I
El 16 de febrero de 2014 el oficial Emanuel Cisterna caminaba de noche por un barrio alejado del centro de Villa Gesell. Hacía dos meses que había egresado de la Escuela Vucetich de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (PPBA) y estaba cumpliendo sus primeras funciones en el marco del Operativo Sol. Cuando su cuerpo sin vida fue encontrado de madrugada en medio de la calle, sin arma reglamentaria ni teléfono celular encima, lo primero en que se pensó fue en un robo. La prensa no tardó en hacerse eco de la noticia, con retóricas más o menos vehementes:
“Solo porque era policía. Cuesta entenderlo, pero es así. Lo mataron por tratarse de un miembro de la fuerza de seguridad, y su homicidio fue horroroso: le descerrajaron dos tiros en la cara a corta distancia. Lo acribillaron (...) Un nuevo episodio de inseguridad extrema. Otro policía de nuestra ciudad abatido (…). Fuentes judiciales y policiales informaron que el suceso ocurrió el domingo alrededor de las 23, cuando el suboficial disfrutaba de su día libre. Caminaba vestido de civil cuando fue abordado por dos delincuentes, quienes lo sorprendieron aparentemente a bordo de una moto en el Paseo 115 entre 14 y 15. Allí pretendieron sustraerle las pertenencias, pero Cisterna se habría resistido, identificándose como policía. Se trenzó en un forcejeo y, en ese momento, uno de los cacos le efectuó dos disparos, que impactaron en su rostro y lo mataron de inmediato”.
La costumbre dicta que la muerte de un policía movilice –en el discurso de la propia institución, y en la prensa que lo replica– sentidos asociados al arrojo y al riesgo del oficio, transformando a todo uniformado muerto en un “caído en cumplimiento del deber”. A la policía[1] le ha gustado, desde antiguo, pensarse en esos términos y hacer de la muerte de los que así caen una muerte honrosa, ofrecida. De servicio, de franco, con o sin uniforme, presto a frustrar un asalto propio o ajeno, todo policía que muere pulsa rápidamente la cuerda del héroe caído.
La muerte de Emanuel Cisterna siguió los mismos carriles. Pronto su nombre pasó a engrosar la lista de “Caídos en Cumplimiento del Deber” que la Asociación Profesional de Policías de la Provincia de Buenos Aires (Aproba) llevaba para el 2014.[2] “No nos olvidemos de ellos ni de los que nos precedieron”, rezaba la apertura de la lista, y daba cuenta de lo sucedido explicando que el oficial Cisterna había sido “ejecutado de dos tiros en la cara cuando fue asaltado y se identificó como policía”.[3]
La historia del oficial Cisterna parecía encolumnarse fácilmente tras la retórica del caído en acto de servicio, y fue así como llegó a la prensa. Había sido muerto al identificarse y resistirse a un robo. El robo que había intentado frustrar no involucraba a terceros (la defensa de los bienes y de la sociedad no se seguía tan linealmente), pero los medios lo habían dicho claramente: Cisterna había sido muerto al identificarse, o sea asesinado por ser policía, por el ejercicio de una función.
Las condiciones parecían estar dadas para abrevar en el terreno de siempre –la inseguridad, otro policía muerto, el quinto ya en febrero de 2014, para más desgracia recién egresado– cuando la historia dio un giro inesperado:
“En los últimos días una triste noticia envolvió a una familia platense: un joven policía de 26 años fue asesinado en Villa Gesell, mientras estaba de franco de su servicio. Las primeras versiones indicaban que había sido víctima de un asalto, pero fuentes cercanas a las fuerza aseguran que fue ultimado por un “transa” que se negó a venderle estupefacientes (…)
“Emanuel David Cisterna, de 26 años de edad, se había recibido como oficial en la Escuela Juan Vucetich en diciembre pasado. Pertenecía a una familia de fuerte tradición dentro de la fuerza. Su padre es bombero de la Policía y dos de sus hermanas también son miembros de la Policía (…).
“El domingo pasado fue hallado muerto en un asentamiento de Villa Gesell. Los primeros informes indicaron que Cisterna había sido víctima de un asalto en momentos en que estaba de franco de servicio y vestido civil, aunque con su arma reglamentaria. Las versiones apuntan que al parecer los delincuentes se habrían dado cuenta que eran miembro de la fuerza y que por eso tras sustraerle la billetera, la placa, el celular y su arma lo ultimaron de un disparo (…).
