Arte: Nessy Cohen y Claudia Mazzucchelli
Foto:Nick Kenrick
PARÍS EN PRIMAVERA
Los periódicos de París anuncian para esta noche el cambio de la hora de la estación. Hoy empieza el horario de verano. L’Intran dice en su primera plana: “Esta noche, a las once serán las doce”. Y un amigo mío, arreglando sus músculos en orden alfabético, como en un paraje del Celeste Ugolino, me llama la atención hacia el hecho de que los términos en que l’Intran anuncia el nuevo horario de París le traen a la memoria un extraño poema de mi libro Trilce, donde hay un verso que dice: “¿Quién clama que las once son las doce?”.
“He aquí –sostiene mi buen amigo– que el verso de usted va a realizarse esta noche en París”. A las once serán las doce. Es decir, las once serán contadas por doce. “¿Qué hora es?”, preguntaremos a cualquier transeúnte y este nos responderá, muy seguro de lo que dice: “Son las once, o, lo que es igual, las doce de la noche...”.
Sin duda alguna, hay versos en ese maldito Trilce que, justamente, por derrengados y absurdos, hallan su realización cuando menos se espera. Son realizaciones imprevistas y cómicas, pero espontáneas y vitales. Aquello de que esta noche las once sean las doce en París no puede ser más cierto y viviente. El que pretende sustraerse a esta articulación –istmo o canal– entre ambos números del reloj tendrá que asumir todas las consecuencias de su rebeldía. Aquel que no acepte esta nueva verdad matemática de que once son doce tendrá que vérselas esta noche con mil catástrofes personales. Porque bueno es que sepa que sin el reloj –solar, de arena o de metal– nada es posible en este valle de lágrimas. Una persona sin reloj no vive en regla con su destino. Aun más allá de la tumba, impera un horario. La Muerte misma lleva reloj y sujeta sus actos de muerte a la medida del tiempo, porque la Muerte, para matar, tiene que estar dentro de la disciplina del reloj; en caso contrario será una Muerte que no mata. En Le Grand Écart está comprobado lo dicho. El futuro muerto que encontró a la Muerte, sin que esta lo mate, creyó que la Muerte se había equivocado de hora. Pero no fue tal. La Muerte iba en ese instante caminando precisamente hacia un lugar distante, donde estaba escrito que ese futuro muerto moriría... Rían los beocios. Sirva el café el criado. ¡Oh, qué fresca redada de horizontes!...
Y cuando la primavera de París, florecen colorados disparates, botones de misterio. A las once son las doce... Mi novia se va a Niza a pasar las Pascuas de Semana Santa... Me duele el cuello de mirar tan lejos... El sol fulge... Se abren nuevos cabarets... Se cierran muy temprano los bancos... La Academia Francesa niega carta de naturaleza a la dulce palabra midinette... Hay personas mayores y personas menores...
El Parlamento simplifica al mínimo los trámites legales del matrimonio... Gustavo V, rey de Suecia, se va a jugar tenis a Cannes, con todas sus arrugas, su pecho, su pantalón y sus hijos... En el Concurso Hípico del Grand Palais, las mujeres montan mejor que los hombres...
Cuando la primavera es en París, París es mío, tuyo, de él, de ella, de ellos, de ellas, nuestro y vuestro...
El Norte, Trujillo, 12 de junio de 1927
UN EXTRAÑO PROCESO CRIMINAL
Este es un hombre de unos cuarenta y cinco años. Su perfil no es ingrato y simula esos dibujos, un poco lordbyreanos, que los dibujantes futuristas de modas masculinas exponen en los halls de los teatros de París. De frente, este es un hombre que viene; por detrás, se queda. Es tuerto del ojo derecho y tiene el párpado de este ojo malo, tal como Andreiev atribuye a Iscariote. Guyot es este hombre, que dentro de pocos días va a ser guillotinado, por haber estrangulado o quemado viva a su querida, a quien en horas del beso y la ternura Guyot llamara “Malou”.
