Crónica


Una guerra de sangre y fuego en el paraíso mapuche

En Temucuicui, la comunidad más guerrera del sur de Chile, los hombres van presos por la ley antiterrorista y los chicos y las mujeres se acostumbraron a vivir acosados por allanamientos. Después del atentado incendiario donde murió un matrimonio de terratenientes, el Gobierno de Piñera recrudeció su estrategia de militarizar las zonas de la resistencia mapuche. Una cronista y un historiador viajaron al lugar del conflicto y retrataron para Anfibia otra batalla de esta guerra milenaria que desconcierta a los chilenos.

— ¡Los pacos (policías), los pacos! —grita Lefitray y pone la mano en forma de gatillo para disparar al cielo. Asustada por el ruido de un helicóptero que sobrevuela la comunidad mapuche de Temucuicui, la menor de las nietas de don Juan Segundo, de dos años, corre entre las gallinas con una Barbie desnuda en la mano. Llora cuando el sonido del helicóptero se hace más fuerte y se esconde en los brazos de Wangülén (estrella), su prima de nueve años.

 

En el patio, sin prestarle atención, su tía Griselda Calhueque sirve una tortilla de rescoldo con palta, tomate y ají verde. La sombra de un sauce ayuda a capear los 35 grados de calor. A su lado, su marido Jaime Huenchullán, werkén (vocero) de Temucuicui, dice que la reacción de su sobrina Lefitray es normal entre los niños mapuches de esta comunidad. Así viven, con miedo a las fuerzas policiales.

 

Hace una semana, Jaime venía con los niños y Griselda desde la casa de su padre por el camino de tierra común de Temucuicui. A las once de la noche, los eucaliptus y las zarzamoras sólo están iluminados por la luna.

 

Cuando iban llegando al cruce del fundo La Romana (una finca que limita con Temucuicui y de donde los mapuches han recuperado tierras), un bus de la policía uniformada encendió las luces del que bajaron más de diez carabineros. El verde de sus trajes, en medio del bosque a oscuras, los hacía invisibles. A Jaime lo bajaron del auto. Sus hijos Manki y Wangülén, que iban sentados atrás, lloraban.

 

— ¡Bájate del auto, indio terrorista! —gritó uno de los policías mientras lo apuntaba con un arma.

 

— ¡Ya poh concha de tu madre! — azuzó otro.

 

Jaime pidió que bajaran la voz: los chicos estaban llorando. Griselda abrazó sus hijos y les tapó los ojos con las manos para que no vieran nada.

 

Jaime abrió su billetera, les mostró su carnet de identidad. Lo dejaron volver al auto.

 

¡Ándate no más, indio! —lo despidieron.

 

“No fue una cosa aislada. Esto pasa todas las semanas. Es peor desde que murió el matrimonio Luchsinger-Mackay en el incendio de Vilcún. Pero nosotros no hicimos nada, no tenemos la culpa, y mis hijos tampoco”, dice Jaime, masticando ají con sal.

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Según las declaraciones de la Fiscalia, el 4 de enero a la madrugada,  la casona de la hacienda Lumahue, a 600 kilómetros al sur de Santiago, fue atacada por un grupo de personas. Allí vivía Werner Luchsinger, 75 años, integrante de una de las familias de terratenientes más reconocidas de Vilcún, junto a su esposa Vivian Mackay.

 

La versión oficial difundida por la prensa local y nacional relata que el matrimonio dormía en el segundo piso de su casa cuando sintieron ruidos. Los periodistas dicen que el anciano trató de enfrentarse a los intrusos desde la escalera: que disparó, pero lo golpearon y quedó inconsciente. Los dos viejos murieron asfixiados. Los periodistas dicen que en la investigación se descubrió que los atacantes prendieron fuego la casa con líquidos combustibles.

 

El crimen coincidió con la conmemoración del aniversario de la muerte del joven mapuche y estudiante universitario, Matías Catrileo, asesinado a tiros por un carabinero mientras participaba en la ocupación de una finca de la familia Luchsinger.

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El mismo día de la muerte del matrimonio, comenzó la cacería contra las familias mapuches del sector. La policía detuvo al machi de la comunidad, Celestino Córdova, mientras la prensa señalaba que, en la casa, la policía había encontrado folletos reivindicando a Catrileo. 

