Crónica


El fisicoculturista que no puede mirarse en el espejo

Por una enfermedad congénita Luis Gigena dejó de ver a los 13 años. Cuatro años después empezó a ir al gimnasio. Se fanatizó: en pocos meses se convirtió en un atleta culturista. Viajó por el mundo exhibiendo su musculatura y fue el primer campeón ciego de Míster Universo. Modeló para diseñadores top argentinos. Gasta un dineral en cremas, bronceado y ropa. La increíble vida de un hombre que aprendió a admirar su propio cuerpo sin usar el espejo.

En el vestuario se pasean una decena de hombres musculosos. Se miran. Hablan con sus entrenadores  y se mueven inquietos. 

Están nerviosos. Entrenaron todo el año 2000, hicieron dieta durante meses, tomaron suplementos, licuados y pastillas esperando este día. El de la competencia. Siempre es así. Todos, en este momento, se miran y  se comparan. Todos, en este momento, se ven más chicos que su adversario.

Luis Gigena es el único que está sentado en una esquina. Espera, callado, su turno para subir al escenario. Es el único que no parece nervioso. El único que no puede ver a sus rivales. Es el fisicoculturista ciego.


–¿Cómo están los demás? –le pregunta a su entrenador.


–Están bien pero vos estás mejor. Quedate tranquilo –le dice Alberto Rivera.


Y él se queda en silencio de nuevo.


Los culturistas lo miran pero solo algunos se acercan a saludarlo, le dan la mano, y enseguida se van.


–La tranquilidad de él los asusta –dirá Rivera años después- Lo ven y se ponen nerviosos. Y eso a él no le pasa porque no los puede ver.

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Gigena llegó hace varias horas, acompañado por Laura Sosa, su esposa, y su entrenador. Solo entonces, al momento de inscribirse y hacer el pesaje reglamentario, se enteró de que tendría un solo rival. En su categoría, los que superan los 100 kilos, siempre son pocos. Pero hoy son solo ellos dos.


En el baño, Gigena empieza a desvestirse. Se saca –despacio- las zapatillas, la remera y el pantalón para empezar a pintarse con una crema tonalizadora. Es un ritual que todos cumplen antes de subir a competir. Algunos culturistas, como Gigena, lo hacen el mismo día. Otros, aquellos a los que les cuesta broncearse, empezaron hace una semana.


Rivera lo ayuda pasarse la crema en la espalda. Y luego, cuando terminan, saca dos pesas y bandas de un bolso. Gigena empieza a precalentar. Hace ejercicios con los brazos y hombros.


–Es para que el musculo se congestione y se hinche –dice– Pero antes de subir no ejercitas las piernas ni los abdominales, porque se llenan de agua.


Si eso pasa, o si están nerviosos a la hora de competir, es improbable que ganen. Y acá quedar segundo no sirve de nada. Acá todos quieren ganar.


– Yo subo tranquilo. Lo que hice, lo hice al tope y arriba se ven los pingos. Bah, ellos me ven a mí. Yo no los veo –dice y suelta una carcajada.

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Esta tarde sube al escenario de Flores, acompañado por un asistente que lo ubica en el centro, frente a los jueces, y se aleja. Entonces empieza su coreografía. Durante el minuto reglamentario muestra los músculos del pecho y los brazos. Gira sobre su eje y enseña la espalda. Se mueve hacia un lado y hacia el otro, mostrando sus piernas con una decena de poses.

 

Así, sin intimidarse, se convertirá en el Campeón Argentino de Culturismo por la WABBA. El primero de los ocho campeonatos que conseguirá. Así también se convertirá en el primer campeón ciego del Mister Universo y será el primer argentino en ganar la medalla de oro en el torneo Arnold Classic, las dos competencias de culturismo más importantes del mundo.

 

Diarios de una bicicleta

 

Una tarde de verano de 1984 Luis Gigena pedaleaba detrás de Carlos Torres –un amigo de su madre- rumbo al arroyo Correa, en las afueras de la ciudad de La Plata. Tenía 13 años y probaba la bicicleta que había armado él mismo. Había pintado un viejo cuadro inglés de su abuelo. Durante tres años ahorró el dinero que le regalaban su abuela y su madre.  Así, compró pieza por pieza.

