40 años de la desaparición de la nieta de Chicha Mariani


Todos los fuegos de un tiempo

Todos los 24 de noviembre, cuando se cumple un nuevo aniversario del ataque a la casa de la calle 30 de La Plata, hay jóvenes, Madres, Abuelas, músicos, poetas, militantes, movimientos populares frente al lugar. Marco Teruggi, sobrino de Diana, la madre de Clara Anahí, reconstruye desde la memoria de su familia los últimos minutos antes del asalto del grupo de tareas y dice que el nombre de la beba de tres meses, que desapareció aquel día, es hoy una búsqueda colectiva.

Apoya la browning sobre la mesa, limpia, con cada pieza en su lugar. A su lado los compañeros toman mate, se quitan la tinta de las manos, charlan sobre las noticias que imprimieron. Afuera casi todo es silencio. Pasan pocos autos por esa calle de tierra y pozos de La Plata. Por eso, en parte, están instalados allí. En un rato saldrá al barrio, a conversar con el almacenero, las vecinas, hablar de su embarazo, de ella, Diana Teruggi, a punto de graduarse en letras, casada con Daniel Mariani, economista, que todas las mañanas sale con traje y maletín a trabajar a Buenos Aires. Es un día de calma clandestina en la casa de 30 entre 55 y 56 número 1136.

Mientras termina de preparase para su tarea pública piensa en la familia, en su padre en el Museo de La Plata, en su madre en la casa chorizo de la calle 59, en los hermanos frente al piano, con libros en las manos, viviendo esa ciudad que ya no existe para ella. Le gustaría que vinieran a conocer el jardín que arregla con cuidado, mostrarles los preparativos para el nacimiento de su hija. Ya les propuso a sus padres venir con los ojos tabicados, la única forma posible para no correr riesgos. No quisieron. Están al tanto de su militancia pública como parte de la Juventud Universitaria Peronista en la facultad de Humanidades, le avisaron cuando en los alrededores de la calle 59 estuvo la Concentración Nacional Argentina preguntando por ellos. Les propusieron salir del país y no quisieron. Desconocen lo demás: su ingreso al Ejército Montonero en 1974, que la nueva vivienda, comprada en agosto de 1975, es una Unidad Básica de Combate de Prensa dentro del Área Logística, que tiene nombre de guerra, Didi, al igual que Daniel, Cacho.

No hay margen para el error, todas las cartas están echadas en el país: la organización clandestinizada, decretada fuera de la ley por el Gobierno de Isabel Perón, la Alianza Anticomunista Argentina, los asesinatos diarios y selectivos, la clausura del diario Noticias, la lucha de clases y de balas dentro y fuera del peronismo, el Operativo Independencia, la huelga general del mes de julio, la necesidad del poder para la patria socialista. Cueste lo que cueste. Quedarse es para ellos una certeza.

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“La recuerdo con un abrigo gris oscuro, ese andar apurado y esa manera, casi busterkeateana, de ordenar sus papeles. Anotaba todas las cosas que le interesaban, que es como decir el mundo entero”. Juan Octavio Prenz, docente de la cátedra donde Diana era ayudante.

“A los que están en la casa de 30 número 1136, que salgan con las manos en alto. Están rodeados por efectivos de las fuerzas conjuntas”, es lo último que se escucha a las 13.20 del miércoles 24 de noviembre de 1976. Diana, que tiene 25 años, está almorzando junto a cuatro compañeros y con Clara Anahí, de tres meses, sentada en el cochecito a su lado. Daniel ha salido media hora antes hacia Buenos Aires.

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En ese instante, frente a la puerta principal está apostada una tanqueta para impedirles una posible salida. Las calles 55 y 56 desde 31 a 29 y 30 de 55 a 56 están cercadas, las casas y techos del frente, la terraza y medianera de las viviendas aledañas, así como las del fondo, están tomadas. Son más de cien efectivos de las Fuerzas Armadas, parte de los cuerpos especializados de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, de la Gendarmería y de los Grupos de Tareas. El General Guillermo Suárez Mason, el Coronel Ramón Camps, y el Comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, están escondidos en la esquina de 30 y 55.

