Crónica

Fiestas de 15


El sapo de la princesa

En el imaginario colectivo la fiesta de 15 es un ritual de paso de la niñez a la madurez. Funciona también como la presentación en sociedad y el anuncio de que las adolescentes están listas para incorporarse al mercado matrimonial. Pero, en realidad, la edad para el casamiento se desplazó y son otras las vías mediante las cuales esas niñas se harán mujeres. Si se tragan el sapo de los cuentos de princesas elegirán vestido y rituales tradicionales. Si lo rechazan, pueden reapropiarse de los modos esperados de ser mujer o princesa. La cronista Florencia Gordillo y la académica Mariela Chervin recorren festejos y explican el proceso en el que se tejen y destejen vínculos en el camino zigzagueante hacia la vida adulta.

Fotos: Mariela Chervin y Lucas Ignacio Ramirez González.

A la primera, la fecha de nacimiento. Raquel juega a la quiniela el día que Luciana cumple 15 años. Es la mayor de sus nietas que “hace fiesta”. Por eso, también juega al 15, a la “niña bonita”. Días antes y días después la relación entre ellas es fría y distante, pero la noche de los 15 todo lo puede. Cuando vio a Luciana -que toda su vida quiso hacer fiesta porque le encanta ser el centro de atención y un año antes empezó a ir a la modista, que esa noche contrató una maquilladora y compró flores naturales para ponerse en el pelo, que cuando camina le tiemblan las piernas, vestida de gasa dorada- que está hermosa y llora.

Viernes o sábado. Las quinceañeras hacen fiesta porque la eligen o son disuadidas, convencidas, a veces obligadas. Vínculos, desamores, desencuentros se tejen y destejen en cada fiesta.


La puerta trasera del auto está abierta y después del frondoso vestido turquesa aparece Ana. Ya de pie, el padre -usa un traje gris pálido que combina con la solemnidad de su cara- la toma del brazo y caminan juntos hasta una mujer de vestido bordeaux que sostiene con las manos extendidas un almohadón con dos zapatos plateados y brillosos.

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Antes de la puerta de entrada al salón hay un sillón negro donde Ana se sienta. Es julio y afuera el invierno es filoso. El padre se inclina frente a ella: la rodilla derecha apoyada en el suelo, la pierna izquierda flexionada. Ana levanta su vestido y deja ver las piernas. Usa zapatillas blancas de lona que no están limpias. Son las mismas que lleva al colegio los días que tiene gimnasia. Los pies no tocan el suelo porque el padre después de sacarle cada zapatilla pone la mano debajo y después, los zapatos. Ella deja caer el vestido que otra vez cubre sus piernas. La mujer de bordeaux es la madre y permanece al costado, desdibujada. La cámara filma a Ana que ahora le da la mano a su padre para ponerse de pie y entrar al salón. Todos están amontonados frente a la puerta para ver a la quinceañera. Una mujer lleva la punta de los dedos a la boca para sellar lo que acaba de decir: “Ana parece una princesa”.

Lo esperado es que cuando las puertas del salón se abran la quinceañera esté emperifollada. Deberá ser lo más parecido a la aparición de una princesa. Aunque no siempre las adolescentes y sus invitados asocian ser princesa con la imagen de la muchacha que en los cuentos clásicos usa vestido con falda larga ensanchada por un miriñaque y corset ceñido a la cintura que mantiene erguida la espalda y apretada la panza. Vestimenta, calzado, bijouterie, peinado y maquillaje. Debe, además, estar combinada con el decorado, con los souvenires o la torta. Y, desde que empieza la fiesta hasta que termina, es esperable que la chica conserve buenos modales, sonría porque debe estar contenta salvo cuando se emocione que, en ese caso, deberá llorar. 

¿Reproducen lineal y automáticamente el estereotipo exacerbado de feminidad sostenido en la imagen de la princesa? Si la respuesta es afirmativa, entonces Ana se tragó el sapo de los cuentos de princesas y con él en sus entrañas elige usar vestido y también hacer fiesta. Fin del cuento. Si en cambio, la respuesta es negativa, la historia es menos aplanada. Cada quinceañera puede, aunque no siempre, reapropiarse de los modos esperados de ser mujer o princesa, hacerlos suyos, modificarlos, o subvertirlos. En las decisiones que toman para organizar una fiesta, ellas enfrentan múltiples negociaciones para construir –o al menos intentar– una princesa a su medida.

