Fotos: Telam
¿Por qué Horacio González es tan querido? Creo que la pregunta sólo puede responderse así: porque era él. Resulta indistinguible si lo leíamos y lo escuchábamos porque lo queríamos o lo queríamos porque lo leíamos y lo escuchábamos. Y por la calidez de su pensamiento agudo, que se detenía donde nadie lo había hecho para hallar un tesoro donde parecía que no había nada que encontrar. Y porque hizo que quisiéramos con él: tantas personas, vivas y muertas, tantas ideas, tantos libros… Horacio quería querer con mucha gente, con toda la que fuera posible. Ese era su don, sobre el que María Pía López escribió un libro hermoso: Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad.
Enseñó tantas cosas a tantas y a tantos. La dignidad para afrontar exactamente lo que la vida trae y la valentía de pensar sin nunca sucumbir al cansancio ni a la queja ni a la adversidad, no es la menos fundamental. Pero una cosa será para siempre intransmisible. La sabiduría solamente suya de escuchar lo más incómodo y ser capaz de encontrar precisamente ahí algo que impulse a pensar lo que no había sido pensado antes; el arte de jamás decir lo mismo, de no permitirse la repetición y mostrar siempre el brote de algo nuevo, cuando apenas despunta. Una ética de la discusión sin facilismos, que toma la idea con la que no se comulga por su mejor parte para hacer con ella algo que la excede y la transforma.
Cuando murió Néstor Kirchner sentí por primera vez que se podía llorar de tristeza y de felicidad al mismo tiempo. Como dos aguas que se mezclan y a la vez son nítidas. Hasta ese momento no sabía que podía suceder algo así. Hoy siento eso mismo nuevamente. Pero de un modo más cercano. Una enorme gratitud por haber sido contemporáneos de Horacio, haberlo visto vivir, haberlo sentido hablar y haber podido mirar maravillados el nacimiento de tantas ideas para interpretar el mundo justamente cuando el mundo menos se dejaba pensar.
La felicidad le va a ir ganando a la pena. Pero hoy la tristeza es mucha.