Ensayo

La pandemia como falla de inteligencia


El nuevo enemigo público no es humano

El Covid-19 carece de intencionalidad, no busca matar ni conquistar: no se lo puede convertir en un enemigo efectivo. Pero sus consecuencias pusieron en jaque a los sistemas de seguridad nacional, que ahora deben reorientar sus políticas para lidiar con un agente no humano y global. ¿Qué debería cambiar para anticipar estas nuevas amenazas? ¿La salud pública puede ser un asunto de inteligencia? Sobre esto y las relaciones entre democracia, libertad y seguridad escribe Germán Gallino.

Las políticas de inteligencia tienen la notable condición de ser públicamente secretas: la reserva es su característica más conocida. Esa cualidad, amparada por la tarea de anticipar el peligro, mantiene a las agencias del sector alejadas del escrutinio público. Pero en los últimos tiempos los servicios de inteligencia han ingresado al debate público en países democráticos por varios motivos. En muchos Estados, la pandemia es uno de los principales.

Si el siglo XX había fijado en los sistemas de inteligencia la responsabilidad de conjurar las potenciales amenazas, la rápida y catastrófica expansión del Covid-19 mostró una notable incapacidad de previsión. Esa falta de anticipación y las enormes consecuencias sociales, económicas, políticas y nacionales, hicieron que la pandemia se conciba como una falla de inteligencia. Estados Unidos debe ser el caso paradigmático: en marzo, cuando el país estaba por alcanzar los 100.000 contagios, la revista Foering Policy la describió como “la peor falla de inteligencia de la historia”. Si bien la afirmación está sujeta a interpretación, las fricciones que se generaron entre la Comunidad de Inteligencia (Intelligence Community) y la administración de Donald Trump sobre la falta de previsión llegaron rápido a los portales de los principales diarios del país.

Estados Unidos ostenta una tradición en debates públicos sobre fallas de inteligencia que se remonta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor en 1941. Su reedición más importante se dio después de los atentados terroristas del 11 de septiembre al World Trade Center, y hoy se está revitalizando con la “amenaza” pandémica. En cualquier caso, el nudo central ha sido la falta de alerta temprana que minimizara -sino impidiera- el impacto del Covid-19. ¿Era posible prever la pandemia? ¿Por qué nadie advirtió el peligro latente? ¿Qué debería cambiar para que no vuelva a ocurrir? Si bien estos interrogantes no son una novedad en la historia de la inteligencia, la amenaza pandémica tiene características inéditas que producirán cambios profundos en los modos de concebir, formular e implementar estas políticas.   

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Hablar de fallas de inteligencia es mostrar la incapacidad del proceso de inteligencia –que incluye a los tomadores de decisiones y a las agencias encargadas de la implementación- para evitar sorpresas políticas. Es decir, poner en discusión la capacidad técnico-política del sistema para conjurar amenazas. Pero al hacerse de cara a la sociedad, ese debate no se plantea desde una mera “cuestión técnica”, sino más bien como un problema político.

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Cuando estos acontecimientos toman por sorpresa a los gobiernos aparecen las preguntas sobre la previsión. Sobre todo en aquellos países donde se invierte gran parte de los recursos públicos en inteligencia y se espera que las agencias cumplan su función prospectiva. En estos casos las fallas resultan un modo de tramitar colectivamente el suceso traumático, un modo de establecer las causas que llevaron a que pasara lo que no tenía que pasar y de atribuir responsabilidades políticas. Es en este contexto que las agencias de inteligencia ven cuestionadas públicamente su eficacia y eficiencia. La tensión entre la administración de Trump y la Comunidad de Inteligencia es un buen ejemplo de ello. 

Este tipo de debates van al corazón de lo que justifica simbólica y materialmente a los sistemas de inteligencia. Y por eso suelen promover transformaciones profundas sobre sus formas de organización y sus funciones. En esos cuestionamientos ganan relevancia las voces expertas, que se lanzan al espacio público a dar explicaciones sobre lo ocurrido. 

Para el caso del Covid-19 se repitió una y otra vez que la amenaza vírica no era completamente novedosa. Y es que afirmar el conocimiento previo sobre esa potencialidad es clave: de otro modo estos sistemas carecerían de sentido. En el argot de la inteligencia la sorpresa ocurre cuando eso que se sabe no tiene que suceder, sucede. Las pandemias parecen estar en este vocabulario de motivos. Muchos documentos oficiales dan cuenta de que los gobiernos estaban advertidos de su amenaza. En el 2000 los Estados Unidos publicaron una Estimación de Inteligencia Nacional sobre el peligro global de las enfermedades infecciosas: esta fue la primera vez que la comunidad de inteligencia examinó la amenaza padémica. Inglaterra,  donde el Covid-19 ha causado 42 mil muertes y los debates interpelaron al sistema de inteligencia, tampoco puede acusar pleno desconocimiento: en el año 2010, a través del UK’s National Security Risk Assessment, el gobierno británico reconoció el virus de la influenza como una amenaza de nivel uno para la seguridad nacional. Esta línea estratégica continuó en el informe del UK´National Risk Register for Civil Emergencies de 2017 y en el Biological Security Review de 2018.  Este último  documento describe un marco de comprensión, prevención, detección y respuesta que señala a los servicios de inteligencia y el Ministerio de Defensa (Ministry of Defense) como responsables de identificar el uso deliberado de agentes biológicos. 