El presidente Sebastián Piñera anunció querellas por la Ley Antiterrorista, una polémica disposición dictada en 1984, durante la dictadura de Augusto Pinochet, que permite detener a una persona sin tener que presentarla ante un juez o a una audiencia de control, así como imponer penas hasta tres veces superiores para delitos comunes como incendios o tomas ilegales de terrenos. La ley dice un delito es terrorista “cuando se comete con la finalidad de producir en la población o una parte de ella el temor justificado de ser víctimas de delitos de la misma especie”. Cuando se aprobó, la norma recibió fuertes críticas de organismos internacionales.

 

Hubo seis casos de jóvenes mapuches menores de edad procesados por la legislación. Uno de ellos fue el de Patricio Queipul: el famoso niño fantasma.

***

Don Juan Segundo Huenchullán, padre de Jaime, mira en silencio sentado en una banca de madera. Tiene un aspecto taciturno: aún cuando está contento porque sus nietos fueron a visitarlo, se ve triste. Al costado de su casa hay un invernadero que construyó con sus propias manos, donde cultiva y cosecha papas, cebollas, pepinos y habas.

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Don Juan Segundo escucha. No habla, pero podría contar mucho: sabe de angustia. Llegó a tener a seis de sus hijos presos por la Ley Antiterrorista.

 

De las 1.798 comunidades mapuches chilenas, hay 42 en conflicto. Reclaman las tierras ancestrales, derechos de agua, autonomía y, entre otras peticiones, la protección de sus lugares sagrados.

 

Eso dice Juan Segundo: que su familia lucha por un derecho ancestral.

 

Lo que hoy le sucede a los hijos de don Juan Segundo Huenchullán le sucedió a sus abuelos, a los abuelos de sus abuelos y, tras el golpe de 1973, también a él.

 

Durante el proceso de Reforma Agraria, a inicios de la década de 1970, la comunidad de Temucuicui recuperó el fundo Alaska. Tres años más tarde lo habían convertido en un pequeño paraíso de casas, animales y huertas. Tres años después, un golpe militar derrocaba a Salvador Allende.

 

Don Juan se alisa los pantalones con la mano y la sonrisa bonachona se le borra de la cara cuando recuerda los días posteriores.

 

— Ese día se llevaron a las mujeres para arriba —dice señalando los cerros.

 

“Todos fueron torturados. Las mujeres torturadas, quemadas con fuego. Y las liberaron con una advertencia: 'bajen y díganles a los demás que les va a pasar lo mismo'”, recuerda serio y dice que escuchó la historia a los 17 años. Se acuerda, junto a un fogón de una ruca.

 

El amedrentamiento, las amenazas no eran nuevas. Durante la ocupación militar de la Araucanía, en 1880, había pasado lo mismo.

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A principios del siglo XX, los mapuches ya sufrían desalojos, asesinatos, y el armado de deudas falsas que después permitieron el embargo de sus tierras.

 

Hay diversas crónicas de Horacio Lara citadas en los textos del historiador José Bengoa (Historias del pueblo mapuche siglos XIX y XX) que hablan de los primeros enfrentamientos: cuenta una que un grupo de colonos asaltó la casa de un cacique, violaron a las mujeres y, luego, las asesinaron junto a sus hijos. Dejaron los cadáveres atravesados con estacas a modo de advertencia. El único mapuche sobreviviente a esta masacre se sublevó para vengarse con la gran rebelión de 1880 y 1881. En pocos meses, los indígenas arrasaron los campos en toda la comarca.

 

Algunos días, la familia Huenchullán revive ese encono ancestral. Cuando van a Ercilla a comprar a abarrotes o cuando necesitan sacar un turno en el médico. Al ver algún integrante de la familia Urban, o a René Urban, el latifundista, dueño de la hacienda La Romana, en una de sus camionetas todo terreno o caminando en el mercado.

 

Se quedan quietos, mirándose fijos, provocándose desde lejos.

 

— Luego seguimos de largo, meterse con él es meterse en los cachos del diablo —dice Griselda.

***

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Son las 11 de la mañana. Jaime Huenchullán llega al cruce de Ercilla, salta una cerca con la naturalidad de un felino y nos saluda. Llega vestido con una camisa a cuadros, jeans y una mochila al hombro. Me estrecha la mano de forma apretada y luego extiende la mano al fotógrafo, siempre en un tono muy formal.