Gastón Guyot, aparte de ser un bravo jugador de millones en la bolsa y en extremo tenorio, es, en síntesis, un hombre trascendental. La noche del trece de agosto del año pasado mató, según afirma, a Malou, en una solitaria parva de trigo de Melun y ocho días anduvo después paseándose por París, muy orondo, sin que la policía pudiese dar con él. La diestra aún impregnada del sudor de la agonía de Malou, Guyot volvió, al amanecer, a su casa, se miró en el espejo, como el desmesurado Jannings en el film Varieté, tragó saliva y se echó de nuevo a la calle. Sin mostrar el menor signo de temor, sin siquiera disfrazarse, Guyot siguió viviendo tranquilamente, a la vista de todo el mundo. Lejos de esconderse, como lo habría hecho cualquier matador ramplón, anduvo por todas partes. La policía no podía encontrarle, justamente, porque él no se había escondido. Conocimiento tan agudo y sorprendente, como este que Guyot mos- traba de la psicología policial, le valió, aparte de una libertad de ocho días, el que su caso adquiriese un brillo insólito y el que tuviera, en los prime- ros días de su pesquisa, buena prensa. Guyot ponía por primera vez en juego un audaz recurso al servicio de la técnica de impunidad de los delitos. El eminente criminalista Henri Robert declaraba que, en efecto, la mejor manera de huir de la policía consiste en no ocultarse de ella.
Guyot, pues, entraba y salía de su casa, almorzaba con amigos en los grandes bulevares, asistía cotidianamente a las sesiones de la bolsa, iba al teatro, se bañaba, y la policía seguía ignorando totalmente sus trazas y su pista. Todavía más. La audacia de Guyot le llevó a iniciar y sostener por correo nutrida correspondencia con la policía de París. “Señores –decía en una carta de sus epístolas a la policía–, no hay tal crimen en lo de la parva de trigo de Malou. Esa niña se ha suicidado. De ustedes muy atentamente, un hombre honrado”. “Señores –decía más tarde en otra carta–, veo que se está persiguiendo a M. Guyot, como posible matador de Malou. No es tal. Soy yo quien ha estrangulado a esa muchacha: un chauffeur”. La policía se quemaba de cólera. Un día, al sexto del crimen, los periódicos anunciaron que Guyot había estado a punto de caer en manos de la policía a las nueve y media de la mañana, hora en que el delincuente abandonaba su casa. Por la noche, Guyot escribía lo siguiente a sus perseguidores: “Señores: Se me persigue, en verdad, injustamente. Confieso ante Dios y los hombres que soy inocente. ¿Qué podré hacer para probarlo? Si no lo logro, me arrojaré al Sena. Gastón Guyot”. En fin, a los ocho días, se le apresó en un hotel de Montparnasse, a las cinco de la tarde. Pero, de todos modos, el precedente quedaba sentado de que para no caer en manos de la policía, no hay que ocultarse de ella ni de nadie. Tal es el aporte de Guyot a la psicología policial.
Guyot, a pesar de su propósito de sostener hasta el fin su inocencia, a la primera interrogación de los jueces, declaró ser el estrangulador de Malou. Y, a pesar también de haberse propuesto arrojarse al Sena en el caso de no poder hacer valer su inocencia, no lo hizo. Y ayer, después de un año de proceso, el jurado de Sena y del Marne le ha condenado a perder la cabeza por asesinato premeditado.
El primer día de audiencia ante el tribunal, Guyot ha aparecido ante los jueces muy erguido y muy dueño de sí mismo. Su ojo sano ha trazado, al entrar a la sala, diez paralelos en torno suyo, sobre los miembros del tribunal, sobre los jurados, los guardias, los testigos, la parte civil, los abogados, los representantes de la prensa y el enorme público, compuesto en su mayor parte de damas elegantes de la buena sociedad parisiense. Fueron diez vistazos generales, plenos de confianza que parecía cinismo y de aplomo que parecía inconsciencia.
