Fotos Alexandra Sánchez Hernández
Hace unas semanas el gobierno nacional abrió la posibilidad de que lxs trabajadorxs de la economía popular pudieran ser registradxs. Esta medida implicaba la posibilidad de conocer con mayor certeza cuántas personas forman parte de este colectivo y poder diseñar sobre base firme una política que contemple las situaciones particulares en cuanto a la informalización de sus economías. A quienes ven precarizarse su vida y sus ingresos, el registro les permite acceder a las herramientas creadas desde el Estado para mitigar su situación actual en el contexto de la pandemia.
El formulario diseñado tenía un casillero para completar qué tipo de actividad laboral realizaba la persona a registrarse. Entre las 200 opciones posibles incluía la de “trabajador/a sexual (cuentapropista)”. Apenas habilitado se registraron más de 800 personas como trabajadorxs sexuales. Mientras tanto, las redes estallaron: la militancia abolicionista salió a denunciar la existencia de ese casillero y este hecho no tardó en llegar a las esferas políticas comprometidas en la decisión. Unas horas después, el formulario completo se había caído de la red y no volvió a restablecerse. Todo el colectivo de trabajadorxs de la economía popular perdió la posibilidad de visibilizarse y de ser reconocidxs como parte del tejido productivo de este país.
Entre las denuncias de lxs abolicionistas, se destacó la intervención del Presidente del Comité Ejecutivo para la lucha contra la trata de personas que tuitió “Con el Ministro @LicDanielArroyo coincidimos: de acuerdo a nuestra legislación y convenios internacionales, la prostitución no es trabajo. El formulario ya fue bajado”.
¿Qué significa que Argentina, de acuerdo a sus leyes, no puede considerar la prostitución como un trabajo? ¿Qué significa que este país sea abolicionista?
El debate de los feminismos
La pregunta por el estatuto de la prostitución es un parteaguas en los feminismos, tanto en nuestro país como en otras latitudes. El origen de este antagonismo data de fin del siglo XIX, pero recién en los años 70 logró visibilidad. En esos años, la sexualidad de las cismujeres había tomado un lugar central en la reflexión feminista, y las diferentes posiciones en ese debate dieron lugar a lo que se conoce como sex wars. La polémica se dio especialmente en los Estados Unidos, pero su influencia teórica y política, como señala Marta Lamas, enmarcó la disputa feminista en todo el mundo.
La discusión enfrentaba dos paradigmas teórico/políticos: por un lado, se encontraban las teorizaciones del feminismo radical (en su vertiente cultural), que concibe la sexualidad de las mujeres como un ámbito que refuerza, a la vez que constituye, las jerarquías de género. La sexualidad se describe como el ámbito donde se expresan todas las desigualdades y explotaciones de las que son víctimas las mujeres, de allí que la prostitución y la pornografía se consideren como expresiones violentas de dominación masculina, donde el consentimiento no puede tener lugar.
Frente a este paradigma se alzó la crítica del feminismo prosexo y del movimiento de trabajadorxs sexuales y otrxs feminismos que discutían la pretensión de universalidad de la experiencia del feminismo radical y su concepción de un patriarcado histórico, liso y homogéneo. Estos otros sujetos del feminismo incorporan diversos ejes de opresión (clase, racialización, edad, religión, su relación con el poder punitivo) y visibilizan los privilegios desde los cuales el feminismo institucionalizado diseña las intervenciones. Lxs trabajadorxs sexuales se organizaron para resistir a la criminalización y estigmatización de sus economías y de sus formas de vida.
Desde las sex wars hasta la actualidad se pueden reconocer muchos avances. Pero los feminismos no han alcanzado consensos acerca de cómo conceptualizar la prostitución, y es probable que nunca nos pongamos de acuerdo. La razón es sencilla: las discrepancias feministas en torno al problema de la prostitución son una consecuencia directa del enfrentamiento de dos paradigmas irreconciliables; no solo respecto a la forma de concebir la sexualidad, sino también el poder.
