Ensayo

Diario de una exfumadora


Abstinencia, una historia de amor

De ser el más listo o la más canchera de la fiesta en la secundaria, la que estudia con más estilo en la universidad, o tener toda la onda en el trabajo, el fumador pasó a ser alguien marginal. Sonia Budassi, editora de Anfibia y hasta hace poco fumadora, escribe sobre el proceso de dejar el pucho en un texto que la lleva desde el consultorio médico hasta su infancia y a intentar calmar a los perros en los que se transformaron sus receptores de nicotina y que le piden otra pitada más.

Texto publicado el 3 de noviembre de 2016.

Hambre en la garganta, eso es, un hambre deseante de un sabor específico, agudo, en el paladar, las manos te aprietan; palpitaciones, ansiedad. Sufrís. Son las 2 de la madruga, estás mirando una película y te quedaste sin puchos. Pleno invierno. Sufrís y te morís de ganas de fumar uno más. Sí, sentís la agonía, el cuerpo y tu cabeza gritan para adentro que no vas a aguantar, ni siquiera vale la pena el intento de dormir. Hambre en la garganta, picazón. Salís hacia la helada a buscar un quiosco, el viento sur en la cara. Ni hablar si naciste en una ciudad chica y la expedición puede llevarte más de diez o quince cuadras: las hacés mientras te insultás a vos misma por ser tan impresentable, por exponerte así; te preguntás quién te mandó y la respuesta es obvia así que cambiás de pregunta, ¿estarías caminando esas largas cuadras hasta el quiosco a esta hora con viento y frío si además lloviera o nevara?¿Y si anduvieras con muletas?

Con íntima vergüenza asumís que sí.

El adicto es patético. Sufre, molesta, demanda, impone, la pasa mal y tal como lo muestra esta adjetivación, también es bastante autocompasivo. Factor balanceado, en su justa medida, con un intenso sentimiento de culpa. El adicto transita el placer y el sufrimiento con la velocidad de los surfistas en la playas más bravas de Mar del Plata, aunque no siempre la vida nos da tanta adrenalina. Sufrir, sacrificarse.

El adicto es egoísta, se sabe.

Y capaz de transgredir, aun bajo amenaza de multa que no estaría en condiciones de pagar, la prohibición de no fumar en un hotel donde lo han invitado por un Congreso o Jornada; o de vacaciones sus propios suegros o los padres del mejor amigo.

Insensible, puede traicionar a su asmática mejor amiga si ella le presta la casa durante un fin de semana bajo el ruego indeclinable de dejarla libre de humo.

Temerario supremo –registros médicos lo atestiguan- se atreve a fumar en el baño de terapia intensiva de un hospital –en ascenso a la cumbre de la desesperación- después de haber sobrevivido a un by pass, y luego de jurar ante su aterrada familia que jamás volvería a probar ese veneno.

En un día normal, puede fumar ante carteles que lo prohíben mientras camina por un shopping al aire libre. Y ante la increpación del oficial de Seguridad tendrá lista la respuesta: “Disculpe, no sabía que no se podía. Uy, no vi el cartel, ya se lo apago”.

Bien leídas, ese tipo de actitudes podrían constituir un genuino aunque pequeño acto de resistencia a las normativas sociales capitalistas y a la reciente, tan políticamente correcta hasta el ridículo, dictadura de la salud. Que no es una construcción colectiva sino la imposición de ciertos hábitos que gran parte de la sociedad ha adoptado sin pensar mucho. Avalada -lo admito antes de que me tiren encima los muertos de cáncer de pulmón - por la ciencia, las estadísticas, y pruebas empíricas y anecdóticas muy conocidas; todo eso coincide en lo que coincidimos todos, fumadores y no: el fumar es perjudicial para la salud.

Desde luego, este análisis a vuelo de pájaro puede ser parte del perverso juego individualista de la autojustificación.

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De ser el más listo o la más canchera de la fiesta durante la secundaria, y la que estudia con más estilo en la universidad, o tiene toda la onda en el trabajo, pasás a ser una marginal.

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Los no fumadores nos subestiman. Como un Marlboro o un Philip Morris –mi marca preferida- puede conseguirse fácil en un quiosco, deben pensar que privarse de ellos es fácil como dejar de lado un chocolate con leche por uno con almendras.

Pero el padecimiento de la adicción –y también sus recompensas- resultan intensas, invasivas, demoledoras como ciertas escenas de Trainspotting y sus personajes necesitados de heroína. La diferencia es de grado, no de naturaleza.