Mas cuando se inició el interrogatorio, Guyot dio su primera respuesta dirigiendo una larga mirada sobre los miembros del tribunal. Uno de estos, el sustituto Mhilad, tenía un parecido asombroso con Guyot. La misma edad, el mismo ojo derecho mutilado, el corte y el color del bigote, la línea y el espesor del busto, la forma de la cabeza, el peinado. “¡Un doble absolutamente extraordinario!”, comenta L’œuvre. El procesado vio a su doble y algo debió cambiar en su reino interior. Guyot hizo girar extrañamente su ojo izquierdo y muerto, extrajo su pañuelo y se enjugó el sudor de sus duras mejillas de patíbulo. La primera pregunta de fondo formulada por el presidente del tribunal decía: “A usted le gustaban las mujeres y, además de Malou, tuvo usted a su doméstica, a su cuñada y dos queridas más...”.
Guyot comprendió el alcance procesal de la pregunta. De esta dependía el curso de toda la acusación. Guyot, confuso, fue a clavar su ojo sano, como una bala, en el sustituto Mhilad. “Me gustaban las muje- res –respondió filosóficamente– como gustan a todos los hombres”.
Guyot sentía un nudo en la garganta. Le Figaro opina que la presencia de su doble empezaba a causar un visible y misterioso malestar, un gran miedo tal vez. A partir de ese momento, siempre que se formulaba a Guyot una pregunta grave y tremenda, miraba con su único ojo sano a su doble y respondía cada vez más vencido. La presencia de Mhilad le hacía, sin duda, un daño creciente, influyendo funestamente en la marcha de su espíritu. Al final de la primera audiencia, Guyot sacó su pañuelo y se puso a llorar.
En la tarde de la segunda audiencia, Guyot se ha mostrado más abatido aún. Y ayer, día de la sentencia, era, antes de la condena, un guiñapo de hombre, un desecho, un culpable irremediablemente per-
dido. Casi no ha hablado ya. Al leerse el veredicto de muerte, Guyot estuvo hundido en su banco, la cabeza sumergida entre las manos, insensible, frío, como una estatua. Cuando, en medio del alboroto y los murmullos de la multitud emocionada, le sacaron los guardias, Guyot solo miraba fijamente a la cara de Mhilad, su doble, el sustituto del presidente del tribunal.
Y era este el aporte del caso de Guyot al estudio de la psicología del delincuente. Existe, a veces, al lado del criminal, otro hombre, su doble, que está en el secreto de la conducta y de la conciencia del acu- sado. Cuando este doble está presente, su presencia es una conminatoria, tácita e ineludible, para que el acusado diga la verdad. El doble juega entonces el múltiple rol de un juez severo, de un testigo terrible, de un acusador implacable.
Guyot es, en síntesis, un hombre trascendental.
Mundial, n.o 376, Lima, 26 de agosto de 1927
CIENCIAS SOCIALES
André Philip, en su reciente libro El problema obrero en los Estados Unidos, cuenta que en aquel país hay tipos sociales muy extraños, tipos declassés. Hay propietarios de automóviles que mendigan en la vía pública para comprar bencina para sus carros. Hay otros hombres, los hoboes, vagabundos, que recorren los campos y los bosques presas de una fobia incurable por la vida de ciudad. Estos hoboes placen singular- mente a los sociólogos neorrománticos, que sueñan con una sociedad futura, cimentada, al fin, en las ideas de Rousseau.
