Crónica

#OrgulloUNSAM


Una investigadora bajo la piel

Para cocinar, la directora de investigación de la UNSAM no lee recetas en Para Ti ni en internet: mira papers, así investiga cómo comer mejor. Cuando no está en el laboratorio, a Élida Hermida le gusta tejer: acaba de terminar una bolsita en crochet para guardar el celular. En su primer cuatrimestre de Universidad tomaba apuntes tan detallados, que se hicieron famosos porque todo el mundo los copiaba. María Sucarrat escribe un perfil de la científica #OrgulloUNSAM que prepara la primera impresora argentina 3D que en un futuro podría imprimir órganos enteros.

Fotos: Pedro Roth

Washington José Hermida nació en 1910. El nombre se lo pusieron sus padres españoles quienes en un viaje desde Pontevedra, España, recalaron en Uruguay, donde nació su hijo. Cuarenta años después, Washington, o “Macho”, como le decían en su casa, estudió en la Universidad Obrera, una facultad a la que podían asistir personas sin título secundario. Washington no lo tenía. Y aunque el proyecto duró poco porque la Universidad Obrera tuvo apenas dos años de vida, el hombre disfrutó lo aprendido. Le gustó tanto saber que quiso enseñar. Y como no tenía hijos, decidió transmitírselo a su sobrina más cercana. A Élida Beatriz, hija de una ama de casa y de un trabajador gráfico, un linotipista que también enseñaba en una escuela técnica.

—A veces, como la medida de éxito de una institución educativa, se habla de cuántos estudiantes ingresan y cuántos egresan —dice hoy la directora de Investigación de la Universidad Nacional de San Martín—. Aquí hay un ejemplo de hasta donde impacta, por más que sea un pequeño tránsito, que una persona de la familia haya pasado por el ámbito universitario.

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Élida tenía cuatro años y él visitaba a sus parientes en la casa de Hernandarias 968, los domingos, temprano, para llevar a los niños a la plaza. De vuelta almorzaban en familia y por la tarde, como una rutina más del fin de semana, comenzaban las “charlas de matemática” aunque a veces, también de historia. En la mesa caoba del comedor de esa casa chorizo o en el patio de la casa, ella prefería los números y las operaciones a las anécdotas sobre Lincoln, los feudos o el flamante entubado de La Boca bajo la Avenida Regimiento Patricios.

Una tarde, en la cocina de la casa de sus primos, sobre una mesa cuadrada, cubierta con un mantel colorido de hule, el Tío Macho le dijo: “¿Querés aprender a dividir?”. Ella había escuchado que la gente grande dividía y, por eso, le parecía una idea fascinante.

—Andá a pedirle a tu madre porotos.

Mientras la nena separaba porotos, Washington la miraba desde su metro noventa y cinco con sus ojos profundamente celestes y achinados. Le acariciaba el pelo. Élida recuerda las manos grandes, enormes de ese hombre delgado que, sin soltarla, la llevaba a la plaza o a la calesita.

Hacían grupitos de seis porotos y dividían.

—¿Cuántos te quedaron en cada grupito?

—Dos.

—Si de seis porotos hiciste tres grupitos y te quedaron dos en cada uno, ya sabés dividir Élida.

Eran meses de 1967. Después de las operaciones, venía el chinchón de tres: Élida, Washington y el primo Rubén.

—Pero después vinieron otras tardes muy divertidas: el uso del transportador y el compás allá por 1970, de la mano de lindos dibujos con el espirógrafo.

Cuando ella fue un poco más grande, el tío Wahington le mostró sus carpetas escritas con plumín.

—Usaba plumín porque aunque había lapiceras fuente, no había tintas tan variadas. Hacía con colores los dibujos del seno, del coseno y me explicaba que eran funciones muy complejas.

Un día, cuando tenía unos seis años, antes de entrar a la escuela, entre divisiones, plumines, senos, cosenos Washington José dijo “Pi”.

— Cuando empecé a conocer la geometría, el tío Macho me contó de la relación del radio con el perímetro de un círculo y allí apareció el número Pi, otra fascinación... ¡un número que no terminaba nunca de escribirse! ¡Yo moría por eso! Si el dos es dos. ¿Cómo es que hay un número que no termina nunca?

Quizás por esos porotos, por ese tío que sin títulos quería enseñar todo lo que sabía fue que esta mujer estudió Física: la licenciatura y el doctorado. Fue la primera generación de universitarios de su familia y se transformó en directora de Investigación de la UNSAM. Se convirtió en docente e investigadora de la Escuela de Ciencia y Tecnología. 

