Cuando el sargento boliviano Mario Terán llegó al aula de la escuelita de La Higuera para ejecutar la orden de matar al Che sintió que era el peor momento de su vida. Había estado cuarenta minutos dudando, esperanzado con que la orden fuera anulada. Pero no lo fue, así que entró. Algunos dicen que se emborrachó para tomar valor.
Dentro del aula, sentado en un banco, el guerrillero más buscado del momento aguardaba un destino una y mil veces imaginado. Ya no moriría en combate, como hubiera deseado. Pero, en todo caso, si había cultivado una obsesión a lo largo de sus años de selva y fusil era que la suya sería una muerte digna, tenía que serlo.
“Usted vino a matarme” le dijo el Che, casi con voz de mando, al sargento Terán que, cohibido, bajó la cabeza sin responder. Tampoco disparó. En esos álgidos segundos, y casi como si la historia le estuviera anticipando lo que vendría, el Che le pareció grande, muy grande, enorme. Le pareció también que sus ojos brillaban intensamente. Tan intensamente que cuando lo miró fijo, se mareó.
“¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar un hombre!”, le ordenó el Che, expresando con esas pocas palabras todo el espesor de su autoridad y el aplomo de quien afronta, por fin, el instante fatal anunciado. El sargento Terán dio un paso atrás, cerró los ojos y disparó una ráfaga. El Che cayó al piso con las piernas destrozadas y regando sangre. Y entonces, el sargento recobró el ánimo y disparó la segunda ráfaga.
La orden bautizada con el nombre de “Saludos a Papá” había sido cumplida: el Che estaba muerto. Eran las 13.10 hs. del lunes 9 de octubre de 1967.
Esa misma tarde, su cuerpo sin vida era exhibido públicamente en el lavadero del hospital de Vallegrande. Sus ojos abiertos aún parecían mirar. Las fotografías allí tomadas recorrieron el mundo dando nacimiento a una extensa cadena de representaciones que lo enlazaban con el martirio de Cristo.
Quizás más importante, en el vasto universo revolucionario, la noticia de su muerte catapultó con la fuerza de toda una época un proceso simbólico que, alimentado por variados afluentes, entrelazó y fundió la figura del héroe y del mártir, la del guerrillero heroico y el hombre nuevo para coagular en la estampa del Che, modelo de conducta y fuente de mandatos irrenunciables.
II.
En vida, la emergencia de su nombre había estado íntimamente atada al extraordinario prestigio de la Revolución Cubana que, con el correr de los meses y los años, no haría más que acrecentarse hasta irradiar aquí y allá con la fuerza de un faro. Porque si tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los distintos procesos de liberación nacional que tuvieron lugar en Asia y África parecían colocar al Tercer Mundo en los albores de un nuevo tiempo que ponía fin a la invencibilidad de los más poderosos, en América Latina, Cuba ratificaba el comienzo de aquella etapa para el continente y, al mismo tiempo, indicaba un camino preciso en la prosecución del cambio: la voluntad y las armas. Y las “enseñanzas” de esa Revolución, que eligió presentarse al mundo a partir de la gesta de los jóvenes “barbudos”, serían muy pronto plasmadas por la propia pluma del Che en textos que impulsaban a emular la epopeya cubana y hacer de la Cordillera de los Andes, la Sierra Maestra de América Latina. De esas “enseñanzas”, interesa destacar aquí aquella que funcionó -—para él y para tantos otros— como certeza inconmovible y promesa inapelable, a saber: no hace falta esperar a que estén dadas todas las condiciones, la acción armada de los revolucionarios puede crear las condiciones subjetivas para la revolución.
Esta rectificación guevarista del pensamiento marxista confluyó, con la urgencia de los tiempos, en la matriz de un imaginario que exaltaba los alcances casi ilimitados de la voluntad y la acción revolucionarias. Ya no era momento de hablar de la revolución, era la hora de hacerla. Como rezaba la Segunda Declaración de La Habana “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”.
Muy pronto, la figura del Che comenzó a condensar no sólo las tantas corrientes y tradiciones que parecían confluir en la Revolución cubana (antiimperialismo, latinoamericanismo, anti-rreformismo, juvenilismo, voluntarismo…), también, sino fundamentalmente, condensó la mística de la Revolución.
