De patria y de hermanos

Por: Eduardo Betas

Cuando mi hermano Tony dijo que era portador sano de HIV lo abracé y lloramos juntos. Estábamos con nuestro padre en la fonda donde él almorzaba siempre. Habremos dado, con seguridad, una imagen patética: tres tipos grandes lagrimeando, tomados de la mano.

Recompusimos un poco la imagen cuando vino el mozo con los platos. En ese momento, pensé que ya nadie tendría ganas de comer. Pero papá dijo las palabras mágicas:

– Ahora te vas a tener que alimentar bien.

Tony, que por aquel entonces tendría unos cuarenta y pico de años, sonrió por primera vez desde que nos habíamos sentado.

– Lejaim –dije yo que ya me había convertido al judaísmo mientras levantaba una copa. Mi hermano y mi papá me miraron… Por la vida, significa en hebreo, expliqué.

Papá lamentó, como siempre, no tener palabras para recordar porque su padre, Etén, era muy callado y el albanés, dentro suyo, había sido herido de muerte por la guerra de la que se había escapado cuando vino a Argentina.

En esa mesa descubrí, ya con dos o tres lejaim más, que los tres éramos un país. La patria buscada y unida precisamente por ese padre de overol que había hecho suyo al hijo de la mujer con la que unió su vida sin hacer demasiadas preguntas y preparándose para todas las respuestas. Por eso es que me crié en un hogar donde era normal tener un hermano que llevara otro apellido.

Para cuando supe que Tony no era hijo de mi padre ya la Patria que había creado el viejo en nuestra casa nos había hermanado para siempre. Aquel territorio de cosquillas, juegos e infancia nos fundió el uno con el otro y el pasado con sus registros burocráticos, prescribía inexorablemente en las fronteras de nuestra pequeña patria recuperada.

Una patria que me protegió de la dictadura y en la que pude nacer a la música con los discos de Tony que tenía once años más que yo. Entre esos discos estaba aquel donde Tanguito repetía, como si fuese una profecía, “aquí, allí y en todas partes”. Las mismas palabras que años después dejé sobre su tumba cuando finalmente sucumbió al maldito virus.

Pero aquel día del restaurante hubo un momento en que miré a mi padre y a mi hermano como si fuera la primera vez que los veía. Recorrí sus rostros, sus gestos con el afán de arrancar ese acostumbramiento que tenemos en el mirar lo más conocido hasta que dejamos de verlo. Ellos no se daban cuenta de que yo jugaba a filmarlos. Tal vez hablaban de fútbol, ya no importa. Yo me los guardé para mí.

De patria

Hoy, tras muchos años de aquel almuerzo, lamento no haber tenido la lucidez para proponer un brindis por nuestro padre y la Patria recuperada. Por la reconstrucción que hizo papá en nosotros de esa patria deshecha que, a su vez, había traído su viejo, nuestro abuelo.

Una patria que había que seguir construyendo. Aún con el ánimo apedreado de aquel mediodía en que descubrí que mi hermano mayor era vulnerable pero también con el orgullo de que nuestro padre llorara sin tener vergüenza de que lo viera el mozo de la fonda donde iba siempre, o algún compañero de trabajo.