Los jefes del operativo tienen la casi certeza de lo que hacen. Pocas horas antes se confundieron de casa, ingresaron a una vivienda en 66 y 30 y dejaron salvajemente golpeado a un detenido. Buscan la tercera casa operativa de Montoneros en La Plata: dos días antes atacaron en 63 entre 15 y 16, donde se falsificaban y guardaban documentos y archivos, y también la de la calle 139, entre 47 y 49, sitio de escondite de las armas en la región.

En la casa de 30 saben lo sucedido. Por eso tienen más browning y fusiles automáticos livianos. Pero la información no es precisa: la organización está compartimentada y parte de la conducción regional ha caído en los combates del lunes. En cuanto a la defensa del lugar, su construcción fue diseñada para enfrentar allanamientos de la policía y de la Triple A, pero no para un ataque con artillería liviana, vehículos blindados, armas cortas, largas, helicópteros y granadas incendiarias como el que está a punto de suceder en esa tarde de primavera con tanto calor, con una lluvia cerca y la historia que se resiste a ser ceniza.

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“Diana era excelente. Una persona entera. Serena, comprensiva, sin dobleces, pero también firme y segura. Y es muy posible que ‘angélica’ sea el calificativo que le corresponda”. María Inés, compañera de militancia en la casa de 30.

La casa tiene dos ingresos desde la calle: el garaje y la puerta principal. Adelante tiene un pequeño jardín. Al pasar la puerta se ingresa a un pasillo: a la derecha se encuentra la habitación de Diana y Daniel, luego se llega la cocina-comedor que tiene en su final una puerta que da al patio. Una vez allí a la derecha hay un pequeño baño sin ventanas, otra habitación, y en el fondo está la razón principal de la elección de la casa: un galpón en pésimo estado, el lugar elegido para el escondite de la imprenta.

Existen otra causa: la existencia del garaje cerrado, que permite la entrada y salida discreta del Citroën. La vivienda había sido adquirida legalmente por el matrimonio. Se trataba, para el vecindario, de una joven pareja de profesionales que han puesto en la fachada una placa con el nombre de Daniel Mariani. A su compañera le fueron designadas las tareas del cuidado de la casa, las relaciones con el barrio, la cobertura pública que justifica tanto movimiento: una empresa de conejos en escabeche.

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La construcción del lugar secreto estuvo a cargo del mismo ingeniero que construyó la estructura en las dos otras casas atacadas y de un obrero, ambos de la organización. Siempre entraron y salieron de la casa escondidos en la parte de atrás del Citroën. Los sacos y sacos de tierra sacados de la casa los explicaron con la excusa de que eran para los conejos. Así la obra quedó terminada. Detrás de una falsa medianera, situada en el fondo del patio, quedó instalada la imprenta. Está en un espacio de 1 metro 20 de ancho, 10 de largo, 3,20 de altura, totalmente cerrado. Se ingresa por un pedazo de muro, situado abajo a la derecha de la pared, que se desplaza sobre rieles mediante un mecanismo eléctrico con el contacto de dos cables a la vista, o de forma manual, en caso de corte de luz. Un visitante solo ve una pared que marcaba el final del patio, y donde se amontonaban jaulas para  conejos.

Primero María Inés, luego Roberto Porfidio, Daniel Eduardo Mendiburu Eliçabe, Juan Carlos Peiris, y Alberto Bossio, comenzaron a trabajar para publicar los cerca de 5 mil números de la revista Evita Montonera, además de volantes y materiales de la regional. La responsabilidad de Daniel y Diana quedó centrada en el transporte de los periódicos, escondidos en grandes paquetes envueltos con papel brillante y muchas cintas de colores, que Laura, con sus siete años, ayudaba a hacer.

Allí están entonces Diana y Daniel en ese final de 1976, con su primera hija, habiendo conocido juntos la experiencia de la Unidad Popular en Chile, sus primeros pasos dados en las agrupaciones de superficie a fines de 1972 -ella en la Juventud Universitaria Peronista, él, en el Frente Villero Peronista-. Ahora con responsabilidades en el Ejército Montonero, en la imprenta rodeada de un país donde los compañeros y las estructuras caen cada día. Lo saben, los números de Evita Montonera denuncian las torturas, los vuelos de la muerte, el plan sistemático de extermino. La dictadura genocida no puede permitir la existencia de la palabra, necesita el silencio, un silencio tan grande como aleccionador.