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Lucía no sabe dónde pero escuchó “eso de que en los 15 la niña se convierte en mujer pero le parece que nada que ver”. Para Ana, “la fiesta de 15 es como un cambio de niña a mujer o a señorita”.

En el imaginario colectivo la fiesta de 15 es un ritual de paso: la niña se convierte en mujer y es presentada en sociedad. Ya está lista para incorporarse al mercado matrimonial. Pero, en realidad, el casamiento se desplazó para más adelante y son otras las vías mediante las cuales esas niñas se harán –o es esperable que se hagan– mujeres. Terminar el secundario, conseguir un trabajo, estudiar una carrera o un oficio, seguir con danza, inglés, comedia musical, comenzar –o continuar– con las salidas nocturnas, maquillarse, no quedar embarazadas tan jóvenes, frecuentarse con chicos o que el novio sea autorizado a visitar a la adolescente en su propia casa. Casi siempre las expectativas amorosas responden al estereotipo heteronormativo: se supone que más tarde que temprano la quinceañera se encontrará con un muchacho que, otros procesos, habrán convertido en príncipe.

Las decisiones y elecciones que se toman cuando se organizan los 15 se dan en caminos zigzagueantes hacia la vida adulta. Entre constantes interpelaciones, negociaciones, disputas, tires y aflojes la quinceañera deviene adolescente, hija, mujer, amiga, novia. Cada fiesta transforma a la quinceañera pero no solo a ella y tampoco de una vez y para siempre. Antes de la fiesta, se hace mujer negociando con una madre el largo que tendrá la pollera una vez que se cambie el vestido. Durante, se ofende la compañera de escuela que no es elegida para entregar una rosa en la entrada de quien consideraba su mejor amiga. Pasada la fiesta, la quinceañera toma distancia de su padrino: el elegido para entrar con ella el día de la fiesta, faltó.

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Lourdes quiere estar divina. Para ella estarlo es entrar a la fiesta disfrazada de una de las cabareteras de Moulin Rouge. Magalí acepta usar el vestido alquilado corte princesa pero le dura poco, mucho menos de lo que su mamá hubiera querido, y lo reemplaza por un jean y una remerita que encontró esa noche entre las bolsas de regalos. Sol tiene la opción de viajar como regalo de 15, pero desde los 5 años que quiere vestido de princesa, rosa, sin discusión. Fueron horas de búsqueda para encontrar el modelo soñado en una revista para quinceañeras, lo marca con un papelito, su modista lo hace idéntico.


Ana no usa vestidos ni polleras porque no le gusta. Pero para sus 15, sí.

— Soy más de los jeans. Usé el vestido como para seguir la tradición. Fue raro.

Rastrear orígenes es parecido al juego del teléfono descompuesto. Seguir la tradición. ¿Hasta dónde? Muy lejos: hasta las culturas precolombinas que separaban a las niñas de la comunidad para luego ser reincorporadas ya como mujeres después de una ceremonia o ritual de paso; o una mixtura de tradiciones traídas por los españoles durante la conquista; o llegar a las cortes europeas del siglo XIX donde la nobleza organizaba bailes para presentar a las mujeres jóvenes en sociedad, con vals y vestido corte princesa como marca de época.

Cuando se acerca el día de la fiesta, brotan relatos poderosos que rodean a la quinceañera: los 15 de tías, abuelas, hermanas, vecinas, madrinas, compañeras de la escuela, nutridos además por los comentarios de quienes saben que se aproximan los 15 de la hija, o la sobrina, o la nieta de algún conocido. Son esas historias más cercanas las que entretejen una nueva fiesta.

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Ana nunca soñó con la fiesta de 15. Ella quería hacer un viaje a Brasil con toda su familia pero una amiga de su tía, con quien a veces va al gimnasio, le dijo que hiciera la fiesta porque “una sóla vez en la vida se cumplen 15 años”. Entonces cambió de opinión.

Aylén, la hermana del medio, camina sigilosa detrás del vestido de Ana como si estuviera hipnotizada. Usa un vestido de raso color rosa claro por debajo de las rodillas y tiene flores blancas de plástico en el pelo. Mientras todos comen, está parada al lado de la mesa y comienza a mover los pies como si sonara el vals, extiende una mano hacia el costado y la otra queda en la panza, como si abrazara a alguien, y comienza a ensayar el baile.