¿Qué tienen que ver las leyes con ésto?
Como argumento de peso para invalidar el reconocimiento del trabajo sexual, el abolicionismo apela al argumento de que nuestro país ya tomó una decisión al momento de la ratificación de diversos instrumentos internacionales. Entre los más citados para respaldar esa afirmación, está el Convenio para la represión de la trata de personas y de la prostitución ajena (del año 1949) firmado por menos de diez países y ratificado por Argentina en 1957 durante un gobierno de facto y sin representación de las mujeres.
Este instrumento parte del postulado abolicionista que pretende acabar con las normas que reglamentan la prostitución al considerar que la intervención estatal legitima la explotación sexual de las mujeres. El Convenio obliga a los Estados a derogar el “modelo reglamentarista” (normas que habilitan controles sanitarios, policiales y administrativos sobre esta actividad) y a dictar leyes penales que sancionen a quienes obtienen beneficios del ejercicio de la prostitución ajena. Este último objetivo, al momento de la ratificación del Convenio ya se encontraba cumplido, puesto que nuestras leyes penales contemplaban las conductas de proxenetismo desde 1921. Sin embargo, el primero de los compromisos -el más esgrimido por el abolicionismo- nunca logró concretarse en Argentina, ya que todavía están vigentes a nivel nacional y local diversas normas que reglamentan y prohiben la prostitución.
Es recurrente situar esta discusión en lo que se conoce como los “modelos legales”. Ellos son: el prohibicionismo –que propone sancionar a la persona que ofrece los servicios sexuales y abarca todos los intercambios–, el reglamentarismo o regulacionismo –un régimen disciplinario que establece controles médicos y administrativos a las prostitutas para evitar, por ejemplo, la transmisión de enfermedades venéreas–, el abolicionismo –que considera que la prostitución es degradante en sí misma, pero propone sancionar solo a quienes se benefician del ejercicio de la prostitución ajena– y la legalización –estrategias de descriminalización y reconocimiento de derechos laborales para las trabajadoras sexuales–.
Estos modelos suelen ser citados para ilustrar las intervenciones estatales dadas en distintos momento de la historia y en diferentes países. Pero cuando se argumenta que Argentina es abolicionista en virtud de una obligación legal, se esconde que hay legislaciones vigentes que conforman un patch-work de elementos reglamentaristas, prohibicionistas y abolicionistas que criminalizan el ejercicio autónomo de la prostitución.
En el caso de la prostitución, a diferencia de lo que ocurre con otros delitos, la intersección de estas normativas hace que se considere que hay explotación aun cuando exista consentimiento y
no se presenten situaciones de violencia. ¿Esta interpretación supone que en el ámbito de la sexualidad la mujer no tiene capacidad jurídica de consentir? ¿El abolicionismo busca perseguir a lxs tercerxs que explotan el trabajo sexual o impedir el ejercicio del trabajo sexual en sí? Estas no son preguntas retóricas. Al contrario: generar las respuestas es urgente.
Si nos enfocamos en lo que dice la ley, el ejercicio autónomo de la prostitución no está tipificado como delito pero sí el proxenetismo. Sin embargo, existen normas que criminalizan el trabajo sexual autónomo. Por ejemplo, la prohicibición de la publicidad de la oferta sexual (Decreto 936/2011). Y a nivel provincial, están los códigos contravencionales que en 21 de las 24 provincias argentinas la persiguen, con penas de arresto o de multa.