 

— Tenemos que ir a la audiencia de Collipulli a ver a unos peñis (hermanos) —dice serio mientras arregla su cola de cabello negro.
En mapudungún, la lengua de los mapuches, Collipulli quiere decir “Tierras coloradas”.

 

Tomamos una micro en la que se mezclan pasajeros mapuches y winkas (así le dicen los mapuches a quienes no lo son), mujeres y niños pobres con canastas y chicos de colegios privados. Un niño rubio lleva Ipad y nos lanza una mirada escrutadora. El fotógrafo dice que ese gesto no es nada, que en la cuidad de Victoria, llena de colonos alemanes, el racismo es aún peor.

 

En Collipulli caminamos por el medio de una feria de pollos y gallinas y allí todo el mundo saluda a Jaime Huenchullán. Él devuelve el saludo con el orgulloso gesto de un alcalde.

 

En la puerta del tribunal espera Víctor Queipul, el lonko (jefe de la comunidad mapuche), para supervisar el juicio de José Queipul, Rubén Queipul y Aníbal Queipul, miembros de la comunidad de Temucuicui que fueron detenidos por desórdenes públicos cuando el presidente Piñera estuvo en Ercilla.

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El fiscal expone los hechos.

 

La audiencia dura casi tres horas. El juicio se aplazará hasta marzo.

 

— Pedimos la exclusión de dos declaraciones que estaban transcritas. Ni siquiera pedimos que se sacaran las declaraciones que estaban mal escritas o ilegibles —dice la defensora pública Karina Riquelme, mientras ordena sus carpetas.

 

Está cansada, como todos los demás. Se sienten los más de 37 grados y el sol qie se desploma seco en las calles de tierra de Collipulli. Uno de los comuneros señala una camioneta roja. Dice que siempre es la misma. Que siempre está ahí: a la salida de los juicios para tomarles fotografías a ellos y a la gente que los acompaña como una acción de inteligencia.

 

Debemos seguir a Temucuicui.

 

El lonko nos dice que el fotógrafo no va a poder entrar a la comunidad.

 

— Usted sabe, debemos tener cuidado, no quiero ahondar más —dice mirando al suelo. Como si se disculpara.

 

Luego explica que a Temucuicui han entrado hombres infiltrados fingiendo que son fotógrafos.

 

No es paranoia. Es persecución. Es una camioneta que te observa, son las fotos que te sacan, las amenazas a periodistas, a fotógrafos que registren cualquier situación de violencia contra los mapuches. Es una especie de mensaje de los carabineros. Si te metes con ellos, si ayudas a los mapuches, vas a pasarla mal.

 

El mensaje lo recibió la cineasta Elena Varela, directora del documental Newen Mapuche. Primero le robaron varias veces: nunca le desapareció nada de valor. En 2008, la detuvieron acusada de “asociación ilícita por delinquir y de dos delitos de robo con violencia”. Estuvo cuatro meses en la cárcel. Luego, le dieron prisión domiciliaria. Después de un año y medio de investigación, la absolvieron.

El hostigamiento aún no cesa.

 

El fotógrafo dice que en 2009. mientras sacaba fotos del allanamiento a una comunidad recibió perdigones en la cara. Que los fotógrafos que trabajan junto a los mapuches, deben subir las fotos a Internet inmediatamente después de sacarlas. Que para resguardar el material de posibles allanamientos tienen que dejar las computadoras lejos de sus casas.

 

— Una vez en una comisaría de Arauco me rompieron el lente de la cámara y me robaron dos tarjetas de memoria con el material — dice para explicar por qué acepta tan sumiso la decisión del lonko. Luego se aleja. Se despide con la mano.

 

Cuando llegamos al cruce de Ercilla, Jaime dice que entraremos a la comunidad en su auto, un Chevette caprichoso que a veces arranca y otras no. No enciende. Pero esta vez tenemos suerte, el bombero de la gasolinera, se ofrece a empujar. El auto arranca.
En el trayecto, vemos pasar una camioneta de carabineros. Los consejos del fotógrafo cobran sentido. Jaime me cuenta que un bus de la policía no se mueve de los límites del fundo La Romana. Y en el camino a Pidima, muy cerca de la comunidad, están construyendo una estación de policías de Fuerzas especiales.

