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"Ven y en la noche iluminada / dime tú,
Mississippi / si podrás contemplar
con / ojos de agua ciega / y brazos de titán
indiferente / este luto, este crimen / este
mínimo muerto sin venganza / este
cadáver colosal y puro”.
Nicolás Guillén. Elegía a Emmett Till.
En la noche cerrada de la historia, una serie de casos ilumina el fondo oscuro de los muertos sin nombre. Su hilo conector parece tenue pero es firme: enlaza a las víctimas de un tipo de autodefensa cuyo resultado fue tan fatal como ineluctable y que se puede sintetizar en la siguiente sentencia: “se trata de llevar a ciertos sujetos a aniquilarse como sujetxs, excitar su potencia de actuar para presionarlos mejor, llevarlos al ejercicio de su propia pérdida, producir seres que, cuanto más se defienden, más se dañan”. No es ésta entonces una historia del sojuzgamiento, ni siquiera del sojuzgamiento de una minoría en particular en manos de una mayoría (cuando la forma expresa real de este enunciado es, en general, la del sojuzgamiento de una mayoría en manos de una minoría), sino una historia de las modalidades de una liberación que se expande en miles de subterfugios –la mayor parte de las veces inútiles– por parte de colectivos minoritarios cuyo rasgo compartido es haber sido, primero, privados de humanidad.
Si el suplicio de Damiens abría Vigilar y castigar, la serie que presenta Elsa Dorlin se abre con uno de los ejemplos más paradigmáticos de este modo de matar empleando las fuerzas (más bien las necesidades) del individuo. Hay un condenado que está sujeto firmemente sobre una cuchilla afilada; acicateado y privado de todo, tarde o temprano tendrá que moverse y entonces caerá sobre el filo por rebeldía o por cansancio, de modo tal que perecerá, y luego parecerá que se ha dado muerte a sí mismo (mientras él sabrá todo el tiempo que, tarde o temprano, se dará muerte a sí mismo, obligándose entonces a la quietud).
Elsa Dorlin quiere demostrar con este ejemplo un mecanismo que hace de quien está literal o socialmente condenado, su propio verdugo, y al hacerlo traza en negativo los rasgos del sujeto moderno del mismo modo que la revolución haitiana, para Eduardo Grüner, trazaba la contracara del universal abstracto marcado por la revolución francesa, convirtiéndose entonces en más importante que ésta: “el ‘somos todos negros, aunque algunos no lo sean’ de los haitianos se presenta objetivamente como la contracara irónica del ‘somos todos iguales, aunque algunos queden excluidos de la igualdad’ de la revolución ‘francesa’, una especie de ‘orwellismo’ avant la lettre e invertido (‘somos todos iguales, pero algunos son menos iguales que otros’)” 1.
Pero ¿por qué este uso del poder de la autodefensa dibujaría los rasgos del sujeto moderno pero en negativo? Porque el sujeto moderno era definido por la positiva: por la capacidad de asumir su destino (Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre; Kant, ¿Qué es la Ilustración?), por su capacidad de defenderse (de cualquier tutela, pero no sólo), por su capacidad de plantarse como sujeto (del derecho y de la ley) y no como objeto de propiedad (del amo, del marido o de quien fuere). En este sentido es que Dorlin demuestra que, aun condenada la esclavitud en la letra, aun derogada la propiedad formal de personas por parte de otras personas, hay formas de exposición al riesgo de muerte todavía marcadas por la incapacidad de autodefensa exponiendo así, del sujeto, una impotencia radical que es más cínica, si se quiere, en la vuelta de la historia. Al no poder defenderse, esos individuos están entregados o, como se dice en jerga de la calle, “servidos”, “en bandeja”. Las metáforas populares son ilustrativas.
En el Occidente post-revolución francesa, los ropajes de esta impotencia serán otros (muchas veces serán faldas) en la medida en que el discurso teórico-político vaya elaborando un concepto de “otro” abstracto a respetar, “igual, libre y fraterno” mientras la realidad práctica-política engendre, por espiralamiento inverso, un “otro” que se considera inferior a fin de aplicar sobre él las fuerzas del capital. No solo es el caso de las colonias, o la tercerización de mano de obra en países periféricos de legislación social laxa donde se puedan recrear las condiciones de trabajo de la revolución industrial; será también, en palabras de Paul Preciado, en el interior de cualquiera de los estados occidentales capitalistas, la institucionalización del dispositivo heterosexual que transforma en plusvalía “los servicios sexuales, de gestación, de cuidado y de crianza realizados por las mujeres” generando una deuda de trabajo sexual no paga en términos de la larga historia (como es la deuda no paga del trabajo esclavo que, sin embargo, redunda para las naciones antes proveedoras de esclavos en deuda externa, en una particular inversión de la carga de la prueba).
¿Podría haberse erguido sin dichos basamentos el capital? La respuesta es no. ¿Podría haber surgido una Modernidad pletórica en derechos cuando su misma base material no estaba todavía reafirmada? La respuesta es, otra vez, “no”.
Lo particular de la herropea develada por Dorlin, entonces, es que se arrastra desde un fondo arcaico de los tiempos, atraviesa esa Revolución Francesa tan mitificada con poca mella –precisamente porque tiene que ver con la acumulación de capital a escala mundial, en palabras de Grüner–, y avanza ampliamente después produciendo los (ahora llamados) sujetos indefensos, hasta llegar, entre otros ejemplos que marcan estas páginas, al siglo XIX tardío, momento en que las sufragistas inglesas toman conciencia de su desprotección y comienzan a organizarse; hasta las trincheras de la Primera Guerra, en las que los soldados no pueden evitar respirar el gas mostaza aun conociendo su toxicidad (ejemplo trabajado no por Dorlin sino por Peter Sloterdijk); hasta las calles oscuras del gueto de Varsovia, donde los condenados que saben que van a morir se preparan para hacerlo con la frente en alto.
