Antes de entrar a ver la nueva película de Woody Allen te dan unos anteojos. No son los anteojos 3D, no es una película 3D. Pero tampoco es una película 2D como dice la cartelera. Lo que vemos va más allá de la pantalla, del espacio de la sala, del complejo de cines y del barrio. Se mete en las zonas oscuras de nuestras mentes, esas con alerta roja, y de nuestros calzones y bombachas. Se mete en las salas de negociación de las prácticas sexuales de nuestra época. Y tenemos que volver a mirar todo de nuevo. Ahora, con las gafas violetas puestas.
Las gafas violetas no se inventaron con el estallido masivo del Ni Una Menos, ni con la teoría King Kong, ni con El género en disputa de Butler. Tampoco se crearon cuando Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo, ni cuando la sufragista francesa Hubertine Auclert se apropió en 1882 de la palabra supuestamente acuñada por Alexandre Dumas. Tampoco antes, en 1792, cuando Mary Wollstonecraf escribió la Vindicación de los derechos de la mujer, o cuando Safo se animó al amor por Afrodita. Ni siquiera se inventaron cuando Gemma Lienas uso la metáfora por primera vez. Los anteojos violetas del feminismo son una construcción colectiva. Y se armaron en la historia, en la práctica de cada una de las personas que en sus experiencias cotidianas le hicieron ole al mandato patriarcal.
Últimamente nos hacemos un montón de preguntas. ¿Vamos a ver la nueva de Woody Allen? Pero, ¿qué hacemos con Woody Allen? No es la primera película que estrena desde que se supo su cuestionable/polémico casamiento con Soon Yi (hija de su exesposa Mia Farrow) ni desde que la hija de su ex Mía Farrow, Dylan, saliera a la luz con denuncias de abuso sobre él. Pero ahora las gafas violetas, que no se inventaron ayer ni anteayer, forman parte de nuestro atuendo cotidiano. Y nos hacen ver las cosas con otro color. Estamos en un samba de sensaciones. Algunas cosas se sacuden. Se tienen que acomodar. Sobre otras cuestiones no cabe ninguna duda. Entendamos: estamos viviendo una revolución y hay que ver cómo se responde a eso.
Las respuestas muchas veces se construyen de manera colectiva y con un tiempo. Estamos viendo. Estamos viendo la película de Woody Allen. Se estrenó sin obstáculos y las salas se llenan. No hubo notorios escraches feministas en su contra, contó con la participación de actrices reputadas y parece haberse salvado del #MeToo hollywoodense. Aunque el otro día, finalmente, Rebeca Hall anunció que no trabajará más con él como director. Quizás se desate una oleada. El tsunami ya empezó. Se levanta la tormenta, se encrespan las aguas, dice Didi Huberman cuando habla de sublevación y pensamos en la marea feminista que se agita desde hace años, con fuerza huracanada desde el Ni Una Menos. Las leyes de la atmósfera se desregulan. “Mundo patas para arriba.”
Ahora, las gafas violetas se impusieron, son uso y costumbre. Ultravioletas, nos hacen ver cosas que antes no veíamos. Y también vemos distinto. No es que antes no viéramos a un tipo por la calle escaneándonos con la mirada hasta acercársenos al oído para murmurar entre dientes una asquerosidad. Pero es probable que ahora muchas de nosotras lo frenemos en seco antes de que se aproxime habilitadas por un nuevo estado de situación. Sabemos que nos tenemos para nosotras. Como hasta hace poco y todavía, el macho actúa habilitado por la complicidad machista. Ahora decimos basta, hasta acá llegó, estamos hartas. Nos cruzamos en esas líneas que forman una frase de denuncia de los hashtags #. Cuando una consigna se lanza, se siembra como un regadero de pólvora y se enciende, se incendia. Todas tenemos una anécdota de acoso que contar. Pero no somos iguales. Algunas mujeres dicen #MeToo desde la alfombra roja, con vestidos negros de unos 20 mil dólares promedio, y otras no llegan a ganar esa cifra en un año.