Los hoboes de los Estados Unidos, son, por lo general, obreros transhumantes que trabajan solamente unos días y el resto del tiempo viajan a pie, solos o en grupos, entonando canciones patriarcales o poemas de lucha que ellos mismos componen. Permanecen en las ciudades el menor tiempo posible, el preciso para ganar unos dólares que les permitan satisfacer las necesidades elementales de su vida: la comida frugal, a la sombra de los pinos colorados, el tosco pantalón hasta los hombros, el tabaco del hombre, el pobre alcohol latino. Los hoboes están sujetos a todas las condiciones de trabajo y salarios ordinarios del país, excepto aquellas referentes al número de horas semanales de labor y a la progresión intensiva y “en cadena” del trabajo. El tiempo semanal por el cual se enganchan en una fábrica es, como hemos dicho, menor que el de los contratos corrientes porque así lo piden los hoboes. En consecuencia, los métodos de la “racionalización” capitalista no corren con ellos, derivándose de aquí que los hoboes no son, general- mente, recibidos en los grandes centros industriales, donde aquellos métodos constituyen ley y donde los horarios, tanto cotidianos como semanales, dependen exclusivamente del patrón. Los hoboes, de esta manera, trabajan la mayoría de las veces como artesanos en las aldeas o como obreros en las empresas pequeñas, donde las condiciones de trabajo son menos duras.os hoboes logran con este género de vida sacudirse, en parte y a su modo, de la esclavitud en que viven los demás obreros de los Estados Unidos. Los hoboes han comprendido que el obrero, por el solo hecho de vivir de modo permanente en una ciudad o en un conglomerado industrial, se somete tácitamente al control patronal, con todas sus leyes y engranajes automáticos. Una existencia errante les libra un tanto de este yugo ya que no es aún posible una liberación mayor, más justa y más humana.
Los hoboes no abundan en los Estados Unidos puesto que su número llamaría la atención oficial y les traería la represión consiguiente. Su rebeldía, el sentido revolucionario de su vida, cae en la actual organización económica bajo la autoridad del Estado, pues los hoboes violan las leyes normales del trabajo y, sobre todo, los principios de convivencia humana. Su vida nómade, su vida de naturaleza, su vida de solitarios, constituyen un delito innegable. Tranquilos de ambición, simples de necesidad, sanos de codicia, primitivos y libres, los hoboes se oponen, en suma, a los demás tipos sociales de la época.
Lo hoboes son, pues, muy pocos. Pero se cuenta que son unas grandes almas. Muchos de ellos son artistas y poetas. Hoboes fueron y son Walt Whitman, Jack London, Carl Sandburg. En las noches salvajes, el hobo solitario enciende fuego en la “jungla” y lee los salmos antiguos, ver- sículos de gesta, clamores bárbaros, o compone, bajo las estrellas, un capítulo de Briznas de yerba, de Humo y acero o de El hijo del lobo...
Los hoboes no van por los caminos. Van como todos los que protestan: a campo traviesa.
Mundial, n.o 408, Lima, 6 de abril de 1928
SOCIEDADES COLONIALES
Unos sudamericanos venidos a París por la vez primera se quejaban de París en estos términos: “¡Es una desilusión! Yo creía que París era otra cosa, más bonita, más interesante. Pero vemos que es una ciudad aproximadamente igual a todas las ciudades. Nada hay en París de extraordinario. Es una verdadera decepción llegar a la ‘capital del mundo’ y no encontrar en ella nada del otro mundo”.
–El Bois de Boulogne –dice, con rectángulos, un argentino– es más pequeño, si se quiere, que el Palermo de Buenos Aires. La Ópera de París mide un metro cincuenta menos que la Ópera de Buenos Aires.
–La Plaza de la Concordia –dice un colombiano–, los Campos Elíseos, Nôtre Dame, los Inválidos, son, sin duda, cosas bellas... Pero no ofrecen nada de extraordinario, es decir, nada que llame la atención mayormente.
