Crónica

Los relatos sobre mapuches de Hebe Uhart


Yo quiero que me entierren allá

“Ese campo era una reserva indígena y no sé ahora, alambraron todo, pero yo quiero que me entierren allá. ¡Había un arroyo limpio! ¡Mi papá luchaba tanto por ese pedazo de tierra!” le cuenta la mapuche Teresa Epuyén a Hebe Uhart, una de las escritoras más relevantes de Latinoamérica. Y, en este adelanto de “De aquí para allá” (Adriana Hidalgo), también confiesa que su marido no la dejaba hilar ni hablar en su idioma aborigen. Pequeñas historias detrás de grandes luchas.

Calfucurá

Lo que me llevó a mí a Carmen de Patagones fue la lectura de Nuestros paisanos los indios de Carlos M. Sarasola. Me llamó la atención la importancia de la zona durante la colonia, en época de virreyes y en todo el siglo XIX. Carmen de Patagones está a unos ochenta kilómetros de las Salinas Grandes y la sal durante el virreinato era bus- cada por blancos e indios, se consumía en Buenos Aires y se exportaba a Montevideo. Desde siempre supieron cristianos e indios que esa era una zona estratégica: era una zona de intercambio de cautivos, de pactos, citas, alianzas y comercio. Las Salinas se descubren a fines del siglo XVIII y los virreyes organizan expediciones anuales hacia allí; debían pedir permiso al cacique para pasar. Había caciques importantes que eran dueños de tierras y hacendados. El río Negro era un centro importante de traslado de muchos indígenas con sus familias, había una red de caminos naturales que llevaban al río. Había caciques ricos, con gran caballada. Y hacia la segunda mitad del siglo XIX, se entregaban las raciones pedidas por los indígenas a cambio de mantener la paz, no malonear (a veces sí los incitaban a malonear en momentos de lucha política, por ejemplo, cuando Buenos Aires se enfrenta a Urquiza, uno y otro bando no vacilan en provocar rebeliones contra los fortines o lo que fuere. Cuando en Carmen de Patagones se funda un fuerte, se establece un importante contacto entre cristianos e indios. Al principio los indios fueron amistosos con los cristianos, pero dos cosas perturbaron la relación: el establecimiento de poblaciones blancas en la zona (los indios se sentían invadidos por considerar al territorio como propio) y que, hasta el siglo XIX, el derecho de vaquear, o sea de hacerse de ganado propio, permitía que uno pudiera llevarse una vaca como si cazara una mariposa.

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Con los saladeros, la carne tuvo otro valor y ya no se pudo salir de cacería libremente.

En 1835 Rosas apoya la creación de la Confederación de Salineros (indios amigos). Y es poco después cuando aparece Calfucurá, el cacique más importante de toda la zona sur de Buenos aires y de Río Negro. Se desplazaba en un área muy grande, tenía contactos con el cacique Saihueque de Neuquén, intercambiaba cautivos que venían de Córdoba, y a veces esos intercambios o pactos regionales de todo tipo se hacían en Azul o Tapalqué (se decía “el Azul”,“Tapalquén”).

Y yo procuré entonces saber algo más del tema y encontré un libro imperdible: la correspondencia de Calfucurá con Rosas, Urquiza y luego Mitre. Su autor es Omar Lobos, es de Ediciones Colihue. He comprobado que en Buenos Aires no lo compra nadie, en Carmen de Patagones, sí.

Y como don Quijote, que iba impulsado por los libros de caballería, me largué a Carmen de Patagones.

Los pedidos

En una de sus cartas a un comandante de frontera, Calfucurá no está conforme, porque los campos que usaba para vaquear le están siendo quitados por los cris- tianos, y añade que no debe agradecer el envío de raciones, porque estas son en pago del arrendamiento de los campos. ¿Qué pide? Además de lo usual, yerba, azúcar, aguardiente, muchas veces pide una guitarra, cohetes, banderas o tela para fabricarlas, espejos, aguja. Dice: “El tabaco que me manda que sea bueno”, y “ron de Madeira porque ese aguardiente me hace mucho daño”. Y “una resma de papel y cuatro tinteros y para mí un sombrero de paja que sea fino”. Manda las medidas del pie para las botas y pide remedios para su hijo.

Pide también que se los trate bien a sus enviados y reprocha a las autoridades cuando los maltratan, se queja de que unos indios de sus toldos han ido a jugar a la pulpería, y el pulpero les sacó todos los aperos y la ropa, llegaron desnudos. Dice: “Castíguelo a ese pulpero”.