La transmisión de generación en generación muestra toda su fuerza en la permanencia y reactualización de los modos y sentidos de hacer fiesta. No es posible -en tanto no existe- identificar un único origen ni una única razón por la que se produce el movimiento sísmico que hace detonar y emerger cada nueva ceremonia.


Yo hice fiesta.

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El patio de una casa, un salón de fiestas preparado exclusivamente por una decoradora que cobra $20.000 de honorarios –precio especial porque es amiga de la familia–, un ex-comedor comunitario devenido en salón de usos múltiples de una villa de la ciudad, un bar cool, un instituto de menores.

Ni el lugar ni el monto de la inversión definen qué es una fiesta. Cada quinceañera –y también quienes la acompañan en el proceso– construye su propio significado. En Argentina, adolescentes de todos los sectores sociales cumplen el ritual, y aun cuando las distancias socioeconómicas saltan a la vista y se materializan en los diferenciales accesos a bienes y servicios para llevarla a cabo, los sentidos atribuidos a la práctica se comparten más de lo que se cree.

La invitación a una fiesta suele ser liviana como el papel del que está hecha. La quinceañera espera del invitado acompañamiento, colaboración en los preparativos, presencia en la fiesta. Algunos lo hacen con gusto, para otros puede convertirse en una obligación tal vez más pesada que la tarjeta recibida.

Una especie de red de cooperación se articula –o es esperable que se forme– para organizar una fiesta: el padrino paga el cotillón, la abuela regala los zapatos, la prima hace los gorros, la tía peluquera peina, el amigo presta el equipo de música o el auto para trasladar a la quinceañera, la hermanastra presta su vestido, la antropóloga hace de fotógrafa, la cronista lleva y trae a su hermana y las amigas a la fiesta. Cada una de estas acciones replantea lazos y reacomoda afectos.

En la misma fiesta existen mecanismos para reconocer públicamente y valorar la cooperación recibida o para hacer notar la que fue denegada. Sólo unos pocos invitados son elegidos para entrar con la quinceañera, entregar rosas, o recibir velas.


El auto que traslada a Ana es de su tío y viene por la calle principal de Villa Retiro –un barrio periférico de la ciudad de Córdoba– que es de tierra y tiene poca iluminación. Lola corre con una hoja de cuaderno en la mano. Es la encargada del salón y le acaban de avisar que Ana está a pocas cuadras. Las luces del salón están apagadas. A los gritos nombra a las quince personas que Ana eligió.

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Catorce personas imitan un pasillo humano: siete de cada lado forman una pared mientras sostienen una rosa roja en las manos. Ana está parada en la puerta de ingreso, tomada del brazo de su padre. Ella sonríe; él no, sólo la besa en la mejilla y va hasta el final donde lo espera su esposa. Por cada rosa recibida, la quinceañera da un abrazo, sonríe y le sacan una foto. Rosa, abrazo, sonrisa, foto. Así catorce veces. Hasta que llega donde están los padres que minutos antes saludó en la puerta de entrada, los vuelve a besar, recibe la rosa, otra vez los abraza y llora. Después aparecen sus dos hermanas menores. “Ay pobre, está emocionada”, dice la tía al mirar a la hermana de vestido rosa que no para de refregarse las manos en los ojos rojos porque llora desde que vio a su hermana entrar.

—Fue re lindo lo que pasó, cuando entré y recibí las rosas y todo eso. Me gustó que me saludaron. Fue muy sentimental. Me re afectó. No me lo esperaba –dice Ana mientras mastica chicle y usa el mismo tono para contar cuánto la emocionó la entrega de rosas que para decir que los souvenirs son una boludez y por eso los eligió su mamá.

Las fiestas de 15 tienen una protagonista y alrededor aparecen personas como si fueran satélites que quieren estar cerca de ella aunque sea por una noche.

Patricia intentó convencer a Sol, la primera de sus hijas que hace fiesta de 15, para que entre con el padre. Pero ella eligió a su abuelo y su padrino. No sirvió lo que su madre le dijo, que lo piense bien porque puede arrepentirse y después no hay marcha atrás. Matías, el padre, recién pudo abrazarla después de que ella ingresara al salón.

—La fiesta de Sol fue un antes y un después. Cuando vi a mi hija, ya con 15 años, entrar al salón así de hermosa me di cuenta de que ya no era una nena –dice Matías, con la voz quebrada.

