Asistencia en modo remoto


Cien días que sacudieron al Estado

La cuarentena no borró la presencia del Estado: la reconvirtió. Algunos organismos pasaron a modo remoto y sus trabajadores recurrieron a la creatividad y la coordinación informal para continuar las tareas. En ese día a día borraron todavía más las fronteras: entre jefes y operarios, entre lo personal y lo institucional, entre estado y sociedad. Pilar Arcidiácono y Luisina Perelmiter analizan qué cambió en esa asistencia aún a la distancia.

El aislamiento social obligatorio implicó múltiples desafíos para el Estado en sus distintas áreas y jurisdicciones. Los actores estatales recibieron mayores demandas de diversos sectores y, lógicamente, las respuestas institucionales fueron heterogéneas. Desde los agentes de las fuerzas de seguridad y el personal de salud que siguieron circulando, a los agentes del poder judicial que suspendieron casi por completo su actividad. En el medio, muchos otros trabajadores estatales pasaron a modo remoto. 

Durante el primer mes de aislamiento vimos a trabajadores de ANSES que montaron sus mostradores en parroquias, funcionarias que atendieron a través de la línea 144 los llamados multiplicados de mujeres en situación de violencia, voluntarios del gobierno porteño que se contactaron por teléfono con adultos mayores y trabajadores sociales que respondieron demandas urgentes por chat. Todos ellos se enfrentaron con un fenómeno inédito: atender demandas de asistencia inmediata minimizando el trabajo cara a cara. ¿Cómo brindar atención sin “ventanillas” o con intervenciones territoriales limitadas? ¿De qué manera se reconvierte el trabajo estatal de trinchera? ¿Cómo se recrea su vínculo con la sociedad cuando hay que prescindir de los escenarios, dispositivos y hábitos de interacción construidos bajo el supuesto de libre circulación y contacto?  

 

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Carmen tiene 26 años y trabaja en un área administrativa del GCBA. Cuando se decretó el aislamiento sus oficinas quedaron cerradas. Se inscribió entonces como voluntaria en un registro organizado por el gobierno porteño. El “voluntariado” fue el dispositivo utilizado para reasignar personal y adaptar la intervención pública a las demandas y necesidades planteadas por la crisis. Una marca de gestión singular que, a su vez, echó mano de una retórica de movilización política propia. Carmen nunca había atendido en un mostrador o respondido a llamados. Jamás había tenido contacto con alguien que solicitara al gobierno una ayuda directa. Pero allí fue. 

 

Las nuevas tareas se le ofrecieron como un menú a la carta: podía colaborar en campañas de vacunación o de donación de sangre, trabajar en los hoteles asistiendo a los ciudadanos repatriados o, como eligió, comunicarse por teléfono con adultos mayores en sus casas y preguntarles si necesitaban algo o si contaban con alguien que le hiciera las compras.

Su nueva función implicaba realizar diez llamados por día. Si detectaba personas que necesitaran ayuda tenía que derivarlos a la línea 147, donde se les daría la atención requerida. Las instrucciones incluían un largo libreto. Así comenzaba: “El motivo de mi llamado es el Coronavirus y cómo lo podemos superar en Buenos Aires. Buenos Aires es y seguramente sea el epicentro del Covid en Argentina. Todos juntos, el Gobierno y los vecinos, estamos liderando una gran cruzada contra el Coronavirus. Cada uno aportando lo suyo. Porque todos tenemos algo para hacer. ¿Cómo lo vas llevando después de un mes de cuarentena?” 

Los intercambios no fueron fáciles. Los “viejos” le manifestaron muchas veces su rechazo hacia las medidas de aislamiento, más cuando el gobierno porteño discutió la posibilidad de establecer multas para los adultos mayores que “transgredieran” las recomendaciones de quedarse en casa. 

—Me cortaban el teléfono, tenían miedo —se lamenta Carmen—. Incluso después de pasar el primer momento de contacto no querían decir su nombre. Algunos me increpaban: ¿Quién te mandó a llamar? ¿Quién te dio mi número si yo no pedí ayuda a Larreta? 

La experiencia de Carmen muestra tanto las tareas extraordinarias que las burocracias estatales llevaron adelante como las dificultades para generar “marcas de oficialidad” en esos intercambios. Por esos días -y aún hoy- circulaban en las redes sociales audios y flyers alertando sobre falsos llamados o correos electrónicos que solicitaban información u ofrecían prestaciones. Las estrategias que utilizaron algunas agencias y trabajadores estatales para “seguir presentes” mientras no estaban disponibles los recursos informáticos oficiales terminaron por alimentar esta incertidumbre. Además de los llamados de voluntarios como los de Carmen, cuentas de gmail para dirigir consultas a programas sociales o números de WhatsApp sin marcas institucionales, abrieron las ventanillas del Estado y al mismo tiempo les quitaron parte de su verosimilitud.  