 

Oscurecía y Gigena avanzaba rápido detrás del otro ciclista. Las bicicletas estaban unidas por una soga que se mantenía floja y a su lado pasaban cientos de autos, que parecían a punto de rozarlos.

 

En un momento, antes de llegar al arroyo, Torres le sugirió volver.

 

–Se está haciendo de noche y estamos lejos –gritó desde adelante, aflojando el ritmo.

 

–Por mí sigamos –le contestó Gigena- Si cuando salimos para mí también era casi de noche.

 

Habían salido de su casa temprano, cuando el sol todavía estaba alto y quemaba en la espalda. Gigena se estaba quedando ciego. Y lo sabía. Pero entonces, mientras pedaleaba,  el viento le golpeaba la cara y se sentía libre. Poderoso.

 

Y eso no le sucedía muy a menudo.

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Creció jugando con sus hermanos Analía y Adrian. Ellos y sus primos eran los únicos que jugaban con él. Los que no se reían si intentaba patear la pelota y le erraba. Los únicos que no se burlaban.

 

Cuando Luis Gigena nació los médicos se dieron cuenta de que algo no estaba bien en su vista, pero confiaron que con el tiempo se corregiría. Gigena empezó a caminar y se chocaba contra las cosas. Los médicos entonces pensaron que tenía estrabismo, una desviación en el alineamiento de los ojos que dificulta la coordinación. Dijeron, de nuevo, que había que esperar que terminara de desarrollarse para operarlo. Pero el tiempo pasó y él seguía llevándose las cosas por delante, buscaba sus juguetes y no podía encontrarlos, aunque estuvieran al alcance de su mano, y otras veces, mientras caminaba, se desviaba hacia un lado. Así, años tras año, fue perdiendo progresivamente la vista. Entre 1971 y 1977 lo sometieron a numerosos estudios en hospitales de La Plata y la Ciudad de  Buenos Aires pero nadie parecía dar con el diagnóstico correcto. Hasta que un médico sospechó que el problema no estaba en sus ojos y ordenó una serie de análisis de sangre que, hasta entonces, no le habían hecho. Así, descubrieron que tenía toxoplasmosis congénita.

–Pero ya era tarde. La enfermedad estaba tan avanzada que me estaba quedando ciego y no había vuelta atrás –recuerda Gigena treinta y cuatro años después.

Sus padres, Stella Grecco y Carlos Gigena, se habían separado antes de que él naciera. Fue el niño mimado de su abuela Ester. Era su primer nieto, su bebé. Vivían en su casa, una vivienda humilde, construida con chapa y forrada en cartón. Y ella era quien lo cuidaba cuando su mamá se iba a trabajar. Tiempo después nació su hermana. Cuando Luis Gigena estaba por cumplir 5 años Stella Grecco conoció a su tercer hombre. Se casó y poco después nació Adrian. Ellos –sus hermanos- y sus primos fueron sus amigos de la infancia.

–Mi padrastro se hizo el bueno mientras mi abuela vivió porque ella me protegía. Pero no me quería y cuando mi abuela murió la empezó a volver loca a mi mamá porque no me soportaba –cuenta ahora Gigena.

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Aquella tarde de marzo, mientras probaba su bicicleta, intentaba no pensar. Su abuela había muerto dos años antes y las cosas, en su casa, ya no iban bien. Pero entonces, mientras pedaleaba, sintió el viento tibio en la cara y, después de mucho tiempo, estaba feliz.

Aún no sabía que no habría más paseos como ese. Luego, en un exceso de confianza, intentó salir solo, pero antes de avanzar media cuadra un auto lo embistió. Esa carrera, la primera después de tres años de trabajo, fue –también-  la última. Semanas después estaba completamente ciego y la bicicleta quedó olvidada, hasta hoy, en un viejo galpón.

¿Cómo ser un metrosexual aunque no puedas verte en el espejo?

Es una mañana fría de junio y Luis Gigena precalienta, antes de empezar su rutina de ejercicios en el Gimnasio Mab, de Villa Elisa. Se mueve confiado entre los aparatos, siguiendo un recorrido que ya parece conocer de memoria. A su lado está Sergio Schenone, uno de los instructores. Le prepara las barras y lo mira, mientras Gigena repite los ejercicios. Su trabajo se limita a eso. El fisicoculturista no parece necesitar más ayuda.

