Fotos: DyN
Junto a las diversas protestas sociales que han tenido lugar en las últimas semanas, hemos visto resurgir los debates en torno a la legitimidad o ilegitimidad de sus “métodos”. La vieja controversia de la relación medios-fines ha vuelto al centro de la escena, sea bajo la pregunta sobre si “el fin justifica los medios”, o bajo la sentencia de que un fin “legítimo” puede desvanecerse si se apela a medios “ilegítimos” para conseguirlo.
Representantes del gobierno nacional y de distintos gobiernos provinciales han impugnado la validez de la protesta docente y un método –el paro– que juzgan perimido y atrasado –sus daños colaterales, alegan, pegan en el peor de los blancos: los chicos. Objeciones análogas han sobresalido en relación a las movilizaciones protagonizadas la semana pasada por organizaciones sociales del Gran Buenos Aires, las cuales han mantenido cortes y ocupaciones en el centro de la ciudad durante más de una jornada, teniendo en vilo al ciudadano que sí puede gozar –por mérito propio, posibilidad o un compromiso entre ambos, dependiendo del intérprete– de un “trabajo normal”. Los críticos insisten: los reclamos de las organizaciones pueden ser legítimos, el problema es de “método”.
Vale detenerse un momento sobre este argumento y sus efectos. Lo que pretendo analizar no es exclusivamente la voz (y acción) del gobierno, sino ese vozarrón público que superpone voces del gobierno y voces de los medios masivos; ahí donde muchos conductores, cronistas, columnistas o editorialistas se asumen en la doble representación de: 1) la parte mayoritaria de la sociedad que no participa de esas protestas; 2) un gobierno que querría pero no podría tomar una actitud decididamente represiva frente a estas protestas. El canto de este vozarrón acorrala al ciudadano en una única interpretación y reacción frente el conflicto: “¿Y yo qué culpa tengo”? En consecuencia, se proyecta un discurso que incentiva a la disciplina social cuerpo a cuerpo: frente a un corte de miles de personas impidiendo el paso a miles de autos, el grito al unísono desde cada ventanilla, “¡Vayan a laburar!”. El resultado está a la vista: una sensibilidad en la que quienes protagonizan toda protesta no podrían ser vistos jamás como víctimas de un derecho vulnerado, sino siempre como victimarios de una víctima más inocente que ellos (los transeúntes que van a trabajar, los niños que se quedan sin clases). Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de conflicto social? Del problema del método.
La aparente razonabilidad de esta manera de plantear “el problema” incurre, entre otras cosas, en lo que a esta altura de nuestra historia es un craso error de concepto sobre lo que es la naturaleza y funcionamiento de los métodos. Se habla del piquete como forma de “protesta” y de la protesta como un hecho expresivo y extorsivo, producto de una presunta e incontenible “presión de las bases” –en este caso, las que forman parte de ese invisible 35% de la clase trabajadora argentina que hoy representa el trabajo informal y del 10% que representa el trabajador desempleado–, como si las bases estuvieran tomadas por una suerte de pulsión movilizatoria, salir a la calle a poner el grito en el cielo a como dé lugar. Cabría observar con detenimiento y seriedad la dinámica de los hechos sobre los que se emite juicio.
En las últimas tres décadas de la Argentina, la interrupción y ocupación de rutas y calles se ha constituido –y en otros países lo han hecho otros repertorios de movilización colectiva– en la forma en que sectores estructuralmente subordinados han hecho oír a un interlocutor, el Estado, demandas que no han encontrado escucha por otros canales. El piquete puede describirse, claro, como una “acción de protesta”; pero cuando lo miramos de cerca y en su funcionamiento cierto –cómo se inicia, cuándo, por quiénes, ante quiénes, cómo se disuelve, etc.– esa caracterización dice demasiado poco, o deja demasiado afuera. Si tuviéramos que describirlo en pocas palabras, deberíamos decir que, en su práctica concreta, la movilización y ocupación del espacio público constituye uno de los modos en que, en nuestras democracias actuales, los pobres instan a los representantes gubernamentales –esto es: sus representantes– a sentarse a conversar a una mesa, plantear demandas y escuchar posibilidades de respuesta, alcanzar acuerdos y sellar compromisos mutuos.