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Una vez que en el debate se establece de manera convincente que la amenaza era conocida, la identificación de la falla comienza a ser acompañada de recomendaciones de políticas. Algunas de ellas acabarán moldeando las nuevas formas de organización y las funciones de los sistemas de inteligencia. Esto ocurrió con la emergencia de la "amenaza terrorista” en los albores del siglo XXI, y por eso no es descabellado pensar que la amenaza pandémica también promoverá reformas significativas.   

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El alcance e impacto del Covid-19 está cambiando cómo se define la inteligencia nacional y qué productos se espera que los servicios de inteligencia suministren a los tomadores de decisiones. Durante el siglo xx y hasta la actualidad, se había concebido como una recopilación y análisis de información para evaluar la intención y la capacidad de un adversario a fin de mantener la seguridad nacional. Esto no quiere decir que los servicios de inteligencia no se hayan modificado durante este tiempo, sino que sus cambios tuvieron siempre como correlato una amenaza invisible pero humana. 

La invisibilidad de la amenaza pandémica es de otro orden. El agente (patógeno) no es humano, no puede atribuírsele libertad, carece de toda intencionalidad: no busca matar, no busca aterrorizar, no busca conquistar ni tampoco desinformar. No se lo puede convertir en un enemigo efectivo. Sin la más mínima intención se expande por el mundo a ritmo acelerado sin respetar fronteras. Es esta invisibilidad la que deja balbuceante la racionalidad político-militar,  que por casi un siglo había definido con eficacia toda amenaza a la seguridad nacional. Los adalides de la previsión están desconcertados. Muestra de ello es que algunas de las principales potencias militares del mundo, muy afectadas por el COVID-19, han enviado a sus agencias de inteligencia exterior a un raid por el mundo para asegurarse insumos básicos como kits de prueba, mascarillas N95 o respiradores. Esta es la primera vez desde que se comenzó a utilizar la noción de amenaza no convencional que el mundo entero se enfrenta a una.  

El cambio de ponderación de los objetivos hacia una amenaza no humana y global es lo que está produciendo algunas transformaciones que tenderán a consolidarse en el futuro. Si en un primer momento estas agencias buscaron con desesperación proveer de insumos básicos a los sistemas de salud, hoy muestran signos de adaptación a la amenaza del coronavirus.

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Un cambio significativo está en cuestionar la división tradicional del trabajo entre servicios de inteligencia y salud pública. Distintas evaluaciones indican que uno de los factores que influyó en la falta de alerta temprana fue esa demarcación, que ya comenzó a revertirse. La articulación entre estos sectores se está dando principalmente a través de la Inteligencia de Señales (SIGINT). En China, las autoridades desplegaron una herramienta de vigilancia a través de los teléfonos móviles para poner en cuarentena a quienes pudieron haber estado cerca de alguien que dio positivo. Israel está usando la tecnología de rastreo telefónico antiterrorista para mapear infecciones y rastrear pacientes. Corea del Sur ha implementado una aplicación de geolocalización, “Corona 100m”, que sirve para alertar a quienes se encuentren cerca de un caso confirmado. En Inglaterra, como pasa con la aplicación “Cuidar” en Argentina, la participación de los ciudadanos es voluntaria, algo más adecuado para un Estado de derecho. 

Las redes de vigilancia poblacional o global a partir de la aplicación de inteligencia de señales y complejos sistemas de inteligencia artificial no son nuevas. Lo novedoso es considerar que los problemas que pueden existir al detectar y comprender la amenaza del coronavirus se deben a cómo la inteligencia se ha definido y asignado hasta hoy. Los expertos parten de que la inteligencia nacional en un contexto epidemiológico debería actuar de modo diferente. En este caso, las instituciones de inteligencia deberían comprender cómo la epidemiología y las pandemias afectan el comportamiento humano y, en consecuencia, cómo la recopilación, retención, procesamiento, comprensión y distribución de metadatos del comportamiento humano pueden fortalecer la alerta temprana y reducir la amenaza de pandemias. Algunas organizaciones de inteligencia de señales recopilan conjuntos de datos a gran escala sobre el comportamiento y el impacto de la población en línea para el análisis epidemiológico. Tal uso de la inteligencia genera controversia sobre las nuevas habilidades necesarias, los ajustes institucionales y la asignación de recursos; al tiempo que reaviva la tensión entre democracia e inteligencia, publicidad y secreto, libertad y seguridad.

Estas discusiones pueden parecer lejanas a la realidad argentina por dos motivos. Primero, porque son debates que hoy se están dando principalmente dentro de la comunidad de expertos en Estados Unidos e Inglaterra. Segundo, porque pareciera que en nuestro país lo más urgente es lograr algún grado aceptable de democratización de las agencias de inteligencia y la pandemia tendría poco que ver con ello. Pero la percepción sobre la proximidad o lejanía cambia cuando entendemos que el 90% de la producción de conocimiento sobre este sector de política pública se concentra dentro de la angloesfera. Es allí donde se modeliza la actividad de inteligencia que luego informará a la política vernácula sobre qué debe hacer, cómo debe ser y cuáles son los problemas que debe atender un servicio de inteligencia nacional, y cuál es la ingeniería institucional más adecuada para ello.

Esto fue lo que ocurrió con el modelo de las relaciones cívico-militares durante la transición democrática. Lo mismo pasó con los lineamientos de inteligencia criminal (intelligence led-policing), surgidos durante los ’90 y consolidados a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 al Word Trade Center y la guerra contra el terrorismo. Y es lo que sucede ahora: en esas usinas de pensamiento los servicios de inteligencia se están transformando para enfrentar la nueva amenaza pandémica.