Políticas sociales y legitimidad
En una especie de reunión televisada, con voz pausada, Daniel Ortega, anuncia en abril de 2018 la derogación de la reforma a la seguridad social. La misma que unos días atrás había generado una ola de protestas y la respuesta represiva del gobierno con un saldo de más de una decena de personas muertas: “Quiero comunicarle al pueblo nicaragüense que en estos momentos estoy recibiendo ya el acta 318 del Consejo Directivo del Instituto Nacional de Seguridad Social […] en la que se está revocando [..] la resolución que sirvió como detonante para que se iniciara toda esta situación de protesta”. El anuncio no fue el fin, sino el comienzo de una nueva etapa de la crisis que sacude a Nicaragua.
El sistema de seguridad social de Nicaragua es de amplia cobertura, pero deficitario desde 2013. La reforma reducía la tasa de reemplazo de un 80% a un 70% (monto de las pensiones a recibir como porcentaje del salario promedio de cierto período); aumentaba el aporte patronal de un 19% a un 22,5% en 2020; y aumentaba el aporte de los trabajadores de un 6,25% a un 7%, entre otras cuestiones. Según un informe de la CELAG, aquellos sistemas que tienen una tasa de reemplazo parecida a la propuesta por la reforma nicaragüense, como los casos de Argentina, Colombia y Uruguay, requieren del doble de años de aportes para alcanzar la jubilación. En otros términos: la reforma no implicaba un ajuste descomunal en una Nicaragua que portaba indicadores macroeconómicos y sociales muy positivos en relación a sus vecinos centroamericanos. El PBI creció 2,9% en 2008 y un 4,7 en 2016. La tasa de homicidios, que convierte a Honduras, El Salvador y Guatemala en los países más violentos del mundo, en Nicaragua es relativamente muy baja: mientras que en sus vecinos, ronda entre 77,5 y 41 en 2010, en Nicaragua es de 9,1. Los pogramas sociales como Hambre Cero, Usura Cero y Desempleo Cero ayudaron a reducir la pobreza, según los datos oficiales, de un 45% en 2006 a un 24,9% en 2016, así como también el índice de desigualdad en el país.
No obstante, la reforma generó un estallido de una parte de la sociedad nicaragüense, con una especial participación de jóvenes de las universidades más importantes de Nicaragua. Jóvenes que no vivieron la revolución. Desde el 18 de abril comenzaron a movilizarse, salieron a la calle, armaron barricadas, tomaron las casas de estudio. La represión estatal fue desproporcionada.
Las causas de esta crisis no se explican por factores socioeconómicos. Si de lo que se trata es de una crisis política, el mayor error político del gobierno fue pretender solucionar el conflicto utilizando la violencia, pues eso sumó a la movilización a activistas de derechos humanos, mujeres, familiares de víctimas, sectores de la Iglesia Católica y a infinidad de ciudadanos. A pesar de la suspensión de la reforma, la revuelta se extendió muy rápidamente hacia otras ciudades y zonas rurales del país, fundamentalmente hacia el pacífico y el centro norte de Nicaragua: el objetivo pasó a ser la renuncia de la pareja presidencial. La actitud del gobierno: la escalada represiva y la criminalización de la protesta.
Se llevaron adelante masivas manifestaciones, dos paros nacionales, tomas de universidades y se generalizaron los tranques (bloqueos) y trincheras, en calles y rutas, algunos permanentes otros escalonados. En esas barricadas se veían morteros y otras armas caseras. Los tranques constituyen uno de los aspectos más característicos de este conflicto. En el auge de la crisis, a mediados de mayo, se instaló una Mesa de Diálogo moderada por la Iglesia Católica, en la que participa el Gobierno y la recién formada “Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia” integrada por asociaciones de estudiantes, de campesinos, diversos miembros de la sociedad y centrales empresariales como el COSEP. En la primera reunión, la Alianza demandó la salida del Gobierno de Ortega a través de unas elecciones adelantadas. Y el gobierno pidió la desintegración de los tranques. El diálogo se trabó y sigue sin avances significativos.