Cualquiera que estuviera dispuesto a seguir de cerca la dinámica cotidiana de constitución de esas y otras “formas de protesta”, no demoraría en ponerlas en relación de contigüidad y homología con otras acciones de demanda e interlocución, menos visibles por cierto, a las que las mismas organizaciones sociales apelan cotidianamente, con regularidad e insistencia: los llamados telefónicos a las oficinas gubernamentales correspondientes, los pedidos de audiencia, las entregas de notas y petitorios “recibidos” por las “Mesa de Entrada” de infinidad de dependencias estatales.
Como investigadora sobre modos de organización política e intervención estatal en barrios periféricos del Gran Buenos Aires, he podido sorprenderme al advertir este modus operandi en el ámbito público: dirigentes políticos y funcionarios de diverso signo y rango parecen acostumbrados a minimizar el valor y significado de los medios institucionales (el llamado, la nota, el petitorio, el pedido de audiencia) de los que ordinariamente se valen los movimientos sociales para elevar sus demandas y tramitar instancias de interlocución. Cuando de este tipo de organizaciones se trata, los agentes del Estado tienden a prorrogar una y otra vez promesas de diálogo y fechas de reunión, hasta que la movilización irrumpe, como el letrero que parece anunciarles: es hora de sentarse a conversar. En la práctica concreta, el piquete opera como ese llamado telefónico que sí cuenta, ese que, a diferencia de los anteriores, ya no puede ser ignorado, en la medida que descalabra la vida normal de otros.
La respuesta a la pregunta de “por qué el piquete entonces” no puede ser, en modo alguno, unilateral. Aquí, como en cualquier otro caso, la relación se hace de a dos: el Estado participa activamente del piquete como acción de demanda allí y cuando, en lugar de facilitar y promover instancias de escucha contempladas por los canales institucionales, privilegia la práctica de la indiferencia, el “bicicleteo”, o habilita espacios meramente formales que no comportan diálogos genuinos.
Un caso prototípico de esto último ocurre cuando los ministerios reciben a los dirigentes sociales enviando como interlocutores a empleados o funcionarios de tercera o cuarta línea, quienes en la práctica solo están habilitados a proporcionar explicaciones o respuestas “técnicas” a problemas que requieren, para su real atendimiento, decisiones que atañen a los rangos políticos. La violencia institucional implicada en estos actos es análoga a la que vive corrientemente el consumidor que se toma el trabajo de expresar su reclamo a una empresa y recibe a cambio, del operador de “servicio de atención al cliente”, respuestas estandarizadas, cual máquina programada, que no atienden a la particularidad de su problema ni ofrecen vías de solución real. Este modo de violencia forma parte de prácticas estatales cotidianas (e invisibles) que deben ser visibilizadas a la hora de analizar las razones de emergencia y persistencia de ciertos “métodos”. El proceso de dilación gubernamental en la reglamentación y ejecución efectiva de la Ley de Emergencia Social sancionada a fines de 2016 está signado por una lógica de este tipo.
En virtud de esa misma racionalidad es corriente que el propio Estado “espere” a la movilización, pues ella constituye una instancia en que puede evaluar más claramente, a través del número movilizado, la magnitud y representatividad de la demanda, y por tanto, el tipo de respuesta que la misma amerita. Así, la movilización es una medida de fuerza que funciona como una auténtica medición de fuerzas.
