Imagen portada: Perfiles enfrentados - Tinta sobre papel, 50 x 70 cm, 2002
¿Ayuda mi presencia en tu destino
a mi propio destino?
Juana Bignozzi
I
En estos setenta años de existencia al antiperonismo se le ha dicho contrera, gorila, cipayo, antipopular, trosco, liberal, burgués, blandito, oligarca y tantas clasificaciones más. La relación con su objeto, el peronismo, suele provenir de ideas pobres, posicionamientos de clase impostados en la defensa de la democracia, incapacidad de entender las fricciones públicas y caprichos. A veces mera violencia y reacción. Esa dialéctica suele ser alarmada y enojosa, una lengua poco interesante aún presente en el denuncialismo televisivo o en las redes sociales. Sin embargo, algunas intervenciones descollan por su volumen crítico y la renovación en el análisis. Se caracterizan por entrometerse en el peronismo, aceptar su papel y casi resignarse a su eternidad. Son momentos donde el antiperonismo logra comprender escenas, acercarse con curiosidad a su enemigo y explicar con palabras renovadas algo considerado un mal antológico. Hubo muchísimos antiperonismos. Los organizados tras la Unión Democrática, los católicos convencidísimos, los encolumnados tras la revista Sur, los académicos en la época del rector de la UBA José Luis Romero; los hubo estéticos, políticos, militares, religiosos, científicos y literarios.
El antiperonismo es un conflicto, por lo tanto es también una incógnita. En la estela que sigue dejando se notan dilemas sociales que implican saberes rotos y vitales. Como cualquier problema, requiere de experiencias drásticas para ser pensado mejor. Acá llamamos experiencias a las lecturas de algunos libros.
Determinados hechos, determinados nombres, a veces son obsesiones y acompañan a algunas personas toda su vida; infligen en ellos el poder de un dios del que se vuelven devotos. El crítico obsesivo nunca tiene certezas, no puede terminar de cincelar su juicio porque los problemas que estudia suelen colarse de nuevo en la temática pública, son reinterpretados por palabras acondicionadas o incómodas en tiempos nuevos que luego serán viejos. Así es la relación que mantuvieron con el peronismo Ezequiel Martínez Estrada, Tulio Halperin Donghi y León Rozitchner. Lo altísimo es acá el pensamiento bajo el estado de gracia, palabras que son dones, que no resuelven nada. Hombres consagrados toda su vida a un sentimiento. Recurrencias que sostienen la paradoja. Como el peronismo es una de ellas, rescatamos acá a algunos de sus tematizadores más interesantes.
Trataremos de pensar el mejor antiperonismo, ese que lejos de la displicencia tradicional era sensual, perfecto en su estilo y astuto en su entonación. Tenía algo cáustico y amable a la vez. Entre la variedad de comentaristas elegimos tres. Porque escribieron en distintos momentos, con capacidad inquisitiva y sensibilidad.
II
Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) fue pensador autodidacta, trabajador del correo, poeta premiado, ensayista único y cuerpo intolerable para las ideas más rutinarias de la Argentina. En 1956 escribió ¿Qué es esto? luego de permanecer postrado por más de cinco años en la cama de su hogar bahiense, con una enfermedad somática que nunca pudo especificarse. Él decía estar “enfermo de mi país”. El peronismo lo había vencido pero pocos días después del derrocamiento de Perón volvió en sí. Su salud resplandeció y en un par de meses escribió este libro, una especie de análisis del discurso y de exaltación del poder de la palabra: “Si con la palabra se ha corrompido al pueblo, con la palabra se lo libera”. Borges, cuyo desprecio por el peronismo era aún más feroz, juzgaba al libro como escaso, dudaba de sus intenciones, creía que el peronismo finalmente lo había cooptado. El arco de sus ideas tiene arrebatos como el ¿Qué es esto?, donde masculla broncas y aullidos poco interesantes de antiplebeyismo. Pero sería una lástima que nos conmueva para mal, porque perderíamos la hermosura de su defensa de libertades tan plebeyas que descansan en la autodeterminación moral, la investidura humana laica, la mansedumbre corporal como forma de vida y la violencia crítica como mandato ético. Toda la obra de Martínez Estrada es ejemplo de esto, desde la escritura de Radiografía de la pampa como respuesta al golpe de 1930, hasta el original anticolonialismo cultural de sus últimos años en el caribe, tratados en un librito flaco pero potente: Análisis funcional de la cultura.