Como se ve, los sudamericanos han progresado mucho y ya no se dejan embaucar por este París que literatos culpables y ramplones han prestigiado de leyendas mágicas. Gómez Carrillo resulta ahora un ingenuo, o un zamarro. París no era como pintaba ese cronista que se murió en un café de los grandes bulevares, París no era una urbe maravillosa, con tabernas literarias, mujeres románticas y desinteresadas, absintio y artistas tuberculosos. París es, en realidad, todo lo contrario: una ciudad corriente e idéntica a todas las ciudades, como Buenos Aires, como La Habana, como Montevideo, como México...
–Una diferencia encuentro solamente –añade un sudamericano–: París es, en verdad, más bonita que las otras ciudades. Pero nada más. De aquí a suponer que París es la gloria y que tiene maravillas que no se ven en las otras urbes, hay una gran distancia.
El sudamericano, como Belfegor, que es el símbolo de nuestra época, ejerce así su derecho sagrado a la sensación. Exige de París algo más de lo que en menor escala o intensidad pueden darle las demás ciudades. El sudamericano, al conocer París, se siente estafado por la naturalidad y medida con que transcurre la vida en la ville-lumière. París no le ofrece nada de extraordinario, nada que rebase las proporciones corrientes de toda ciudad. Todo en París está dentro de lo previsto por la lógica y la razón o dentro de lo que ya se ha visto en las otras ciudades. Nada en París se sale de lo normal. Los transeúntes andan en dos pies, como en todas partes; la lluvia cae, como en todas partes, del cielo; los árboles de las avenidas, como los de todas partes, nacen, crecen y mueren, etc. La fantasía del viajero y su curiosidad sufren así un desengaño efectivo. A las pocas semanas de llegar a París, el sudamericano acaba por sentarse en una butaca del hall de su hotel, estira los brazos y bosteza.
El sudamericano, al embarcarse en Valparaíso o en Veracruz, se prometía ver en París cosas maravillosas, fenomenales, cosas auténticas y típicamente “parisienses”: un hombre con tres espaldas; una piedra que habla; una bailarina epicena; un círculo cuadrado; en fin, el movimiento continuo... Su sed de sensaciones, al conocer París, tropieza con la inesperada medida de la existencia parisiense, con este sentido de medida del espíritu francés, tan ceñido, ponderado y humano como pocos.
Los provincianos y campesinos de Europa se contentan, en cambio, con poca cosa. Su sed de sensaciones parece más modesta. Cuando un aldeano húngaro, normando, ruso o escandinavo visita París por la vez primera, su admiración por la gran ciudad es manifiesta y rotunda.
Se dirá que, para los ojos del aldeano europeo, la vida de París es una evidente revelación de principios inéditos de convivencia huma- na, mientras que, a los ojos del aldeano de América (las mejores ciudades de América no son sino aldeas), París no es sino una repetición de la vida ciudadana de América.
Y así es, probablemente. Desde este punto de vista, hay menos diferencia entre las normas ciudadanas de Oslo y las de París, que entre estas y las de Río de Janeiro. Más todavía. Los hábitos ciudadanos de un habitante de Oruro, en Bolivia, andan más cerca de los de un parisién que los hábitos ciudadanos de un provinciano de la misma Francia. Los americanos del Sur nos parecemos más al parisién, en este aspecto, que los propios franceses de provincia.
A tal punto América Latina está colonizada cultural y social- mente por París.
Mundial, n.o 410, Lima, 20 de abril de 1928
EL MOVIMIENTO DIALÉCTICO EN UN TREN
Tengo entre mis manos un libro abierto: Cuestiones fundamentales del marxismo. Leo el siguiente párrafo de Marx: La vida humana es semejante a un diálogo. Del mismo modo que las opiniones de los interlocutores se transforman en el curso de una conversación fecunda y rica en ideas, así nuestros conceptos sobre las gentes y las cosas también se transforman con la edad y la experiencia. En esta transformación involuntaria y necesaria de nuestro concepto sobre la vida y sobre el mundo, consiste la experiencia. Es así como Hegel, comparando el desenvolvimiento de la conciencia con el de una conversación filosófica, lo ha designado con el nombre de dialéctica o movimiento dialéctico.