Todos ellos agregan piezas a la historia de una autodefensa “sin armas en las manos” a la cual refiere todo el libro: los bailes en círculo de los esclavos que remedaban los gestos del combate, el jujitsu, una técnica de combate oriental adaptada a otros fines, para el caso de las sufragistas inglesas, las técnicas de combate del krav maga, para los colectivos judíos, es decir, los saberes y las culturas sincréticas de la autodefensa esclava, las praxis de autodefensa feminista, las técnicas combativas elaboradas en Europa del Este por las organizaciones judías contra los progroms. A la impotencia radical, a la desnudez de recursos, siempre se respondió (y aquí el hilo se hace fuerte incluso si estas múltiples experiencias no supieron unas de las otras) con el reflejo de resistir y la voluntad de poner la astucia, como Odiseo, a trabajar por una dignidad entendida más allá de la vida literal.
No es un hecho menor si pensamos que la impotencia quería ser inculcada al sujeto de dos modos: indicándole en la carne que estaba “entregado” a su biología más que a su razón, conciencia o capacidades, y que finalmente perecería por ello: por tener que beber o respirar, por ser negro, o judío, o mujer, o niño, o estar enfermo. La impotencia se gestaba diciendo que la métis, más tarde o más temprano, sencillamente no servía para nada.
Merece una mención especial el caso de la autodefensa femenina, y no sólo porque Dorlin diga inscribirse explícitamente en un abordaje feminista: esta autodefensa, en la casuística que invoca, es capaz de relevar los microgestos aprendidos para sobrevivir en un medio altamente masculinizado. Ya lo había notado William Fairbairn, uno de los mayores teóricos del combate cuerpo a cuerpo del siglo XX, en cuyo manual, como señala Dorlin, se contemplaban “ciertas situaciones a las cuales están expuestas en particular las mujeres: tentativa de manoseo, de robo, de estrangulamiento, en una sala de espera, durante una primera cita, en un pasillo o lugar exiguo, etcétera”. Es decir, situaciones de riesgo en lugares y momentos no necesariamente considerados “de riesgo”. Pero las mujeres, prácticamente, “ni piensan en ello”; lo asumen como el riesgo de ser, como descubre Virginie Despentes leyendo a Camille Paglia. Lo asumen y despliegan una serie de conductas en las que casi “no reparan” y que se sintetizarían en la actitud de pasar desapercibida: sonreír ante una interpelación en la vía pública para no dar pábulo al conflicto, bajar la mirada, apurar el paso, tener siempre la llave en la mano, no atender el teléfono después de ciertas horas, mantenerse alejada de las ventanas y, sobre todo, sentirse ligeramente paranoica y pensar que siempre estos recaudos están de más, que una “se persigue”, que finalmente no era para tanto.
Detrás de esta historia que llega a las orillas del presente, está el tapiz que narra esa otra historia de la cultura tejida a aguijonazos, cortes y suturas. Gracias a él encuentran su figura mayor ciertos casos que podrían parecer “atípicos”, “excesivos” o “monádicos” pero a los que Dorlin cose en su historia constelar. Dos de ellos cierran este libro: la historia del niño-adolescente Emmett Till, arrojado a las aguas del Mississipi luego de haber sido cruel e injustamente asesinado en1955, y la del adolescente Trayvon Martin, asesinado a quemarropas por un representante del estado racial; ambos eran negros y ambos sospechados de haber mirado lo que no debían mirar: la propiedad blanca, bajo la forma de mujeres o cosas, que para el estado racial eran lo mismo. Este último caso es prácticamente de la víspera: del año 2012.
Si la potencia del sujeto, en la historia de la autodefensa constelar, generaba un malestar libidinal producto de la represión de las fuerzas vivas (así, el esclavo sueña con que corre, salta, lucha; la sublimación de las reacciones corporales, apenas canalizadas en las danzas que simulan combates defensivos, convierten al cuerpo en un resorte comprimido), su impotencia gestaba una nueva relación con el mundo que lo rodeaba y los elementos de lo cotidiano. Todo objeto técnico podía devenir arma (“horquillas, hoces, palos, picos, pero también agujas de tejer, alfileres para el cabello, palos de amasar, tijeras, el pie de una lámpara, adornos, cinturones y lazos, tenedores, llaves, esprays, garrafas de gas, o incluso el propio cuerpo, mano, pie, codo”) cuando debería servir a la vida (“Un niño con su trompo,/ con sus amigos, con su barrio,/ con su camisa de domingo,/ con su billete para el cine,/ con su pupitre y su pizarra,/ con su pomo de tinta,/ con su guante de béisbol,/ con su programa de boxeo,/ con su retrato de Lincoln,/ con su bandera norteamericana,/ negro.”, en palabras de Guillén).
Toda métis, entonces, se vuelve un arte infatigable al servicio de sublevar la realidad y el destino de las cosas, o las personas, o ambas cosas a la vez: sujetos cosificados constituidos en humaos contra sus verdugos por el esfuerzo de la resistencia y dignidad.
1 Eduardo Gruner (2010) La oscuridad y las luces. Buenos Aires: Edhasa, p.44