La estrategia epidemiológica actual del gobierno es muy acertada al tratar de minimizar el número de infectados para evitar el colapso del sistema de salud. Pero es bueno recordar que el plan puede fallar, ya que “pasan cosas” y se deben pensar alternativas. El Ministerio de Salud de la Nación debería reflexionar por qué no actuó con firmeza en la vigilancia de las fronteras en el inicio de la pandemia. Esto se puso en evidencia en los relatos de muchas de las personas recién llegadas a Ezeiza, que contaban haber ingresado al país sin ningún control. Esa situación explica los casos importados que constituyeron, hasta el momento, la totalidad de notificaciones de coronavirus. Esa reflexión es necesaria para mantener confiabilidad en la información que circula sobre la epidemia desde los niveles oficiales. A pesar de esto, no debemos perder la atención sobre otras epidemias importantes que tenemos en Argentina como el dengue y el sarampión, ni sobre las múltiples endemias nacionales y regionales que reflejan las desigualdades sociales que atraviesan a nuestro país.
Un conocido empresario de medicina prepaga se muestra muy activo en los medios de comunicación pidiendo la máxima atención sobre el coronavirus y el aislamiento. Su preocupación por la salud es muy loable y esperamos que la haga extensiva a las epidemias y endemias antes mencionadas. Nos preguntamos ¿cuál es su interés? Nuestra hipótesis es que trata de evitar que la pandemia se instale y que sus clínicas se desborden de pacientes, lo cual le ocasionaría altas pérdidas económicas. No solo porque la tasa de internación en salas y terapias intensivas estaría muy por encima de sus estimaciones, sino también por la posibilidad de innumerables juicios a los que se enfrentaría por no poder brindar prestaciones a sus afiliados, dado el desborde de la demanda. Todo ello, en definitiva, demostraría que hotelería no es sinónimo de atención médica de calidad.
La gran conmoción social origina el aumento de consultas con base en síntomas (la mayoría motivadas por el miedo) que recargan los sistemas de emergencias, las líneas de consultas telefónicas y las jornadas de trabajo, no siempre remuneradas. Las instituciones públicas se recargan y hay que destacar el trabajo de gran cantidad de trabajadores de la salud que están realizando un esfuerzo muy grande desde espacios nacionales, provinciales y municipales. Esto demuestra que aún hay trabajadores con vocación de servicio, dispuestos a poner el cuerpo y con preocupación por las comunidades a las cuales pertenecen o trabajan.
El contexto de preocupación por el coronavirus ha traído profundas consecuencias para la economía global. Las cotizaciones en las bolsas de todo el mundo se están desplomando y poco pudo hacer el paquete de medidas de estímulo monetario lanzado por la Reserva Federal de EEUU (el mayor desde la crisis financiera de 2008). En lo que refiere a nuestro país, también los mercados han sufrido el efecto. Algunas comunidades ven agravada su situación económica debido a la discriminación: el Barrio Chino se encuentra vacío por estos días y los comerciantes de la zona señalan una caída en las ventas de entre 15% y 20%.
Mucho antes de que llegara el primer caso de coronavirus, los argentinos y las argentinas ya compartíamos videos de acciones de otros países sobre la epidemia: controles de temperatura en espacios concurridos, aislamiento voluntario de las personas, fuerzas de seguridad garantizando el aislamiento obligatorio con protocolos para reprimir a quienes no lo cumplieran, hospitales construidos en diez días, y una batería de medidas que parecían mostrar una sociedad comprometida en contener la enfermedad. Todas esas experiencias ajenas –espectacularizadas– sembraron la primera semilla del miedo: “eso en Argentina es imposible”, “somos un desastre como sociedad”, “acá el coronavirus se hace una fiesta”. El tratamiento mediático y la difusión de información errónea fue tal que la Organización Mundial de la Salud (OMS) debió catalogarla como “infodemia” para empezar a combatirla.
La desconfianza hacia la argentinidad y hacia su Estado hace que las personas se sientan responsables de salvaguardar sus vidas. El miedo ha aumentado los requerimientos de ciertos productos y trajo aparejado un aumento en sus precios. Según la consultora Focus Market, la compra de alcohol en gel se incrementó casi un 300%, elevando los precios un 30% desde enero hasta el 10 de marzo, día en que la OMS declaró el estado de pandemia. En los cinco días posteriores la demanda se disparó 484%, lo que produjo desabastecimientos y nuevos incrementos en los precios.