Cuando decido la fecha en que intentaré dejar, según pide el tratamiento al cual me someto por propia voluntad, el médico sugiere armar preparativos el día anterior. Entre otras cosas, ordena:

—Esa noche, fumá todo lo que quieras. Pero antes de acostarte, agarrá el paquete con los cigarrillos que te queden, ponelos bajo la canilla con agua, y tiralos.

Pude verme a mí misma en pijama, semidormida como cada mañana temprano de los últimos ¿10, 15, 20 años? -¿recuerdo leer una buena novela sin fumar? - buscando un cigarrillo en la mesa de luz, junto al teléfono despertador, antes de desayunar. Y luego me acuerdo: cierto, hoy no iba a fumar. E imaginarme a mí misma revolviendo la basura.

Sabio el consejo de volver infumable ese último tabaco de mi propiedad.

En la adolescencia, con una amiga, rescatábamos los apagados a medio consumir que un amigo de mi madre dejaba en los ceniceros. Cómo puede desperdiciar tanto, decíamos y los reciclábamos sin asco.

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El primer día, en su consultorio, me habló de la adicción al cigarrillo con una metáfora, una escena con perros incitadores a quienes, en el futuro, debería aprender a domar. Fue clave: los perros son animales respetables.

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El “adicto al cigarrillo en recuperación” suma a las cualidades del fumador activo otras tan molestas como las mencionadas, por lo menos, durante la primera etapa de abstinencia. Lo bueno es que hay síntomas. Los malestares y las urgencias tienen nombre: “ansiedad, irritabilidad, depresión leve”. ¿Eso las hace más soportables?

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El fumador siempre sentirá inconfesable envidia hacia quien dice con frescura, liviano, espontáneo como la más diáfana utopía de libertad:

—No, yo nunca probé, no me interesó.

O, peor:

—Sí, probé una vez de chico y no me gustó.

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No somos iguales. Existe gente privilegiada. Humanos con dones. Beneficiados por la naturaleza. Personas superiores, fuertes, saludables en cuerpo y alma.

Y de este lado nosotros. Gente común, vulnerable, vulgar. Consumistas, influenciables, dependientes.

Quizá resentidos, presos de nuestras contradicciones, rogamos a nuestros queridos sobrinos, hijos o ahijados que no fumen nunca y detestamos la superioridad moral con la cual habla el 90% de los jamás fumadores.

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Si alguien a quien queremos nos pide en ruego o tono imperativo, en sus más variadas versiones desde el “me preocupa tu salud” al “es increíble que no estés pensando en dejar” somos capaces de llorar, de decir no es tan fácil, no lo hago a propósito, entendé un poco, no te das cuenta. Somos capaces de victimizarnos, porque estamos pasando un mal momento y no puedo soportar más presión, o uno muy bueno que no queremos arruinar, justo ahora que las cosas me salen después de lucharla toda la vida.

Algunos decimos no poder aunque jamás lo hayamos intentado. Es sin querer.

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El mapa de la desigualdad también nos alcanza. Cuando los países ricos empezaron con sus leyes más restrictivas, las tabacaleras invirtieron fuerte en países latinoamericanos y de África. Casi el 80% de los mil millones de fumadores del mundo viven en países de ingresos bajos o medios, según la OMS.

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Los fumadores hemos sido estafados. Mucho más que los alcohólicos o los drogadictos. ¿Es obvio que estamos del lado de Hugo Lespada, el hombre que fuma 50 por día y le está ganando un juicio a la tabacalera? No.

La tentación de ponernos del otro es enorme.

Podría decirle ahora, fortalecida por la abstinencia, como un hijo pródigo, como una pecadora redimida a fuerza de sacramentos de confesión, comunión y rosarios, como un alma purificada en el sacrificio consciente, teleológico, en el sufrimiento productivo:

—Mirá, Hugo, yo que fumé toda la vida –desde los 14 como vos según decís en tu demanda, la edad más común para arrancar según las estadísticas- pude. Acá me ves, 17 días, 6 horas y 23 minutos mientras escribo esto; ¿te das cuenta de que se puede? ¿Acaso no podrías esforzarte un poco más?

Según la nota en Clarín lo intentó. ¿Lo habrá hecho con suficiente convicción? ¿No valdría la pena otra prueba en vez de culpar al resto?