Un diálogo político entre un ruso burgués y otro proletario –por muy poco inteligentes y versados que ellos estén en el proceso de la revolución– debe ofrecer una importancia vital para un extranjero que quiera darse cuenta de las trazas con que se libra, en el orden sicológico, la lucha actual de clases en Rusia. El espectáculo de un combate semejante proporcionaría muchas observaciones acerca de las peripecias psicológicas por las que ha atravesado y atraviesa el sentimiento revolucionario del espíritu ruso.
En el momento en que me hago estas reflexiones, oigo que me dice uno de mis compañeros de viaje:
–¿Lee usted a Plejanov?
La pregunta de la joven comunista traduce su sorpresa y, a la vez, una instantánea simpatía. El médico me mira, redoblando instantáneamente su curiosidad. Habiéndose trabado una entusiasta conversación entre la señora y yo, acerca de la literatura rusa y del pensamiento europeo y americano de postguerra, no ha podido el doctor contenerse y, a las pocas palabras, ha puesto de manifiesto sus opiniones burguesas y su filiación reaccionaria. Ha sobrevenido entonces una discusión política entre ambos. Por desgracia, la señora no habla muy bien el francés y su discusión con el médico se lleva a cabo enteramente en ruso. ¡Una lástima!
De cuando en cuando la señora y el doctor se vuelven a mí, para apelar en francés a mi opinión sobre algunos aspectos de su polémica. –La señora –me dice en altos hornos el doctor– estima que todo lo que se escribe hoy en Rusia supera a lo mejor del mundo y que los
demás no producen sino necedades.
–El doctor –exclama por su parte la señora– supone que el espíritu ruso murió con los Romanov y que el año de 1917 marca el principio del oscurantismo en Rusia. El doctor resuella por la herida de su clase. ¿Usted no cree que el espíritu ruso alcanza hoy sus pisos superiores?
Mis respuestas, con las reservas que me imponen las circunstancias del momento, sorprenden a mis dos interlocutores. Se sorprenden de que en América del Sur conozcamos tan de cerca el curso de los acontecimientos de Rusia, y más aún, el ritmo y el sentido de su producción intelectual. La señora se complace visiblemente. Cuando le hablo del pensamiento revolucionario ruso –en la literatura, en el cinema, en las artes plásticas, en la música, en el teatro– se llena de orgullo y su emoción impone respeto al propio médico, su enemigo. Advierto entonces cuál es la naturaleza verdadera del orgullo con que el ruso bolchevique trata de las excelencias de la Rusia actual. No es este un orgullo nacionalista de nuevo cuño, como pretenden afirmar, con harta incomprensión, quienes no pueden enfocar las creaciones de un país sino con ojos chauvinistas o patrioteros. La emoción de esta señora es una emoción de clase. Más todavía esta señora se emociona por el hecho de que una doctrina de justicia –que es propia de las entrañas de la historia y a la vez de su drama personal– se esté logrando en grado tan vital y universal entre los hombres. Cuando el ruso oye en el extranjero la palabra “Rusia”, no se emociona patrióticamente sino que se emociona ante la evocación de un país –que aunque no fuese aquel donde ha nacido o se ha educado– encarna actualmente la más avanzada realización de la justicia.