Un huracán con nuestro nombre
En la última ceremonia de los Golden Globes muchas de las actrices se vistieron de negro como una forma de visibilizar la campaña #MeToo, en la que denuncian los acosos y abusos machistas sufridos en el ámbito del trabajo. Es cierto que muchas se calzaron literalmente los pantalones y otras tantas manifestaron su hartazgo frente a las diferencias salariales entre géneros en la industria. Pero también es cierto que no cualquiera accede a un micrófono, a una cámara, a una transmisión televisada. Incluso antes de la polémica carta de las francesas cuestionando la acción de las estrellas en la entrega de premios de EEUU, las feministas habíamos empezado a cuestionarnos algunas cosas respecto a esa estrategia.
No podemos quitarle mérito a la masividad y el alcance de una performance como la de los Golden Globes. Pero ¿qué hay más allá del gesto de la denuncia? ¿Hay un planteo profundo que ataque las estructuras de Hollywood, donde la enorme mayoría de directores son varones heteropatriarcales que reproducen en sus historias la mirada masculina? “Cada una de las decisiones estéticas esconde un valor por detrás. Y si todas las decisiones están siempre tomadas por el mismo tipo de gente, esto no refleja la variedad y totalidad que existe en nuestra cultura. En la actualidad esas decisiones están tomadas por los mismos varones, blancos, billonarios”, explica en una entrevista tras su máscara de gorila una de las Guerrila Girls. Los acusados de Hollywood en la mayoría de los casos no dejaron de filmar ni de trabajar en la industria: pasaron por un proceso de pasteurización higiénico en la granja de rehabilitación local. Como si el impulso sexual fuera un instinto animal o el abuso sexual, de poder, una enfermedad. Puede que bajo esta nueva luz algunas cosas estén en discusión. Pero las gafas violetas están operando y cuestionando un piso histórico sin vuelta atrás.
¿Qué pasa, a la vez, con la farándula local? Casos recientes como el de Calu Rivero -que denunció por acoso a su ex compañero de elenco Juan Darthes-, o Muriel Santa Ana, que declaró como muchas mujeres en la historia “yo aborté”, fueron atacadas por ejércitos de retrógradas. Y más aún: ¿qué pasa con las mujeres que están en su casa, sin recursos, sin alfombra, sin cámaras ni un lugar a dónde ir después del trámite -burocrático, subjetivo- de denunciar? Contar, hablar, denunciar, siempre arroja consecuencias inesperadas. Contiene un proceso previo y posterior. Es importante sentirse acompañada por el Estado si se elige el camino de la institución. Tener a dónde recurrir, recibir contención, ser escuchada. Es importante no estar sola, hacerlo en red.
Las denuncias de acoso y abuso sexual en la red fueron el gran fenómeno feminista del 2017. Ante un acceso a la justicia deficitario en todas las instancias, un estado institucional que no brinda respuestas suficientes -la mayoría de los femicidios se suceden tras una denuncia judicial-, las mujeres salieron a gritar. A las calles, a las redes, a donde pudieran de una vez ser escuchadas. A contar que a ellas también, a nosotras también, nos pasó: con el ídolo de rock, el vecino, el galán de turno, el tuitero. Ninguno se salva. Frente a una justicia que no nos acoge, un sistema que nos deja a la intemperie y en estado de precariedad, la red sostiene los discursos de las que quieren empezar a contar. ¿Cuál es la retórica de la denuncia? ¿Qué palabras se eligen para contar eso que atravesó el cuerpo y quedó ahí, enterrado? Hay detalles que, entre la bruma del pasado, el asco y el dolor, no se olvidan. Un padre, un tío, un jefe, un profesor, casi siempre una figura de poder del ámbito familiar, un varón. La nariz en la entrepierna. El tren eléctrico. Esa cacería cruel y desigual. Conductas hasta hace poco naturalizadas ya no se soportan más. Estamos hartas. Un efecto dominó combinado con un efecto mariposa: mujeres famosas y anónimas que a través de la red -las redes sociales, las redes de mujeres- se animan a hablar, animan a otras, y con ese movimiento provocan un huracán.
Es el fin del mundo tal como lo conocíamos. El huracán tiene nombre de mujer. Desacomoda las cosas. Bienvenidx. Cuando la antropóloga cultural y activista Gayle Rubin pensó los cambios de era desde la perspectiva de la renegociación del pacto sexual, tuvo en consideración las reacciones fuera de escala que tienen lugar cuando esos cambios de paradigma suceden, hasta que se producen ciertos reacomodamientos. Feministas, mujeres, lesbianas, travestis y trans, no vamos a dar ni un paso atrás. Estamos en una revolución imparable. Eso no nos debería impedir tener posiciones criticas y reflexivas sobre los caminos a tomar. Está claro que no buscamos la solución punitivista, buscamos un cambio cultural radical a través de la educación. Y está claro, también, que un feminismo que lucha por la libertad sexual y de los cuerpos no va de la mano con la censura.