Hoy, Gigena se levantó a las cuatro de la mañana, se preparó un licuado proteico y tomo sus aminoácidos: creatina y glutamina. Limpió la licuadora y se volvió a acostar. Cuatro horas después volvió a desayunar con su esposa café con tostadas integrales y  vino a entrenar.  Cuando termine tomará otro batido, los aminoácidos y otro suplemento químico, almorzará  pescado con arroz y, luego,  volverá a los licuados, las tostadas integrales, el licuado, los aminoácidos, la carne magra, el licuado, los aminoácidos. Así durante todo el día. Así durante todos los días.

Ahora, en el gimnasio, levanta una barra en un banco inclinado. Y entre repetición y repetición cuenta su historia.


–¿Por qué empezaste a venir al gimnasio?


–Era muy flaquito y cuando tenía 17 años mis amigos habían empezado el gimnasio. Entonces yo también quería ponerme una remera ajustada y tener algo de músculos para conquistar a las chicas –dice y suelta una carcajada.


Hace una repetición y sigue:


–Después con el tiempo me motive solo porque me di cuenta que este era un deporte en el que todo dependía de mí. En el colegio de ciegos ya había hecho atletismo y tiro, pero no quería competir con personas que tenían una discapacidad como yo. Quería hacer otra cosa, demostrar que podía hacer algo de igual a igual con cualquier persona.


Su vida, sin embargo, no es la de cualquier atleta que se aferró al deporte para superar una discapacidad.

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Luis Gigena se broncea en una cama solar tres veces por semana, se compra ropa en tiendas de marcas prestigiosas, usa cremas, ordena su ropero por colores, su mujer ya no sabe donde guardar las zapatillas y  tiene tantos perfumes como para usar uno diferente cada día del mes. Un amigo, un gran amigo, le facilita el dinero para los viajes y las estadías para competir. Otro amigo, que vende productos para fanáticos del gimansio, le regala los suplementos vitamínicos.

 

–Cada vez que paso por el freeshop me traigo tres o cuatro –cuenta entre risas- Me gusta elegirme mis cosas solo. Lo mismo con la ropa. Antes de ir a comprar ya tengo en la cabeza lo que  quiero, cómo quiero que sea y qué color.

 

–Es más coqueto que yo –dirá más tarde Laura Sosa- Aparte no va a usar cualquier cosa. Le gusta la ropa de marca y sabe qué colores le quedan bien.

 

Días después, su hermano Adrian contará algo más.

 

–Siempre le preocupó la imagen. Fue así toda la vida. Siempre tiene el pelo corto y la camisa planchada. Nunca está desalineado. Es un obsesivo con eso desde que era chico.

 

¿Cómo caminar por el mundo con los ojos cerrados?

 

Luis Gigena camina sobre la pasarela con su bastón blanco. Es una noche de junio de 1998 y el diseñador Roberto Piazza presenta su colección La vida y la muerte, con un desfile en el hotel Panamericano.

 

El fisicoculturista es el encargado de cerrar el show de moda. Tiene un slip blanco y unas alas de gasa que le tapan la espalda y caen, suaves, a cada lado de su cuerpo. Es el ángel que cierra el ciclo de génesis y reencarnación que preparó el modisto.

 

Camina junto a una novia, que sostiene a un bebé pequeño. Gigena sigue hasta el borde del escenario y vuelve sobre sus pasos, tal como antes lo hicieron los demás modelos. Ya trabajó como modelo publicitario pero este es su primer desfile. Sin embargo, tiene la misma tranquilidad con la que se mueve por su casa. La misma gracia con la que camina por las calles de La Plata, adivinando dónde está la calle que busca, o un café, o en qué esquinas están los semáforos. Como si tuviera un pequeño mapa mental, un registro del territorio, que le da independencia. Algo que aprendió hace mucho tiempo.

 

A los 13 años, cuando perdió definitivamente la vista, siguió con sus estudios secundarios y, por la tarde, mientras sus amigos miraban televisión, él iba al colegio de ciegos. Allí, en menos de dos meses le enseñaron a escribir en braille y, sobre todo, a desplazarse.

 

Una de las primeras cosas que aprendió fue a viajar en ómnibus hasta la escuela. Y lo aprendió solo. No necesitó que un perro lazarillo lo guié.