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¿Cómo enfrentan los trabajadores estatales esta oficialidad difusa? ¿Qué mecanismos encuentran los agentes sin experiencia para sortear las dificultades que la urgencia plantea? ¿De qué recursos se valen? Con su juventud, espontaneidad y empatía como recursos, Carmen intentó ganar confianza, suavizar su tono de voz, no enojarse también ella.

Traté de que no se pusieran haters. Cambié el speech que me habían bajado y les empecé a hablar como una nieta, como alguien cercano. Soy Carmen. Lo llamo del Gobierno de la Ciudad, queríamos saber cómo estaba en estos días de aislamiento, si tiene alguien que lo ayude, si necesita algo. ¿Quiere decirme al menos su nombre de pila así puedo registrar su llamado? 

De a poco Carmen encontró el modo más eficaz de interactuar con los “viejos”. Pero cuando se acomodó a la función recibió la orden de suspender la tarea. La meta ya estaba cumplida. 

Ahora espera que le asignen una nueva. 

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Gustavo trabaja en ANSES desde hace varios años y también dicta clases sobre gestión pública en la universidad. Desde que se decretó la cuarentena el organismo se abocó por completo a la gestión del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Con frecuencia menciona preocupado las consecuencias del cierre de las oficinas de atención pública, porque el diseño express de instrumentos informáticos para permitir la gestión remota y segura de la prestación no fue una tarea sencilla. 

No había claves para todos. Sólo algunos de los trabajadores podían trabajar con sus computadoras y acceder desde sus casas al sistema informático del organismo. 

En pocas semanas ANSES alcanzó a casi ocho millones de familias. Pero también denegó cuatro millones de solicitudes. Frente a esta situación se habilitó un correo electrónico para reclamar y luego, ante la cantidad de demandas, se puso en funcionamiento una ventanilla virtual (la UDAI virtual). Hacia fines de abril el objetivo era que el organismo tramitara 25 mil solicitudes diarias: unos mil trabajadores gestionando 25 solicitudes desde sus casas. En esta instancia también hubo complejidades, porque una prestación de emergencia no deja de ser un trámite en el que hace falta cumplir con ciertos requisitos. ¿Cómo dar respuesta a los reclamos o atender situaciones -cambios en la composición de las familias, por ejemplo- difícilmente registrables y acreditables en tiempos de aislamiento? ¿Cómo operar sin certificaciones, sin los sellos que aseguran los “vistos” y distribuyen las responsabilidades en el gobierno de las sociedades?

Más allá del IFE, Gustavo está preocupado por todos los otros trámites que están suspendidos. Ese “cuello de botella” seguirá creciendo mientras no se habilite el trabajo al menos a puertas cerradas en la oficina. 

Lo cierto es que no toda la actividad de ANSES pasó al modo virtual. Algunas unidades móviles se ubicaron en barrios del conurbano bonaerense y en las villas de la Ciudad de Buenos Aires. Gustavo formó parte de esos operativos. Allí las parroquias alojaron las oficinas estatales de emergencia para tramitar el IFE y los curas villeros contribuyeron a mantener el orden.

Tratan que la gente se organice en filas, respetando las distancias que hacen falta comenta—. Pero la masividad es muy difícil de evitar: el otro día, había fácil 1200 personas haciendo cola. Había gente que esperaba desde la noche anterior. 

La escena que cuenta Gustavo se multiplicó a lo largo de los organismos encargados de proveer prestaciones básicas como alimentos o vacunas. Sus trabajadores siguieron operando en distintos espacios sociales entremezclados con curas, referentes comunitarios, militantes políticos, maestras. El trasvasamiento social de la acción estatal no es por supuesto una invención de la pandemia, pero esta coyuntura lo volvió imprescindible. En todo caso, hizo visible que la clásica imagen de la ventanilla individualizante, donde ciudadanos y estado se encuentran sin intermediaciones no es la realidad más frecuente de la protección a las poblaciones más vulnerables. Las “burocracias para-estatales de la sociedad civil”, al decir de Gabriel Vommaro, posibilitan el gobierno capilar de la protección.  

ANSES no es una excepción a estas dinámicas.  A pesar de ser destacada en el mundo de las políticas sociales como una burocracia moderna prototípica, la cuarentena mostró otro de sus rostros, que lo acerca a organismos más plebeyos como los de desarrollo social. Ese rostro no es nuevo, pero sí su puesta en primer plano. La administración del IFE implicó la masificación del uso de espacios alternativos y modalidades itinerantes de gestión. Recursos posibilitados por los vínculos preexistentes de los trabajadores con actores sociales y por la penetración territorial que ganó ANSES en los sectores más vulnerables desde la AUH en adelante.