Martínez Estrada dice que el ¿Qué es esto? es un libro “panfleto”, un “ser apocalíptico”, un “jeroglífico de la realidad”, pero en todo el trabajo queda flotando la pregunta sobre a qué se refiere con el sustantivo “esto”. ¿Es el pueblo pobre desvencijado, es Perón derrotado, son las derechas vencedoras arrogantes, es su propia conciencia en tensión? Martínez Estrada se eleva a profeta hacedor de preguntas, un inventor de paradojas que escribe con saña de héroe. Además, advierte: “no se olvide que estoy peleando con los de izquierda y con los de derecha”. A su modo, el libro es una tercera posición. O mejor sería decir una cuarta: única, solitaria y difícil de digerir.
El texto no es un remedio sino más bien un alerta. Para el autor el peronismo puso blanco sobre negro el estado de “crucifixión” del pueblo argentino, su desorganización moral que debe ser ajusticiada por la palabra. Las palabras de Perón fueron encantadoras y el libro busca un conjuro justo. Para esto el peronismo debe ser comprendido en su estructura anímica. Martínez Estrada llega a hablar de “crimen de lesa patria”. Así incluye en el análisis al pueblo, sus representantes y la historia argentina toda, como culpables a quienes ruega absolver para empezar de cero. Su libro es una absolución simbólica al menos, no sin un trasfondo de pesimismo: “muy pocos son los que ansían la cura”. Aunque espera que los peronistas terminen por darle la razón. Esa actitud dialógica, terapéutica, quizá sea lo que más irrita a Borges, quien abominaba sin más de todo lo sucedido en aquella década. Martínez Estrada sabe: tribula bastante solo en su opinión, y el matiz propuesto es demasiado para los demás. El antiperonismo clásico ni siquiera le interesa.
¿Qué es esto? enarbola algunas hipótesis atendibles más allá de los temas peronistas, como la discusión entre la actividad física y la espiritual, entre el calentamiento corporal a través de los deportes o el ascetismo de la formación autodidacta para beneficio de uno mismo. En el fondo se erige el dilema entre la máquina productora de hombres a través de un Estado fuerte, interventor y garante, y la misión libertaria de poner el límite en nosotros mismos, en la autoconciencia y el cuidado de sí. No resulta casual que se aferre a la Apología que Platón hace de Sócrates para ponderar la virtud por sobre la riqueza.Con entonación arrogante, paternalista y muchas veces compuesta del mismo resentimiento que nos enseña a combatir, la imagen de lo popular en este libro es piadosa, compasiva al menos, de estructura libertaria, despectiva con la elite y la clase media. Cierta esperanza lo adorna y parece de a ratos impostada.
Para Martínez Estrada no puede haber demagogia sin mando militar, pero en el fondo lo que no puede haber es Estado sin violencia, poder sin coerción, pueblo sin amo. Esto lo iguala con Tulio Halperin y León Rozitchner. Este último rondaba la misma tesis que Martínez Estrada: nada bueno puede venir de un militar porque lo que persigue esa casta es la administración facciosa y corporativa del orden que heredan. Su tarea es que no ingrese nada por la frontera que custodian y esa frontera es la nacionalidad mal entendida. Al contrario, lo nacional, para Martínez Estrada, se acerca a lo que años después dijo Miguel Briante de Osvaldo Lamborghini: “él fue nacionalista, toda su vida. Bueno: fue corriendo los alambres hasta que no le dieron más”. En definitiva, para Martínez Estrada, Perón era un actor de repeticiones y Evita una vedette en “orgasmo verbal”; le vendían al pueblo un drama que empezaba y terminaba con ellos. “Ese pueblo ignorante y de gran corazón a nadie había vuelto a amar, desde la muerte de Carlos Gardel”. El pueblo había trocado la música y la nostalgia por la alegría coral que prometía felicidad. Si se lee la obra de Martínez Estrada se entenderá su tristeza ante esa evidencia.