A las 5 de la mañana, camino a su casa, la abuela materna de Sol celebra que por fin se había reunido toda la familia. Al año siguiente, Carolina, la hija menor, cumple 15 y Matías ya no tiene que esperar al final del pasillo humano. Apenas baja del auto de un tío, decorado con cinco moños violetas a tono con el vestido, él lleva del brazo a su hija y entran juntos al salón.


Ana posa al lado de la gigantografía: es un banner con su nombre y dos fotos de ella donde usa remera animal print, labios de rojo, ojos con sombra color turquesa y rulos. Después fotos afuera. Hay cinco letras de su altura que forman su nombre. Frente a la entrada principal, en un sillón negro de cuero sin ningún rasgo distintivo, también se saca fotos. Por cada mesa de invitados, una foto. Ana siempre sonríe. Y está cansada cuando llega a la mesa de sus compañeras del colegio, apenas sale el flash, relaja la boca, exhala y apoya la cabeza en el hombro de la que tiene al lado.

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La fiesta “solo pasa una vez en la vida”. Debe sujetarse la fugacidad. Y el registro en fotos y videos producidos para y en la celebración vienen a cubrir ese imperativo. Con lo que se pueda: desde la última tecnología y el servicio más especializado hasta la cámara gatillada por algún pariente o un menjunje de fotos recopiladas de los invitados. Los registros son celosamente custodiados. Aseguran a la quinceañera y su entorno más cercano volver a la fiesta, revivir la “noche inolvidable” cada vez que se miran las fotos.

La madrina de Milena le pide al fotógrafo antes de la fiesta que se tomen fotos de todas las cositas y señala con el dedo índice los souvenires que hicieron ellas mismas y que están acomodados uno al lado del otro dentro de una caja. Cuando ya las tienen en un CD y pasan una tras otra en el reproductor de DVD que les prestó el vecino, Carolina dice que así le gustan las fotos, donde se muestran todas las cosas que hicieron con tanto esfuerzo y después no se ven en ningún lado.

Una abuela mira un mes después el álbum de los 15 de su nieta, dice que no emite palabra porque si abre la boca comenzará a llorar y antes de terminar la frase lleva la mano a la altura de los labios como si fueran un cierre, y dice que no podrá parar el llanto, entonces con un movimiento simula cerrarlo. Patricia tiene guardadas sus fotos porque si las ve su mamá se pone mal. Muchos seres queridos que quedaron amarrados en papel fotográfico ya no están. Revisitar la fiesta es volver a hacerla cuerpo. Y si hay registros, es más fácil.

Otras fotos –selfies en los celulares de adolescentes o cámaras de los familiares– forman parte del juego de estar allí. Presencia y diálogo asegurado al día siguiente cuando las fotos inundan las redes sociales.  Ana no es la única que se saca fotos. En las mesas donde hay adolescentes, no pasan más de diez minutos sin sacarse selfies que no demoran en subir a Instagram: fotos antes de la cena, durante la cena, en el baño, en la mesa de al lado, con el mozo de 19 años, en la pista de baile. Ninguna foto con Ana.

El mercado aprovecha y mete la cuchara: ofrece productos cada vez más diversificados. Está de moda contratar el servicio de cabinas de fotos, sale $2000 el alquiler por dos horas, e incluye la impresión instantánea de las fotos donde los invitados aparecen disfrazados con cotillón. Una de las últimas tendencias son las montañas rusas virtuales: autos con bincha que simulan una montaña rusa en movimiento. El alquiler por dos horas cuesta $10000 e incluye dos autos. También hay drones para incorporar tomas aéreas en el video de la fiesta ($4500), por separado viene el sistema de cámaras y edición para proyectar la fiesta en tiempo real ($8500).

El libro de firmas para que cada invitado deje mensajes a la quinceañera en la fiesta de Magalí es un cuaderno forrado con hojas de colores, del espiral cuelga una lapicera a tono que permanece –aunque de a ratos circula– en la mesa junto a las tortas. El de la fiesta de Rocío es un compendio impreso en tapa dura de fotos con los mensajes que fueron escritos en la pantalla digital full touch que fue instalada en el lugar de la fiesta y en las tablets que dos jóvenes acercaban a las mesas para que nadie se quede sin escribir. El servicio cuesta $10000.