 

— Ahora sí que estaremos rodeados —dice alzando las cejas en un gesto de resignación.

 

Comienza a llover goterones gruesos. Jaime saca la mano por la ventana. 

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Hace dos años, cuando se graduó de cuarto medio, Vania Queipul, hija del lonko de la comunidad de Temucuicui, quiso ir a recibir su diploma con la vestimenta típica mapuche: con su trarilonko (cintillo de joya) y su küpam (vestido). El director del Liceo Publico de Ercilla dijo que no. Vania insistió. Hizo público su conflicto, alegó discriminación, y a fines de diciembre del 2011 pudo llegar a la fiesta enfundada en las ropas de sus ancestros.

 

Ahora, sentada en la banca de una ruca, vestida con una camiseta calipso y calzas negras, dice que no siempre las cosas salen como uno quiere.

 

A los 15 años, acusada de quebrar los vidrios de la Fiscalía de Collipulli, pasó una noche en el calabozo. Después de un juicio que duró meses, fue declarada inocente. El fiscal apeló la medida pero ella volvió a ser absuelta.

 

“El otro día, mi mejor amigo Jorge, me dijo que su mamá no quería que se juntara más conmigo. Dijo que mi familia y yo éramos unos terroristas —dice con la voz entrecortada—. He perdido hartos amigos porque sus papás les dicen lo mismo. Y cuando la gente me mira de forma extraña, de reojo o habla a mis espaldas, yo lo siento. A mí me gustaría que supieran que sufro, que a veces me siento sola”.

En octubre del año pasado, durante la visita del presidente Sebastián Piñera a la ciudad de Ercilla, allí estaban las mujeres de las comunidades vestidas con trarihues (fajas) y munuloncos (pañuelo en la cabeza).

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— ¡Vendido concha de tu madre! ¡Ándate de aquí! —gritaban mientras agitaban palines de chueca.

 

La policía las seguía de cerca.

 

Esa mañana, Vania sintió una cosquilla en la mano derecha, un pálpito que le decía que no tenía que ir. Pero fue.

 

Los gritos subían de volumen y la policía se acercaba. Se llevaron a los hombres a rastras.

 

“Durante todo el día tuve un witán (presentimiento)”, dice rodeándose la muñeca con la mano izquierda.

 

La subieron al bus a empujones. Cuando tropezó y cayó al suelo uno de los Carabineros le pisó la mano derecha, que le empezó a sangrar. En la tenencia de Collipulli una policía mujer la abofeteó y le tiró del pelo. Ella aguanto callada. Fue la única mujer detenida por la policía de fuerzas especiales. 

 

“Desde un principio supe que iba a ser condenada porque nunca vi que un juicio durara cuatro días por desórdenes públicos. Creo que eso es persecución”. dice.

 

La pena, dictada el 21 de enero de 2013 en un juicio oral simplificado, fue de 200 días de reclusión remitida (no debe estar en la cárcel aunque tiene que ir a firmar mensualmente). La abogada del Centro de Investigaciones y Defensa Sur, Karina Riquelme, relata que en el juicio el Ministerio Público se presentó un video de prueba a última hora: “Vania fue condenada por un video sacado de Youtube en el que sólo se ve cómo fue detenida. En ningún momento la muestran realizando algún tipo de desorden público”.

 

Como el resto de las mujeres de la comunidad, Vania es valiente. Sabe que tiene talento para ser vocera y se resiste en un dilema interno, se debate entre estudiar para asistente de enfermería o denunciar lo que sucede en Temucuicui. No va a fiestas como las chicas de su edad. Si sale de su casa lo hace para asistir a seminarios sobre el conflicto mapuche y leer libros sobre el tema, se prepara.

 

“Después de la detención, fui invitada a un seminario en Concepción. El auditorio estaba lleno, pensé que me quedaría en blanco, pero las palabras empezaron a salir solas. La rabia te hace perder el miedo”, dice sonriendo.

 

“No nos van a callar, porque eso es lo que quieren, voy a seguir luchando, de aquí saco mis ganas de la madre tierra, de la ñuquemapu'”, dice. Y vuelve a su silencio.