III
Tulio Halperin Donghi (1926-2014) es uno de los mayores historiadores argentinos por estilo y por la forma oblicua de arrinconar el archivo con la sintaxis. Fue habitué de las juventudes del liberalismo social después de 1955, bajo la égida de José Luis Romero. Sus reflejos sobre el peronismo están plasmados en varios de sus trabajos, pero leeremos tres: el díptico Argentina en el callejón (1964) y La larga agonía de la Argentina peronista (1994), donde propone una hipótesis original acerca de los orígenes fallidos del peronismo y su decadencia predestinada. YSon memorias, exquisita autobiografía, con un título homenaje a su amigo Paco Urondo. Allí podemos rastrear el modo en que la cultura plebeya del peronismo invade a las clases medias letradas, afecta su poder simbólico y condiciona las maneras en las que hablan de sí mismas dentro de nuestra historia.
Su mirada sobre el peronismo es distinta a la de Martínez Estrada, menos impresionista y más abocada a entender fácticamente un proceso que, por un lado, organiza a gran parte de la sociedad frente a un líder que hila sus intereses e ilusiones. Y, por el otro, no termina de revelar un nuevo sistema económico que justifique tamaño despliegue discursivo. El peronismo para Halperin es interesante desde lo social pero irrealizable en lo económico.Su antiperonismo se ajusta a no creer en las transformaciones prometidas por el intervencionismo peronista, más que a abominar de la liturgia y de los signos renovadores de la presencia plebeya en el espacio público. Nada más elocuente, dirá, para entender su fuerza y sus alcances, que subirse a un tranvía hacia fines de los años cuarenta. Una suerte de valoración de la etnografía urbana y de distancia justa como para oír el rumor popular al que no pertenece.
El surgimiento del peronismo para Halperin es un hecho político, del orden de las pujas típicas del poder.Para nada se alarma con los traumas fundantes de la nacionalidaden el siglo XIX como Martínez Estrada y Rozitchner, sino que intenta explicar lo que para él es un fascismo.El peronismo es fascista porque busca aplacar las tensiones de clase ponderando la “cohesión nacional”. Perón era astuto, tenía piel de mando, y su gobierno era especialista en estrategia: “se lanzó a una febril oratoria que sus incautos adversarios juzgaron delirante y era en cambio eficacísima. De su mente fértil surgieron uno tras otro los más regocijados mitos polémicos”. Aquí aparece el máximo enemigo de la teoría halperiniana, el mito, que para él se iguala a la mentira, la estocada del lenguaje que sume a quien lo escucha en una ensoñación loca.Suele terminar en el mito para reflejar los males públicos, lo más elocuente para pensar a contrapelo una historia que, como es un montaje de mitos, está mal por definición.
El engaño es el gran tema para el antiperonismo y Halperin hace escuela en ilustrar su obra con escenas de hipotéticos embrujos populares. Los grupos sociales peronizados “creían candorosamente que las jubilaciones y las licencias por enfermedad eran ya la revolución social”. Este es un dilema no menor cuando leemos a los antiperonistas, que con sus textos nos vuelven especialistas en polémica, porque la zona gris de la interpretación última del peronismo parece concentrarse en deliberar si la alegría es objetiva, si la felicidad es imaginaria o concreta.Podemos pensar esto desde la cuestión del mito como forma de vida. En él el tiempo es uno solo, hay memorias y legados pero no progresa. Como la política es ante todo creencia e ilusión, se estructura como un mito. En el caso del peronismo, su mitología es puro presente. El diagnóstico nunca es racional, no hay cálculo. Hay una imagen potente y recurrente en las discusiones en torno a estos temas: la de hacer un asado con el parquet ¿No es esta una leyenda lo suficientemente concreta y mitológica a la vez como para discutir un país? Son temas escabrosos, hace falta ser muy corajudo para animarse a definir la felicidad. En general, para nuestros antiperonistas el pueblo no está equivocado sino preso de un pase de magia. Esa valoración es,quizá, la diferencia mayor entre quienes sostienen lo popular como emblema político y los que lo retuercen como un trapo para encontrar las claves de los obstáculos de la libertad humana. Nada más lejano a la filosofía del antiperonismo que esa frase hobbesiana de Perón, con sabor punitivo: “El hombre es bueno, pero si se lo vigila es mejor”. Esta ilusión inicial, este desfasaje entre sociedad y cúpulas estatales, marca la tónica de un malentendido que para Halperin experimenta su cadalso en 1976. Decíael propio Halperin veinte años antes: “El futuro era visto como prolongación indefinida del presente de bienaventuranza”. La tragedia de estos dilemas es que según el plano histórico desde donde se lo mire, siempre alguien tendrá razón, trocando así en una comedia donde todos se alegran, todos festejan esperando sufrir una paliza que en algún momento llega. Como en el juego de la taba, siempre existe la chance de que caiga del otro lado, con una salvación que parece eterna pero es obviamente pasajera.