No todas las quinceañeras hacen la diferencia con las últimas tendencias del mercado. Con tanta oferta pueden simplemente modernizar lo que los proveedores de servicios nombran como tradicional. Pero también –y esto no es solo cuestión de dinero– pueden animarse a extirpar alguna cosa de eso que llaman tradición.“No voy a hacer lo de las velas porque es aburrido”. “Quiero que haya baile toda la noche”. “No quiero que haya tantos grandes en mi fiesta”. "No quiero el típico vestido de princesa”. “Quiero que la fiesta sea joda y joda". Un proceso complejo que implica diferenciación y demarcación entre quinceañeras que comparten la práctica de hacer –y muchos de los sentidos atribuidos– a sus fiestas.


Ana entró a las 22:15 y la primera vez que está libre para conversar con sus amigas es a las 00:18, se acerca a la mesa y las adolescentes gritan. El grito –agudo y persistente– aparece cada vez que algo las emociona. La emoción parece ser frecuente. “¿Cuándo el boliche?”. “¿Para cuándo el boliche?”. “Queremos bailar”. No comieron todavía, pero ya no aguantan las ganas de dejar de las mesas.

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A las 00:45 baila el vals con su papá, un hombre grandote que sonríe poco y tiene mirada desafiante. Las luces se apagan. Una única blanca forma un círculo alrededor de la pareja, los acompaña mientras se desplazan en la pista de baile. Algunos miran, otros siguen comiendo, los adolescentes se apelmazan a un costado y cuchichean. Todas las compañeras del curso quieren bailar pero hay que respetar el orden: primero el padre, después el abuelo –que para hacerlo deja el bastón en el sillón–, después familiares y empieza el primer compañero del colegio hasta que Tiempo de vals de Chayanne muta a un vals tradicional y rápidamente a una cumbia.

“Todas las palmas arriba, todas las palmas arriba, el que no hace palmas no aguanta la gira”. A las 00:57 suena Mueve el cucuta de El Apache Ness. A la 1:04, el DJ pasa la primera canción de cuarteto. Cuando suena Carlos “La Mona” Jiménez, a la 1:54, los adolescentes abandonan la pista, en total sólo se escucharán tres canciones del cuartetero en toda la noche.

La música es el hilo que sostiene erguido el esqueleto de la fiesta, a veces combinada con la iluminación, otras veces acompañada por la organizadora de eventos, o el animador contratado, o quizá guiada por el pariente que en un papel guardado en su bolsillo tiene anotados horarios y acciones. Cada momento donde ella aparece procura intensificar experiencias: hay que llorar, hay que bailar, hay que reírse.

Si bien cada fiesta aparenta reproducir una misma estructura de manera invariable, cual fórmula matemática, ninguna es exactamente igual que otra. Porque está ligada al estatus e intereses de quienes participan, abierta siempre a los significados del contexto, y sujeta a contingencias y acontecimientos imprevistos.

A las 4:49 empiezan a prender las luces del salón, la música sigue, Ana ya no baila. Los adolescentes se vuelven en grupo así que el salón no demora en quedar despoblado. Algunos adultos se fueron temprano, son pocos los que quedan. Es el padre de la quinceañera quien reparte los souvenirs: aritos para las nenas y llaveros para los varones. Ana está lúcida y tranquila. No comparte la euforia de sus compañeras que acaban de irse exaltadas, a los gritos. Picotea las sobras de la mesa dulce. Los mozos apilan las sillas. Ana deambula por el salón casi vacío.

La fiesta termina. Pero no cierra. La ceremonia de 15 se enhebra en cadenas rituales de resignificaciones que no tienen orígenes y finales fijos. Son como aquellos ovillos de lana de múltiples colores que se mezclaron vaya uno a saber cómo en aquella bolsa dentro del placard.

—En qué brete te has metido, Patricia, para qué si después los hijos no te lo reconocen -le había dicho una clienta de su puesto de carne de la feria durante el proceso de organización de la fiesta de su hija mayor.

A Patricia eso no le preocupa. A la abuela de sus hijas, menos. Terminada la fiesta de Sol con una sonrisa abrumadora y gesto de alivio, camino a su casa a las 5:25 de la mañana cuenta que ya está señado el mismo salón para el año siguiente: los 15 de su segunda nieta. “Es cuestión de empezar a pagar de nuevo, pero vale la pena”.