En cuanto a los pedidos de bienes, son muy discriminados en relación con el rango de las personas: para unos cristianos que han desertado y los tiene desnudos en los toldos pide ropa como para cubrirse, yerba, azúcar, pero “para mi hijo Namuncurá y mi hijo el platero, un apero bueno”. También critica lo que le mandan, dice que le man- daron “una silla bastante ordinaria y unos estribos chicos”. En 1858 pide diarios de Rosario y Paraná, y en 1859 escribe a Urquiza pidiendo noticias del día y hora en que Urquiza piensa entrar en Buenos Aires. En otra carta, pide un almanaque.
Y en una carta al comandante del fuerte de Azul: “Le suplico que me haga el bien de mandar con el portador una cajita de polvos porque tengo los deseos de procurarme una chinita que no puedo conseguirla”.

La consejería

Los consejos son valorados tanto en las tolderías como en los fuertes y guarniciones. En una carta a Rivas, Calfucurá dice: “Le mando a Cayuqueo y otros, querido compadre, los mando para que los aconseje bien”. Y en carta de J. Cornell al cacique Yanquetruz: “Esta vez le aconsejé cristianamente y usted me escribió que había seguido mi consejo (...); siento que usted y sus caciques hayan venido en son de guerra llevando ganados para el lado del Tandil, pero esto ha sucedido porque le han dado malos consejos”.

También están los consejos de Calfucurá a su gente, antes de un beberaje, de que se divirtiesen con orden, sin pelea, que guarden los cuchillos y las boleadoras y que los chicos no se loncoteen (juego de tirarse fuerte del pelo). Y añade que lo dice “para que no fueran a contar por ahí que los indios no procedían como amigos y hermanos”.

Y en una carta a Barros, jefe de guarnición, le encomienda a su hijo Vicente “que es un poco dado a la bebida y usted hará el favor de privarlo que no tome más, el pulpero que le dé bebida a mi hijo pagará multa”.

El maestro Larguía

El diario del maestro Larguía que está en este libro no tiene desperdicio. Larguía es un hombre muy hábil para contar la vida de los toldos, y es maestro de Pastor, hijo de Calfucurá. Pastor quiere mucho a su maestro. Pero Larguía es inhábil para las cosas prácticas que le manda a hacer el cacique y, además, un especialista en endurecer situaciones. Carece del don de la persuasión. Se ve que era un hombre de principios férreos porque cuando Calfucurá le ofrece una chinita que está en un toldo, Larguía le contesta que en su tierra eso no se usa (imaginamos la voz estentórea del español). Y el cacique le dice algo así como que es un viejo sonso. Pero se intuye la misión de Larguía en el toldo, porque le dice que Catriel ha permitido la entrada de colonos en sus tierras y Calfucurá niega que eso sea cierto. Escribe entonces a un jefe de frontera: “Amigo Granda, también le hago presente que no pueblen Sauce Grande o Carhué porque esos son campos que trabaja mi gente y estoy esperando otros mil indios para establecer en esos campos”. Pero volviendo a la pelea con el cacique, uno se imagina a Larguía drástico, reafirmando su pensamiento primitivo y, cuando ya el cacique cansado, está a punto de pegarle o de mandarlo solo por esos campos de Dios, se interpone su hijo Pastor y llora por la situación. Y Larguía se salva.

Pero Larguía cuenta muy bien cómo jugaban a la chueca, las carreras de caballo, y que cuando Calfucurá lo vio a Pastor dibujar un perro y le mostró cómo leía y escribía, le dijo a su hijo “Sargento baqueano”.

La vida en las tolderías

A menudo concebimos a los toldos como lugares estáticos donde se sientan los indígenas a sus puertas. Lejos de eso, eran una usina de actividad y variedad: en los toldos había cautivos, refugiados, visitas y huéspedes de otros toldos, enviados de las guarniciones o chasquis. Calfucurá llegó a tener cuatrocientos cautivos que se can- jeaban por indígenas retenidos en los fuertes o por algún beneficio. Los cautivos liberados eran usados como fuente de información por los comandantes de los fuertes. La relación de los indígenas con los cautivos era muy diversa. Dependía de lo valiosa que resultara la persona para ese medio. Una persona con habilidades prácticas era muy apreciada, por ejemplo, si era capaz de rumbear, de componer cosas rotas, de leer y escribir o si tenía alguna otra capacidad útil al grupo, por ejemplo, tocar la guitarra. En una carta de un jefe de frontera a Alsina: “El cautivo santiagueño M. Carabajal dice ser tomado por Payné en la invasión última, tenía toda la confianza del cacique”. Del diario La Tribuna (1865): “El comandante general de la frontera ha remitido a Santa Fe a un cautivo llamado Polonio Mendoza que había venido a visitar a su padre, cautivado de pequeño, se vuelve a los toldos a cuya vida está acostumbrado”.

