ventas y la exportación, y el incremento de la importación en un 40%. El especialista Alejandro Dujovne analiza el lugar de nuestro país en el mercado mundial a partir de la Feria de Frankfurt. Para pensar la edición argentina es relevante, dice, tener en cuenta la relación entre la valoración social del libro, su circulación, y cómo el Estado lo regula.

Si la edición fuera una religión, Frankfurt sería su ciudad sagrada y la Feria la peregrinación que todo editor debe hacer al menos una vez en la vida. Cada año miles de profesionales del mundo del libro viajan desde todos los rincones del planeta para encontrarse durante cinco días en un predio que, por sus dimensiones, estructura y tecnología se asemeja más a un aeropuerto que a un complejo ferial. En 2015 participaron 7145 expositores de 104 países, 170.169 visitantes comerciales de 129 naciones, y cientos de agentes y agencias literarias, y tuvieron lugar más de 4200 eventos sobre los temas más diversos. Pero la Feria del Libro de Frankfurt es algo más que el mayor encuentro internacional de profesionales de la edición. Es un reflejo a escala de la estructura y dinámica del mercado global del libro. Con esta idea en mente viajamos con Gustavo Sorá a Alemania en 2010 y 2011 para sumergirnos en los archivos históricos de la Feria y recorrer sus pasillos con ánimo etnográfico.

Pocas semanas antes de la apertura de la Feria del Libro de Buenos Aires, la Cámara Argentina del Libro presentaba un panorama muy poco auspicioso para el mercado local. Durante los primeros meses del año se registraba un descenso en las ventas, caída de la exportación y un marcado aumento de la importación. Considerando esto y los problemas estructurales que arrastra el sector –concentración económica y desequilibrios geográficos-, es un buen momento para preguntarnos qué tiene Frankfurt y su feria para decir acerca de la posición internacional y estructura del mercado editorial argentino, y de los modos en que esto condiciona su funcionamiento y la implementación de políticas públicas. 

Frankfurt y el mercado global

La nutrida agenda del evento o la presencia de escritores e intelectuales de reputación internacional, no debe hacernos perder de vista que la Feria se define, en primer lugar, por los negocios. Si el libro es, como afirmaba Pierre Bourdieu en 1999, un objeto de doble faz, económica y simbólica, mercancía y significación a un mismo tiempo, en la Feria coexisten ambas caras pero domina la que mira a los fríos números. La principal razón que lleva a editores y agentes a trasladarse año a año al corazón de Alemania es la compra y venta de derechos de traducción. Reconocer esta clave es fundamental para descifrar la lógica que determina buena parte de su funcionamiento.

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El paralelo entre la Feria y el orden editorial global se manifiesta, en primer lugar, en la mayor o menor centralidad de las lenguas y los mercados editoriales nacionales. La observación de las dimensiones y posición de cada idioma y país en el plano de la Feria, así como de los flujos de circulación de los actores del libro, nos permite acercarnos a las diferencias de poder idiomáticas y nacionales que organizan el funcionamiento del mercado global. Y nos permite indagar si nuestro país es, tal como nos gusta creer y resaltar, una potencia editorial, o en realidad ocupa un lugar periférico en el mercado mundial de la edición. Y en cualquiera de los casos, para analizar qué implicancias tiene esa posición para el desarrollo de su mercado. Del conjunto de los pabellones, organizados por temas y regiones idiomáticas,el más visitado y uno de los más grandes es el destinado a los editores de lengua inglesa. El ingreso incesante de editores, agentes y distribuidores al polo anglosajón a fin de concretar reuniones, contrasta con la menor concurrencia del resto de los espacios destinados a editores internacionales. A la edición de habla inglesa le siguen, con una cadencia más relajada pero nada despreciable, los de lengua alemana y francesa (con una clara ventaja por localía para el primero), y luego, a cierta distancia, el italiano, el español y en grados variables las distintas lenguas asiáticas. Finalmente,  el silencio y la quietud imperan en los pasillos y stands de la edición árabe, persa y africana (con excepción de Sudáfrica, ubicada en el sector anglosajón). A su vez, dentro de cada una de estas geografías-espacios idiomáticos, sobresalen por su número, dimensiones, ubicación y movimiento las empresas (algunas de ellas transnacionales) de un puñado de países: Estados Unidos y en menor medida Inglaterra dentro del ámbito inglés, Francia en el espacio francófono, Alemania entre los de habla alemana y España respecto a América Latina. Esta disposición y dinámica son un correlato fiel de las diferencias de poder económico de la edición a escala mundial. Considerando el valor de los mercados nacionales en función de los precios al consumidor, para el período 2010-2012 diez mercados editoriales representaban el 71% del total global.Estados Unidos se encontraba a la cabeza, seguido en un distante segundo lugar por China con poco menos de la mitad del volumen del mercado norteamericano. Continuaban Alemania, Japón, Francia, Reino Unido, Italia, España, Brasil y Corea del Sur. Estados Unidos comprendía por sí solo el 26% del total, y los países de la Unión Europea representaban en conjunto el 33%. Ni México ni Argentina, principales productores editoriales de habla castellana de América Latina, figuraban entre los veinte mercados más fuertes.