Otra imagen distorsionada ha signado los debates de estas semanas: la de organizaciones que, como chicos encaprichados, dejan de molestar cuando se les da lo que quieren. “Piqueteros suman planes y liberan el corte en la 9 de Julio”, tituló el diario Perfil, por mencionar solo un ejemplo. Conclusión: una mayoría sufre en silencio la dictadura de una minoría que corta para negociar sus “planes”. Esta caricatura constituye una provocación social sobre cuyos efectos los actores políticos y mediáticos tienen crucial responsabilidad política. Cualquiera que conoce de cerca los procesos de interlocución y negociación entre agencias estatales y sectores sociales organizados –sean movimientos sociales, sindicatos, o cámaras empresarias– sabe que las medidas de fuerza se levantan allí cuando existe un Estado que muestra disposición a entablar un proceso de diálogo serio y responsable sobre las problemáticas que se le plantean. La noción de proceso no es retórica: un auténtico diálogo es un camino arduo y sinuoso a través del cual las partes van construyendo conjuntamente alternativas, acuerdos y consensos.
Si el actual gobierno ha logrado que las organizaciones sociales levanten los cortes es porque ha dado alguna señal de reconocimiento a las problemáticas planteadas, y si la ampliación o re-asignación de programas de asistencia social forma parte de esas señales es porque el gobierno aún no ha ideado o puesto en marcha mejores alternativas para hacer frente a las necesidades más apremiantes del sector trabajador más desprotegido y golpeado por la situación económica actual. Transformar un déficit gubernamental en “lo que las organizaciones quieren” es faltar a la verdad de los hechos, promover la incomprensión y el enfrentamiento social, e instalar la vía represiva como solución razonable.
Termino con una última observación. Hace unos días, en su columna de La Nación, Joaquín Morales Solá llamó la atención sobre la contradicción implicada en el hecho de que las mismas organizaciones que apelan a la metodología del piquete cuentan también, entre sus filas, con legisladores nacionales y provinciales electos ejerciendo sus funciones. Argumentó así que “la democracia no puede ser usada para cualquier cosa. Están dentro o fuera del sistema político. Están dentro o fuera de las instituciones”. Traigo esta afirmación porque ella va al corazón de un hecho social fundamental, señalado con elocuencia por uno de los cientistas políticos más lúcidos del mundo contemporáneo, Partha Chatterjee: las democracias realmente existentes no funcionan solo y exclusivamente sobre la base de la expresión electoral y las instituciones representativas; existe infinidad de opiniones y demandas ciudadanas que requieren expresarse y tramitarse por otras vías, pues las institucionales no las canalizan de hecho, aun cuando puedan contemplarlas de derecho. Este es el terreno de lo que Chetterjee llama la “sociedad política”, el conjunto de prácticas (menos convencionales que el voto pero tan estructurales y estructurantes como éste) a través de las cuales los gobernados le dicen a sus gobernantes cómo prefieren ser gobernados. Este señalamiento resulta útil para analizar cómo cada sector social se vale, en cada contexto histórico y de acuerdo a su posición estructural, de modalidades distintas de acción política allí y cuando los canales institucionales no resultan adecuados o suficientes para expresar sus demandas, intereses y reivindicaciones. Los grupos económicos, por ejemplo, comúnmente se valen de un método sigiloso: el lobby. Para el poder –observó con sagacidad la antropóloga brasilera Lygia Sigaud– el llamado telefónico es suficiente. Mientras tanto, quienes se encuentran al otro extremo de la pirámide social deben hacerse oír con el cuerpo. El cuerpo individual en el espacio público, engrosando un cuerpo colectivo cuya presencia importuna a otros –los trabajadores de ciudadanía plena–, intimando al Estado a tomar cartas en el asunto: reprimir o sentarse a la mesa a conversar.
Si la cuestión es de “métodos”, entonces debemos empezar a analizarlos y juzgarlos con madurez, desde una mirada relacional que atienda a las formas y condiciones de posibilidad de qué derechos, de quiénes y cómo, son escuchados en democracia –la democracia que supimos conseguir y que podemos seguir profundizando institucionalmente en la medida que los gobernantes se dispongan a ensanchar, haciendo cada vez más abierta y real, su función de representación. De lo contrario, para amplias mayorías no habrá lugar más democrático que el de la sociedad política.