Crónica

Un perfil de Julio Ramón Ribeyro


Seis cajones para publicar

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro tenía una curiosa manera de saber cuándo un texto estaba listo. Apenas terminaba un relato lo ponía en el primer cajón. Un mes después volvía a leerlo y si aún le gustaba lo pasaba al segundo y así. Al llegar al sexto (algo que no sucedía a menudo) era el momento. Tímido y distante para quienes no lo conocían, Ribeyro fue uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. El escritor y periodista Daniel Titinger se sumergió en la figura de este hombre capaz de olvidarse a su hijo en el parque y escribió “Un hombre flaco”, publicado por la editorial de la Universidad Diego Portales.

Tenía cuarenta y cuatro años, y pesaba cuarenta y seis kilos. Le daba vergüenza su cuerpo, pero extrañaba nadar en el mar. No quería, sin embargo, que alguien lo viera en traje de baño, exhibir su cuerpo operado, lleno de cicatrices, «ese cuerpo que parecía haber sobrevivido al ataque de un león», lo des­cribió Niño de Guzmán. Por eso inventó los «baños cre­pusculares». Desde ese viaje de 1973, y en sus sucesivas visitas a Lima, los baños crepusculares se convirtieron en algo usual entre Ribeyro y sus sobrinos Juan Ramón, el hijo de Lucy, y Gonzalo, el hijo de Mercedes: iban a na­dar al mar cuando el sol se estaba extinguiendo. Ribeyro se quitaba la camiseta, se metía al mar y nadaba con un estilo libre pausado. Era como un filamento, un fantas­ma que se alejaba mar adentro y regresaba a la orilla exhausto y feliz.


Uno de sus primos, Esteban Santamaría, recuerda cómo Julio Ramón estaba obsesio­nado por el fútbol. «Era un buen arquero», me dijo San­tamaría. Jugaban en la calle. A veces, para divertirse, Ju­lio Ramón imitaba a los narradores de fútbol de la radio, y según Santamaría, su primo gritaba «y entonces, seño­ras y señores, este partido aún no termina, toma el balón y ¡goool de Universitario de Deportes!». Junto a su herma­no Juan Antonio inventaron un juego. A una mesa de ma­dera le dibujaron las líneas blancas de un campo de fútbol, incluso los dos arcos, y jugaban con equipos formados por tapitas de metal de bebidas gaseosas. Esa mesa la guarda­ban en el garaje de la casa, y hasta tenían unos tablones de madera para improvisar una tribuna con los amigos del barrio. Santamaría resume así esos años miraflorinos del escritor: «De Julio se dicen muchas cosas, pero tenía su fa­ceta de hombre alegre».


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Nos conocimos en París, el otoño del 66[1]. Yo estaba escribien­do Un mundo para Julius y a veces le leía partes, nos hicimos muy amigos y me costó mucho verlo en la sala de los muertos. Sí, yo he visto a Julio en la sala de los muertos. Estuvo en un hospital horroroso, el Saint-Louis, que es un monumento his­tórico con salas gigantescas y millones de enfermos, era atroz. Un día fui con Maggie, que era mi esposa, a ocuparme de él. Alida estaba vete tú a saber dónde, Julio como siempre aban­donado y con sus sondas metidas por la nariz y qué sé yo, y fui con Maggie porque iba a llegar Mario Vargas Llosa. Maggie lo peinó, lo dejó como a Gardel, oye, fue un acto de cariño por una persona, y de temple, además, de la serenidad de Mag­gie, impresionante, yo miraba eso y me parecía un milagro, y duraba y duraba, para que cuando llegara Mario él estuviera bien peinado. Y llega Mario con un libro suyo para regalár­selo y Julio no tenía ni manos para abrir el libro, estaba lleno de sondas. Se pegó una impresionada Mario, se quedó aterra­do y me dijo Alfredo, cómo no me habías contado. Yo no ten­go por qué decirte nada, Mario, esto lo sabemos todos. Era de noche y yo me tenía que ir a comer donde Julio Cortázar, así que le dije si quieres te dejo en el camino, Mario, y él me dice no, no le vayas a decir a Julio que estoy en París. Ahí me di cuenta de tres cosas. En primer lugar, del amor que Maggie le tenía a Julio Ramón. Me di cuenta, también, de que Julio Ramón se iba a morir y, por último, de que el boom se esta­ba rompiendo.