Fueron varios los hitos iconográficos que jalonaron esa condensación: desde los primeros tiempos de construcción del nuevo poder revolucionario, cuando siendo ya funcionario protagonizó en cientos de pueblos y localidades, con ropa de fajina, camisa abierta y arremangada, interminables jornadas de trabajo voluntario —que con los años devendría en bastante menos voluntario— erigiéndose, así, en ejemplo de esfuerzo, humildad y moral. O cuando en la Asamblea de la OEA de Punta del Este en agosto de 1961 o en la de la ONU, reunida en New York en diciembre de 1964, con su emblemático uniforme verde oliva y de pie frente a las cámaras del mundo, denunció con lenguaje y fervor revolucionarios a los Estados Unidos, resaltando en contraposición la inclaudicable dignidad de la pequeña isla acosada por el titán del norte, conmoviendo, así, las fibras más sensibles del antiimperialismo tercemundista.
Y, finalmente, cuando sintió que había cumplido “con la parte del deber que lo ataba” a Cuba y —ya sea empujado por las diferencias internas del proceso político cubano, ya sea impulsado por sus íntimas convicciones— renunció a sus cargos de gobierno para dirigirse a “otras tierras” y “cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo dondequiera que esté”. Allí quedó librado para siempre de los menesteres menos nobles que la administración del poder y la realpolitik traían consigo, para representar no sólo la mística de la Revolución sino, también, su pureza y universalidad.
Primero fue el Congo: las experimentadas armas cubanas encenderían allí la conciencia y la potencia revolucionarias de un pueblo avasallado…
“Esta es la historia de un fracaso”, escribiría tiempo después, como Advertencia Preliminar de sus Pasajes de la guerra revolucionaria (Congo), cuya Dedicatoria parece hoy por demás elocuente: “A Bahaza y sus compañeros caídos, buscándole sentido al sacrificio”.
Luego vendría Bolivia, destinada a ser, en sus proyecciones imaginarias, el foco radiante que haría por fin de los Andes la Sierra Maestra de América Latina…Y allí, el desenlace final: la caída del guerrillero y la emergencia del hombre nuevo.
III.
Antes de representar para los revolucionarios del mundo al hombre nuevo, el Che había escrito sobre él en un texto célebre publicado en el semanario Marcha, de Montevideo, en marzo de 1965. El texto llevaba el título de “El socialismo y el hombre nuevo en Cuba”. Varios autores han señalado que la pluma de Guevara estuvo directamente influida por el humanismo marxista, que le habría llegado a través de la obra de Aníbal Ponce, Humanismo burgués y humanismo proletario, un libro que reunía siete conferencias dictadas por Ponce en 1935 luego de un largo viaje por Europa que incluyó una visita a la Unión Soviética.
El hilo que recorría la obra de Ponce era el proletariado soviético realizando el programa incumplido del humanismo burgués. En manos colectivas, la técnica y la cultura se convertían, en la “Nueva Rusia”, en poderosos instrumentos de emancipación humana.
Liberado ya de la enajenación capitalista, el proletariado soviético, amo y señor de sus fuerzas, abría las puertas de un tiempo en el que el Hombre, en el despliegue de su potencialidad infinita, comenzaba a realizarse.
Treinta años después, “en viaje por África”, el Che escribía su artículo. A diferencia de la Nueva Rusia de Ponce, en la que el trabajo socializado había “retrocedido los límites de lo imposible”, el socialismo en Cuba, señalaba el Che, estaba “en pañales”. De ahí que destacara la “cualidad de no hecho, de producto no acabado” del individuo. Las taras del pasado se trasladaban al presente cubano en la conciencia individual y había que “hacer un trabajo continuo para erradicarlas”. El comunismo en Cuba debía realizarse, a la vez, en la base material y en la creación del sujeto, había que hacer al hombre nuevo. Y el instrumento de esa creación debía ser de índole moral: el ejemplo de una vanguardia dispuesta a “ir al sacrificio en su función de avanzada”. Así, el encadenamiento de sentidos que dejaba traslucir el texto del Che —conciencia con vanguardia y ésta con ejemplo de sacrificio— permitirá encontrar en el guerrillero heroico la anticipación del hombre nuevo: “En la actitud de nuestros combatientes se vislumbra al hombre del futuro”, concluía el Che.