 

La sociedad mapuche siempre ha sido dual en los roles de la mujer y del hombre, a pesar de eso, su organización reproduce pequeños estados patriarcales, con autoridades superiores, dirigidas principalmente por hombres. A pesar de eso, el rol de la mujer ha sido esencial y protagonista en la lucha por los derechos de este pueblo.

 

A los 26 años, Natividad Llanquiqueo pasó de empacar en un supermercado a estudiar leyes. En 2010, se convirtió en la vocera de 34 mapuches acusados por terrorismo que hicieron huelga de hambre durante 80 días. Al igual que Vania, Natividad también es tímida. En ambas también la bronca se trasforma en ímpetu.

 

A Natividad no le gustaba hablar mucho, pero fue la cara en las negociaciones con el Gobierno. Desde entonces hasta ahora, se ha convertido en una mujer clave en la lucha de los derechos mapuches. Ya no habla bajito, ahora alza la voz.

 

Si bien los mapuches son una sociedad patriarcal, el temple de guerreras de las mujeres impresiona desde los tiempos de la conquista.

 

En la comunidad de Temucucui no sólo Vania es ejemplo de esa entereza.

Griselda camina entre el pasto y unas flores silvestres color violeta, dice que a veces cruza el campo con los pies descalzos, que es mucho más cómodo. Confiesa que le hace bien conversar con otra mujer, sacarse lo que tiene adentro, no demostrarle a su hombre que está triste. Eso la haría retroceder en su batalla. Eso, una mujer mapuche jamás lo hace.

Sus perros weichán y negrita la siguen de cerca, ella se quita los zapatos y hunde sus pies en un pequeño riachuelo. Dice que cuando mira a Jaime, ve en él al hombre valiente del que se enamoró cuando tenía veinte años. También al hombre que estuvo preso en la cárcel de Angol, enfermo de pancreatitis, aguantando y luchando por la tierra.

Porque son ellas las que sufren con la detención de sus esposos y parejas.

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Cuando uno de los hombres es apresado desestabiliza la economía de la casa. Las mujeres juntan plata para ir a verlos a las cárceles de las ciudades y la comida comienza a escasear, hasta que ya no queda nada. “A veces los niños van preguntándote dónde está su papá y tú no sabes responderle si volverá mañana o el mes que viene, nunca se sabe, ahora estamos en plena trilla y la mujer de Rubén Queipul estaba trabajando sola la tierra porque su esposo está detenido”, dice, y se suelta el cabello que le llega hasta la cintura.

Confiesa que hay días que se cansa, que llora en el bosque, a escondidas.

En las 1.600 hectáreas de Temucuicui, viven 120 familias. Las casas son pequeñas: en la mayoría de los casos viven hacinados. Los jefes de hogar trabajan en lo que aparezca: una construcción en Chillán o la recolección de uva al norte del país.

“Pero dejar esto botado, sería abandonar la lucha, si tenemos que dar la vida por la tierra, lo haremos”, agrega, y saca los pies del agua. Los niños pastorean las ovejas. Manki le grita desde lejos que ya tiene hambre. El pelo le brilla al sol, se limpia el pasto de los pantalones, es hora de preparar la cena.

***

Héctor Llaitul creció como un winca pobre, hijo de padres analfabetos, vio a su familia avergonzarse de su sangre como sobrino de tías que se ondulaban el pelo liso para suavizar sus facciones indígenas. Sintió las miradas de reojo en Osorno, una ciudad de colonos clasistas que rechaza a los mapuches. Sufrió racismo en la escuela. Se hizo adulto con un fuerte sentimiento de izquierda heredado de sus padres.

La retina de los chilenos está acostumbrada al rostro de Llaitul en los noticieros, a las imágenes que revelan sus ojos achinados, su puño izquierdo en alto y las huelgas de hambre. Es uno de los más importantes miembros de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), una de las organizaciones políticas mapuches que lleva años de existencia luchando contra el estado chileno.

Hace diez años, desde la Subsecretaría de Interior, en un plan de inteligencia que se llamó “operación paciencia”, se acusó a la Coordinadora como una organización terrorista. Los mapuches comenzaron a ser perseguidos, sus dirigentes: encarcelados.
La CAM condenó el atentado incendiario al matrimonio Luchsinger.