El Estado débil y la violencia política
La violencia ejercida por el Estado estuvo dirigida especialmente a disuadir la participación en las manifestaciones, levantar los tranques y sofocar la expresión del disenso político. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) encontró un patrón común: el uso excesivo y arbitrario de la fuerza policial, fuerzas antimotines y la utilización de grupos parapoliciales o grupos de choque con la tolerancia, e incluso la colaboración, de las autoridades estatales. Las fuerzas actuaron con armas de fuego, bombas lacrimógenas y balas de goma. Esta “respuesta estatal represiva ha intensificado las tensiones entre los manifestantes, las fuerzas de seguridad y los grupos de choque” y ha aumentado la polarización en el país, provocando fuerte disturbios, enfrentamientos violentos entre manifestantes y ataques de diverso tipo en varios lugares del país.
Efectivamente, la respuesta del gobierno orteguista a la protesta social generó una nueva espiral de violencia política en la historia del país y condiciones absolutamente propicias para la existencia -en todos los actores en conflicto- de civiles armados encapuchados que difuminan terror en la población. Según el informe de la CIDH “la acción represiva del Estado” mediante el “uso excesivo y arbitrario de la fuerza policial” ha dejado “220 muertes hasta el 1 de julio”. Comenzando agosto, son casi trescientas las víctimas mortales. La Comisión registró, asimismo, 1337 heridos y 507 personas detenidas de manera arbitraria hasta el 6 junio. Por parte del Estado y de las personas ligadas al FSLN, el informe de la CIDH consigna “al menos 5 policías” muertos y 65 heridos hasta el 6 de junio. En la actualidad ese número asciende, al menos, a 9 con la identificación de 4 policías muertos en el ataque en Morrito, Río San Juan, el 12 de julio. Asimismo, la CIDH registra “17 asesinatos o muertes violentas a individuos ligados al gobierno y al FSLN”, “40 sucesos de quema o daño de instalaciones a propiedades gubernamentales o del FSLN; 29 secuestros, en su mayoría de miembros de las fuerzas policiales o personal trabajando para entidades gubernamentales locales”. Destaca que “en seis de los casos de secuestro reportados, se alega evidencia de tortura”.
Este nuevo recrudecimiento de la violencia política denota varias cosas: 1) que el Estado no logró imponer una estructura de relaciones de poder capaz de ejercer el monopolio sobre los medios organizados de coerción; 2) que el gobierno carece de gobernabilidad; 3) que el Estado sigue siendo débil.
Para el sociólogo centroamericano Edelberto Torres-Rivas, de la guerra de baja intensidad llevada adelante por la Resistencia Nacional (“la Contra”) -organizada y apoyada por Estados Unidos- para desgastar la revolución sandinista, surgió una democracia electoral en la que se apoyó un Estado débil. Ese mínimo democrático, esa condición necesaria pero no suficiente para alcanzar una democracia política que es la democracia electoral, no logró estabilizar el régimen político y fue minado, a nuestro juicio, desde 2008 por el FSLN, iniciando un proceso de pérdida de legitimidad. En sentido weberiano, se fue perdiendo la capacidad de obtener obediencia sin violencia.
Daniel Ortega integró la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1985), fue presidente de Nicaragua entre 1985 y 1990 y retornó al poder en 2006 por medio de elecciones, después de hacer una alianza con los líderes de “la Contra”. Fue reelegido en 2011 y, por medio de una reforma constitucional altamente cuestionada, volvió a serlo en 2016 acompañado por su esposa, Rosario Murillo, en la vicepresidencia. Había ganado las elecciones con más del 72% de los votos, mientras el FSLN obtuvo una mayoría en el Congreso con casi el 67% de los votos. Pero, según algunos analistas, lo único que se discutió en esas elecciones fue la afluencia de los nicaragüenses a las urnas: la oposición señaló que votó menos del 35% del censo, mientras que el oficialismo certificó que la participación fue del 68,2%. Se discutía la legitimidad del resultado electoral.
Desde 2008, como demostraron algunos politólogos, desapareció la competencia partidaria: el Consejo Supremo Electoral había dejado sin personería jurídica al Partido Conservador y a la escisión sandinista, el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS). El MRS había nacido en 1995, como expresión del sector pragmático-renovador del FSLN y estuvo liderado por el exvicepresidente de Daniel Ortega, Sergio Ramírez. Desde entonces, el FSLN trazó una trayectoria que tendió a centralizar las decisiones en torno a Ortega y abortó todo intento de “renovación” de la dirigencia del partido, algo que se concretó en los Estatutos de 2002.