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Estudiar Física lleva a una pregunta obligada. “¿De qué vas a trabajar?”. A Élida nunca se la hicieron. A ella jamás la preocupó. Quizás, porque en el secundario miraba la ciencia con romanticismo, algo así como una herramienta para salvar a la humanidad. Una mirada que nada tenía que ver con lo económico. Ni ella ni sus compañeros de estudio se preguntaban cómo, con qué o de qué vivir. Recuerda que un profesor, durante un test vocacional, le aseguró que los físicos ganaban muy bien.  

—Dijo que cuando me recibiera iba a tener un muy buenos salario —dice ahora—. Quizás tendría que ir a buscarlo y recriminarle la convicción.  

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Su laboratorio en el Campus Miguelete de la UNSAM es un espacio blanco y más blanco, con frasquitos.

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Suele llegar alrededor de las nueve de la mañana y hasta el mediodía se ocupa de poner en agenda las reuniones de trabajo con los estudiantes e investigadores del grupo, con colegas o visitantes. Esa actividad la intercala con la lectura y respuesta de mails. Algo que, dice, le insume demasiado tiempo. Pasa muchas horas delante de la computadora.

—Extraño el trabajo con equipos de laboratorio así que trato de participar en el diseño de experimentos, en el montaje de muestras y en el análisis de resultados. Pero en la mayoría de los casos directamente me encuentro con los resultados: así que trato de tener un intercambio con el estudiante o con el becario que los midió para, juntos, analizar cómo interpretarlos.

Cuando puede trata de compartir el almuerzo con los chicos del grupo. Lo vive como un momento distendido para charlar sobre la vida familiar, los fines de semana, la política, las preocupaciones de todos los días. Su actividad, como Directora de Investigación de la UNSAM, tiene un fuerte componente de gestión que la obliga a pasar un tiempo de sus tardes en la Secretaría, que está en el edificio Corona.

—Cuando todo eso termina llega un momento mágico. Los pasillos y laboratorios se apaciguan, no hay más mails. Entonces es tiempo para leer esos "papers" que aportan ideas, curiosidad, dudas y otros condimentos de la actividad de investigación.

Cuando no está en el laboratorio, a Élida Hermida le gusta tejer.

—Acabo de terminarme una bolsita en crochet para guardar el celular. Me divierte mucho el hecho de envasar sofisticada tecnología en un envoltorio ancestral como un tejido a mano. ¿Sabés quién me enseñó a tejer? Fue mi tía Luisa, la esposa del tío Macho, que me regaló un par de agujas que aún conservo color cobre y una madeja de lana color mostaza.

Luego, aprendió crochet con su mamá y con la abuela de sus primas, Doña Santa, una italiana de Trento que tejía como los dioses.

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Cuando se cansaba de estudiar para los finales de la Licenciatura en Física, Élida Hermida se ponía a tejer.

—Cuatro puntos derecho, dos puntos revés, levantar cuatro puntos en una aguja auxiliar, cuatro puntos en derecho.... Así mi mente sólo se concentraba en contar puntos y "se limpiaba”, parecido a pintar mandalas pero con dos agujas.

Le gusta tejer cosas útiles: cardigans, chalecos, bufandas, gorros. Alguna vez, bolsillos.

Además de tejer, Élida cose, borda, hace collage y muñecas de yeso para sus sobrinas Olivia de siete años y Lola de cuatro. Para esta doctora en Física es imprescindible reparar todo aquello que se rompe, por eso tiene una caja de herramientas completa con la que hizo la instalación eléctrica de la casa que tiene en Punta Indio. Pero no se queda ahí. De las cosas que le gustaría hacer, ya tiene en su lista trabajar la madera y aprender a tocar el piano.

Del sur se fue al norte y hoy vive en Florida, Vicente López con Néstor, su compañero de la vida desde hace 12 años.

—Lo conocí en una asamblea barrial en enero de 2002. Pero ésa es otra historia.

De piba de barrio, con ese cuerpo fino y delgado como fideo, luchó y se convirtió en doctora. 

No lee recetas en Para Ti ni en internet: mira papers. Estudia los procesos químicos en la combinación de los alimentos porque le interesa investigar cómo comer mejor.

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En el segundo piso del edificio del Campus Miguelete están los laboratorios.

En uno de ellos trabajan con cosas vivas y en el otro con cosas sin vida.

