Ensayo

Cuerpos disidentes


Wonder gorda

Un día Lux Moreno decidió ser fugitiva de la policía de los cuerpos. Se compró un jean para reinvidicar "la lista negra de la ropa" que afirmaba que le iba a quedar horrible, se cortó el pelo y se hizo un jopo rubio, empezó a frecuentar otras fiestas y a mirarse en otros espejos. Adelanto de Gorda Vanidosa, sobre la gordura en la era del espectáculo (Ed. Ariel), un testimonio crítico sobre sus miedos y contradicciones y también sobre mandatos, estigma y patologización.

La gorda vanidosa está espiando lo que escribo porque sabe que es acerca de ella. Prematuramente apareció entre brillos y joyas con pretensiones de gorda famosa, de vedette medio pelo, en fiestas del under gay de Buenos Aires. Todo se remonta al año 2013, a ese vertiginoso descubrimiento en la red de las fat fashionistas, gordas, a su modo avant-garde de la moda, que le decían al mundo que cualquier cuerpo podía verse y vestirse en forma bella. Era una gorda atacada por un sistema de valores a la que juzgaban como infractora de los estándares, es decir, como alguien visualmente feo. Y, de repente, algo pasó: en el ímpetu de una posesión demoníaca llena de glitter, el espíritu de la gorda vanidosa despertó, esa wonder gorda que podía darse a sí misma otra forma para pensar la belleza por fuera de lo que conocía. Por fin nacía una fuerza para hackear desde adentro, con cinismo crítico, la cultura actual. Sin exorcistas a la vista, empoderada de vanidad, me fui a comprar un jean; después de años de vergüenza, me enfundé en un talle grande para reivindicar la lista negra de la ropa que decían que “a los gordos les queda mal”. La tarde que me calcé esos pantalones abracé a la gorda que soy, no en el sentido de la aceptación corporal, sino sosteniendo la contradicción de que hay días en que la gorda vanidosa duerme y me vuelven los miedos. Esa contradicción que sabe que no hay mantras o frases para repetirse a la mañana frente al espejo, que solo cuento con la convicción de que me puedo sostener en esos argumentos de afuera y de adentro. Vivir en este mundo no es una apuesta sencilla, más si estás todo el tiempo pensando en cuánto pesas o cómo te ves en relación con los estándares de belleza. Cuando me puse ese jean, le vendí mi alma a la gorda vanidosa, que se tragó todo el miedo y me lo devolvió en forma de una máscara posible para resistir los insultos, las miradas que te juzgan y las numerosas formas de discriminación. Mostrar el culo, las piernas con celulitis, la panza estriada y mis brazos como alas de grasa colgante me liberaba de un prejuicio sobre mi cuerpo que no sentía correcto. Así, la gorda vanidosa entró a la peluquería y en un acto punk rocker, y aboliendo el símbolo de “femineidad” que es el pelo largo, se hizo una cresta ochentosa e iluminación. Ese día comenzó mi rebelión corporal contra el sistema opresor que me venía vigilando desde mi más tierna infancia.

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La gorda vanidosa no se contentó con patear el tablero, con mostrarme que los estereotipos eran un engaño más del sistema de consumo. Como toda gorda voraz, quería todo lo que, siguiendo la doctrina de los cuerpos bellos, le había sido negado: ser considerada bella. Se devoró todo, no le importó perder lo que conocía en nombre de la experiencia y quiso disputar esos espacios donde fue rechazada. Cuando la wonder gorda empezó a nacer, se volvió mi aliada en las trincheras de esta corporalidad que porto. Fijó una ruta: deshacer los mandatos. Para eso, primero se enojó con mi heterosexualidad obligatoria, esa que en ese momento ordenaba mi vida como un régimen político con afectos estandarizados monógamos que me retraían a elegir mi rol de género como el de una Susanita más destinada a la reclusión hogareña. La heterosexualidad se volvió un punto de discusión crucial en cuanto modo de organizar los cuerpos en relación con un sistema sexo-genérico que indicaba cuáles debían ser mis deseos a corto y largo plazo. La gorda vanidosa se enojó tanto que, agarrándose los rollos, me dijo que me estaba limitando en ese caparazón y con su fuerza crítica me obligó a repensar mis deseos.

Me llevó a las pistas de baile y ungida de trajes extravagantes brillosos se creyó Lady Gaga versión gorda sudaka. Excitada por la idea de rozarse con otros cuerpos, se rodeó de todo el chonguerío LGBTTI (y todas las siglas nuevas que vayan a aparecer). La estimulaba la diversidad mientras en ese glamour trash inclusivo, desde lo más profundo de sus grasas, soñaba con tener una sobredosis de glitter, con volverse por fin un objeto de deseo. Así, se chapó a toda la pista de baile y más. Conoció los besos de varios de sus compinches, acarició todos los cuerpos y los abraza todavía algunas de las noches en que la dejo salir. La gorda vanidosa se dio cuenta no solo de que le molestaban los lazos amorosos heterosexuales, sino, también, de que quería para sí –porque es una gorda angurrienta– que todas las coordenadas posibles del amor y lo bello se unieran a sus carnes.