Poder desigual

Este poder desigual se manifiesta en al menos tres formas que tienen efectos directossobre las posibilidades de desarrollo de la edición en el país. Primero, el dominio de los mercados editoriales de un grupo de lenguas y países está asociado a los flujos de traducción. Como lo apuntó el sociólogo holandés Johan Heilbron, el poder internacional de las lenguas puede estudiarse a partir de su participación en el número total de traducciones (desde esa lengua hacia otras). Desde esta perspectiva el inglés ocupa un lugar “hipercentral”, seguido, en una posición “central” por el francés, alemán y, al menos en las décadas de 1970 y 1980, el ruso. Estas cuatro equivalían para ese entonces tres cuartos del total de lo traducido. Tras ellas se ubican el español, italiano, danés, sueco, polaco y checo, y finalmente las que individualmente representan menos de 1% del total de las traducciones en el mundo. Segundo, dentro del arco de lengua castellana,Argentina se ubica junto a México en una posición secundaria respecto a España, que continúa siendo el gran jugador del libro iberoamericano en términos de producción y exportación. Tercero, hay una relación directa entre el poder de los mercados editoriales nacionales y desarrollo de grandes grupos empresariales de la edición. Estados Unidos, Francia, Alemania, Holanda y España, son los países de origen de las principales corporaciones transnacionales. A los que se suma en los últimos años China, con la irrupción de dos grandes conglomerados editoriales.

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¿Por qué es importante tener presente la posición relativa de Argentina en el mercado editorial global y los condicionamientos que esa posición entraña, para la implementación de políticas públicas orientadas al libro? Desconocer el lugar ocupado por la edición argentina conlleva el riesgo de diseñar y lanzar medidas que pueden tener resultados limitados o, peor aún, efectos contrarios a los buscados. Por ejemplo, promover la traducción a través de una política sostenida de apoyo financiero, como se viene realizando con el Programa Sur, es fundamental. Pero el reconocimiento de la posición periférica que ocupa el castellano en los flujos mundiales de traducción, y de Argentina respecto de España como principal vidriera cultural en esta lengua, exige sofisticar el tipo de intervención pública si se pretende sentar bases sólidas para la circulación internacional de la producción intelectual argentina. Conocer mejor los distintos mercados y las formas de difusión de la literatura latinoamericana, identificar los principales mediadores y las editoriales más sensibles a las producción regional y argentina, llevar adelante misiones de editores y escritores argentinos, promover la invitación de editores y traductores de distintas lenguas, desarrollar sistemas de información y publicidad más adecuados, son algunas de las acciones que contribuirían con ese propósito. Algo similar podría decirse acerca de la regulación de la importación. Al definir una nueva política de importación no puede desatenderse la fuerte asimetría con España. La búsqueda de bibliodiversidad mediante la apertura de la importación no es contradictoria con estrategias que limiten la competencia destructiva que puede generar -y está generando- la importación irrestricta, que convierte a muchas librerías argentinas en expendedoras de los saldos y la sobreproducción española, marginando de las mesas y estantes a los editores locales. La ecuación es sencilla, sin una decisión política que parta de la comprensión de esta asimetría, se impone el mercado más fuerte. Contrariamente al argumento lineal entre no regulación de la importación y mayor bibliodiversidad, la ausencia total de protección a la producción local puede conducir a la pérdida de presencia y diversidad de los autores publicados en el país.