Para Gustavo el contexto de cuarentena puso en evidencia la importancia de esas experiencias. Los desafíos de la pandemia también relativizaron, para él, el valor de los protocolos y las normas en los hábitos de trabajo del personal de ANSES. Frente a algunas circunstancias –como el carácter pendiente en los nombramientos de algunas autoridades- la adhesión a protocolos de trabajo protegieron la continuidad de las prácticas. Sin embargo, también empastaron la eficacia de la respuesta en el contexto de emergencia.

 

Esa especie de normativismo es como una memoria institucional que no da márgenes de decisión a los operadores para flexibilizar criterios. Qué se yo, quizás podríamos aprobar algunas cosas de manera transitoria, aunque no se cumplan con los requisitos, hasta que vuelva la normalidad.

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Romina es asesora de una funcionaria de primera línea en el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Cuando empezó la pandemia tenía pocos días transitando la gestión de un Ministerio que no cuenta con sede propia y que, al igual que otros organismos, todavía tenía pendientes las designaciones de su elenco de funcionarias. De golpe, la declaración del aislamiento la enfrentó al “apocalipsis”: el aumento exponencial de la violencia de género. Pero además de la agudización de esta problemática se sumaron otros desafíos. 

Teníamos que reforzar la accesibilidad a la línea 144 que recibe este tipo de consultas, pero por las propias medidas el personal que se encargaba de la atención se redujo mucho.

Romina también cuenta que si bien ya contaban con un dispositivo de acceso virtual tuvieron que valerse de nuevas estrategias para continuar su trabajo. ¿Cómo conseguir ayuda cuando no se puede hablar en voz alta porque el agresor está conviviendo en el mismo espacio? Para mantener “abierto” el canal, instalaron tres líneas nuevas de WhatsApp y direcciones de mail. Allí recibieron muchísimas consultas, algunas truncas, inciertas o no vinculadas con situaciones de violencia de género. Pronto, tuvieron que armar “protocolo de atención de chats” para priorizar y organizar los contactos, definir cuáles y de qué manera responderlos.

El trabajo de Romina durante las primeras semanas de aislamiento fue intenso. Frente al crecimiento de demandas y la escasez de personal, las directoras, coordinadoras y asesoras tuvieron que encargarse de la atención de la línea y los otros dispositivos. Tuvieron que cubrir cuatro turnos de seis horas para que la línea estuviera abierta 24/7. 

Imagínense los primeros días: había que esperar a que te viniera a buscar un auto para llegar de madrugada a una oficina casi vacía, usar los teclados con papel film, escuchar a las mujeres desesperadas y, luego, volver a tu casa en medio de la ciudad desierta. 

Durante el aislamiento, en muchos organismos las clásicas divisiones de funciones y jerarquías se hicieron porosas. Los funcionarios/as se presentaron en la escena pública realizando tareas que no eran propias de sus áreas ni que correspondían a su jerarquía. Ayudaron a organizar vacunatorios en las escuelas o centros comunitarios, cosieron barbijos en las oficinas de vestuarios del Teatro Colón y respondieron consultas de particulares sobre trámites y permisos desde sus cuentas de Twitter. 

Romina vive esto con tensiones internas. Reconoce que la atención de la línea o el chat requiere de destrezas particulares que hay que formar y entrenar. Pero la premura de la situación no permitió ese tiempo y la reasignación abrupta de tareas, uno de los recursos que varios organismos estatales pusieron en marcha para atender la emergencia, reactivó el clásico problema de la especialización del trabajo de asistencia y la presunción de que puede ser un trabajo amateur. Esta situación cambió a medida que la crisis se normalizó y los organismos fueron generando recursos. Luego del primer mes se contrataron y capacitaron asistentes adicionales para atender la línea 144, y también se generaron los recursos técnicos para que las operadoras pudieran trabajar desde sus casas.

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Romina señala un valor que queda de esta experiencia: un aprendizaje sobre los detalles de los que está hecha la violencia de género y su atención. 

Escuchar al palo durante seis horas a las mujeres es como una escuela del problema con el que estamos tratando. Y que todas nos hayamos vuelto operadoras de la línea también generó un buen espíritu. Los equipos se estaban armando y tuvimos que estar todas en la trinchera. 

La construcción de una mística de gestión es otro de los corolarios de la cuarentena en algunas áreas. A la pandemia “le ponemos el cuerpo todes”.