El aumento en la demanda no se limita a los productos de higiene. En los últimos días antes de la cuarentena pudieron observarse largas filas en los supermercados y comenzó a hablarse de desabastecimientos y autoracionalización de las ventas. Habrá que ver cómo impacta este fenómeno en la inflación, si bien el dato de 3 febrero mostró una alentadora desaceleración, se espera que el efecto coronavirus impacte de lleno en el índice de precios al consumidor (IPC) del mes de marzo.
¿Son reacciones irracionales? No. ¿Emocionales? Sí, y razonables también. Cada “nueva” pandemia parece reproducir el efecto social que le precedió. Sin embargo, en los medios masivos de comunicación todo es incierto y plagado de temores. Cada “nueva” noticia se anticipa con un “urgente” o “último momento” y genera una expectativa y ansiedad desproporcionada en relación con algo que, en mayor medida, no representa una novedad.
No dudamos de la peligrosidad de la circulación del COVID-19, en términos epidemiológicos y de su carácter pandémico. Lo que observamos es que con cada “nueva” epidemia no solo circula un virus “nuevo”, sino también un enorme caudal de temor, ansiedad e incertidumbre.
La epidemia del COVID-19 actualiza aspectos centrales de las distopías del siglo XX que subrayan y expresan formas elementales de los miedos contemporáneos. En los imaginarios combina una amenaza concreta (el virus que puede contagiarnos) y una abstracta (que es invisible y no podemos precisar dónde está). Es una enfermedad a la que estamos expuestos más allá de nuestra voluntad, en la continuidad de la vida cotidiana: sabemos que los otros con quienes nos cruzamos en el transporte, en el trabajo, en los espacios de esparcimiento e incluso en nuestras propias familias pueden conducirnos el contagio de una enfermedad cuya cura no encuentra respuestas en el repertorio de fármacos disponibles. No hay peor temor que aquel que nos enfrenta a una amenaza que creemos no poder controlar.
En este contexto, el miedo parece circular y contagiarse más fácil y rápido que el virus. Hay más gente asustada que enferma. El miedo circula por el espacio público con la forma de la agresión, del temor a un otro (extranjero, y ahora argentino) que tose o estornuda. Temor que se expresa en los cuerpos tapados con barbijos, pañuelos, bolsas y bidones, y en la violencia hacia otros, en la que se desdibuja el límite entre lo real y lo ficticio. La metáfora del discurso sanitarista del virus como “enemigo interno” fomenta la idea de un enemigo invisible presente en los cuerpos de otros que debemos controlar. Observamos así las denuncias, escraches y agresiones hacia quienes transgreden el aislamiento y nos ponen en peligro.
Es el miedo que también favorece la reclusión en el espacio más pequeño del hogar, el lugar de la cuarentena preventiva, en soledad o con las infancias. El miedo toma la forma del consumo exagerado y acopiador que devuelve la imagen de un mundo apocalíptico de calles desiertas y góndolas vacías. Pero al interior del hogar, la reunión genera también nuevos conflictos por la convivencia obligada.
En el ambiente de tensión, sospecha y miedo, parece que hay una pequeña práctica que nos tranquiliza: el humor. Abundan los memes y parodias que se difunden masivamente para canalizar las angustias y poder reír alrededor del espanto. Una risa necesaria porque en un contexto de antropofobia, donde tenemos miedo al otro, el humor nos reúne como colectivo.
Cada medida que toma el gobierno para contener la propagación del virus es celebrada por la sociedad. Algunos se preguntan si son medidas extremistas para la situación actual, si afectará demasiado a la economía del país, si son demasiado anticipadas sabiendo que todavía falta pasar el invierno. Pero el gobierno también sabe que será mayor el costo político que sufrirá si no actúa en correspondencia a la vivencia social de la pandemia.
Entonces, aunque el miedo no es más que un sentimiento, al mismo tiempo, es mucho más que eso. Se trata de una herramienta sumamente productiva y de control social. Gobernar en tiempos de pandemia es además o especialmente gobernar el miedo. Tomar decisiones en relación con las múltiples causas del temor es visto, no solo como algo deseable, sino también reclamado y aceptado. El virus, en este contexto es una pobre causa en comparación a lo que el miedo puede generar.
De la pandemia saldremos cuando ya no haya virus circulando, pero del miedo ¿cómo saldremos?