Crónica

Sara Gallardo


Cómo sufrimos los periodistas

Satírica y aguda, en sus columnas de Confirmado, la escritora Sara Gallardo aborda, entre otras, las tensiones del trabajo periodístico que le da de comer, y la literatura, puro goce simbólico. En este fragmento de “Macaneos” (Ediciones Winograd; selección y prólogo de Lucía De Leone) habla del martirio de presentar propuestas a un editor, y de las picardías de algunos jefes.

Cada vez que un postulante se presenta a pedir trabajo en alguna revista (¡salvo en Confirmado!), el jefe de redacción le exige como primera medida una lista de temas. El postulante va a su casa, habla con los muchachos, la novia, el tío y la mamá, y entre todos elaboran una lista sensacional. El postulante, manos húmedas, vuelve a la redacción y apenas el jefe lo vislumbra sus ojos saltan hacia la hoja con la lista. Sonrisa de satisfacción. El postulante la toma como dato para la esperanza. El jefe también, pero en otro sentido; pone el papel sobre la mesa y lee. Lee. La lee.

Es ella. La misma. La lista misma. La mismita lista. La que durante años pusieron otros postulantes sobre la misma mesa. La que presentó él, aspirante a jefe de redacción, cuando el director le tomó la prueba de capacidad. La que el director preparó cuando la empresa le pidió un cambio radical en la revista. La que el director anterior, partido ahora con motivo del cambio, presentó al entrar en la empresa hace diez años.

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Con un pequeño vahído, ése que inspira la idea pitagórica del eterno retorno, el jefe de redacción lee: “La verdad sobre los reformatorios de menores”, “¿Qué pasa con nuestros hospitales?”, “El mundo loco de los loqueros oficiales”, “Entretelones de la villa miseria”, “¿Qué son, en verdad, nuestra cárceles?”, “Qué es, cómo ama, qué piensa nuestra juventud”. De pronto: “El puerto de Bahía Blanca, su marasmo”. El jefe detiene el dedo sobre esa frase. Encarga la nota al postulante. Este se sorprende un poco. Era lo que se llama un tema de relleno, propuesto por el tío, que conserva mal recuerdo de Bahía Blanca porque allí lo engañó una novia, y que él incluyó en la lista sólo porque el tío tiene tendencia a ofenderse con facilidad. El postulante piensa –después desarrollará su pensamiento con los muchachos, ahora no es el momento-: “Todas estas revistas están comprometidas hasta las patas. No ha caso de que emprendan la denuncia valiente, frontal, el periodismo-verdad”.

Se equivoca el postulante. El no sabe que el periodismo verdad es de lo más aburrido que se pueda soñar. El jefe de redacción tampoco lo sabe. Ignoran que lo único verdaderamente apasionante y revelador es el periodismo-imaginación, que descubre, digamos, un problema feroz allí donde cuatro negros se rascan los piojos en estado de euforia. Bien. El postulante ignora el pensamiento del jefe de redacción: “Si sale bien lo de Bahía Blanca, que salga; y si no, me saco este pibe de encima”.

Ocultando cortésmente este designio, el jefe levanta la mirada y dice: “Hágame esta nota; cuando esté lista me la trae”. Y aprovechando la timidez del joven, abre un cajón y guarda la lista de temas. “Hasta la vista.”

Porque en esa lista fatídica hay dos o tres cosas pasablemente nuevas que el jefe de redacción encargará a sus gentes ya probadas. Y el postulante, que desde entonces compra la revista sintiéndose en cierta forma parte de ella, encontrará la semana siguiente uno de sus temas, la subsiguiente otro, y sentirá, por primera vez quizá, que la vida es dura.

Es dura, señores. No juzguen mal al jefe que hizo eso. Es dura, la vida, y los temas escasos. Robarlos de revistas extranjeras es obvio, pero muchas veces inaplicable. ¿Cómo argentinizar una nota sobre los traumas del poscolonialismo en Francia, por ejemplo? La vida es dura, y hay diversos sistemas para procurarse temas.

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Uno, de un director que tuve, era el disfraz up to date. Somos modernos, ¿no?, hoy se trabaja en equipo. Una vez por semana, reunión del equipo.” Brain storm, que le dicen. Cada redactor presentaba su tema, con el resultado de bufidos varios, silencios y rascadas de nuca vacilantes. Más de uno proponía “la verdad sobre nuestros hospitales”, etcétera. Yo tenía un leit motiv, que presenté durante años con el mismo resultado. Lo que es peor, sigue pareciéndome bastante bueno. Una nota llamada “La guerra de las golosinas”. Me sé de memoria la presentación verbal: “En la Argentina hay varias fábricas de chocolatines y caramelos. Periódicamente inventan formas, sabores, y los lanzan, y son copiados por la competencia, etcétera. Investigación en distintos niveles (no hay como decir distintos niveles para parecer al día, inteligente y serio) por ejemplo: chocolatineros, distribuidores, publicistas, fabricantes para conocer los resultados de esa guerra en la demanda callejera”. Incluso proponía varios títulos, de los menos originales, como debe ser: “La Guerra Dulce; Las Amarguras del Dulzor”, etcétera. Quiero dejar aclarado que siempre recibí el mismo gruñido -¿justificadísimo?-, y ya en los últimos tiempos, antes de echarme, un rápido: “¿Venís de nuevo con tus golosinas?” Pero soy terca. Uno tiene su amor propio. Y creo que nunca hablé al jefe de redacción de Confirmado sobre la dulce guerra. Además, no creo que lea mi página. En fin. Esperen y verán.

Vuelvo a decirles, no juzguen mal a los periodistas. No siempre tenemos la oportunidad de que rapten al cónsul, por ejemplo. Y si de veras lo hubieran pasado por las armas, hubiéramos podido idealizarlo –un mártir- y yo desde esta página hubiera propiciado la creación de un monumento con una sola inscripción: “¡Waldemar!” Pero una vez suelto. Una vez expresadas sus inolvidables palabras… Mala suerte. Y después, diplomáticos rusos, para demostrar que la URSS es capitalista y corrompida, que únicamente chairman Mao, etcétera. Siempre lo dije: tendríamos que tener relaciones con China soviética, para que nos quede algún diplomático sin raptar, y haga eso que hacen los diplomáticos: hablar inglés, vender coches y tomar whisky, que resulta tan imprescindible.

En caso de cesar los raptos, ¿no les interesaría leer algo sobre las golosinas?

(Año V, Nº 251, 8 de abril de 1970, p.50)