Cuidado. Fumador en recuperación, no actúes el peor de los patetismos: no caigas en el archiconocido síntoma de volverte un “converso”.

Aquel que hasta hace unos meses fumaba hasta en el baño mientras se maquillaba o se afeitaba, el cenicero sobre el borde del bidet, sobre la tapa del inodoro, el humo una barrera entre el espejo y él. O mientras lavaba los platos –el método es sencillo: te secás las manos, dejás la vajilla enjuagando para no perder tiempo, das una pitada, repetís el procedimiento (una conocida inventó un sistema superador: agarrar el cigarrillo con un broche de ropa; así, secarse las manos se vuelve innecesario). El mismo que cambiaba, arbitrario, los lugares de encuentro, de manera subrepticia, arguyendo distintas causas mientras investigaba qué bar contaba con un patio apto fumador. Sí, esos mismos, vueltos conversos, se transforman en seres peores. Autoritarios, mandones, intolerantes, agrandados; mala gente, la verdad es que les deseo que vuelvan a fumar.

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Aunque las tabacaleras han intentado negarlo a lo largo de su historia, la nicotina es más adictiva que la cocaína y la heroína. 

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En la primera consulta, en una ficha, afirmaciones a las que adherir, colocar puntaje y sumar. Desde un “No es cierto, nunca,” (valor 0) hasta un “Mucho, siempre” (valor 3) para aplicar a frases como  “Tengo la sensación de que fumar me activa y me anima””, o “Fumar me ayuda a sentirme más atractivo/a, más seductor/a”.

Las respuestas al formulario conductista derivaban en ocho aspectos de la adicción. A mayor porcentaje, tu vida es más miserable. En tres de los cuatro ítems mi score fue alto. Salvo en “autoimagen”. Seguro que a vos, si sos mayor de edad y me leés fumando, te pasaría igual. ¿Quién puede pensar en 2016 que es más sexy por fumar? ¿qué se ve más segura, más valiente, más linda?

De adolescente es otra cosa. Fui estafada por Marlboro y su compacta cajita de diez, casi como denuncia Hugo le pasó a él, sometido al mensaje de que “si fumabas eras un ganador”.

Marlboro estafó a su vez al chico que me gustaba, y me estafó a mí y así ad infinitum hasta que el juez de Hugo asume la estafa colectiva en un fallo judicial que lo beneficia a él, nuestro digno representante.

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En la matiné, el chico recio fumaba junto al parlante, igual a Tom Cruise. Me parecía súper grande: tenía 16. Sin que yo se lo pidiera, porque a mis 14 nunca había probado uno, él me convidó un cigarrillo y no pude rechazarlo. Fue mi primer novio.

La experiencia iniciática de Hugo debió ser aún peor porque pasó en los años 60. Las tabacaleras aducen que la información sobre los riesgos está disponible, pero no siempre fue así. Algo de eso se ve en la peli El Informante.

Y además, ¿qué porcentaje de libertad podés tener ante la industria de Hollywood y la publicidad de adolescente, cuando según las estadísticas arranca la mayor parte de los fumadores? ¿En serio Hugo pudo elegir? ¿Y yo? El dictamen parece inédito: casi siempre, los juicios fueron ganados por fumadores pasivos -7000 de ellos mueren por año en Argentina. 

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En Estados Unidos hubo un caso, en 1996: se condenó a la tabacalera a que indemnizara a un enfermo de cáncer de pulmón, fumador de Lucky Strikes –“Be happy, go lucky!”- durante 44 años.

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Cuando fumás una cortina de humo regula tu distancia entre lo íntimo y el mundo. A veces protege. Lo de la asfixia es una obviedad.

Durante los primeros días sin fumar todo se ve a través del vidrio ampuloso de la carencia aún cuando probás métodos de acumulación. Cada día guardo lo que me hubiera costado un paquete en una caramelera transparente. El médico me había dicho pensá en todo el dinero que ahorrarías, podrías viajar, comprarte algo. Ahora tengo más de 15 billetes a la vista.

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Dicen, debe decirse “hoy estoy sin fumar” en vez de “dejé” para no caer en las peligrosas redes de la confianza de quien cree se ha salvado del apocalipsis y, por distraído, por soberbia, vuelve al hades de la recaída.