Y así como es activo el canje de cautivos, lo es de chismes, confidencias y otras yerbas. En carta de 1858 a Urquiza: “Juan Catriel me ha pedido un cautivo, juega a dos barajas, cree que yo lo voy a auxiliar y yo se lo hago creer”. Y en cuanto a Coliqueo: “Hermano, estoy tan aburrido con esos indios ranqueles y ese Coliqueo que es un toro viejo que no se le pueden cortar las aspas”. Y: “Acá todos los días recibo mil embustes, y hay tantos cuentos que estoy loco de la cabeza”.

Pero Calfucurá sabe defenderse de los cuentos y reproches; cuando un jefe de frontera lo acusa de haber maloneado, dice que es tal la extensión de terreno en que están sus toldos, que no puede gobernarlos a todos, escapan a su mirada, él necesitaría un chasqui para co- municarse con los que están más lejos. Maneja todos los recursos de un político: la persuasión, la amenaza, el doble discurso, el hacerse la víctima. En otra carta dice en relación a malones: “De todo me culpan a mí”. La amenaza, cuando un jefe de frontera le dice “Amigo” (todas las cartas de un lado y de otro empezaban con “Amigo”): “Tengo un refuerzo de quinientos hombres en el fuerte”; como argumento disuasivo Calfucurá responde: “Amigo: Han venido ochocientos indígenas de Chile y debo agasajarlos”.

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En cuanto al doble discurso y a sus capacidades histriónicas, una vez aparenta enojarse con Larguía, que está sorprendido y azorado. Calfucurá le dice, después en privado: “Yo finjo estar enojado con usted para que vean que soy leal a ellos”.

Volviendo al presente

Cerca de la estación de micros, a unas veinte cuadras del centro de Viedma, hay unas avenidas asfaltadas que van hacia todas partes. Son anchas y dan ganas de lanzarse por ese espacio deshabitado para ver adónde llevan. Más allá de las avenidas, hay un barrio de casas bajas, de material, todas distintas. En una de ellas vive Teresa Epuyén. En la casa tiene televisor y teléfono, su hija Verónica, celular. Teresa me recibe sentada junto a una mesa grande y tomamos mate. La hija, Verónica, camina nerviosa con su celular.

Teresa me dice: “Yo nací en la meseta de Treneta, la placenta de mi mamá (coñue) está enterrada allá. Fuimos nueve hermanos, quedan dos, a mi papá le gustaba mucho chinear, tenía dos esposas y quería tener tres. Cuando andaba queriendo la tercera, mi mamá dijo: ‘si quiere tres yo me retiro’”.

Se acerca Verónica que al principio está seria y retraída conmigo. Teresa dice:

–Mi hija no trabaja porque es hija de mapuche y el CODESI (Confederación Indígena) no ayuda. Yo soy como el perro cadenero, me llaman para que atienda el corral y después me olvidan (se ríe). No, qué voy a guardar rencor, a mí me gusta estar tranquila, tengo cualquier cantidá de gente amiga, ahora está el problema de mi viejo, que está internado, está en diálisis por el riñón. Mi primer marido era ferroviario, vivíamos bien, eso sí, no me dejaba hilar ni que hablara mapuche. Y yo ahora con esta pierna.

–Que te tenés que operar –dice Verónica pasando con su celular.

–Me duele la rodilla pero soy como las máquinas viejas que arrancan andando. La abuela era buena pero brava, castigaba con arriador, mamá también era buena, era muy derecha, decía que había que apreciar a todos, mi papá era más seco. Mamá me obligaba a que la vaya a ver a la abuela, comíamos sulupe (tomates rojos), algarrobo, caracú de potro, ciruelo, durazno. Yo vivía en el campo, con cabras, ovejas y caballos, jugaba a hacer corrales para encerrar animales con piedras, hacía casitas.

Verónica:

–A mí juguetes no me compraban, quedamos pobres porque a papá le gustaba mucho el pulque (vino).

Verónica se va a vender unos productos por el barrio, que es el de la terminal de ómnibus. Vende cremas, tuppers, portasachets. La casa tiene una cocina-comedor grande, un televisor y un armario de pino con copitas. Hay dos habitaciones más.