En 2006, el sociólogo sandinista Orlando Núñez consideraba que el MRS era uno de los grandes enemigos del gobierno, junto a la “oligarquía conservadora”, la embajada de Estados Unidos, los banqueros, el diario La Prensa y los empresarios nucleados en el COSEP. En ese entonces, consideraba que esta coalición era poco hegemónica porque había perdido la dirección del ejército, la policía y la Iglesia Católica. Según Núñez, el mentor de Hambre Cero, la estrategia de dicha coalición era, en 2006, arrastrar y polarizar de nuevo Nicaragua entre los “demócratas y éticos”, por un lado, y los “pactistas, corruptos y terroristas”, por otro. Doce años después el discurso para interpretar la realidad parece ser el mismo y el gobierno de Daniel Ortega sostiene que hay grupos interesados en una “ruptura del orden constitucional e institucional” para “cambiar a las autoridades y al gobierno legítimamente electo”. Esto parecería, como consecuencia, justificar el uso desmedido de la fuerza represiva.
A esta interpretación se le pueden agregar algunos matices: el primero es que desde 2007 los empresarios estrecharon sus vínculos con el gobierno (la llamada Alianza Público Privada, alianza que se rompió en el pasado mes de abril; el segundo fue el lento retiro del apoyo al gobierno de la Iglesia Católica, que culminó en una denuncia de persecución y en una evaluación por parte del Episcopado de Nicaragua de su continuación -o no- como mediador en el diálogo nacional; el tercero son los gestos del gobierno hacia Estados Unidos en temas claves como las migraciones y el narcotráfico.
Torres-Rivas decía que no es el consenso el que vuelve democrático al poder estatal sino el atravesar con éxito las pruebas del disenso, si los conflictos son resueltos legal y pacíficamente y si se aplica el uso legítimo de la fuerza. “La ilegalidad y la violencia no pueden combatirse con más ilegalidad y violencia, un Estado fuerte no lo haría”.
La injerencia norteamericana y la restauración conservadora
Enero de 2007, Managua, Plaza de los Países No alineados. Evo Morales, Daniel Filmus, Rafael Correa y Manuel Zelaya, esperaban para presenciar el acto de asunción de Daniel Ortega, que después de 17 años, volvía a la presidencia de Nicaragua. La ceremonia llevaba más de una hora de demora: las nuevas autoridades habían decidido esperar a Hugo Chávez, que estaba retrasado. Entre los invitados también estaba el jefe de la diplomacia de Estados Unidos para América Latina, Tom Shannon, y otros diez jefes de Estado. La decisión de la espera no fue pura cortesía nica. Chávez, el comandante de la Revolución Bolivariana, y Ortega, el presidente de la Revolución Sandinista, firmaron al día siguiente varios convenios de cooperación: petróleo, préstamos agrícolas, plantas generadoras de electricidad, condonación de deuda. Era el auge de los gobiernos “nacional-populares” o “posneoliberales” que emergieron en torno a la crisis neoliberal en América Latina.
Desde Washington miraron preocupados. Centroamérica era y es una región clave en su doctrina de seguridad nacional. Nicaragua fue, desde su independencia política, un asunto importante de su agenda imperial. La vuelta del “Frente” podía fortalecer el bloque regional impulsado por Venezuela a través del ALBA, la “alternativa bolivariana” al ALCA enterrado en Mar del Plata en 2005, pero no en Centroamérica donde se había suscrito un año antes (2004) bajo la forma de “Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana” (TLC o “CAFTA” en inglés).
Los planes de Estados Unidos contemplaban, además, al Plan Puebla Panamá, devenido en Proyecto Mesoamérica, destinado a estimular la explotación de recursos naturales, proyectos de infraestructura y exportaciones no tradicionales, controlar la migración y extender la Iniciativa Mérida y el Plan Colombia a Centroamérica. Washington quería desarmar las alianzas impulsadas por Cuba y Venezuela. No era un dato menor que después del golpe de Estado a Mel Zelaya, Honduras –aliado histórico de Estados Unidos en Centroamérica- se hubiera retirado del ALBA.