Las razones que llevan a los mercados nacionales a conquistar posiciones en el mercado editorial global son muchas y de muy diverso tipo. Algunas son de carácter general, como las dimensiones de la población, el PBI, el poder adquisitivo, la tasa de alfabetización, etc. Mientras que otras están específicamente relacionadas con el ecosistema del libro: regulaciones y políticas públicas en torno a la edición y la librería, promoción de la lectura, profesionalización de las industrias del libro, gráfica y librera, impulso a la exportación y a la circulación de la producción intelectual en el exterior, etc. Las primeras son importantes porque representan las condiciones de posibilidad y límites para el crecimiento y funcionamiento del sector, pero son las segundas las que tienen que interesarnos de manera inmediata porque son los ámbitos en los cuales los actores del libro tienen mayores posibilidades de intervenir y obtener resultados tangibles. Nuevamente Frankfurt nos da una clave para ver esto con mayor claridad.

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El recorrido por los pasillos de la Feria no solo nos ofrece un panorama de la geopolítica del libro, sino también una entrada para acercarnos a las formas de estructuración de los mercados nacionales. Y, a través de estas, a los modos de valoración pública del libro que domina en cada país. En la participación de las distintas naciones podemos apreciar los modos en que confluyen y se articulan tres clases de actores: empresas, cámaras gremiales y Estado. Las distintas formas de presentación y modos articulación entre estos actores en el marco de la Feria no pueden ser reducidas a estrategias coyunturales decididas en función de la naturaleza del evento. Cada una de estas maneras exterioriza la historia singular de cada campo editorial nacional. Una historia particular de disputas y consensos entre los principales actores del libro que decanta en el presente no solo en una estructura del mercado, sino también en significados públicos del libro.

Las distintas modalidades de articulación entre estos actores pueden situarse en una línea que se define a partir de dos polos: el del mercado y el de la política. El primero se compone primordialmente de empresas y el segundo por la presencia excluyente de los Estados. El polo del mercado encuentra su expresión más acabada en el pabellón anglosajón y en especial en la presencia norteamericana. En 2010 dominaban la escena, entre otras, Penguin, RandomHouse (que, fusionadas en 2013, dieron lugar a PenguinRandomHouse), Mc Graw Hill, Harper Collins, Wiley y Pearson (dueña de Penguin en ese momento y, tras la fusión, dueña junto a Bertelsmann del nuevo conglomerado). El nombre de RandomHouse, por ejemplo, coronaba un sobrio y extenso puesto con subdivisiones en el que convivían sus numerosos subgrupos y sellos. Y como signos incontestables de su poder literario y económico, dos grandes letreros que flanqueaban el ingreso al stand informaban los nombres de sus más de 60 autores galardonados con el Nobel, sus más de 100 Pulitzer, y su casi veintena de premios Booker. Dentro del stand, el espacio se saturaba de mesitas tomadas por breves e intensas reuniones de negocios. Rodeando a los grandes conglomerados editoriales se desplegaban los puestos, más reducidos, de empresas pequeñas y medianas. También, grupos de editores y gremios del rubro con stands colectivos.

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La participación de Francia es paradigmática del modo en que empresas, cámara gremial y Estado tienen una participación equilibrada y cumplen funciones complementarias. Alrededor de Gallimard y Hachette, que sobresalían del conjunto, se disponían numerosos sellos medianos, algunos stands colectivos, y un gran espacio organizado por organismos del Estado (Ministerio de Cultura, Bureau International de l’Edition Francaise y el Centre National du Livre) en conjunto con la cámara francesa del libro (Syndicat National de l’Édition), que agrupaba a 140 sellos y organismos profesionales. Con menor número de editoriales y con espacios más reducidos, esta configuración se repetía en la mayor parte de los países de Europa central y occidental. Los países latinoamericanos daban forma a una tercera modalidad, en la que prevalecían los puestos colectivos organizados y financiados conjuntamente por las cámaras del sector y el Estado. La dimensión de los stands y la eventual presencia de sellos por fuera de los espacios colectivos variaba mucho según se tratara de mercados del libro más grandes y afianzados, como Argentina, Brasil, México, Colombia y en menor medida Chile, o de naciones con una fuerza editorial menor. Las principales empresas editoriales en términos de títulos anuales y facturación no participaban de los puestos oficiales ni necesariamente se ubicaban cerca del área que ocupaba cada país, sino dentro de los grandes stands de los grupos empresariales a los que pertenecían, que los acercaba al ámbito de España. Esta estructura se replicaba en países pequeños del centro y este de Europa con lenguas restringidas a sus territorios (República Checa, Hungría, Croacia, etc.) y en países asiáticos. A excepción de China, que se distinguía por un extenso puesto organizado por el Estado y en el que la mayoría de sus expositores estaban ligados de una u otra manera a él. Finalmente, el Estado aparecía como el actor excluyente en parte de la representación árabe.