“Partimos del hecho de reconocernos mapuche, como un pueblo que antaño forjó una sólida cultura cosmovisionaria basada en lo espiritual en donde el respeto por la vida es la esencia, y no sólo por la vida de las personas, sino de todos los demás seres de la naturaleza y de las distintas fuerzas espirituales”, dijo en una de sus últimas entrevistas en la cárcel.

Llaitul entró a la Juventud Rebelde Miguel Enríquez, una organización juvenil que se identificaba con el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), participó en actividades estudiantiles. Luego, en 1988, entró en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

Cree en el retorno de los guerreros o “weichafes”, en la vuelta de los que resistieron la ocupación de la Araucanía, un regreso que predijeron las machis (curanderas): el resurgimiento de la lucha mapuche.

Dice que su pueblo es antisistémico, porque no acepta la dominación occidental como modelo de vida, y eso no se hace de ninguna otra manera que no sea con lucha territorial y operativa: ocupan territorios para quebrar institucionalidad.

Hace una semana, tras lograr acuerdos mínimos con los gendarmes de la cárcel ‘El manzano’ Llaitul terminó su tercera huelga de hambre.

Estuvo 76 días sin comer, perdió 23 kilos. Las imágenes de la televisión lo mostraban tan fuerte como siempre, con su trarilonko (cintillo) azul en la cabeza y, otra vez, el puño alzado.

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Patricio Queipul tiene 18 años y los ojos grandes y melancólicos de Vania, su prima. De niño se crió con su tío, el lonko Víctor Queipul, porque su mamá se fue a trabajar al norte. Vania recuerda que jugaban juntos, que “Patito” era callado y le gustaba mucho ir al colegio. También se acuerda de su primo como un niño muy alegre cuando los dos iban a la escuela San Francisco de Asís. Antes que todo comenzara.

Sentada en la ruca, Vania vuelve al momento en que Patricio dejó de ser niño. A los 11 años, camino al colegio lo pararon para interrogarlo: lo patearon en el suelo, lo llevaron a la cárcel. A los 12, lo internaron de urgencia: tenía siete perdigones que unos carabineros le habían disparado mientras trabajaba la tierra. Otra vez, fue llevado a Traiguén donde estuvo preso dos días: nadie le avisó a sus familiares. Al salir, caminó perdido. Una mujer lo reconoció cuando golpeó su puerta para pedirle un trozo de pan. No había comido en días.

En 2010, lo perseguían: lo acusaban de haber incendiado el peaje de la ciudad de Victoria junto a unos encapuchados. Si lo agarraban, por la ley antiterrorista, podían condenarlo a 40 años de cárcel. No aguantó más: se fue a vivir a una montaña cercana a la comunidad, al sur del río Malleco, se declaró clandestino.

Vania dice que Patricio vivió como un pequeño guerrillero: sólo llevó su carpa. Cuando oscurecía, sus primos le llevaban comida. Algunos comuneros dicen que bajaba a la noche, como un niño fantasma.

Hace tres años, tras una huelga de hambre, los mapuches lograron que la Ley Antiterrorista no se pudiera aplicar en menores.
La última audiencia de Patricio fue el año pasado.

“Lo sacaron de la ley antiterrorista. Pero era tarde”, dice Vania. “Ahora vive del trabajo en el campo. Aunque lo detuvieron tantas veces camino al colegio, que nunca más quiso ir, llegó hasta cuarto básico. Le robaron su infancia”.

***

Son las siete de la tarde de un día miércoles, Griselda pone la tetera en la cocina a leña, Jaime trabaja tallando figuras en madera, su proyecto es un coyón, una máscara que se usa para el nguillatún - el ritual para la abundancia de alimentos-. Bajo su mirada atenta, Mankilef (Cóndor veloz), Wangulén (estrella) y su prima Milén Relmu (arcoíris), juegan al “paco-mapuche” una variación del policía-ladrón. Corren debajo de un castaño de enorme raíces. Pero no persiguen ladrones, persiguen mapuches.

— Wangulén tú serás winka (chileno), yo seré mapuche —dice Manki a su hermana.

— Pero la última vez fui winka —reclama Wangulén.

— Yo soy paco — dice Milén.