Dos años después, en abril de 1967 y ya en tierras bolivianas, el Che se dirigió por última vez “a los pueblos del mundo”, a través de un largo mensaje publicado por la Tricontinental: un llamamiento desesperado para “crear dos, tres, muchos Vietnam”, estrategia de desgaste y acorralamiento del “gran enemigo del género humano”. Sería una lucha larga y cruel, advertía, pero “¡qué importan los sacrificios de un hombre o un pueblo cuando está en juego el destino de la humanidad! […] No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o a la victoria”.
Y en una reafirmación en clave épica de su confianza inconmovible en la potencialidad movilizadora del ejemplo sacrificial de la vanguardia guerrillera, se despedía: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.
Seis meses después moría fusilado en La Higuera.
Si sus escritos habían permitido anticipar en la figura del guerrillero heroico la del hombre nuevo, su muerte culminó por fusionarlas en su propia estampa. De allí, se expandiría sobre la militancia revolucionaria un modelo de conducta ejemplar portador de un conjunto de valores ético morales y definitivamente signado por una ética del sacrificio.
“Dar la vida por la revolución” fue la consigna que mejor sintetizó esa ética. Dar la vida, ofrendarla, morir por la revolución. Porque la muerte del revolucionario “da vida”, abona el camino de la revolución: por cada guerrillero caído cientos de brazos empuñarán su fusil. La sangre del revolucionario abona el cuerpo colectivo de la revolución. Por eso no “importan los sacrificios de un hombre”, porque “está en juego el destino de la humanidad”. La del revolucionario es una muerte redentora, y por eso, también, consagratoria.
La expansión de aquel modelo ejemplar quedaría claramente plasmada en la consigna-promesa “¡Seremos como el Che!” nacida, quizás, de la extraordinaria oratoria de Fidel Castro cuando confirmó públicamente la muerte del Che, el 18 de octubre de 1967 en La Habana:
“Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece a los tiempos futuros, de corazón digo que ese modelo, sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación... ese modelo es el Che [...]. Che llevó a su más alta expresión el estoicismo revolucionario, el espíritu de sacrificio revolucionario, la combatividad del revolucionario [...] sangre suya fue vertida en esta tierra cuando lo hirieron en diversos combates; sangre suya por la redención de los explotados y los oprimidos, de los humildes y los pobres”.
IV.
El Che, fuerza irresistible de una época; el Che, revolucionario ejemplar; el Che, modelo de conducta, estampa anticipada del Hombre Nuevo: figura de fronteras entre el tiempo presente y el porvenir, entre la vida y la muerte, entre el cuerpo individual y el colectivo, entre el guerrero y el asceta. Y también, figura de horizonte: guía, promesa y, finalmente, imposibilidad.
Aún a 50 años de su muerte, no resulta fácil escapar del encandilamiento que el “sol de su bravura” y su gigante efigie imponen. Pero a 50 años de su muerte, de cara a la Historia y más allá de nostalgias atendibles ¿qué puede decirse de aquello que representó?
Quizás, que las condiciones no se crean; que la conciencia no es algo que se despierte; que las revoluciones no se hacen a fuerza de voluntades inconmovibles y mandatos sacralizados.
Quizás, que las subjetividades de los hombres no son mera materia moldeable, y que el disciplinamiento de las diferencias, lejos de expandir los horizontes emancipatorios, culmina por hundirlos en un mar de gestos represivos.
Quizás, finalmente, que los héroes suelen ser los protagonistas de la Tragedia; y los hombres silvestres, los de la Historia.
A 50 años de su muerte, de cara a la Historia y más allá de nostalgias atendibles ¿qué puede decirse de aquello que representó?
Puede decirse, sin duda, que el escenario de la revolución ha caído en el mundo dejando entre sus ruinas miles de vidas sacrificadas y una promesa incumplida de emancipación. Y puede decirse, también, que es difícil no ver allí, en el inimaginado abismo abierto entre las esperanzas de los revolucionarios y su destino, el desolador naufragio de sentido. Tan difícil como no advertir, a cincuenta años de la muerte de su emblema más cautivante, que los desvaríos voluntaristas y autoritarios de aquella revolución devoradora, así como buena parte de sus concepciones y prácticas, participaron irremediablemente del entramado trágico que aquí y allá selló su suerte.