Para Halperin la sociedad es más valiente que el Estado, pero el Estado suele manejar mejor los efluvios del poder. Para Halperin el peronismo concreta la crisis permanente de un país que nos vamos a cansar de llorar. El peronismo mal acostumbró a una sociedad forjada en la esperanza de ciclos ampliados de prosperidad que parecían proyectarse in eternum y no tenían modo de perdurar, pero el propio Perón los mantenía a fuerza de populismo y discursos magistrales donde se movía “como pez en el agua”. Halperin es el menos anti peronista de Perón y el más anti peronista de las consecuencias de la estructura social poco modificada en su camino de tragedia. Toda su escritura es venenosa, imprudente y deslumbrante. El de Halperin es un pensamiento consecuente con sus diagnósticos diabólicos sobre lo que nos espera, aunque juzguemos que lo que nos ha tocado no es más que un recreo corto. Lo que terminamos llamando “nuestra época”, sea esta la que fuera, es un peldaño que se baja, como si embriagados por humo nos hubiésemos perdido lo mejor. Ante Halperin no deja de invadirnos una mezcla de irritación con pena existencial. Porque es el más escéptico de los tres: ordena sus ideas bajo el cielo de las intemperies, los fracasos, la debacle cívica y la imposibilidad de entender la historia.
IV
El tercer exponente es León Rozitchner (1924-2011), filósofo particular, hijo de gauchos judíos de extracción popular. A los veinte años viajó a Francia a estudiar y a “entender desde allá mi propio país”, que por entonces, como en Halperin, estaba cruzado por la cultura peronista y sus destellos. A su regreso formo parte de la ya mítica revista Contorno, aunque nunca fue un entusiasta militante, ni un “intelectual comprometido”.Durante toda su vida se perfeccionó como francotirador crítico y escéptico a las chances revolucionarias en la Argentina, más que nada a las que provenían de la resistencia peronista.
Rozitchner esgrime sus críticas al peronismo dispuesto a discutir con una época que ya suma a su bagaje la resistencia peronista, el Cordobazo, el crimen de Aramburu, Montoneros, el padre Mujica, el León Herbívoro diciendo “pese a estos estúpidos que gritan”, la Triple A y treinta mil desaparecidos. En 1979 escribió un libro terrible, angustiante y de profunda nobleza teórica, un homenaje triste a toda una generación acicateada: Perón, entre la sangre y el tiempo, un análisis de los discursos y publicaciones del propio Perón. Allí acusa al ex presidente de ser el responsable de la tragedia de los setenta y de haber logrado embaucar a esa generación –cuando no también a una clase entera- en la ilusión de un proceso hacia el socialismo que no era otra cosa que un proceso de aniquilamiento. Diagnostica que Perón “fue el jefe de los enemigos de su propia clase” pero solo para conservarla. No puede existir papel más perverso.