CABA reglamenta y prohibe al mismo tiempo: persigue la prostitución cuando la oferta o la demanda sea “ostensible” y se realice fuera de los espacios habilitados por el artículo 81. Estas normas de carácter local utilizan categorías tales como “vicio sexual”, “moral pública”, “escándalo” u “orden público”, lo que da lugar a la arbitrariedad policial, la discriminación y la informalidad de los procedimientos; en suma, al aumento de la violencia institucional. Esto también se manifiesta al momento de aplicación de las normas dictadas por algunos municipios dirigidas a la clausura de las llamadas “whiskerías”. Esta medida puede interpretarse como antireglamentarista, pero en la práctica funcionó no sólo para acabar con esos establecimientos, sino para allanar y cerrar departamentos donde se ejercía el trabajo sexual independiente.
La vigencia de dichas normativas junto a las manifestaciones del abolicionismo que afirma que su acción está orientada a la derogación de aquellas y por lo tanto, no buscan criminalizar a lxs trabajadorxs sexuales, ¿por qué siguen invocando el Convenio de 1949 para negar el reconocimiento del trabajo sexual autónomo?
Esa Convención no tiene por finalidad proteger los derechos humanos de las mujeres que se dedican a la prostitución. En cambio, los instrumentos que fueron sancionados después, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (enumerados en el Artículo 75 inc.22 de nuestra Constitución) sí contemplan sus derechos (a no ser discriminadxs, a la salud, a la vivienda, al trabajo, a la integridad física, a no ser arbitrariamente detenidxs, a la identidad de género, a los derechos sexuales y (no)reproductivos, a la igualdad ante la ley, al acceso a la justicia y a una vida libre de violencias).
El fetichismo legal y sus métodos
¿Argentina es un país abolicionista? La pregunta no puede responderse con la mera invocación de las leyes vigentes o con modelos idealizados. En el ámbito de la prostitución, es necesario ampliar la mirada para visibilizar qué efectos concretos tiene ese conjunto de normas en la vida de las mujeres (cis, trans y travestis) que reclaman para sí el reconocimiento de esta actividad como trabajo.
Los argumentos que se construyen sobre la base de los modelos no permiten dar cuenta de lo que sucede más allá de la rigidez del pensamiento jurídico, que organiza la realidad entre lo “legal” y lo “ilegal”. Así, la mera invocación de la posición abolicionista asumida por nuestro país en tratados internacionales, no es más que un dogma que impide el análisis de los efectos materiales de la aplicación de ese patch-work normativo que clandestiniza la vida cotidiana de lxs trabajadores sexuales.
Tal como denuncian lxs trabajadorxs sexuales, durante los últimos 12 años se pudo constatar la capilarización de los procesos de criminalización de esta actividad, a partir de las políticas contra la trata. Así, frente a la invocada adhesión de nuestro país al “modelo abolicionista” y en particular, el Convenio de 1949, esas denuncias apuntan al aumento de la estigmatización y de la precarización que ya pedecían mujeres cis, trans y travestis. Las políticas anti-trata poco o nada han tenido que ver con la posibilidad de ampliar el acceso a derechos o de obtener otras opciones laborales para quienes así lo reclaman. Esas políticas están planteadas como un juego de suma cero y son incompatibles con la reivindicación del trabajo sexual autónomo y los derechos de las mujeres en situación de prostitución.
Quienes incluso frente a estas evidencias siguen sosteniendo que el trabajo sexual no puede ser reconocido como trabajo porque “Argentina es abolicionista”, desconocen que las características asignadas a la prostitución operan, en realidad, como regímenes específicos de criminalización y estigmatización que marginan y oprimen a lxs trabajadorxs sexuales. Dicho de otro modo: en la prostitución, como en cualquier otro trabajo, pueden darse situaciones de explotación; sin embargo, nadie discutiría que reconocer derechos laborales le quitaría impunidad a esa explotación.
Hay que desarmar ese fetichismo legal. Entre sus efectos está el silenciamiento de las voces involucradxs, la inhabilitación de las experiencias vitales que se producen en ese ámbito y la negación de las contradicciones que existen detrás de las normas que se proclaman abolicionistas. El abolicionismo nunca cumplió con sus objetivos y perpetúa su gobierno negando los derechos humanos de quienes se dedican a esta actividad.