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“Con su enorme vientre de embarazada, sus ojos hermosos y sus largos rulos rubios, es fácil imaginarla franqueando todos los controles, contrabandeando un enorme paquete atado con grandes cintas en la parte de atrás de la furgoneta”. Laura Alcoba, hija de María Inés, vivió clandestina en la casa a los 9 años.

Al escuchar el megáfono agarran las armas e intentan tomar posiciones para impedir que ingresen a la casa y al patio. Las ráfagas comienzan de inmediato, caen con peso de genocidio sobre las paredes, parten vidrios, madera, cuadros, la vida allí reunida en 15 meses, los recuerdos de alegría entre tanta clandestinidad, las noches de jugar al TEG, a las cartas, las clases de matemáticas que Diana le daba a Laura. Ahí está Clara Anahí, entre el fuego, con el grito tapado de balas.

A las cuatro de la tarde la comandancia del operativo ordena disparar con un mortero. Ya son más de dos horas y media de combate y no lograron ingresar a la vivienda. El impacto abre un boquete en el frente, atraviesa la pared del dormitorio que da sobre el comedor, impacta en el muro que tiene del otro lado el baño. Camps y Etchecolatz mandan a tres soldados recién salidos de la academia a intentar ingresar al patio. Uno muere y otros dos son heridos. No se sabe si las balas salieron de dentro de la casa o del mismo fuego cruzado del operativo. La resistencia dentro de la casa a esa hora es poca, el mortero ha arrasado con fuerza.

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Foto: Matías Adhemar

“Tirale negro, que no se nos escape, dale, rajala al medio”. Diana intenta salir por el patio, lleva a Clara Anahí en brazos. “Viva la patria, carajo”, grita. A su lado queda otro combatiente, sus lentes caídos cerca, las marcas de los disparos en cada pared, techo y piso.

El último estruendo sucede casi a las cinco de la tarde. Los comandantes ingresan, los colimbas quedan apostados en la entrada. Un represor sale con un bulto envuelto en una manta, del tamaño de una niña. Clara Anahí es secuestrada, subida a un auto que se aleja. Sale luego de la casa un hombre con los brazos en alto, mal herido. ¿El ingeniero, quién habría delatado la casa señalándola desde un helicóptero? De serlo, estuvo luego en el Centro de Detención Clandestina de La Cacha, y fue fusilado.

Al regresar a La Plata, Daniel se entera del ataque y de las muertes. La certeza no cambia: continuar militando, como pueda, en la organización que se deshace, que seis meses más tarde perderá a su nueva conducción regional. Su familia le ofrece irse. Como antes, decide quedarse. Ya no se llama Cacho sino Bocha, también Esteban, y logra, el 30 de julio de 1977 interferir la transmisión de la pelea de Mozón con Rodrigo Valdéz en una amplia zona de La Plata. Emite una proclama de Montoneros. Es lo último. El 1° de agosto es acribillado en 132 y 35 cuando intentaba ingresar a una vivienda por una pared lindera.

Su cuerpo, como el de Diana, es llevado al osario del Cementerio de La Plata, luego a la fosa común como NN. Aunque los militares y la policía sepan quiénes son. Nosotros desconocemos dónde están.

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“Han pasado 40 años; intento fijar mi memoria, seguir conservando hermosos momentos, sonrisas, alegrías. Mis hijos ya son mayores de lo que fue. Qué corta su vida, cuanto amor en ella”. Daniel Teruggi, hermano de Diana.

Kewpie se acerca, camina con un pie siempre lento, como de arrastrar algo que nunca pudo, que no podrá. Le entregan el anillo de Diana, es 24 de noviembre de 1993. Se pregunta qué hacer con los aplausos de esos jóvenes y sobrevivientes reunidos frente a la casa que a partir de esa tarde se llama “Casa de la resistencia Diana Esmeralda Teruggi”. Deja unos segundos el anillo en la palma de su mano que todavía puede agarrar las cosas, la cierra, se aleja mientras siguen aplaudiéndola, a ella, a su hija, esa historia que vuelve como incendios cada tanto, todo el tiempo, como hoy, donde algo ha cambiado y todo sigue igual.