En el primero está la Licenciada en Biotecnología Daiana Nygaard, que lava pequeños envases de vidrio. A su lado, la Doctora en Química Biológica Oxana Yashchuk, ucraniana, tapa otros frasquitos de vidrio con unas lienzos de color beige: cubre el contenido de plástico biodegradable que producen las bacterias que cultiva; ese plástico es el que se emplea para fabricar las membranas para la regeneración de piel. Ambas son de poquísimas palabras. Dicen de Élida Hermida, su jefa, que lo que más les gusta es la manera que tiene de propiciar las reuniones interdisciplinarias. Y así todos se enteran de todo. Lo ven bien. Les gusta eso.

En el laboratorio de al lado, el de las cosas sin vida, hay tres científicos. Dos hombres y una mujer. En un acto de caballerosidad, ellos dicen “primero las damas” y le ceden la palabra a Mercedes Pérez Recalde, doctora en Biología.

—Élida es abrumadoramente clara. Una excelente líder de grupo, algo que no sé si está considerado dentro de lo que es ser un científico brillante. Pero guiar un grupo necesita de condiciones personales especiales y cómo lo hace ella ayuda un montón en la dinámica cotidiana.

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Hay coincidencia entre la bióloga, el estudiante de Ingeniería en Materiales Mauricio Cazado y el Doctor en Materiales Ignacio Ruiz. Hermida tiene inquietudes que van más allá de las paredes del laboratorio. Parece que eso no es tan común y por eso lo destacan. Parece que después de muchos años, esos objetivos claros la están llevando a concretar su idea de tener algún impacto en la sociedad.

Para Ruiz ese impacto científico se produjo en los últimos años, gracias a ciertos subsidios y planes, se revalorizó ese tipo de conocimientos. Y también por la divulgación. Ahora el trabajo va hacia fuera del laboratorio como cumpliendo un pacto social.

Cazado asiente. Él no es doctor sino estudiante. Y sigue Ruiz.

—Élida es exigente pero también da el espacio para que cada uno de nosotros se desarrolle. Ella siempre tiene una observación clave. Una pregunta justa o aquella que uno no se planteó. Siempre es un desafío.

Cazado se anima y completa que la riqueza está en que cada uno de ellos tiene una visión diferente a la hora de abordar los temas justamente porque provienen de ámbitos distintos. Y por lo que dice, parece que Élida puede abarcarlos a todos por igual.

—Ve todo. Lo que le va a pasar a la célula, al tejido, al material. Y se comunica con todos. 

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A los que estudiaban Derecho, les convenía estudiar y trabajar. Pero en Exactas, trabajar era imposible. El primer cuatrimestre de la vida universitaria de Élida sumaba 35 horas semanales de cursada. 

—Casi no compraba libros. Tomaba apuntes tan detallados, que se hicieron famosos porque todo el mundo los copiaba y hasta se anillaban. Pero era fruto de la necesidad. Los libros eran importados y carísimos. Como en la biblioteca había pocos ejemplares, nos juntábamos, hacíamos resúmenes.

Se recibió en diciembre de 1987, mientras era ayudante de cátedra. En abril del año siguiente comenzó con la beca del Conicet para hacer el doctorado. Cuando terminó la licenciatura en Física debió hacer un trabajo de seminario que duraba un año. Como le gustaba lo experimental, se metió en un laboratorio.

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Había una diferencia. Si en la Facultad el planteo era “Acá está la guía. Haga tal cosa, haga tal otra, observe los resultados, saque sus conclusiones”, en el laboratorio había que resolver los problemas sin nada ni nadie que ayudara. Élida eligió trabajar con un profesor de la Comisión Nacional de Energía Atómica, del Departamento de Materiales, que quería implementar procesos para medir las propiedades mecánicas.

¿Materiales?

 

—Lo que conoce cualquier ciudadano de lo que es un material.

¿Propiedades mecánicas?

 

—No tenía la menor idea de lo que era.

El profesor le enseñó hasta que construyeron un equipo para medir las propiedades. Cuando habla, parece enamorada de la física artesanal.

¿Cómo se une “medir”, “propiedad” y “materiales”?

—Por ejemplo, una bandita elástica. Vos podés medir qué fuerza tenés que hacer para deformarla, hasta qué fuerza podés usar para que se rompa, qué pasa si esa misma bandita elástica la querés usar en Ushuahia con diez grados bajo cero. Medir tiene mucho tiene que ver con el carácter predictivo.