 

–Era algo impresionante porque sabía dónde se tenía que bajar, sin preguntarle al chofer. Ni los profesores entendían cómo se manejaba el tipo –recordará su hermano Adrian.

 

En su casa, en cambio, la relación con su padrastro era cada vez más áspera.

 

–El marido de mi vieja me maltrataba –dice Gigena- Por ahí me mandaba a buscar una tenaza y si yo no la encontraba iba a buscarla él y cuando volvía me decía «Acá está» y me pegaba con la herramienta por la cabeza. Y yo no veía. Era algo incomprensible.

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Un día, después de una discusión, su madre le pidió que se fuera de la casa. Tenía 16 años. Fue a casa de unos amigos y, luego, viajó a la Ciudad de Buenos Aires. Allí, después de estar unos días en la calle, rompió un vidrio y lo llevaron preso. No tenía su documento y los policías no creían que fuera menor de edad. Lo tuvieron encerrado en el calabozo tres días: hasta que fue a buscarlo Stella Grecco. Entonces volvió a su casa. Las discusiones seguían y, cuando consiguió trabajo, su madre le volvió a pedir que se fuera. Entonces, fue a la casa de un amigo, luego a una parroquia, a la casa de otro amigo y de otro. Hasta que conoció a su primera esposa, una mujer que vivía cerca de la casa de uno de sus compañeros de trabajo.

 

–A los 21 años me case pero duramos poco –dice Gigena sonriendo -Tres años después ya estábamos divorciados.

 

Pero antes, Gigena había hecho algo: dejó de ser un hombre que iba al gimnasio en sus tiempos libres y empezó a entrenar para competir en los torneos locales. Todas las tardes, después de salir del trabajo, viajaba en tren hasta un gimnasio de Berazategui, una ciudad del conurbano bonaerense a unos 34 kilómetros de La Plata, y regresaba a su casa cerca de la medianoche.

 

En uno de esos viajes, cuando la relación con su primera esposa ya estaba deteriorada, conoció a Laura Sosa. Viajaba con tres amigas a la casa de su padre, en Villa Elisa. Días atrás, Gigena se había presentado en el programa de televisión de Susana Giménez y las chicas lo reconocieron. Se acercaron a saludarlo y siguieron hablando durante el viaje. Antes de bajar le contaron que era el cumpleaños de Laura y lo invitaron a su fiesta en la noche. Horas después, cuando volvía de entrenar, fue al cumpleaños. Esa noche, su mujer  aún lo esperó hasta la madrugada. Sin embargo, tiempo después el fisicoculturista se casó con aquella chica que conoció en el tren.

 

Durante siete años siguió viajando solo hasta el mismo gimnasio de Berazategui. Entrenaba día, tras día.

 

Maciste, el personaje de Roberto  Bolaño en Una novelita lumpen, fue un culturista que recorrió el mundo, se consagró campeón y, cuando quedo ciego, se encerró en su casa. Gigena, en cambio, se quedó ciego y salió al mundo.

–No entiendo cómo hace. El tipo tocó fondo y salió disparado –dice su amigo Carlos Metzler- Es impresionante lo que hizo con el deporte y cómo se maneja. En La Plata sabe donde está cada cosa, como si las estuviera viendo, y cuando tiene que ir al exterior el tipo se manda. No se queda pensando. Toma la decisión y le da para adelante.

Así viajó a Sudáfrica en el 2007. Solo y sin hablar inglés.

–Mi ex entrenador, Ramón Puig, iba a ir conmigo pero cinco días antes se echó para atrás. Yo ya tenía el pasaje y el hotel pago así que fui igual.

Gigena llegó a Johannesburgo tres días  antes que los demás atletas. Quería estar tranquilo al momento de competir. Para eso, Laura Sosa le había reservado una habitación en un hospedaje y cubrió de antemano todos los gastos, incluso la comida. Cuando el fisicoculturista se encontró con el representante de la federación sudafricana en el aeropuerto le dio el itinerario que había preparado su esposa. Allí explicaba que estaría los primeros días en un hospedaje y luego se trasladaría con el resto de la reserva. Sin embargo, aquella misma noche lo llevaron directamente al hotel donde se quedarían todos los culturistas.