Las francesas como síntoma
Es importante pensar los actos, más aún los revolucionarios. Un desplazamiento de la revolución que estamos viviendo es la imposibilidad de las francesas reaccionar por fuera de las opciones binarias. En ese sentido, la carta que firman en respuesta a las norteamericanas es un síntoma de lo que pasa. Las francesas tienen un punto cuando en su carta cuestionan la censura contra los desnudos de Egon Schiele en el subte de Londres, o la petición de que se descuelgue una pintura de Balthus del Met de NY porque sería una incitación a la pedofilia. ¿Cuál es la distancia entre un abuso o un acoso y la amenaza perturbadora de una obra de arte? Las mujeres estamos en los museos sobre todo desnudas, ninfas sorprendidas, venus renacentistas, majas e inquietantes monalisas. ¿Hay que bajar los cuadros? Quizás no sea mala idea pasar de objeto del arte a sujeto y salir de modelos para entrar como artistas, pero sería un tanto extremo e implicaría dar por tierra con una historia que nos hizo llegar también a esto.
Sin embargo las francesas que firman la carta -feministas o no, no creo que justamente nosotras tengamos que atenernos a un metro patrón- cometen errores conceptuales serios. Nadie cuestiona un abuso sexual, en eso estamos de acuerdo. Pero pensar el acoso en el universo de la torpeza es mezclar cizaña en el trigo. Lo que llaman torpeza no es más que un comportamiento cultural adquirido donde se supone que avanzar sin habilitación ni consenso de la otra parte es algo posible y naturalizado. Nadie juzga a la mujer que decide no denunciar, como reclaman: cada cual elige cuándo, cómo, dónde y con quién procesar lo que le pasa. Puede ser con un grito o una piña, puede ser resolverlo internamente o con los íntimos, puede ser una denuncia pública o en la justicia.
En la misma semana en la que las artistas norteamericanas se vistieron de negro para recibir los Golden Globes y Oprah Winfrey -profeta neoliberal que apoyó la guerra de Irak- dio su discurso emancipador, en la misma semana que Catherine Deneuve, Catherine Millet y otras artistas e intelectuales francesas escribieron una carta donde llaman a “no confundir el coqueteo torpe con el ataque sexual”, pasaron otras cosas acá cerca y en el mundo en materia de género. Fallecio Mónica Garnica, estudiante de la UNAJ y vecina de Berazategui quien fue prendida fuego por el padre de sus hijxs el 24 de diciembre. Los medios se engolosinaron con el caso de Nahir Galarza, una chica de 19 años que mató a su novio, mostrando fotos íntimas y detalles de la vida privada de ella. Salió al mercado una aplicación diseñada por varones hétero para que sus parejas sexuales ocasionales otorguen consentimiento sin poder echarse atrás. Un hombre le pegó y violó a Manyula, trabajadora sexual y migrante, en una vereda de Camino de Cintura. Sus compañeras fueron a la comisaría 3a de Luis Guillón y los policías no les quisieron tomar la denuncia. En el hospital Santamarina no le aplicaron el protocolo de violaciones y estuvo 17 horas sin recibir atención médica adecuada. El 99% de las mujeres del mundo estuvo lejos de los focos de Hollywood, de las luces de París. Muchas de nosotras estamos trabajando en el armado del segundo Paro Internacional de Mujeres, el próximo 8 de marzo, creando tejidos reales, fundados en objetivos compartidos y en políticas en común y no en alianzas funcionales como si fueramos empresas que se fusionan al ritmo del mercado. El camino que llevó a que las gafas violetas se impusieran en cada territorio, región, escena le es propio y aunque en algunos espacios se quejen de los “excesos” a otros lugares los anteojos todavía no llegaron.