Pero la energía atómica no es una bandita elástica. Si se miden materiales para construir un reactor nuclear que tiene que durar 40 años en las mismas condiciones, la cosa se pone más difícil.

—Nos conformamos con prever qué propiedades se tienen que medir para dar cuenta si se daña, hacer un seguimiento de qué medir y, además, construirlo de modo tal que en la vida útil que se espera, el daño sea menor que cualquier falla que pueda tener.

En ese laboratorio, Élida adquirió tanto gusto por los materiales que fue convocada a la Conea, el lugar que luego eligió para hacer su beca doctoral.

—Ahí tuve que conseguir una ayuda familiar porque me dieron una beca pero ese dinero servía para cubrir una parte. Me tocó la época de la hiperinflación de Alfonsín. Vivir con una beca era imposible.

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Si uno pone libros en un estante, después de unos años, el estante se curva. La madera no chorrea como la miel pero tampoco queda totalmente deformada. ¿Por qué? Por ser “viscoelástica”.

Sobre esta propiedad mecánica de materiales hizo Élida su tesis. “Viscoelasticidad de materiales de polímeros a distintas temperaturas”.

—Para predecir la vida útil de un reactor, de un puente, es muy importante porque depende mucho de la temperatura.

Cuanto más alta es la viscoelasticidad, más rápido se modifica. En el laboratorio, ella acelera la temperatura y luego puede decir que en una situación real todo va a ser más lento. Lo que hace en tres meses a temperatura ambiente, puede pasar en tres años.

—Medir eso fue mi tema de tesis.

Lo dice como si fuera algo simple.

***

Cursó el jardín, la primaria y la secundaria en el Normal Número 5 conocido como “El Arcamendia”, el nombre de la calle donde funcionaba.

En 1981, salió de la escuela e hizo el ingreso con cupo a la universidad.

—Fue horroroso. Me convertí en el número 224/81. El de la libreta Universitaria. A tal punto que mi padre, que estaba orgulloso de que fuera a la Facultad, me dijo “Si no querés seguir, no importa. No es obligatorio”.

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Pero siguió. No fue fácil. Eran épocas de gobiernos cívico-militares donde la manera de imponer las vidas también se daba al interior de las aulas.

—Por eso tan lindo es el contraste acá.

Acá es el lugar donde se da la charla: el balcón de la cafetería del Edificio Tornavías. El lugar donde Élida recuerda que cuando estudiaba, varones y mujeres ocupaban las aulas en la misma proporción. Pero en el ’86, cuando comenzó a dar clase como ayudante de segunda, notó que el promedio comenzaba a retroceder porque las mujeres dejaban de estudiar.

—De todos los alumnos de Ciudad Universitaria, muy poquita gente hacía Física porque el boom era Computación. 

En esos años había dos principios tácitos. El primero decía que alguien que se dedicara a la ciencia podría hacer una contribución a la humanidad y el segundo decía que si alguien tenía un estudio universitario, seguramente, podía ganarse la vida.

Élida se doctoró en junio de 1991. Tres meses después, Domingo Felipe Cavallo, ministro de Economía de la Nación mandaba a los científicos a lavar los platos. Muchos de sus amigos habían encontrado la solución yéndose del país. Pero como no había plata para las becas, las familias terminaban girando el dinero.

—Mi familia no podía mandarme un peso. Así que ni lo pensé.

Encontró la posibilidad a través de la Fundación Alexander von Humboldt. Fue un año de papeleo y presentaciones hasta que, al fin en 1993, le otorgaron la beca.

¿Sabía alemán?

 

—Nada.

Pero la beca de la Fundación von Humboldt ofrecía de todo. Así, por sugerencia de un amigo, se embarcó en dos cursos de cuatro meses que impartía el Instituto Goethe. El 31 de enero de 1994, con 35 grados, salió de Buenos Aires rumbo a una Alemania a diez grados bajo cero.

—Fue volver a la secundaria. Teníamos clase con recreos. Almorzábamos en la Universidad de Freirburgy a la tarde íbamos a una mediateca, que me hace acordar mucho a la que tenemos acá, en la UNSAM, pero que distaba muchísimo de las de las universidades de la época. Tenía cassette, ejercicios en la computadora con corrección de gramática online. Era genial.