Toda su obra expresa el dilema de cómo lograr nuevos hombres que trasciendan la cultura en la que nacieron, se formaron y actúan. Cómo transforman un orden maléfico, productor de subjetividades limitadas por un mundo organizado para extraer de ellos su fuerza de trabajo y su estado de ánimo. Desde esa intención filosófica fue partícipe de uno de las más interesantes esgrimas teóricas de la política argentina cuando respondió, en 1966,al ex diputado justicialista y delegado de Perón en la Argentina, John William Cooke. Este sostenía que el peronismo, por ser mayoritario en la clase obrera, debía ser el baluarte para la revolución hacia el socialismo y, entusiasmado con la rareza del proceso cubano liderado por Fidel y el Che, alardeaba ante los caribeños con que “en la Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”.
Para Cooke, no había dudas del destino de grandeza que esperaba a la clase obrera –en ese momento una creciente resistencia peronista- y esa certeza la tomaba de las respuestas esplendorosas de un Perón que desde Caracas o Madrid destilaba aún sentencias de polen revolucionario pero con destino anverso.Los textos se publicaron en la revista La rosa blindada con tres años de diferencia, lo que hace palmario el tiempo que un debate podía llevar en los años sesenta, década de posicionamientos, de reestructuraciones teóricas. Rozitchner le dirá a Cooke que la salvación de la clase obrera nunca podrá provenir de un espacio que cristaliza la forma burguesa, el liderazgo, el mando y la dominación a la que llaman lealtad. Porque la hipótesis central del texto es que nadie transforma nada si no hay antes una transformación de sí. Un pasaje de la alienación a la vida osada de la revolución, “de lo disperso a lo posible”. Hay coherencia en el momento en que la razón –esa estructura moral sometida por la burguesía- y los sentimientos se re-unen para pensar y actuar de un modo revolucionario. De ahí que para Rozitchner la escritura siempre se da en la tensión entre sometimiento y sentimiento. La gran pregunta que inaugura esta teoría rozitchnereana es de qué modo se hace ese pasaje. La diferencia entre Perón y Fidel es que el segundo logra esa transformación subjetiva, un pase mágico–Rozitchner le dice “loco”-, un riesgo, una puesta en crisis de su propia función social, cierta transformación irracional para lograr una racionalidad genuina, corporal, no paternal, no aterrada. Los dos son líderes pastorales, pero Fidel es el primero de una sociedad que se volverá libre copiando su ejemplo y Perón el primero y único necesario para sostener una sociedad en sus desigualdades, para mantener lo popular en su calvario.Un loco es para Rozitchner quien logra prestarle atención al sentimiento propio para transmitirlo a los demás, su teoría de la acción es la de valorar la razón siempre y cuando parta de sentimientos que para los racionalistas son excentricidades o simplemente delirios.
Cuarenta años después Rozitchner lanzó una hipótesis que resulta central para la discusión presente. Se preguntó: “¿Cuando Kirchner bajó el cuadro de Videla, no era el de Perón el que descendía también?”. Esa pregunta puede molestar, exaltar fanatismos que intenten refutarla, apenarnos por su solvencia, seguir ampliando el terreno de las reflexiones o abrir la posibilidad de un ingreso cada vez mayor de las sensaciones en la memoria histórica. Rozitchner tenía una teoría complementaria a la pregunta:las libertades de 1983 se habían recibido, no se habían conquistado.Desde aquellos años la democracia era de “ciudadanos castrados”, atemperados por el terror que se prolongaba en sus razones políticas. Las consecuencias no buscadas del alfonsinismo y luego del menemismo, la debacle social, era producto de una democracia aun truncada por la herencia del terror militar que de repente había empezado a redimirse con ese cuadro de Videla bajado. Y si Rozitchner alertaba sobre que también podía ser el de Perón,lo hacía para preguntarse si no era la sociedad toda desde 1945 –cuando no desde 1930, con un Perón lo suficientemente partícipe del golpe a Yrigoyen- la que había sufrido una especie de parálisis pública, un encantamiento que parecía empujarla a su mayoría de edad, a sus libertades fundamentales y su igualdad efectiva cuando en realidad la sumía en la mayor contradicción: seguir aceptando un orden faccioso, conservador y falangista que sobrevivía aún en los momentos de mayor potencia plebeya; justamente esas potencialidades no se desarrollaban por su presencia amenazante.