¿Cómo se relacionan estas formas de presentación con la estructura e historia de cada mercado editorial nacional? Y, más importante aún, ¿qué relación hay entre las distintas formas de estructuración, el valor público concedido al libro en cada sociedad y las formas y grados aceptados de intervención del Estado en el ámbito editorial? Los casos emblemáticos de Estados Unidos y Francia pueden ayudarnos a responder estas preguntas, y sugerir algunas pistas para pensar al campo editorial argentino.

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El mercado editorial de Estados Unidos se caracteriza por una marcada polarización tanto en el nivel de las editoriales como en el de las librerías –una imagen nada ajena para cualquier observador atento al devenir del libro en América Latina. En el primer caso el mercado se organiza por un polo compuesto por grandes grupos que dominan y establecen los principios de funcionamiento del mercado, y por otro constituido por pequeñas empresas que actúan en los intersticios dejados por los primeros. Este panorama es resultado de un proceso histórico de concentración que comenzó a inicios de los 60s y se aceleró en las últimas décadas, y que significó el pasaje de un espacio del libro definido por editoriales independientes que respondían a los gustos e intereses de sus dueños y editores, a un horizonte dominado por un puñado de grandes grupos empresariales que reúnen a los sellos que fueron adquiriendo. Pero la concentración vino de la mano de otro cambio igual de decisivo: el paso de una lógica industrial a una lógica financiera. Ya no se espera que la edición ofrezca una tasa de ganancia acorde a esta clase de negocio, no muy elevada, sino que se pretende que su rentabilidad esté a la altura de otras apuestas financieras. Si bien los grados de autonomía de los distintos sellos varían en función de cada grupo, lo cierto es que esto inauguró una nueva y desconocida presión en el mercado editorial que empuja a los sellos a desplegar estrategias de producción y comerciales distintas y muy agresivas para alcanzar las metas de ganancias definidas por la dirección de cada empresa. Para ello se pone en funcionamiento un dispositivo editorial en la que el marketing ocupa un lugar determinante en todas las etapas de la producción: desde el momento de elección de los autores y títulos, pasando por la definición del tono de escritura y la extensión de las obras, hasta la promoción. El editor clásico pierde su soberanía frente a una nueva clase de agentes con otros saberes, encargados de hacer del libro un producto altamente rentable. El bestseller deja de ser una alternativa deseable pero azarosa, como lo es para cualquier editor pequeño o mediano, para convertirse en un imperativo. Es necesario asegurarse libros de venta masiva y rápida.

Un proceso análogo tuvo lugar con las librerías. Los pequeños negocios independientes fueron el canal indiscutido de venta de libros hasta la década de 1960, momento en que irrumpen librerías de mayor tamaño en los nuevos centros comerciales que empezaron a proliferar por todo el territorio de Estados Unidos. Pero el primer golpe real, que condenó a la desaparición a miles de librerías, llegó en los 80s con la expansión de las cadenas Borders y Barnes & Noble. Este proceso de concentración estuvo estructuralmente ligado al acontecido en la edición. Por razones de costos y de interés comercial las cadenas focalizaron su interés en los libros de alta venta y rápida rotación, es decir la clase de obras que privilegian los grandes grupos editoriales. Pero el reinado de estas dos grandes cadenas fue a su vez puesto en jaque con el arribo de Amazon. De hecho, Borders quiebra en 2011 liquidando sus más de 600 locales. Si las primeras podían competir con las librerías independientes gracias a precios más bajos y una fuerte presencia en los principales centros urbanos, Amazon no solo podía proponer ofertas más competitivas sino un repertorio mucho más extenso y entregar el libro en el domicilio del lector. En ninguno de los casos el Estado intervino regulando o limitando estos procesos. Pero por qué habría de hacerlo, si el libro era concebido -y así se preocuparon todos los grandes actores del sector de garantizarlo- como un bien comercial más. El centro del argumento, como en otros ámbitos de la economía, es el consumidor, en este caso el lector-consumidor.