“Pese a la versión inicial de un asalto, un jefe policial encargado de la pesquisa dijo que se siguen varias líneas de investigación y que por estas horas se intenta establecer por qué Cisterna estaba en esa zona alejada de la ciudad y si participó de una discusión previa (…).
“Según pudo indagar NOVA, la diversidad de versiones del hecho deriva de la adicción a la cocaína que tenía el joven policía. Según compañeros de la fuerza, Cisterna en un operativo antidrogas realizado en Villa Gesell reconoció a un “transa”, al que le propuso hacer un negocio. Al parecer el dealer se habría negado por su condición de policía, lo que derivó en una pelea y el “transa” le habría jurado venganza. El capítulo que sigue en este triste relato es que Cisterna, no contento con la respuesta del “dealer” fue de civil y con su arma reglamentaria al asentamiento donde éste vivía. El desenlace ya es conocido, recibió golpes y un tiro mortal que lo silenció para siempre. El cuerpo del joven habría permanecido alrededor de seis horas tirado en los pasillos de la villa hasta que finalmente la Policía se pudo acercar al lugar.
““Lo ajusticiaron”, señaló la fuente, al tiempo que agregó que la orden de disfrazar el homicidio como un asalto fue extendida desde la cúpula policial para que la fuerza no quede envuelta en problema de adicción,
narcotráfico y muerte.[4]”
En el transcurso de unos pocos días, la muerte de Cisterna había perdido visos de institucionalidad. Había dejado de ser candidata a la heroicidad en la función para transformarse en la historia de una muerte personal; en una muerte que nada debía a valores, arrojos o bemoles del oficio (en una muerte que hasta los dejaba maltrechos). De haber seguido el rumbo previsto, su muerte le habría valido, a Cisterna, lo usual en estos casos: el ascenso post-mortem al grado inmediato superior de la jerarquía.[5] Esto, por supuesto, ya no parecía posible. La figura del “caído en cumplimiento del deber” se desdibujaba. El relato oficial ya no era viable.
Y es en este punto donde el caso se torna interesante, en el punto siempre esquivo en que un relato se rompe. ¿Fue este oficial asesinado por resistirse a un robo? ¿Fue muerto por motivos personales? ¿Es verdadera la versión de la agencia NOVA? ¿Se intentó “tapar” un caso de adicción a las drogas con la versión de un homicidio en caso de asalto? ¿Qué fue lo que realmente sucedió? Las preguntas no tienen importancia si lo que nos interesa no es la historia individual del oficial Cisterna, de la que poco y nada sabemos,[6] sino su intento de adaptación a la figura del caído en servicio.
En lo fallido de este intento es donde estriba lo interesante. No en los detalles puntuales que rodearon la muerte del policía, ni en las distintas versiones esgrimidas, sino en el hecho mismo de poder acceder a las puntadas, de pronto públicas y visibles, con que se teje una vida. O, en este caso, con que se trama una muerte honrosa. El caso del oficial Cisterna nos revela el punto justo en que se malogra ese empeño, y nos permite preguntarnos por los contextos y condiciones institucionales en que ese intento gana sentido. Si la figura del “caído en cumplimiento del deber” construye institucionalidad en torno a determinados vectores, ¿qué otros registros de la realidad se estancan en este modelo de muerte propuesto como unívoco? ¿Qué enmascara la semblanza del caído en servicio y por qué?
Este trabajo versa sobre esa figura. No sobre el oficial muerto ni sobre ninguna otra historia individual que pareciera confirmarla, sino sobre su existencia misma de relato institucional. Del mismo modo, no pretende avanzar en las formas de apropiación o contestación de este relato,[7] sino en el plano meramente discursivo de su intencionalidad. Pues el “caído en cumplimiento del deber” es justamente eso: una narrativa que pone en escena discursos, vivencias y valorizaciones que permiten pensarse como grupo social y como institución; una matriz de significación que condensa significados, organiza las experiencias y dice a propios y extraños quién y cómo se es.
Como tal, el “caído en cumplimiento del deber” no alude necesariamente a personas reales o sucesos más o menos verdaderos, sino a modelos prototípicos que encarnan mensajes aleccionadores.