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El consultorio de mi padre ocupaba la parte delantera de la casa. Estábamos solos, yo hacía los deberes en el comedor. Escuché irse al último paciente y la puerta abrirse, el sonido indicaba que mi padre se acercaría a mí, preguntaría por mis deberes, iría hasta la cocina, se serviría un café en un vaso Durax de vidrio amarronado, me daría un beso acerca del cual yo me quejaría porque la barba pincha pero ese día no. Con la puerta abierta, se quedó gigante, en el consultorio –debía medir como 1,90- frente al panel de luz con bordes metálicos, mirando su propia radiografía; le quedaba algo baja, agachaba la cabeza.

Cuando mi madre llegara no cerrarían la puerta y yo iba a escuchar por obra del azar, como le pasaba a Andrea del Boca en las telenovelas que yo tenía prohibido mirar:

—El clínico no se avivó en la radiografía de hace dos años. Se ve claro. Esto es un cáncer.

Quizá el tiempo rearmó la escena, quizá cambió algunas palabras, quién dice que a pesar de la certeza sensible nunca existió de ese modo como no pudo no haber existido aquella vez, la casa hecha un caos y salí al patio, épocas de catecismo. Le dije a Dios cómo podía ser tan malo; cómo pudo haber inventado el cigarrillo. Después me arrepentí porque ante todo la culpa pero entonces qué tanto habrán podido decidir aquellos de otra generación, si veían a los exitosos automovilistas, actores, empresarios, modelos, trabajadores, fumar en el cine y en la televisión. Mientras, las tabacaleras guardaban su secreto: sus productos eran adictivos.

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El cigarrillo no solo contiene nicotina, dice el médico. Ni se sabe cuántos componentes tiene, dice; el Ministerio de Salud consigna alrededor de 600 aditivos. Algunos de ellos son estimulantes, saborizantes, colorantes... los hacen atractivos a los nuevos fumadores.

El médico se pone preciso: sabor a vainilla y chocolate.

—Están hechos para gustarle a chicos de 13 años. 

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Massalin Particulares S.A., los creadores de los últimos cigarrillos que disfruté: los Philiph Morris; Brown & Williamson Tabacco Corporation, responsables de Lucky Strike; Reynolds, el Grupo Altria, Viceroy, Benson and Hedges, Lorillard, y un montón más del rubro fabrican humo de tabaco con unos 7.000 componentes ¡siete mil! Casi 70 producen cáncer (arsénico, benceno, berilio (un metal tóxico), 1,3-butadieno (un gas peligroso), cadmio (un metal tóxico), cromo (un elemento metálico), óxido de etileno, níquel (un elemento metálico), polonio-210 (un elemento químico radiactivo) o cloruro de vinilo.

Hablar mal de grandes empresas multinacionales puede resultar demagógico. Pero lo cierto es cierto. Y en este caso, evidente.

El debate puede ponerse áspero como con las drogas: a favor o en contra de la penalización. Encima de adicta, presa, pienso. Encerrada, y que las visitas ni siquiera puedan llevarte cigarrillos. 

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Miro a las mujeres fumar en las veredas, leen el diario, relajadas, al sol.

Y aún sin verlo, puedo oler a quien camina fumando en un radio de 50 metros. Cuando percibo los pasos de mis compañeros de trabajo fumadores siento un reproche silencioso disfrazado de solidaridad. Saben que estoy dejando, no me avisan y en secreto se juntan al fondo, aquel reducto sucio –una vez, hasta una laucha muerta- asignado para fumar, lugar humillante como debe humillarse, en esta época, a todo fumador. Seguro la productora le roba el encendedor a la editora de arte o al otro, sin querer, o al revés. Al notar la falta, en la parada del colectivo, el hurtado intentará adivinar quién fue mientras busca con la mirada a otro de su cofradía para pedirle fuego. Pero jamás se ofenderá.

El fumador roba fuego como una tribu primitiva de neanderthals, sin mala intención.

Un fumador conoce demasiado a otro fumador. Aún los reconozco y los veo como lo que también he sido: marginados, perseguidos, insalubres, adictos, olorosos, el pelo opaco. Discriminados por la ley, retados por médicos, despreciados por ecologistas, presionados y agredidos por sus seres queridos. En plena abstinencia, también los observo felices, acostados en el parque, lata de cerveza en mano, un Philip en la otra; el humo en aros o en densa forma de chimenea industrial; despreocupados, en la mesa de madera de un bar, un libro, un café expresso, un chocolate, el cenicero. ¿De qué lado está la libertad?