En el supermercado compraba por los dibujitos. Con el diccionario, traducía y se iba enterando. A los cuatro meses se mudó a Stuttgart y comenzó a trabajar. Pero quería volver: tanto, que en Buenos Aires había dejado Buenos Aires las carpetas preparadas por si se abría el ingreso al Conicet, algo que no ocurría desde hacía seis años. Y ocurrió.

—No era la continuidad que después supimos conseguir.

Vino, volvió a Alemania, y finalmente se radicó en la Argentina como investigadora en la Comisión Nacional de Energía Atómica.

***

En 2001, después de una experiencia fallida entendió que si quería hacer alguna aplicación e intentar que eso realmente pudiera llegar al sector productivo tenía que mirar un actor que nunca antes había evaluado: el famoso mercado

La doctora en Física tenía una fuerte formación disciplinar y había aprendido a dialogar con otras áreas pero mirar el mercado era otra cosa. Lo miró y vio que los biomateriales, como los hilos de sutura que son reabsorbidos por la piel, mostraban una tasa creciente.

Exploró la bibliografía y con los materiales que ya conocía comenzó a fabricar membranas o “andamios” para sembrar células sobre ellos y ayudar a que se regeneren tejidos.

—Nos presentamos a un Programa de Investigación Científico-Tecnológica para hacer un pequeño ensayo para ver si a las células les gustaba esa membrana para reproducirse, una tesis doctoral, unos ensayos con animales pequeños y ahí se terminaba el proyecto.

El siguiente paso era “escalar” eso que se había fabricado en el laboratorio, es decir hacer grandes cantidades. Apareció una línea de financiamiento que ofrecía el Ministerio de Ciencia y Tecnología: si para trabajar en mesada se necesitaba un millón de pesos, para escalar se necesitaban diez. No había diez. Pero sí otra línea de financiamiento, llamada Pre-Tecno. Entonces la membrana pasó a ser parte de un conjunto que se completó con una herramienta con la que un médico cirujano podía extraer las células de un paciente. Así Élida Hermida, junto a su equipo, creó el famoso kit. Traducción: una herramienta para tomar la biopsia, un dispositivo bioelectrónico con el que el cirujano obtiene las células del paciente y una membrana.

El actor-mercado como objeto de estudio, la Física, las propiedades, el material nuclear, la piel.

—A veces la historia personal hace que los ojos se posen en lugares impensados: en 2001, a mi mamá se le rompió una válvula cardíaca y hubo que operarla de urgencia. Y en el mismo piso donde ella estaba internada, vi gente juntando plata porque sus familiares necesitaban una angioplastía y en ese momento, recuerdo que no se podía sacar más que 250 pesos del cajero por persona y por día. Entonces me puse a pensar por qué estas cosas salen tan caras, por qué no se hacen acá. En algún momento la cabeza empieza a atar cabos. Y cuando tenés la posibilidad de trabajar, aflora eso del científico romántico que salva a la humanidad. Pero sin tener un objetivo tan ambicioso, creo en lo bueno que es poder elegir con qué querés trabajar. Esa es una de las libertades que da estar en el Conicet o en la Universidad. Un científico puede elegir cuáles son los proyectos.

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En los últimos años el Estado tuvo criterio sobre los temas prioritarios.

—Al Estado le cabe querer priorizar u orientar parte de ese conocimiento para ciertas falencias que se tienen a nivel país. En nuestro caso, poder tener una membrana acá reduciría mucho los costos, más allá de que permitiría la regeneración de las dos capas de piel simultáneamente.

¿Los costos?

 

—El precio de las que vienen del exterior son exhorbitantes. Estamos hablando de una membranita del tamaño de un papel glacé que cuesta 400 dólares.

Y en eso está. Hoy junto a su equipo interdisciplinario trabaja en un prototipo bastante más rústico que el proyectado, con el único objetivo de probar que funcione. La membrana “escalada” ya la tienen. Así que si todo sale bien, las pruebas se realizarán en animales más grandes para después presentar todos los ensayos ante la entidad regulatoria que habilitará el inicio de pruebas clínicas en pacientes: niños y adultos quemados.

—Queremos probar esos dos mundos.

Sobre una de las mesadas hay unas piecitas plásticas de colores. Una arteria anaranjada con dos orificios para los vasos renales, dos vértebras de distintos tamaños, unos cuadraditos blancos. Los científicos presentan el origen de esas piezas: la “3-Donor”, la primera impresora 3D de materiales biológicos desarrollada en el país. Ellos saben que, en algún momento, con ese equipo se podrán imprimir órganos. Élida y sus científicos confían, convencidos del futuro.