Ensayo

Trump vs Biden


Crónica de un escándalo anunciado

Si algo le faltaba al 2020 para ser recordado como el año en que crujieron los cimientos de la hegemonía estadounidense era esta crisis de su sistema político-electoral. Una vez más fracasaron las encuestas y hoy tanto demócratas como republicanos se muestran ganadores. Con el juego electoral todavía abierto, Leandro Morgenfeld ensaya cinco respuestas para entender por qué la decadencia del imperio americano está a la vista de todos.

Estados Unidos dista de ser la sociedad ideal pensada por los padres fundadores. La presente elección plantea un escenario distópico marcado por una incertidumbre e inestabilidad casi sin precedentes. El ex vicepresidente Joe Biden gana el voto popular (lleva la delantera por cerca de tres millones) y se impone en el Colegio Electoral por un margen estrecho, mientras Donald Trump se proclamaba ganador en la noche del martes, denunciaba fraude y pedía la intervención de la Corte Suprema. 

El pronóstico se cumplió. En la medianoche de ayer, Biden se mostró ligeramente optimista, declarando que iban camino a la victoria. Trump recién habló desde la Casa Blanca a las 2.30 am hora local (a las 4.30 de la Argentina), se declaró triunfante, denunció que querían robarle la elección y, sin dar prueba alguna, avisó que acudiría al máximo tribunal de justicia, repitiendo la historia de Bush Jr. vs. Al Gore hace 20 años.

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Fracasaron, una vez más, las encuestas y no hubo un huracán azul –demócrata-, a pesar de la participación récord. Se estima que votaron más de 160 millones de personas, dos tercios de quienes estaban habilitados. 

Es miércoles a la tarde y ambas campañas se muestran ganadoras. El mundo está en vilo. Los demócratas aguardan que hoy mismo se confirme su triunfo en Michigan y en Wisconsin –la campaña de Trump acaba de pedir recuento en ese estado- y consolidar la estrecha ventaja de 8000 votos que tienen en Nevada (ya se escrutó el 86%, pero el recuento seguiría el jueves). Si estos tres triunfos azules se confirman, Biden llegará al número mágico de 270 electores (ni uno más), sin contar a Pensilvania, el principal estado en disputa cuyo resultado se conocería recién el fin de semana. Todavía hay muchas dudas luego de una noche eterna no apta para cardíacos, pero ya podemos proponer algunas conclusiones. 

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La primera conclusión es que Estados Unidos tiene uno de los peores sistemas electorales, con múltiples mecanismos para torcer la voluntad popular. Como bien se explica en el reciente documental “El poder del voto” (Netflix), no funciona el principio elemental de cualquier democracia presidencialista: una persona, un voto. Si así fuera, Biden ya sería el nuevo mandatario estadounidense (ganó 50,1% a 48,3%) y no habría discusión alguna. Pero no. El voto es voluntario, no hay un padrón ni autoridad electoral federal única, hay que inscribirse, se vota un día de semana, cada estado tiene un sistema de votación distinto, hubo más de 100 millones de votos anticipados (en persona y por correo, muchos de los cuales todavía siguen llegando), el ganador de cada estado (salvo Maine y Nebraska) se queda con la totalidad de los electores (winner takes all), los estados menos poblados (en general rurales, republicanos) están sobrerepresentados en el colegio electoral, hay infinidad de mecanismos se “supresión del voto” (negar el derecho político más elemental, sobre todo a los pobres y las minorías), se redujeron miles de centros de votación en cuatro años para desalentar la participación, se modifican regular y arbitrariamente las circunscripciones electorales para obtener más representantes (gerrymandering). 

Además, desde que George W. Bush liberó los aportes electorales privados, especialmente de corporaciones y lobistas, quedó aún más en evidencia que lo que realmente existe es más una plutocracia que una democracia. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral, que invirtieron más de mil millones de dólares en esas campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones de dólares. El gasto total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7 mil millones de dólares hace cuatro años. La contracara, por cierto, son las campañas del senador Sanders de 2016 y 2020 financiadas a partir de pequeños aportes, situación que también se replicó en las de otros aspirantes socialistas democráticos (DSA), quienes recaudan importantes cifras con cientos de miles de aportes de menos de 20 dólares. Y la tendencia siguió profundizando este año. Según la estimación del Center for Responsive Politics (CRP), el proceso electoral para elegir al presidente, vicepresidente representantes y senadores alcanzaría la astronómica cifra de 10.838 millones de dólares, un 50% más que hace cuatro años. Billetera mata voluntad popular. 

Como bien destacó Bernie Sanders por estas horas, es necesaria una reforma electoral integral, que se vote en día feriado y que no haya que hacer horas de cola para votar, entre otras cuestiones elementales. 