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El médico narra cosas desconocidas: no las vi en la tele, ni en las advertencias de los paquetes, ni las leí antes.

El tratamiento implica asistir, en un consultorio sin ventanas ni portaretratos de la hermosa familia del doctor, a la simplificación de algunos procesos fisiológicos y químicos en un discurso más bien didáctico, de divulgación, que no excluye metáforas y parábolas; en ocasiones pueden resultar infantiles y falibles desde una lógica más fina pero aprendí a no subestimar.

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Distintos íconos sexuales fuman y no por estar vinculadas al mundo del rock. Solo dos clásicas: Audrey Hepburn en “Desayuno en Tiffany´s” y Jessica Rabbit en “Quién engañó a Roger Rabbit”.

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La respuesta de otro test sobre los motivos para dejar solo puede ser “sí” o “no”:

“Quiero dejar de depender de algo”.

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La profesora de gimnasia me pasó, cuando le comenté que me rondaba la idea, un video sobre los beneficios inmediatos. Desde luego, la primera imagen era un pulmón negro, y música de pianito. Las siguientes, sencillas, cambiaban junto a frases como:

20 minutos después: “El pulso y la presión sanguínea descienden. Las manos y los pies están más calientes”.

8 horas después: “El monóxido de carbono en sangre disminuye. El oxígeno aumenta”.

48 hs después: “Tu sentido del olfato y el gusto mejoran”.

72 horas después: “Los bronquios se relajan”

Y así.

Dura un minuto; resulta largo y aburrido. Termina con una colilla humeante aplastada contra el suelo; luce demasiado apetitosa.

Cuando le pregunto al médico si son ciertas las ventajas enumeradas por el video de mi profesora de gimnasia, duda:

—Sí. Pero no son cosas que vas a sentir. A menos que vayas con un tensiómetro por la vida.

También dice que el miedo dura 15 minutos. O sea, pensar en no morir no sería tan efectivo para enfrentar la abstinencia; el dato de que el tabaco mata a la mitad de sus consumidores, tampoco.

—Pensá en las ventajas, en las cosas buenas que tenés ganas de hacer y vas a sentir al dejar de fumar.

Enumero algunas. Las fáciles de percibir resultan de lo más banales aunque él se esfuerce en decir que no lo son tanto: “No tener olor en la ropa”.

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Sensación de desánimo o tristeza.

Dificultad para dormir.

Irritabilidad, mal humor, ánimo irascible.

Dificultad para pensar con claridad y concentrarse.

Sensación de inquietud y nerviosismo.

Frecuencia cardíaca más lenta.

Aumento del apetito o de peso. O de ambas, sería lógico, ¿no?

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Sobre la mesa del comedor apoyé mi caja de actividades prácticas, una de zapatos forrada con papel de empapelar paredes que había sobrado no sé hacía cuántos años atrás. Entre la tijera, la plasticola y los pinceles asomaban varios envoltorios de Jockey Club Largos Suaves. Yo usaba el papel de adentro como si fuera glasé metalizado; mi ahorrativa madre se rehusaba a comprármelo. Picado con el punzón quedaba bastante parecido. Cuando uno de mis hermanos me vio así me retó:

—¿Cómo ponés eso tan a la vista? ¿no te das cuenta de que papá está dejando de fumar?

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El adicto en recuperación es exigente con los antiguos miembros de su cofradía: pido no fumen frente a mí, escondan sus atados, y ni se atrevan a mencionar el tema. A menos que relaten casos exitosos de gente aún más fumadora que yo.

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El vocabulario cotidiano se altera con palabras nuevas: “antojo” –puede durar 15 minutos- “compulsión”- una ráfaga tensa de un minuto o dos, “estrategias” –en realidad es un combate minuto a minuto- “pastilla de rescate” –bajas dosis de nicotina cuando ya agotaste las “estrategias” para superar tanto el antojo como la compulsión como las ganas de tirarte debajo de un auto o sería más fácil, por el balcón.

“Craving”: manifestación intensa del síndrome de abstinencia. Es el deseo imperioso y lo sufren más del 80% de los fumadores después de 8 a 12 horas sin fumar; no estoy sola en esto.

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Podés disfrutar pero siempre te sentís bastante idiota como por ejemplo después de haber tenido un ataque de tos de dos minutos. Te provocó nauseas y terminaste vomitando agua y con la garganta áspera y el pecho dolido y no podés evitar esperar un minuto, o menos, y volver a fumar. Quién es el perdedor, quién el ganador.