–No me di cuenta del error de hotel porque nadie me dijo nada–recuerda años después.

–Yo estaba desesperada porque lo llamaba al hotel donde había hecho la reserva y me decían que no estaba –cuenta Laura Sosa- Y encima él no se comunicaba.

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El día que llegaron los demás atletas se dieron cuenta de que los pagos de Gigena no cubrían los días anteriores, ni la comida que había consumido hasta entonces. Él ya había gastado 600 dólares en pescado, ensaladas y desayunos, y no tenía dinero para cubrir esa deuda. Entonces los directivos del hotel tuvieron una idea: Habían visto que durante esos días la gente se acercaba a Gigena para saludarlo y sacarse fotos con él y le propusieron ser su sponsor en el campeonato. Así saldó la deuda que había generado durante esos días.

–El siempre dice que es un perro de la calle y que los perros de la calle se la rebuscan –recuerda su amigo Metzler.

Aprenda a posar usando las manos

Luis Gigena puede recordar episodios completos del Increíble Hulk. Cuando era chico –y aún podía ver algo con ayuda de unos anteojos– no había forma de sacarlo del televisor cada vez que trasmitían la serie del hombre verde.

Diez años después, cuando empezó a ir al gimnasio para conquistar chicas, todavía fantaseaba con los músculos de aquel superhéroe. Era la primera vez que iba un gimnasio y sin embargo pronto empezaría a entrenar como culturista.

Alberto Rivera, el entrenador que lo acompañó en su tercer campeonato argentino, el primero en que se consagró campeón, fue también quien le enseñó a posar:

–Era algo muy difícil porque las poses se enseñan frente al espejo, mirando y replicando. Y con él no podíamos hacer eso. Entonces me paraba delante de él, hacia las poses y él me tocaba para registrarlas y después las hacía.

Así practicaban todos los días. Un movimiento tras otro.

–Tiene una memoria increíble. Yo puse mi granito de arena pero el logro es de él, porque hay que acordarse los 30 o 40 movimientos que hay que hacer arriba del escenario sin ver nada –dice.

Es una mañana de julio de 2012 y Luis Gigena se mueve entre las máquinas del gimnasio con la misma habilidad que tenía cuando iba a la cancha de Estudiantes o al estadio Obras, para ver algún concierto de rock.

En el verano lo operaron de una hernia en el ombligo pero ya está entrenando para competir el próximo año en los torneos sudamericanos.


–¿Qué significó para vos ser el primer fisicoculturista ciego en ganar el Míster Universo?


–Fue un logró increíble. Por suerte fui el primer fisicoculturista ciego –dice mientras ejercita el pecho.

–¿Por suerte?


–Sí, porque atrás mío me entere que también hay un chico que compitió en Inglaterra, hay otro que está empezando acá, en Argentina, y de a poquito van apareciendo más.  Siempre hay una persona que empieza y espero que detrás de mí, cuando me retire el año que viene, haya muchos más.


–¿Te retirás?


–Sí, estoy muy cansado. No del deporte sino todo lo que hay detrás. Es muy costoso, y si vas a pedir apoyo, te tratan como un mendigo y te cierran la puerta en la cara, y sos un deportista. Yo ya soy grande, tengo 40 años, y la verdad que me cansé.


Después de una hora y media de entrenamiento Gigena aún repite ejercicios en el trapecio. Y por la tarde volverá, para su segunda rutina diaria.


–¿Y del entrenamiento, cuál es la parte más tediosa?


–La dieta. Levantar peso me gusta. Hablo con los chicos, me divierto. Pero la dieta de los últimos meses antes de competir es terrible. Es más, una vez me acuerdo que volví del gimnasio y mi señora estaba comiendo unos sándwich de salame y queso y se lo tire por la ventana del departamento…Después me arrepentí pero ya me la había mandado.


–¿Cómo te examinas el cuerpo para ver donde hay que trabajar?


–Antes preguntaba pero ahora ya no. Con el tiempo aprendí a examinarme con las manos y me doy cuenta solo donde tengo el corte del musculo o cuando me falta para que se profundice.


Minutos después Gigena termina la quinta serie y busca su mochila. Camina entre las máquinas, rumbo a la calle. Esta mañana no lleva el bastón desplegable que tenía en el desfile. Y en sus pasos no se nota la diferencia.