¿Qué nos dice la estampa del “caído en cumplimiento del deber” sobre la función policial? ¿Qué nos dice acerca del entendimiento de su rol? ¿Qué del contexto de actuación en que esa imagen es fecunda? Este trabajo se propone analizar dicha figura como un modo de bucear en las conexiones entre valores e identidad que subyacen en la construcción de todo relato institucional. Pero en tanto la figura del héroe caído viene a privilegiar ciertos valores a costa de silenciar otras explicaciones posibles, este trabajo busca reflexionar en torno al proceso de construcción de todo relato policial en tanto instancia de intervención simbólica sobre el espacio político y social.
II
La estampa del “caído en cumplimiento del deber” tiene, en la fuerza policial, una potencia inusitada. Se trata de una figura a la que honran desde monumentos hasta fechas conmemorativas, y que explota un particular abanico de sentidos de lo policial: la fuerza, el coraje, el combate al crimen, la muerte heroica y sacrificada.
Una buena forma de delimitarla es rastrear las memorias y cuentos policiales reunidos en revistas o libros institucionales. Escritas por mano propia o ajena, estas piezas de vivencias y recuerdos de variada índole se unifican sin embargo en un punto: todas intentan narrativizar la experiencia profesional en base a una serie de tópicos institucionalmente apreciados, bregando al mismo tiempo por valorizar las actividades policiales y construir el perfil moral del vigilante ideal (Bretas, 2009; Galeano, 2009). La recurrencia de tópicos, personajes, valores y moralejas sugiere que las experiencias –con sus nombres, fechas y lugares distintivos– ocultan un trasfondo colectivo. Esto es, que las historias de cada quien no son más que modos particulares de contar, una y otra vez, la misma historia institucional (Sirimarco, 2014a).
Estas piezas ponen en circulación un cierto discurso mayormente homogéneo y compartido. Las escenas que estas historias y memorias ofrecen brindan un discurso dispuesto a dialogar con la realidad del momento, a responder agravios y cuestionamientos, a cimentar una buena imagen y un buen nombre y a despertar en el lector una cierta comunión y un cierto beneplácito, educándolo en la comprensión y la aceptación de la labor policial, siempre compleja y peligrosa. El “caído en cumplimiento del deber” es, en estas piezas narrativas, una figura recurrente.
La Institución policial, ostenta con orgullo de su gloriosa tradición la interminable lista de los caídos en el cumplimiento de su deber. El recuerdo permanente de sus vidas ofrendadas en aras de ese ideal que se gana mentalmente al ingresar y penetra en el alma durante la actividad; es el aliciente con que cuentan sus hombres, para luchar sin tregua con la delincuencia; cada vez más adiestrada, menos temerosa y por ende más peligrosa.[8]
¿En base a qué vectores se construye, entonces, esta figura del héroe policial? Numerosos autores han tematizado ya sobre ella, desde distintas perspectivas (Tiscornia, 1997, 2004; Hathazy, 2006; Sirimarco, 2009, Garriga Zucal, 2010; Galeano, 2011; Frederic, 2013; Da Silva Lorenz, 2015).[9] Se repasan aquí dos nudos de sentido que la atraviesan, ambos bastante obvios y visitados, pero necesarios sin embargo para continuar el argumento.
La lectura de los ejemplos presentados nos acerca el primero: el topos del trabajo policial como un combate (contra el crimen). Las alusiones son muchas y evidentes: lucha sin tregua, defensa de la sociedad, guarda del orden público, persecución, balazos, acribillar, abatidos. Las categorías se repiten una y otra vez en todos los relatos, si no tal cuales al menos en sus similitudes de sentido, demostrándonos que las palabras no son meros artefactos pasivos, sino elementos capaces de conformar una red performativa.
Las categorías no se usan al azar: lo dicho organiza un texto social. Pero no necesariamente por las palabras que se dicen, sino por la red de sentidos que estas palabras habilitan: plomo traicionero, cobarde agresión, parásitos sociales. Tales categorías inauguran un contexto de significación que, a la par de expresarla, actualizan una determinada forma de experimentar la realidad: aquella que separa aguas en torno a la actuación policial y el accionar de la delincuencia, y que adjudica estimaciones valorativas a unos y otros.
Porque quien habla de combate habla de bandos: frente a la delincuencia peligrosa que no teme a la ley y tiene como fin causar el mal, a la policía le cabe, por contraste, la valencia positiva. Cuánto más cuando el policía se presenta, como en estos casos, en toda su virtud: un recién egresado lleno de expectativas, un sargento de gallardía, un oficial de fortaleza física y espiritual. A la criminalidad sinsentido se le opone la razón de la justicia, y lo que pasa entre unos y otros se resuelve mediante la metáfora de la guerra.