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Del discurso de mi médico de dejar de fumar me impactó lo dicho el primer día. Lo repitió otros –debe ser como cuando doy la misma clase en 5 comisiones, a veces perdés referencia de a quién le explicaste qué cosa o no. Pero la potencia de esa ficción que no reproduciré de manera exacta sino como puedo, no se me volvió redundante.

Los pulmones esconden receptores de nicotina. Se activan cuando fumás la primera vez, que no suele ser placentera (tosí frente a quien era mi futuro primer novio aquella noche). Luego, vienen otras: tus cápsulas de recepción de nicotina te piden más. Y por eso las ganas tan físicas. Son perros que tenés encerrados en el galpón al fondo del patio, y cada día, o cada diez minutos, o veinte o cuarenta veces por día, les tirás un pedazo de carne jugosa porque te lo piden.

Un Weimararer, enorme, bello, cara de bueno si está tranquilo. Si ansioso, la mandíbula inflamada, los dientes como rastrillos de arado, los ojos claros, llorosos. A veces los imagino –porque mis perros son varios- como el bulldog malo, torpe, de Tom y Jerry (qué antigüedad): pesado, ruidoso, fuerte. Y un pequinés feo, enfermo porque su nariz chata le impide respirar bien; histérico muerde tobillos. Mientras mi médico de dejar de fumar habla, visualizo a mis adictos perros interiores. Cuando dejás, dice él, es como si cerraras las puertas del galpón y no le dieras más ese bife. El perro –para él es uno solo, no sabe que tengo tres, que soy de campo y me encantan los animales- ladra, escarba la puerta, la golpea, se vuelve loco. Eso es el síndrome de abstinencia. Pasa el tiempo, no fumás, pero tus perros no desaparecen. Gritan, reclaman, lloran, se dan la cabeza contra la pared –como dice Hugo, le pasa a él. Después, bastante después, se calman. Pero no desaparecen. No mueren. Solo duermen. Por eso, si probás una pitada se despiertan y todo vuelve a empezar.

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Agradezco bastante el realismo minimalista del tratamiento. Aún atrapada en una suma de conductas desquiciadas, por lo menos, reconozco, no pensé que la cosa fuera a ser mejor.

Levantarme de la computadora: necesidad, desconcentración. Estrategias. Ir a todos lados aferrada a una botellita de agua que bebo, tapo, destapo, bebo, recargo, tapo, destapo, bebo, con acelerada frecuencia de tic.

Caminar una cuadra ida y vuelta y volver.

Masticar una bombilla de plástico solicitada al quiosquero a quien le compré la botellita de agua mientras miraba el hermoso estante lleno de Philip Morris común y box.  

Dar la vuelta manzana.

Masticar escarbadientes de madera como Minguito, a cualquier hora. Ser el antiglamour.

Trotar. Correr.

Que se revuelva el estómago por la mezcla de mate -2, 3, 4 termos diarios- y chicles sin azúcar –medio paquete.

El fantasma de engordar que el médico azuza los primeros días bajo el lema patriarcal de que las mujeres recaen por ese motivo.

El limbo del conflicto de identidad más allá de los mandatos médicos y de la autoayuda new age y los discursos de la superación: ¿soy fumadora?¿no lo soy?¿vos lo sos?¿lo hubieras sido?¿cuánto dura?¿es para siempre la limitación? ¿La incerteza es otro modo intenso de apreciar la ganancia? ¿O la pérdida?. La falsa épica: en los sitios para adictos la retórica es esa. “Lucha con los síntomas”; “Maneje los síntomas”; “Prepárese”. La curva dramática de esa trama se negocia a cada instante.

Alaridos de mi weimararer, mi pequinés y mi bulldog en sus capsulas vacías de nicotina. Solos, abandonados, muertos de hambre. La imagen no está tan bien ¿quién quiere matar a un animal?. Debemos pensar en otra, doctor, para adoctrinar de acá en más. Y que ganen los buenos, que pierda Massalin, que gane Hugo, que le paguen el tratamiento, que deje de fumar, que sea más feliz, que se cure, no estoy tan enferma pero decido dejar igual, si el sufrimiento es de uno seamos, intentemos, un colectivo imperfecto, mientras espero, ansiedad, que mis perros, y todos los perros, siempre bravos, siempre fieles -eso ahora es peligroso-se tranquilicen, terminen de dormirse, nos dejen, por fin, en paz.