No es de este mismo género de orgullo, generoso y científico, el orgullo que siente el médico ante mis respuestas. El orgullo del doctor –aun incurriendo en contradicción con su sensibilidad reaccionaria– sí es de naturaleza patriotera. Aquí puede más el chauvinismo que el interés de clase. El médico se alegra de que las cosas rusas, aquellas precisa- mente de su país, obtengan una tal difusión y ascendiente en América. Cuando nuestra conversación pasa a la producción revolucionaria de otros países y no ya rusa, el doctor cesa de emocionarse. Pero la señora sigue emocionándose de ver que las inquietudes comunistas del superrealismo y los atisbos similares de las juventudes de Asia, África y América vayan también cobrando repercusiones en los más apartados y opuestos paralelos del mundo. La transformación o movimiento dialéctico está evidente en las posiciones disímiles de mis dos interlocutores. Solo que las opiniones del doctor no se transforman, a través de esta conversación, en él mismo, sino que aparecen transformadas en el espíritu avanzado de la revolucionaria. Porque ambos personajes representan dos estados sucesivos del fenómeno social, dos momentos del alma de un mismo personaje histórico: la sociedad rusa.
Mundial, n.o 460, Lima, 12 de abril de 1929
LOS ENTERRADOS VIVOS
Una estadística reciente establece que, desde el principio de la era cristiana hasta nuestros días, han sido enterradas vivas, en Europa, cuatro millones de personas. En la actualidad, el número de enterrados vivos es de uno por cada treinta mil inhumaciones. En Francia se calcula en seiscientos enterrados vivos al año. En los Estados Unidos, la proporción en de cinco por mil. Por más que el doctor Farez no crea en estas cifras, tachándolas de arbitrarias, no se puede negar que la inhumación prematura es un hecho evidente, que se repite con mayor o menor frecuencia. Supongamos que las cifras sean excesivas. Esto no destruye la gravedad esencial del fenómeno, que reside en su constante posibilidad. La estadística demuestra que el fenómeno se produce en el estado actual de la ciencia con idéntica frecuencia que hace dos mil años, cuando la medicina se encontraba en sus pañales. El progreso de la ciencia no ha podido hasta ahora evitar las inhumaciones prematuras. Más todavía: no ha podido disminuir el número de ellas. ¿Idéntica constatación nos reservará el futuro? ¿No habrá medio, si no de evitar radicalmente este fenómeno, de reducir, por lo menos, su frecuencia?
No estamos aquí ante un cuento de Poe ni ante un juego espiritista, oficioso y meramente deportivo. No queremos movilizar, por puro y desinteresado placer metafísico, nuestras fibras ontológicas. Estamos aquí ante un serio problema de la realidad, que concierne a la vida y a sus más cotidianos derechos, antes que a la muerte y al trance misterioso de la muerte. ¿Se nos puede suprimir de la vida por error o negligencia profesional de los encargados de constatar la defunción? ¿La consciencia se siente, de veras, impotente para certificar si un individuo está, en un momento dado, vivo o muerto? Tales son los principales enunciados del problema si se le sitúa en una sociedad avanzada como Francia o los Estados Unidos. En los pueblos atrasados, la cuestión toma otro sesgo pues la inhumación prematura puede allí producirse por falta de médico que la constate o por ignorancia o por superstición de los interesados.