Del topos del trabajo policial como combate se desprenden obvios corolarios. El primero, la primacía de la matriz de la violencia, donde lo policial queda mayormente asociado al uso de las armas y a la “acción”, como reclamaba el oficial del relato: forcejeos, luchas, voces de alto, persecuciones, disparos. El segundo, la acentuación de lo riesgoso del oficio, donde la interminable lista de los caídos comprende un arco que va desde la muerte encontrada en las contingencias de perseguir delincuentes hasta la muerte directa e instantánea solo por ser policía. Un tercer corolario se anuda a todos los anteriores: la reducción de lo policial a la valentía y el arrojo, donde la actuación (idealizada) se juega en la imagen perfecta del policía que no solo se lanza, entusiasta y presuroso, tras la persecución del malhechor, sino que, herido de dos balazos, uno en el abdomen y otro en el muslo, todavía tiene fuerzas y empeño para alcanzar al delincuente, trabarse en lucha y desarmarlo.
Riesgoso, arrojado, pleno de acción. El trabajo policial que propone el relato del “caído en cumplimiento del deber” se dirime entre estas coordenadas. Las personas aludidas en estos cuadros han intentado evitar delitos, han atrapado delincuentes, han sido cruelmente atacadas, han mostrado valentía. En síntesis, han hecho su trabajo. Y el hacerlo, justamente porque su trabajo es todo aquello que hemos dicho, los ha vuelto héroes.
Pero estas personas han hecho algo más que correr tras delincuentes. Han hecho algo que se ha explicitado en todos los ejemplos vistos pero que hasta el momento no habíamos puesto suficientemente de relieve: estas personas han muerto. La exhibición de la muerte se vuelve, en el relato del caído en servicio, un elemento central. La muerte, la sangre, los tiros descerrajados y los cuerpos acribillados se transforman en los puntos neurálgicos sobre los que gravita su clave de lectura.
Y no hay que ver aquí un culto morboso a la muerte sino una poderosa instancia discursiva. La muerte y sus modos construyen relatos ejemplares en los que el valor y la entrega están en relación directa con la actitud que el protagonista demuestra ante su propio fin. Y el despliegue de cuerpos, gestualidades e intensidades de la muerte –sangre, tiros, rostros acribillados– importa porque presta testimonio de algo más (Guerra, 2013). En el racconto de la muerte, en todo su horror y su injusticia y su detalle descarnado, se trasciende la figura del héroe y se extiende el entendimiento de lo policial.
El relato del “caído en cumplimiento del deber” alcanza así un segundo nudo de sentido: el topos del trabajo policial como misión. O lo que es casi lo mismo, ya que una cosa desemboca en la otra: el del policía como mártir. Porque los policías no solo mueren. Los policías se inmolan, ofrendan su vida, pagan con ella o con su muerte la defensa de la sociedad. Y lo que era ya en el héroe una entrega enorme, se vuelve, en el héroe muerto, una entrega total. En ellos el sacrificio llega a su pico más alto, pues el caído cae en guerra contra el crimen (Galeano, 2011). Así, lo importante del policía caído no es tanto su valentía como su muerte: su muerte de cuerpo acribillado solo por portar uniforme. Es esa muerte arrancada –esa muerte ofrecida– la que lo troca en materia de homenaje.
Pero puestos a hilar fino, no es tanto su muerte personal la que interesa. Lo que se honra no es tanto al policía que muere como al hecho de haber muerto. No por nada estos relatos solo adquieren lustre en el final, donde la historia que se cuenta no es la historia de sus vidas, sino la historia de sus muertes. O, mejor dicho, de la muerte abstracta y colectiva de todo policía como tal.
Porque tampoco debe creerse que es la muerte en sí lo que realmente importa. Las palabras proferidas no nos hablan del hecho puntual y anodino de la muerte, sino de la creencia por la cual se pierde esa vida. Y eso es lo que hace al policía un mártir (y no solo un ejecutor, como tantos otros, de un trabajo que coquetea con la muerte): el enfrentarla en virtud de salvaguardar un bien del que es imposible abjurar –llámese sociedad, orden público o bienestar de sus semejantes–. Los relatos revisados lo dicen claramente: la labor policial encarna una misión ineludible, y es con base en este entendimiento que su actuación puede volverse un acto de sacrificio.