Ribeyro era consciente de su cuerpo. Sabía que era un hombre extremadamente flaco, pero al mismo tiempo que ese era un rasgo que lo distinguía del resto, que lo hacía elegante y a la vez misterioso. Su diario personal está lleno de anotaciones sobre su cuerpo, al que parecía despreciar, pero esa fragilidad era tanto su angustia como su sello personal. “De toda su figura, él sabía que su rostro era lo más expresivo, la nariz así, ¿no?, muy angulosa, digna de un retrato”, me dijo Sofía Belaúnde, la pintora que no logró terminar el retrato. “Tú lo mirabas y sus pupilas tenían una fuerza impresionante —me contó María Laura Hernández—. No esa fuerza que podía tener Picasso que te volvía loca, sino la fuerza de una persona que va a la esencia de las cosas, y te lo transmitía en la mirada, en todo el cuerpo”. En un papel cartulina de color amarillo, el mismo Ribeyro había pegado distintas fotografías suyas tamaño carné, en blanco y negro, que van desde 1939 hasta los años ochenta. La mayor parte de ellas están fechadas, y al estar una al lado de la otra, pegadas con goma y ordenadas cronológicamente, muestran su adelgazamiento precoz, su continuo deterioro. Pero en todas se lo ve elegante, distinguido. En una foto de 1939 escribió: “Obediente”. En una de 1948: “Huevón”. Hay una sin fechar, en la que aparece tecleando en una máquina de escribir, y dice: “Triste”. 1964: “Preocupado”. 1980: “Cagado”. No tenía poses de ningún tipo. Nunca le mostró esa cartulina a nadie, y solo la encontraron en su departamento, escondida entre sus libros, cuando ya había muerto. Su ahijado y sobrino Claudio de la Puente, otro de los hijos de Mercedes Ribeyro, su hermana, me aseguró que su padrino siempre le había recordado al Beatle George Harrison, y no solo por la delgadez de sus últimos años, ni por la aspereza de su rostro, ni por su manera de caminar o por el tono de su voz, que son idénticos, ni siquiera por haber muerto de un cáncer, sino porque “Harrison tenía un talento excepcional, y sin embargo no le gustaba la exposición”.

Una noche, en su casa, Claudio de la Puente me hizo ver videos de Harrison para comprobarlo.

—Julio Ramón era como Harrison —me dijo—, y Vargas Llosa es como Paul McCartney.


Es cierto que Julio Ramón Ribeyro era un hombre des­pistado. Una tarde, cuando su hijo Julito tenía apenas tres años, Ribeyro lo llevó a un parque cercano a la Place Falguiere, donde vivían entonces, «un lugar feo», escribió él, «un barrio sin alma». El niño llevó sus baldes para jugar en la arena. El padre llevó el diario Le Monde. Pasó un rato y volvió a su casa. Cuando abrió la puerta de su departa­mento, Alida le preguntó por su hijo. «Me lo olvidé en el parque», le dijo a su esposa. Alida lo recuerda hasta hoy: «Julio Ramón tenía cualidades extraordinarias y defectos extraordinarios».


Jorge Deustua es un fotógrafo peruano que vive en Australia. Me cuen­ta, por Skype, que conoció a Ribeyro a principios de los años ochenta, en París, donde llegó con una beca para es­tudiar cine. Una mañana fue a buscarlo a su oficina de la Unesco con un encargo que traía desde Lima: las fotogra­fías de un sobrino de Ribeyro, de quien Deustua era ami­go del colegio. El sobrino había ganado un campeonato de fútbol y le había pedido que le llevara esas fotos del tor­neo a su tío, que seguro le iba a dar una gran alegría. Pero Deustua no vio a un hombre alegre sino a un tipo tími­do y muy incómodo: como si Ribeyro hubiera querido es­conderse detrás de su escritorio. Era enero o febrero, y ha­cía frío. Ribeyro lo recibió con una mueca de disgusto, y sin embargo le contó que en esa oficina de la Unesco te­nía tiempo para escribir, y lo hacía con una técnica que había perfeccionado con los años. Su escritorio tenía seis cajones. Apenas escribía algo, lo ponía en el primer cajón. Un mes después volvía a leerlo y, si aún le gustaba, pasa­ba al segundo cajón. Un mes más tarde, repetía el ejerci­cio y, si todavía le gustaba —lo cual era raro—, lo guarda­ba en el tercer cajón, y así hasta que llegaba al sexto cajón y era, entonces, publicable. Ribeyro, recuerda Deustua, le contaba todo eso con la misma mueca de disgusto con la que lo había recibido; como diciéndole, te voy a reve­lar la técnica de mi escritura, ¡pero largo de aquí, desco­nocido!