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Laura es trabajadora social del Ministerio de Desarrollo Social. Desde hace 15 años forma parte de los equipos que atienden situaciones de gravedad que atraviesan familias pobres. La coordinación entre pares y la reacción inmediata y creativa es uno de los hábitos de trabajo previos a la pandemia que le sirvió para transitar el inicio del aislamiento.

Los primeros días nos organizamos de modo espontáneo entre nosotras. Armamos un mensaje para distribuir entre las familias y referentes con los que solemos tener contacto —dice. Pronto advirtió que otros grupos de trabajadoras sociales estaban haciendo lo mismo. Algo de ese hábito se potenció en todas las áreas de asistencia inmediata

La coordinación informal entre pares atraviesa incluso las fronteras internas del Estado. Un grupo de WhatsApp de trabajadoras sociales ubicadas en distintos organismos en Buenos Aires es un recurso de primer orden para socializar información y afilar la imaginación en la ardua tarea de tallar “soluciones” a medida: una familia que necesita pañales; una mujer no vidente que quedó sola en su casa en el medio de la cuarentena; otra persona en arresto domiciliario que necesita alimentos; una familia que migró a Buenos Aires hace un año, que no cuenta con ingresos básicos y quedó afuera del IFE. 

Tratamos de articular y organizar la información, aunque al principio era todo muy confuso. Hicimos lo que hacemos siempre, un poco más intenso, y todo por WhatsApp. Eso sí que nunca había pasado reflexiona Laura. 

El contacto remoto confronta a las trabajadoras sociales con la ausencia de uno de sus dispositivos característicos: la visita domiciliaria y la conversación cara a cara. El uso del WhatsApp, sin embargo, compensa esa distancia con cierta intimidad personal. En esos intercambios, personas con que Laura nunca se había visto le agradecieron cariñosamente sus gestiones, le prometen tortillas para cuando todo se normalice, le compartieron sus claves de seguridad de Anses, le pidieron garrafas para poder festejar el cumpleaños de los hijos y le mandan fotos. 

La pandemia y la suspensión por el aislamiento de los resortes de supervivencia de muchas familias visibilizó el ancho mundo de los que aún no son registrados por el Estado y que incluso no se insertan en las redes de organización comunitaria. La población típica de la asistencia más urgente, los que Robert Castel llamaba des-afiliados. 

¡Todos los no bancarizados que vemos ahora! ¿dónde estaban antes? Un montón sin cuentas bancarias. A esos hay que atender: a los que nunca atendimos y no tienen idea de la ventanilla. No es la doña de la AUH que sabe más que yo sobre cómo proceder con el Estado: es población nueva enfatiza Laura.  

Laura sabe que pronto van a tener que volver al territorio. Aunque el trabajo de las organizaciones sociales y la iglesia para sostener lo alimentario resulte importante, así como lo es que haya ingresos mínimos, la situación en los barrios populares será cada vez más crítica. 

No sabemos cómo vamos a intervenir frente a las situaciones particulares y todo lo que se va a detonar.

A Laura también le preocupa la escalada de contagios en las villas de la Ciudad. Nada va a ser suficiente, dice. Junto con esta preocupación tiene otra: las dificultades que deberán navegar para trabajar de forma artesanal en este contexto, donde ceñirse a protocolos y reglas va a ser un requerimiento de bioprotección. Por ahora, reina la incertidumbre.

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La globalización, finalmente, nos trajo al Estado. Como retratan las experiencias de sus trabajadores de urgencia, la suspensión de la circulación y el contacto no borró su presencia: la reconvirtió. No sólo se trata de que la mayor parte del trabajo estatal pasó a funcionar de modo remoto, sino de que encontró sus canales aún allí donde el contacto humano -cara a cara, voz a voz- es imprescindible. Se reasignaron tareas, se crearon nuevos -a veces profanos- canales de acceso, se borraron todavía más las fronteras: entre jefes y operarios, entre lo personal y lo institucional, entre estado y sociedad. No hay verdaderas invenciones: los recursos y problemas que el Estado viene teniendo para proteger, regular y alcanzar a la sociedad siguen ahí. Hábitos de trabajo que a veces incitan a la voluntad y la creatividad de pares y otras al seguimiento de protocolos y normas. Bueno y malo dependiendo del problema. No hay un solo Estado, ni una sola trinchera.  

En todo caso, algo del laboratorio de la estatalidad social que en estos meses se nos está poniendo delante nos permite cuestionar etiquetas morales demasiado fuertes. Los tiempos son vertiginosos, una buena solución puede convertirse en un problema en pocos días. Lo que suele pensarse como limitación bien puede ser una capacidad, y viceversa.