Ortega no se desvinculó del TLC ni del Proyecto Mesoamérica, incluso apoyó a Washington en su política migratoria y en su “guerra contra el narcotráfico” en la región. Estados Unidos siguió siendo su principal socio comercial. Sin embargo, Ortega se incorporó inmediatamente al ALBA y profundizó su vínculo político-económico con Chávez. Entabló relaciones con Rusia y las fortaleció con China. Luego, anunció la construcción del Gran Canal Interoceánico de Nicaragua con la empresa China HKND Group, cuya construcción ha dado lugar a múltiples especulaciones. Con estos actos, Nicaragua mostró autonomía en sus vínculos internacionales. Estas prácticas de soberanía nacional, que a su vez contradicen los intereses norteamericanos, hieren la tradicional soberbia política estadounidense y su sistemática búsqueda de obediencia en la región.
Entre la vuelta de Ortega al poder y la crisis actual que sacude sus talones, el escenario latinoamericano cambió: del “giro a la izquierda” a la “restauración conservadora”. En Argentina y Chile, las derechas llegaron al poder a través de elecciones. En Haití (2004), Honduras (2009), Paraguay (2012) y Brasil (2016) lo hicieron a través de nuevos y diversos formatos destituyentes, aliadas, en la mayoría de las ocasiones -no en todas-, con sus pares estadounidenses. Venezuela, el gran sostén de Nicaragua, atraviesa una de sus mayores crisis: a los condicionantes internos se suma la ofensiva sistemática que, desde el intento de golpe en 2002, mantiene Estados Unidos -y sus aliados latinoamericanos- contra el proceso bolivariano. El triunfo de Trump dificulta aún más el juego ambiguo de Ortega. A fines de 2017, se aprobó en la Cámara de representantes la “Nica Act” (Nicaraguan Investment Conditionality Act 2017) que busca impedir que se otorguen préstamos financieros internacionales a Nicaragua -de gran relevancia en su crecimiento económico-. En este contexto regional, el gobierno enfrenta a la movilización popular con un creciente uso de la violencia.
“Me sentí honrado de reunirme con los líderes estudiantiles nicaragüenses que arriesgan sus vidas luchando por la libertad...” dice el Tweet que acompaña la foto en la que posan, serios, tres estudiantes nicaragüenses con el senador republicano por Texas, Ted Cruz. Más sonrientes se los ve en la foto con Ileana Ros-Lehtinen (impulsora de la Nica Act) o con Marco Rubio con quienes también posaron en esa visita financiada por Freedom House, la agencia norteamericana ligada a la CIA, a la guerra psicológica “anticomunista” en Centroamérica en los ochenta y a cierto sector de la oposición venezolana actual. La misma agencia que otorgó a Héctor Magnetto un “Premio a la Libertad de Expresión” en 2016. Las organizaciones estadounidenses “Instituto Nacional Democrático” y “Fundación Nacional para la Democracia” (NED, por sus siglas en inglés), también tienen incidencia en Nicaragua. Oficialmente, NED aportó, entre 2014 y 2017, 4,2 millones de dólares a distintas organizaciones locales. Las visitas de los estudiantes continuaron en El Salvador donde visitaron al alcalde capitalino y a diputados de ARENA, el partido que nuclea a la derecha salvadoreña. Las giras generaron fuertes discusiones al interior del estudiantado. Revelan la injerencia norteamericana, pero, asimismo, la complejidad interna a los actores locales y su falta de liderazgo. Allí radica la dificultad mayor de cara a construir una salida política popular a la crisis, que logre evitar el pacto de élites y la injerencia norteamericana.
A fines de julio, Daniel Ortega, luego de haber desalojado una parte de las trincheras y tranques y debilitar así a la oposición, manifestó estar abierto a la posibilidad de realizar un referéndum con el fin de consultarle a la población sobre un posible adelantamiento de las elecciones del 2021 al 2019. La idea constituye una salida política acertada, pero insuficiente. Sin cambios políticos que otorguen credibilidad al sistema democrático, respeto a los derechos humanos y a la soberanía de los pueblos, las condiciones de posibilidad de la crisis permanecerán inalterables.
Fotos gentileza de "El Nuevo Diario" y Bismarck Picado (Jefe de Fotografía)
Créditos de la fotogalería.
OV – Orlando Valenzuela
AS- Alejandro Sánchez
BP – Bismarck Picado
OS – Oscar Sánchez
NV – Nayira Valenzuela