Es cierto que Ribeyro tenía una técnica para beber vino, quien sabe si para no perder la compostura o para atenuar esa timidez sin acabar en el suelo: llenaba la copa con un buen tinto de burdeos, de preferencia un Saint-Emilion, y la dejaba reposar sobre una mesa. Le daba un sorbo, se levantaba y la ponía en alguna otra parte; encima de una chimenea, por ejemplo. Era una manía rarísima, se olvida­ba de la copa un rato, incluso no sabía dónde la había de­jado. Luego la encontraba, le daba otro sorbo, y buscaba un nuevo lugar para perderla de vista.


Julio Ramón Ribeyro vivía en Lima y era un hombre dis­tinto. «Se soltó las trenzas en los últimos años de su vida», contó el poeta Antonio Cisneros en una entrevista inédi­ta. Cisneros murió de un cáncer fulminante en 2012, pero unos estudiantes de la Universidad San Martín de Porres lograron entrevistarlo para un documental sobre la vida de Ribeyro al que llamaron, simplemente, Ribeyro. «Le encantaban las peñas afroperuanas —les contó el poe­ta—, la pasaba muy feliz, a pesar de su timidez aparente o real, le encantaba que lo reconocieran».

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Guillermo Niño de Guzmán lo llamaba casi a diario y él contestaba siempre con la misma pregunta: «¿Qué te parece si nos tomamos unos copetines?». Salían a jugarse la suerte en los casinos y una noche, contó Niño de Guzmán, invocaron al fantasma de Dostoievski, gran jugador, y ganaron casi dos mil dólares apostando en la ruleta. Ribeyro tenía una técnica para apostar a la ruleta: durante toda la noche jugaba solo a tres números, y además lo ha­cía a «plenos», apuestas a un solo número que paga hasta treinta y cinco veces.


Quienes lo veían por primera vez tenían la sensación de que era distante y amargado. Daba la mano sin fuerza, y luego parecía que­rer huir, desaparecer, esconderse. Ribeyro, decían, no es­cribía sobre hombres desconocidos, desdichados y tristes: lo suyo no era ficción, sino pura autobiografía. Solo quie­nes traspasaban esa barrera impuesta por él mismo podían verlo sonreír.

«A Ribeyro le gustaba cantar», me han dicho.

«A Ribeyro le gustaba que yo le tomara fotografías».

«Ribeyro jugaba ping-pong».

«Ribeyro bailaba las canciones de Juan Luis Guerra».

«Ribeyro se pasaba horas escuchando los boleros de Luis Miguel».

Ribeyro parecía un personaje de sus cuentos, pero po­dría tratarse solo de un disfraz.

En 1971, Ribeyro le dijo al poeta César Calvo, en una entrevista: «Creo que en todo el mundo hay varias personas o varias personalidades. A través de la vida una de ellas termina por impo­nerse a las otras, las regresa al silencio, las domina. Y solo en momentos excepcionales, de gran peligro o de gran pa­sión, alguna de ellas logra suplantar a la principal. En mi caso coexisten varias, con igual vehemencia. Por un lado existe el escritor; por otro lado, el bohemio; por otro lado, el hombre de su casa, el padre de familia que no es escri­tor ni bohemio. Y el niño de siete años que corría frente al mar y se iba a escuchar audiciones en Radio Miraflores. Y también una especie de aventurero frustrado, de viajero que ya no viaja, de seductor que ya no seduce».

[1] Nota del editor: Este es un fragmento de un testimonio del escritor Alfredo Bryce Echenique.