Decidir ser esa gorda vanidosa era tener algo en claro: la belleza, como decían los surrealistas, es convulsiva y avasallante y no lo que propugnaban las revistas de moda y los cánones estéticos. Ser bello era un modo de ser existencial conmigo misma que me ponía en relación con otros. Las miradas se pueden desandar y hay muchos allá afuera que critican lo que este sistema inmundo nos vende. Ser mirado genuinamente, con la ternura del encuentro, es materia de disputa en un mundo en el que la policía de los cuerpos nos vigila. Ser gorda y ser amada en mi especificidad mundana es posible y eso es lo que aprendí gracias a mi querida gorda vanidosa. Ella no abarca mi ser por completo, es solo una parte de mí, pero a la vez es todo lo que no pude ser en esos años de sufrimiento y restricción alimenticia. Incluso allí donde no pude ser la versión delgada de mí, brilla y no deja que se la lleven puesta. Es mi bastión de resistencia.

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Como en el teatro mágico del Lobo estepario de Herman Hesse, la gorda vanidosa es un devenir continuo de aprendizaje sobre mi persona. Desde que nació, en su infinita inmodestia, tuvo una primera certeza: amaba a las anoréxicas. No a las personas que dejan de comer para adelgazar, sino a esos cuerpos que, sin importar su género u orientación sexual, sean de manera natural extremadamente delgados. Hermosas anoréxicas, lolitas que bailan alrededor de la gorda vanidosa, cuerpos que sin recurrir a técnicas mantienen sus IMC por debajo de lo normado como normal y, sin embargo, están, como todas las corporalidades, dentro del mismo sistema de presiones culturales. Al principio de estos cambios, me dio un poco de vergüenza afirmarme como activista gorda y saber que no amaba los cuerpos gordos sino el poder simbólico que se posa sobre esas delgadas nínfulas. La gorda vanidosa las ama sin conocerlas y, por sobre todo, se las quiere devorar. Aún hoy se relame cuando ve a Olly Alexander, el cantante de Years and Years, en un video musical. En ese deseo de reconciliarme con el alfa y el omega, el sobrepeso y la delgadez, ser una gorda vanidosa me permitió vincular un estado de lucha con un deseo contradictorio, amar a esas corporalidades delgadas, y al mismo tiempo mantener la contradicción adentro y afuera, disputar y sostener el deseo propio de ser una gorda que ama su gordura, pero que también ama a las anoréxicas. La gorda vanidosa se transformó a sí misma y me trasformó, me dije y me hice puta, intelectual y engreída como un grito de guerra contra todos los estereotipos corporales, contra eso que se decía bello y contra todos esos afectos “políticamente correctos”.

Hace un año me rompió el corazón una anoréxica que en nuestros primeros encuentros me causó tanto placer estético que no podía articular palabra. Su cuerpo tan grácil como el de aquellas ninfas que causaban la locura de los hombres en la mitología. Mi fascinación desbocada se encauzó en su sublimidad de ser una lolita masculina y femenina. Al mirarla, su belleza de adonis la hacía inalcanzable, casi perfecta. Como una visión, la belleza como yo la entiendo tuvo nombre, el de ella. Fue una relación de idas y venidas que oscilaba entre la trasgresión de lo que conocemos como afectos naturalizados hasta sus formas más disidentes. La llamé de mil maneras y hasta la cosifiqué: le dije que era un Coso para sacarle el poder que tenía sobre mí. Ese vínculo prosperó como otros, pero también fue víctima de nuevas normas, de otras leyes que traía ese Coso.

Sin embargo, jamás me discriminó por mi corporalidad. Así, hoy todavía sigo duelando ese amor de anoréxica que a veces quiere tener otro afecto –quizás una amistad–, pero las gordas vanidosas no queremos andar mostrando las heridas y el corazón roto por ahí. Querer no es fácil, nadie se salva de sufrir, pero, para los gordos, es un lugar inhabilitado y, a priori, solo podemos ser deseados como fetiches. Amo mucho a esta gorda dentro de mí. La amo porque me deja ser toda esa potencia negada por los mandatos, pero también porque me enseña a aceptar que hay otros modos de generar comunidades y afectos. No es fácil sostenerse en la contradicción de aquello que mamamos sobre la belleza y aquello que queremos construir como modo de resistencia. Pero ¿acaso le vamos a dejar a esos estereotipos opresivos que elijan la vida que merecemos? No. La gorda vanidosa que soy jamás me permitiría conformarme. Ella entiende que en sus rollos está la clave de la rebelión de los cuerpos. Porque, así como las ideas platónicas iban desde lo material a lo inteligible, la belleza va desde nuestras condiciones materiales para ser hermosos para ciertos patrones hasta la imposibilidad misma que proponen los cánones estéticos actuales. La perfección de esa belleza es un lujo que no nos podemos dar, aunque en este sistema de reconocimiento sociocultural anclado en los modos de valorar las corporalidades aspiremos a él. En su imposibilidad, la belleza se constituye como un poder de vigilancia sobre los cuerpos en su afán por volverlos visibles, merecedores de amor y del deseo de los otros. Quizás nuestra opción sea construir desde estos cuerpos abyectos nuevos vanidosos que arrasen con las restricciones y se traguen el mundo con la voracidad del anhelo de tener una vida vivible.

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