Asintamos, con el doctor Farez, en muchos respectos de la cuestión. Que las cifras ya citadas son excesivas y caprichosas. Que en este exceso se advierte el interés de ciertos traficantes que tratan de explotar la credulidad del vecindario en provecho de tales o cuales compañías escabrosas de seguros. Que los demás propagandistas de este peligro son los obsesionados, fóbicos y ansiosos orgánicos, que dan a sus temores patológicos el carácter y el valor de realidades objetivas. Asintamos, sobre todo, en que gran parte de los casos de enterrados vivos no pasan de leyendas, cuentos e historietas de pura invención folletinesca. Estos falsos casos se hallan, en efecto, por miles en la prensa diaria. El público los cree como palabras del evangelio puesto que están impresos. A veces, es un relato romancesco, que viene del otro lado del mar. Los lectores no ven aquí una obra de mera imaginación, sino un caso de realidad irrecusable, fielmente trascrito. Otras veces, es un fait divers inventado por la prensa local, relativo a un hecho que se da como realmente ocurrido en tal lugar, tal día y a tal hora. Lo más frecuente es la trascripción que la prensa hace de los ruidos más abracadabrantes y fantásticos, sin pruebas de ninguna suerte. Ejemplo: Marie Logstel, sirvienta en una gran ciudad de la Europa central, está en vísperas de casarse. Ciertas dificultades sur- gen a última hora. Marie escribe entonces a sus parientes para que vengan a presionar a su novio. Los parientes, unos campesinos avaros, que no quieren perder su tiempo, se hacen los sordos y no van. Un día reciben el siguiente telegrama: “Su hija Marie ha muerto”. Acuden esta vez a verla, con el temor o remordimiento de que su negativa haya podido determinar el suicidio de Marie. Al desembarcar del tren, su sorpresa no tiene límites: Marie, la hija, en carne y hueso, está allí a recibirlos. ¿Y el telegrama sobre su muerte? Un simple subterfugio para obligarlos a venir. Pero ya un periódico había registrado el dato de la muerte y, cuan- do se trató de rectificar la información, no se dijo lo que en realidad había ocurrido sino lo siguiente: “Marie Logstel, de cuyo fallecimiento hemos dado cuenta a nuestros lectores, ha vuelto a la vida... etc.”. Y los periódicos del mundo entero echan a todos los vientos la noticia del caso sensacional. Se le adorna con detalles, se le dramatiza, se describe la espantosa situación de la pobre muchacha en el féretro y, con todo esto, el caso queda registrado como rigurosamente auténtico.
Asintamos en todo esto con el doctor Farez. Pero pasemos a los casos ciertos de inhumaciones prematuras y preguntemos al ilustre sabio y a sus eminentes colegas: ¿Existe un signo infalible para saber si una persona ha muerto? Sí –se nos responde–, ese signo es la mancha verde en el abdomen, índice inequívoco de la putrefacción. Este signo es el clásico de la muerte, su estampilla irrecusable.
“Pero –añade el doctor Farez– la mancha verde se manifiesta a menudo muy tarde y las condiciones habituales de la existencia exigen que la inhumación no se retarde demasiado. Menester es entonces que el diagnóstico de la muerte se realice antes. Los fisiólogos han imaginado, por esto, numerosos medios experimentales”. Estos medios exigen una aplicación profesional y una preparación científica excepcionales y muy raras entre los médicos. Subsisten, pues, las inquietudes de siempre. Nadie está libre de ser enterrado vivo a causa de una deficiencia científica o de una negligencia profesional. Porque si el médico que nos asiste es un inepto o desdeña conscientemente sus debe- res profesionales, estamos perdidos. No hay que olvidar que la comprobación de la muerte por medio de los métodos propuestos por fisiólogos y a los que alude el doctor Farez, ofrece serias dificultades científicas, cuya solución depende de la sensibilidad particular de cada médico más que de las fórmulas y reglas generales. El propio doctor Farez reconoce esas dificultades, diciendo: “Es un error creer que la muerte es fulminante, definitiva y que ella reemplaza inmediatamente a la vida. Se va la vida pero la muerte aún no ha venido”. No hay entonces vida ni muerte. Todo mor- tal pasa por este estado intermedio. ¡Ah, si se pudiese postergar la venida de la muerte e impedirle que gane insensiblemente todo el organismo!... ¡Ah, si se pudiese reavivar esa vida suspendida, como se hace con los ahogados!... ¿Utopía? ¿Literatura? De ninguna manera. Perspectiva plena de posibilidades prácticas. Todo depende de la capacidad científica del médico y de su devoción profesional.
En resumen, la ciencia dispone, en estos momentos, de recursos infalibles para constatar si un sujeto está, en un momento dado, vivo aún o muerto. Si ocurren casos de enterrados vivos, ello obedece siempre a la ineptitud o a la inmoralidad del médico que constata la defunción.
Mundial, n.° 480, Lima, 30 de agosto de 1929