"Le livr en´est pas un produit comme les autres" (el libro no es un producto como los otros) sostenían los profesionales de la edición franceses a inicios de la década de 1980 cuando pedían la sanción de la “Ley de precio fijo”, popularmente conocida como Ley Lang en referencia al entonces ministro de cultura Jacques Lang. Esta norma, finalmente sancionada en agosto de 1981, estableció que todo libro debía tener el mismo precio a lo largo y ancho del territorio galo, así se logró resguardar a las librerías de la competencia destructiva que en ese entonces significaban los descuentos hechos por los hipermercados. Pero también consiguió apuntalar públicamente la importancia del trabajo de clasificación, selección y visibilización de los libros que llevan adelante los libreros. Asimismo, al proteger las pequeñas y medianas librerías prestó un apoyo decisivo a los sellos pequeños y medianos que, por razones de afinidad estructural, las necesitan para desarrollarse. Pero la significación de esta ley va más allá de su contenido. Con su sanción se cristalizó la idea que en su momento aglutinó a buena parte de los actores del mundo editorial: la cultura no solo es un ámbito legítimo de intervención del Estado, sino que precisa de su acción para no ser sometida a una lógica puramente económica. La “Ley de precio fijo”, que fue replicada en muchos países –incluida Argentina en 2001-, sentó las bases para el desarrollo de un amplio sistema de regulaciones, medidas e instituciones orientadas a resguardar la diversidad de la oferta editorial mediante la protección y promoción de la diversidad de sellos y librerías. Propiciando, además, que el mercado del libro sea la principal industria cultural gala.

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Los mercados pueden ser medidos y comparados por su poder económico, pero como pone en evidencia el contraste entre Estados Unidos y Francia, si los reducimos a su valor monetario perdemos de vista el valor que una sociedad está dispuesta a otorgarle al libro. Valor público que no es resultado de una decisión abstracta, sino, como decía, el fruto de la historia de las posiciones y oposiciones de y entre empresas, editores, libreros, cámaras, periodistas, académicos y el Estado. Y que en un momento se cristalizan, estabilizan y proyectan en legislaciones, organismos y políticas públicas.

¿Por qué es relevante tener en cuenta la relación entre estructura del mercado editorial, valoración social del libro y formas de regulación y promoción pública, para pensar la edición argentina? Precisamente porque en esta relación se juega no solo la posibilidad de sobreponerse a las repetidas crisis del sector, sino también la oportunidad de imaginar un horizonte para el libro argentino que guíe y estimule estrategias y acciones de largo plazo. Los resultados que adelantó la Cámara Argentina del Libro a fines de marzo para los primeros meses de este año fueron tan desalentadores como lo sugerían las conversaciones con editores y libreros: caída de las ventas y la exportación, e incremento en un 40% de la importación (compuesta tanto por libros producidos en el país pero impresos afuera, como por obras publicadas por sellos extranjeros).Este difícil escenario pone en riesgo la supervivencia de pequeñas y medianas editoriales y librerías, y amenaza con desarticular un entramado cultural y económico que llevó muchos años consolidar. Pero la crisis que está empezando a atravesar el sector es solo el más urgente de los problemas. El espacio del libro arrastra dos desequilibrios estructurales que auguran agravarse en este contexto. El creciente desequilibrio entre grandes empresas editoriales y libreras, que acaparan porciones crecientes del mercado, y sellos y librerías pequeñas y medianas. Y el histórico desequilibrio geográfico entre la Ciudad de Buenos Aires y alrededores -que concentra más del 80% de la producción y venta comercial de libros- y el resto del país, donde la ausencia de librerías es parte de la realidad de cientos de ciudades y pueblos. Problemas a los que se suma el cada vez más inminente desembarco de un jugador de peso como Amazon, con las consecuencias que puede acarrear sobre la red de librerías, incluidas las cadenas. Como Frankfurt nos enseña, lo que está en juego es el valor social y cultural que le atribuimos al libro. Si los libros son algo más que bienes mercantiles, si los consideramos portadores privilegiados del pensamiento y de significados culturales, y si editores y libreros son actores irremplazables en la formación de ese valor, entonces será necesario definir qué políticas de corto y largo plazo tendremos que buscar para materializar esa idea, y qué actores deberán pensar y trabajar juntos para que eso suceda.