V
En el balance de las lecturas, sorprende la escasamención a las proscripciones, los fusilamientos, los bombardeos. Resulta extraño que ninguno de nuestros autores se haya tomado el mínimo trabajo en dedicar cuanto menos un párrafo a las intenciones humanistas y pacifistas del peronismo que, con todas las críticas muchas veces muy atendibles que señalan, llegó a 1955 casi sin conflictos fatales, a excepción del militante comunista Juan Ingaminella, muerto bajo tortura y aún desaparecido. El peronismo se regía por un protocolo filosófico implícito que Carlos Astrada había titulado en 1947 como “Sociología de la guerra y filosofía de la paz”. Salvo Rozitchner sobre la tragedia de los setenta, ninguno ejerce recogimiento frente al dolor, como si los textos continuaran con la enramada belicosa que pretenden amputar. Alguna vez Alejandro Kaufman imaginó que la pregunta sobre qué hacemos con la guerra es una pregunta de la paz y que la Argentina contribuyó a la tradición de una cultura pacifista, surgida justamente del populismo movimientista argentino.
Con el regreso de la democracia el antiperonismo se encauzó hacia una matriz socialdemócrata que en buena medida le endilgó al peronismo la responsabilidad, por derecha y por izquierda, de la tragedia de los setenta. De hecho, en la CONADEP, no había un solo peronista, más bien todo lo contrario. Durante el alfonsinismo, un grupo nutrido de intelectuales no peronistas ejerció activamente una defensa y participación enlas primeras y más estructurales decisiones de Alfonsín. La revista Punto de Vista, comandada por Beatriz Sarlo, fue pionera en dictaminar la renovación teórica y práctica de las izquierdas culturales antiperonistas y logró convertirse en un factor central en los debates hasta los primeros años dos mil. El legado cuestionable de esta tradición es el imperativo de la llamada “Historia de las ideas” como modo de lectura de nuestro pasado, que consiste en no tentarse con anacronismos ni pasiones lectoras, sino más bien enumerar hechos, corrientes, ideologías, a los fines de diseccionar, como si fuera un gabinete de investigación del museo de Ciencias Naturales. Para ellos los “papeles viejos”, los libros olvidados o simplemente escritos hace décadas solo pueden leerse como archivo: no pueden sentirse en el presente como diálogo o como tensión. Por suerte, no escriben ni piensan así tantos más y podemos seguir leyendo a muchos autores como partícipes de un drama, tal el caso de nuestros tres protagonistas. Los “historiadores de las ideas” no solo se fundamentan en este método sino que gracias a él ganan becas, justifican cursos, posgrados, escriben libros ilegibles por su monotonía y producen análisis más pormenorizados que intensos o interesantes. Aunque de aquella época se pueden rescatar miradas:quedan los textos de Emilio de Ípola. Sus teorías sobre el tango y el peronismo, por ejemplo, siguen teniendo la misma carga de enigma que de originalidad.
Con el kirchnerismo, el antiperonismo se volvió burdo, cómico, resentido, poco creativo. No hay grandes textos antikirchneristas. Probablemente las críticas provengan en un futuro del seno de lo que aún sigue siendo un proyecto, pero que puede terminar definiéndose en unos años desde la nostalgia. Dice también Kaufman que el peronismo vive de anhelar lo que no le dejaron ser; no puede ser nunca un espacio de proyección o avistaje de futuro. Y esto puede ser interesante o trágico, depende desde dónde se lo mire.
Imagen 1: El descamisado gigante irrumpe en un jardín cultivado - Óleo. 170 x 140 cm, 2006.
Imagen 2: Lucha de clases II - Óleo, 50 cm, 2008.
Imagen 3: La torre sur - Óleo, 100 x 120 cm, 2002.
Imagen 4: El sueño de la casa propia - Óleo, 100 x 120 cm, 2009.
Imagen 5: Evita protege al niño peronista - Acrílico, óleo y dorado a la hoja, 190 x 140 cm, 2002.