La muerte, así significada, deja de ser fortuita para convertirse en ofrenda. Con ella se pagan batallas, se defienden ideales y se persiguen conductas. La lógica del martirio no hace sino insertar esas muertes mundanas en un relato moral significativo. Al narrarlas en tanto las muertes de quienes luchan contra un mal terrible, esas muertes así conseguidas trascienden el sentido de la pérdida: los que así mueren se vuelven mártires cuya figura permanece y refuerza la comunidad de aquellos que aún continúan en la lucha (Burucúa y Kwiatkowski, 2014).
Resumiendo: héroe y mártir. La figura del “caído en cumplimiento del deber” se construye mayormente entre estas coordenadas. La apelación no deja margen para la duda: en la categoría de “caído” resuena el bronce de próceres y batallas; en la consideración de “deber cumplido” se teje la idea de un apostolado. Estos tópicos –el del heroísmo y el del sacrificio de la vida– funcionan así como mojones de sentido: de tal modo impregnan el discurso que la realidad parece no poder narrarse sin acudir a ellos. Lo que nos devuelve al relato institucional y a su apuesta de operación semántica, tendiente a producir y re-producir asociaciones lineales de lo policial.
¿Qué asperezas se enmascaran entonces bajo la semblanza del caído en servicio? ¿Qué zonas de silencio se estancan bajo la exaltación de la “muerte ofrecida”? O para decirlo de otro modo: ¿qué otras muertes no tan lucidas viene a cubrir esa muerte prestigiada?
Este texto es un extracto del ensayo titulado "El relato del caído en cumplimiento del deber: cuando la falla de vuelve gloria".
[1] A lo largo de este trabajo aparecen más referencias tanto a la PPBA como a la Policía Federal Argentina (PFA), por entender que la figura del “caído en cumplimiento del deber” es un relato que atraviesa a ambas fuerzas.
[2] En: http://www.apropoba.com.ar/datos/cronicavictimas.htm
[3] En: http://www.apropoba.com.ar/datos/cronicavictimas.htm#v117
[4] “¿Una rinoscopía a los ingresantes de la Policía habría evitado la muerte del oficial?” Agencia NOVA, 21/2/14. En: http://www.novalaplata.com/nota.asp?n=2014_2_20&id=37456&id_tiponota=24
[5] “Aunque no concurriesen los requisitos exigidos por este capítulo, el personal que se distinguiese por actos extraordinarios de servicio debidamente acreditados, podrá ser ascendido al grado inmediato superior”, Ley N°13.982, art. 42. “A los efectos legales se entenderá por “acto de servicio” a todo aquel resultante del cumplimiento del deber de defender contra las vías de hecho o en acto de arrojo, la vida, la propiedad o
la libertad de las personas, de la condición policial del agente o de su obligación de mantener el orden público, preservar la seguridad pública, prevenir y reprimir los delitos y las contravenciones, como así el enfrentamiento armado con delincuentes”. Ley N°13.982, art. 51.
[6] En tanto este trabajo busca reflexionar acerca de los relatos institucionales y cómo operan en la re-narrativización de casos particulares, no es la intención emitir juicios o interpretaciones sobre la vida del oficial mencionado, sino rescatar los lineamientos discursivos con que fue tratada su muerte.
[7] Si bien esta línea excede los lineamientos del presente trabajo, es oportuno enfatizar que los relatos institucionales no conforman estructuras semánticas cerradas, capaces de orientar los entendimientos de los miembros en sentidos siempre iguales y siempre regulados. Un relato no es una pieza unívoca, aunque su pretensión lo sea. Se trata, más bien, de un texto social que, a pesar de compactar sentidos, eludir ciertas circunstancias y resaltar ciertos elementos, no logra camuflar, sin embargo, el entramado de voces y tradiciones que lo componen. Para un análisis en este sentido, ver Sirimarco, 2013.
[8] Anzulovic, Guillermo Rodolfo: “A los caídos en el cumplimiento del deber”. En: Recuerdos policiales, Ediciones Macchi, Buenos Aires, 1967, p.91.
[9] La temática no es nueva ni de incumbencia puramente local. Para un abordaje de la misma en la literatura policial clásica, ver Van Maanen 1973, Manning y Van Maanen 1978, Reiner 1985, entre otros.