Educación teórica y sentimental
¿Qué hacemos con Woody Allen? Como la autora Claire Dederer consulté con amigxs. Necesitamos construir las respuestas de manera colectiva. Mantengo mis debates con compañeras feministas, pero creo en el intercambio con un amigo también feminista con quien me formé en parte. Con Mariano Siskind compartí los años tiernos de educación teórica y sentimental. Aprendimos a percibir el arte sin ejercer sobre él juicio moral, o moralizante. Educamos nuestra percepción en las categorías del teórico marxista Raymond Williams, siguiendo los latidos de una época, algo palpable pero resbaladizo, que no se termina de apresar del todo, y aparece cristalizado en las producciones de arte. Esos emergentes históricos tienen efectos en la cultura, producen explicaciones, significaciones y justificaciones, e influyen en la difusión, el consumo y la evaluación de la cultura misma.
Ani se levantó del sillón de la casa cuando empezó Manhattan, me contó mi amigo. No podía soportar verla, ni esa ni ninguna otra nunca más. Yo, como mi amigo, seguí viendo las películas de Woody Allen. No creo en la acción de borrar los síntomas de época. Hace unos años, me contó Mariano, se publicó una nueva edición del clásico Huckleberry Finn de Mark Twain sin la palabra “nigger”. La limpiaron de todos los diálogos donde un personaje la decía. Algo parecido pasó con el final de la ópera Carmen, de Georges Bizet: es ella la que lo mata a él. El responsable de la puesta explicó: "En nuestra época, marcada por el flagelo de la violencia contra las mujeres es inconcebible aplaudir el asesinato de una de ellas". ¿A alguien se le hubiera ocurrido pensar en ese final trágico como una incitación al femicidio? Con mi amigo compartimos la posición de que la solución no es la de pasteurizar las obras sino la de pensar el arte en su contexto, historizar sus lecturas, incluso aunque esas lecturas no resuelvan las tensiones que nos devuelven.
El otro día fui al cine. Habían estrenado Wonder Wheel. La película está situada en Coney Island en los años 50, tiene una ambientación de época buenísima, y una luz ámbar que tiñe todo de dorado, de otra época, de una época de oro. Pero hay una Coney Island de la mente que está instalada y late en mi época y en mí. Miro la peli en más de dos dimensiones, la trama, la subtrama, y las tramas paralelas que se tejen con las escenas que se plantean. Es imposible desdoblarse por completo. Como espectadores de arte, del mundo, somos sujetxs con historia, con ideas, posiciones políticas y éticas y desde ahí percibimos. Contenemos universos de sentido que mutan y se transforman, que permanecen rígidos como signos tallados en piedra; contenemos multitudes, nos contradecimos. Y con esas ambivalencias -plurivalencias- fui al cine.
Ver el cine de Woody Allen hoy nos trae conflictos. Inevitablemente, vemos Manhattan atravesados por ese hechizo que es la nostalgia por nosotrxs mismxs y la excitación que sentimos la primera vez frente a esa ciudad que conocimos con esa película, en ese registro, con esa música de Gershwin, y ella y él caminando y hablando y entrando a librerías, “dándole forma imaginaria y más o menos estetizada a eso que queríamos ser, o como queríamos ser vistos”, como dice mi amigo. “Y ahora vemos la película que pone en escena en el personaje que él interpreta al abusador que evidentemente es, maś allá de lo que se pruebe legalmente, o cual haya sido el límite exacto que cruzó y no podemos resolver esa tensión, esa contradicción. Esa experiencia que, si nos situamos por fuera de lo moral, no puede ser traducida en ningún tipo de discurso normativo. Esa tensión que no se puede resolver, porque no es personal, es estructural, y en la que hay un goce, un goce que es tal vez lo más específico de la experiencia estética, la “pura” experiencia”.
Sigo viendo películas de Woody Allen. No todas, no siempre, y menos que nada con un fanatismo ciego que no ve lo que pasa alrededor. Es imposible disociar, Woody Allen no es, como parece sugerir por momentos Dederer, un monstruo. Es un hombre habilitado por un estado de cosas. Las gafas violetas ponen en discusión ese estado de cosas, provocando un cambio en la estructura de sentimiento de la que habla Williams.
A veces mis hijos me preguntan cosas como si en mi época la televisión era en blanco y negro -de hecho cuando era chica lo era. Pero esta también es mi época. Y en mi época las cosas se ven de otro color. Se ven violetas, feministas.