Diecinueve años después, en la mañana del 22 de agosto de 2012, en las radios hablan de la masacre de Trelew, y de la muerte de Genoveva Dawson, Kewpie. Hay testimonios, Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo -quien ha investigado casi todo lo que acá escribo- dice su tristeza, Clara Anahí pierde a una de sus abuelas, ella a su querida Kewpie. El tiempo se acerca como olas a los pies de las abuelas. Alicia De La Cuadra, del grupo fundacional, muere en el 2008, su nieta Ana Libertad recupera su identidad en el 2014. No es la única. Los genocidas no hablan.

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La ausencia de Clara Anahí -su vida allí, en cualquier lado posible- es la marca diaria del proyecto de dominio impuesto con el terror, la repetición argentina: desde la fundación de su orden, y cada vez que lo necesitaron para mantenerlo, las clases dominantes asesinaron. Por eso, entre tantos, los treinta mil. El crimen es proporcional a la amenaza, la necesidad del genocidio indica las dimensiones de la potencia transformadora que habían acumulado las clases populares al llegar a 1976. Dentro de ellas Montoneros, el intento patria o muerte.

¿Qué queda de ese proyecto implantado con el plan sistemático de exterminio? Regreso a esa pregunta en permanencia. En particular este año, donde el Gobierno Nacional, junto a diarios como La Nación, intentan recuperar terreno perdido. Tensan, provocan, mienten: cuestionan el número de los 30.000 detenidos-desaparecidos, afirman que los militantes de los años 70 eran terroristas como los que hicieron los atentados de París en noviembre del 2013, piden prisión domiciliaria para quienes cometieron crímenes de lesa humanidad. Abren con cuchillo un debate ideológico, histórico, judicial, miden hasta dónde avanzar en cada nueva ofensiva. Saben que durante los últimos años, en la balanza del bien y del mal -ese sentido común nacional- el primero quedó del lado de los compañeros, nuestras familias, las organizaciones políticas, los organismos de derechos humanos. Quienes condujeron militarmente el genocidio tienen ante sí las espaldas del país: la condena social y, en parte, judicial. Tanta marcha, tanta lluvia, tanto escrache, tanta palabra, no fueron en vano.

Existe un puente entre el actual Gobierno y los intereses económico, políticos y culturales que fueron impuestos con el terrorismo de Estado. No son inocentes. Necesitan construir su versión, la que habla de excesos represivos en el marco de una tarea que era necesaria para defender la patria, de dos demonios, minimizar hasta ocultar, para decir luego que el pasado ya no importa, debemos olvidar, mirar hacia adelante. Siempre sin decir dónde está Clara Anahí, los cerca de 380 nietos secuestrados que todavía no recuperaron su identidad, los cuerpos de los compañeros de la casa de 30, los miles y miles que fueron fusilados, crucificados, empalados, torturados, arrojados al mar, al río, a la tierra sin nombre, sin familia, sin justicia.

No les es tan fácil como imaginaban. Cada 24 de marzo es una muestra de eso. Todos los 24 de noviembre, cuando se cumple un nuevo aniversario del ataque a la casa de 30, también. Hay jóvenes, Madres, Abuelas, músicos, poetas, militantes, movimientos populares, memoria, vida. Clara Anahí es una búsqueda colectiva, el nombre de los compañeros un orgullo. Eso, es una victoria.

No sé qué pensaría Diana hoy. De qué manera pronunciaría la palabra Didi, Daniel, si diría Evita Montonera todavía, como aquello que viene de lejos y a lo cual no se renuncia. Suelo preguntarle, encontrando una respuesta nueva cada tarde. Tienen, ella, la casa, la revolución inconclusa, un paso hundido en la historia que nos enseña, nunca limpia, nunca nítida. Su nombre lleva la verdad de quien lo ha intentado, aquella que mira de frente y carga todos los fuegos de un tiempo.