Todos corren y Mankilef se escapa de los brazos de sus captoras, arranca, da vueltas alrededor de la casa, se esconde tras los árboles y parece mimetizarse hasta que ambas niñas lo apresan.

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— ¡Entrega tus armas! —les gritan su hermana y su prima.

— Los mapuches no usamos armas —se defiende Manki.

— ¡A la capacha entonces, mapuche, hasta tu juicio! —. Se ríen, mientras el niño cruza sus manos atrás como si estuviera esposado mientras las niñas lo tiran de ambos lados del polerón.

Los niños no festejan cumpleaños ni navidad. No conocen el mar. Están asustados y se sobresaltan con el vuelo de un helicóptero, un auto que resulte sospechoso o cualquier ruido extraño. Jaime y Griselda viven de los que les dan algunas ovejas, la recolección de frutos de rosa mosqueta y los huevos de las gallinas.

Griselda se levanta a las seis de la mañana, saca a pastorear las ovejas, riega el huerto y levanta a sus hijos. Les prepara la leche en tazones plásticos que los niños van bebiendo arriba del furgón que los lleva todos los días a la Escuela Básica San Francisco de Asís, en Ercilla.

Hasta ahí, parece la vida normal de niños que viven el campo, salvo porque desde que tienen uso de razón han visto entrar buses de carabineros, carros policiales, han sido testigos de las nubes tóxicas de bombas lacrimógenas y han recogido sus casquillos para jugar con ellos. “Cuando (los policías) entran en tu casa te dejan mirando hacia la pared, no ves donde están tus hijos mientras te apuntan con un arma. Ellos te siguen por la casa llorando, asustados y ven a los pacos mientras buscan supuestas armas, destruyendo tu casa, desparramando la harina, rompiendo tus pocas cosas. ¿Los terroristas son ellos no?”, se pregunta Griselda.

En 2004 un informe del Servicio de Salud Araucanía Norte demostró cómo las visitas, allanamientos y la constante vigilancia de Carabineros, Investigaciones, Fuerzas Especiales y fiscales afectaba a los habitantes de las comunidades mapuches. El documento reveló que los niños eran golpeados contra el suelo y la pared, que recibían culatazos con armas de fuego y alertó sobre los efectos traumáticos que tenían por ser testigos de fuertes escenas en que sus padres y otros familiares son constantemente agredidos.


El informe arrojó también que los pequeños pasan de un polo a otro en sus emociones, lloran con facilidad, asisten cansados al colegio y tienen dificultades para conciliar el sueño, porque duermen a saltos producto de las pesadillas. Además, de día, tienen flashbacks de los sucesos, se vuelven irritables y tienen fuertes sentimientos de impotencia.


En las escuelas, algunos de los pequeños sufren dificultades de atención y concentración, bajan el rendimiento escolar y tienen miedo de asistir a clases por temor a dejar solos a sus padres o ser atacados durante el trayecto a la escuela.


La psicóloga Claudia Molina, de la Comisión Europea de Derechos Humanos y Pueblos Ancestrales (CEDHPA), trabaja hace cinco años con los niños y mujeres de las comunidades mapuches y en especial en Temucuicui. Dice que ha visto en algunos pequeños los síntomas ‘cronificados’, lo que quiere decir que persisten pasado los seis meses, algo que se traduce en un quiebre en el desarrollo vital de su infancia, por los traumas que vienen de la intensidad y la repetición de la violencia.


Los chicos no dibujan soles sonrientes y rondas como los niños winkas. Sus trazos muestran buses de carabineros y enfrentamientos de sus padres con la policía.


Sin embargo, cuando están en el bosque, lejos de los policías, los chicos parecen ser otros. Corren entre los pinos y al llegar al río, piden permiso para meter los pies en él. Ahora, Manki camina con su hermana y su prima Milén por el pasto. Ven un toro.


Manki lo mira a corta distancia, directo a los ojos, Milén se arremanga rápido una falda roja y estira el polerón pare esconderlo. Dice que así no la atacará. Wangulén, parada sobre la colina de pastizales amarillos, abre los brazos en cruz.


— ¿Sienten eso?, es el küref (viento) —dice e invita a su hermano y a su prima hacer lo mismo que ella.


Los niños corren a imitarla, ya no le temen al toro. Parecen felices.