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La segunda conclusión es que Joe Biden era un pésimo candidato, incluso si termina imponiéndose. Con un historial conservador, fiel exponente del establishment bipartidista que cada vez genera más rechazo o antipatía, no generó entusiasmo alguno entre la mayoría de la ciudadanía que rechaza a Trump (un 60%, según las encuestas). Un tercio de los votantes de Biden, según bocas de urna, contestaron que lo habían elegido no por afinidad, sino sólo para derrotar a Trump. Su falta de carisma, su edad (asumiría con 78 años), las dudas sobre su salud mental, su historial conservador como senador (votó, por ejemplo, a favor de la invasión a Irak en 2003, a diferencia de Bernie Sanders o Barack Obama) y una campaña que se centró en un discurso de defensa formal de la democracia y las instituciones (limando todos las propuestas más interesantes de la plataforma de los socialistas democráticos, como el Green New Deal, el aumento del salario mínimo, la extensión de un sistema de salud universal, la condonación de las deudas de los estudiantes universitarios, la regulación de la tenencia de armas o el desfinanciamiento de las policías) realmente muestra el fracaso de la estrategia “centrista”. La propia Alexandria Ocasio-Cortez hizo duras críticas por el fracaso de la campaña demócrata para atraer el voto hispano en la Florida, donde Trump estiró la ventaja de hace cuatro años. 

La tercera conclusión es que la grieta económica, social y política no sólo no se cerró, sino que acaba de profundizarse mucho más. Trump anunció que no va a entregar el poder, empoderó a milicias armadas que el martes marcharon en varias ciudades y está dispuesto a dar batalla, provocando una crisis político-institucional con muy pocos antecedentes históricos. En el campo opuesto, la movilización popular no va a permitirle al actual presidente robar la elección como hizo Bush Jr. En la madrugada de anoche hubo movilizaciones anti-Trump alrededor de una Casa Blanca, que fue rodeada con vallas. 

La cuarta conclusión es que anoche se consolidó una necesaria renovación generacional y política que está modificando la composición del congreso. Fueron elegidos representantes jóvenes de izquierda que desafían al establishment demócrata. Junto a Ocasio Cortéz fueron reelectas también las otras tres integrantes del “squad”: Ilhan Omar, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley, denostadas por Trump en los últimos dos años. Además, la enfermera Cori Bush, militante del movimiento Black Lives Matter y del mismo grupo referenciado en Sanders, se transformó en la primera mujer afrodescendiente en llegar a la Cámara de Representantes por Missouri. A ellas se les suma, entre otros, el demócrata Jamaal Bowman, quien ganó con el 83% de los votos la banca del Distrito 16 (Bronx), derrotando al conservador Patrick McManus. Sarah McBride será la primera senadora trans, al ganar con el 86% de los votos en Delaware, y hubo récord de representantes de las disidencias LGBTQ+ electos/as en las legislaturas. 

En las próximas horas, no habrá sólo una lucha palaciega (¿se fracturará el establishment republicano, si Trump se niega a reconocer la victoria? ¿qué harán los jueces de la Corte Suprema? ¿cómo se resuelve la sucesión presidencial en caso de un conflicto de poderes que se extienda durante semanas?) sino que habrá también un enfrentamiento en las calles, como estamos viendo desde el asesinato de George Floyd, hace cinco meses, que provocó una sostenida y masiva movilización popular contra el racismo y la brutalidad policial. De confirmarse, la derrota de Trump sería un gran triunfo de las mujeres, inmigrantes, trabajadores, ambientalistas, afrodescendientes, estudiantes, hispanos, científicos y artistas que hace cuatro años vienen luchando contra la agenda regresiva y anti-derechos impulsada por Trump.  

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La quinta conclusión, tal como venimos anticipando hace semanas, es que este caótico proceso electoral es la manifestación del declive hegemónico estadounidense, que comenzó algunos años atrás, pero se profundizó por la crisis sistémica –sanitaria, económica, social y política- que horadó este año el liderazgo de Estados Unidos. A su vez, el caótico desenlace de este proceso electoral va a profundizar todavía más esa caída. Tras el papelón que está protagonizando su elite por estas horas, la imagen del gobierno estadounidense no hará sino seguir deteriorándose. Estados Unidos protagoniza una fuerte disputa geopolítica con China. Por su incapacidad para liderar una respuesta global a la pandemia y a la crisis económica, hoy Trump tiene mucho menos aprobación global que líderes como Merkel, Xi Jinping o Putin. Su decisión de denunciar fraude antes de que terminase el recuento de votos confirma los temores que suscitaron sus amenazas de las últimas semanas.

Si algo le faltaba al 2020 para ser recordado como el año en que se resquebrajaron buena parte de los cimientos sobre los que se erigió el liderazgo global estadounidense era esta crisis de su sistema político-electoral. 

Estados Unidos ya no conserva la supremacía industrial ni tecnológica. Trump pareció renunciar a liderar las instituciones multilaterales sobre las que su país edificó su rol de líder global luego de la segunda guerra mundial. Después del 3 de noviembre, tampoco le volverá a ser fácil pretender erigirse como el modelo de democracia, república y sistema político. Le queda, todavía, la superioridad militar. Pero con eso no alcanza para la dominación hegemónica. El rey está desnudo. La decadencia del imperio americano ya está a la vista de todos.