–Fui a la escuela hasta segundo grado cuando fui a vivir a Yaminué, cerca de Ramos Mexía. ¡Una helada y una escarcha! Aprendí a leer diarios y revistas y ahora con mi marido estábamos terminando la primaria lo más bien, pero con esto de la enfermedá se cortó. Los dos íbamos a la escuela. A mí me gustaba aprender matemáticas y mucho también dibujar. En el campo ordeñaba las chivas, y el perro, qué lo tiró, las lleva solo al brete donde hay que esquilar; no, esquilar no me tocó porque era borrega. Pero vino un gran temporal de nieve, tres meses, y los animales se fueron a campo libre, estuvimos criando a mamadera once corderos guachitos, se llamaban Jabalí, Moro, la liebre, se escaparon, se perdieron, se murieron de frío y de hambre, sufrí mucho, yo jugaba con ellos, me saltaban encima, me chupaban las orejas (...). El hornero arregla su casa y se hace una amiga de afuera y la hornera también, se busca otro de afuera, el gorrión se acercaba a la casa a comer las migas. Cuando fui a Buenos Aires, dos veces fui al zoológico a ver todos los animales. ¡Los monos disparaban de acá para allá!

Aparece saliendo de una pieza Nahuel, nieto de Teresa, de dieciocho años. Dice que no tiene amigos en el barrio, es parco, pero cuenta:

–Estuve en Bariloche, aprendí a juntar leña, aprendí un oficio. No, amigos, no, con los chicos del barrio, buenos días, buenas tardes, nomás.

Cuando Nahuel sale me cuenta Teresa:

–Él tuvo un tema de droga y fue a Bariloche confinado para su reforma. Acá en el barrio hay mucha droga, hace rato que la venden los dominicanos.

Pero me interesa el tema del campo. Me dice Teresa:

–Había un caballo manso, mi mamá me llevaba en las ancas, me ataba con un pañuelo. ¡Qué dolor de panza cuando el caballo galopaba! Y cuando fue el temporal, ataron el caballo con una cuerda, la cortó y se escapó. Ese campo era una reserva indígena y no sé ahora, alambraron todo, pero yo quiero que me entierren allá. ¡Había un arroyo limpio! ¡Mi papá luchaba tanto por ese pedazo de tierra! Después de ese temporal que se fueron todos los animales mi papá dijo que no nos podía dar de comer y nos repartieron en casas de familia. Me tocó una rusa que me pegaba. No, no podía ir a mi casa porque mi mamá y mi papá estaban en el campo. Me quedé ahí en la casa de la rusa de los doce a los dieciocho años. Me pegó con un jarro de esos grandes y yo le dije al marido que trabajaba como guarda y era muy bueno: “Yo me voy a ir”, porque con ella era para peor. Ya tenía unos diecinueve años y me vio una maestra, me quería llevar a Buenos Aires y dije: “Antes voy a Valcheta a visitar a papá y mamá”. ¡Cuando llegué mi mamá no me conocía! Y después lloraba, me dijo: “Ahora te quedás acá”. Y ahí me quedé.

Entró la perrita y Teresa dijo:

–Ella quedó ciega y le torea a la sombra, tiene mucha paliza de la otra perra.

De una de las piezas viene el nieto más chico, Alejandro, de quince años. Dejó la escuela porque le pegaron y “lo patotearon mucho”. Él respondió y los suspendieron a todos. A él le gusta el reguetón. Teresa no parece inmutarse por el comunicado de Alejandro y me trae un montón de fotos y unos libros para que vea: “Estuve en Buenos Aires en un encuentro de mujeres indígenas, yo era delegada de Río Negro”. Busca uno donde hay fotos. “¡Me quedé con un solo libro!”, dice. “Me comuniqué con gente de otra comunidá, pero me querían llevar para la parte política y a mí me interesa lo de lo social.”

El libro está lleno de dedicatorias, una dice: “Gracias por su lucha”. Hay fotos visitando Los Toldos en un encuentro entre mapuches de Bariloche, por reclamo de tierras para otras personas; y en otra, está con Sofía, mapuche chilena entregándole plumas de avestruz. Me aclara Teresa que los chilenos no tienen ñandú y que esas plumas son para bailar el choique, una danza mapuche. Me dice Teresa: “El choique gambetea, se echa tierra con la patita, come todo, tuve uno guacho, ¡qué avestruz, qué compañero! El choique deja la pluma que se vende y la carne se hace sobre piedra caliente”.

Vuelve Verónica de su excursión de venta: vendió casi todo y Alejandro, el más chico, nos muestra una foto que tiene en el celular disfrazado de Vicky Xipolitakis, con sus grandes tetas. Nos reímos todos. Después Teresa me trae la foto de la ceremonia de la liberación del cóndor, que se hace en Viedma: traen tres cóndores y los liberan, eso simboliza la alegría del vuelo del hogar de los pichones para que busquen nido nuevo.

Le pregunto a Teresa qué le gusta ver por televisión. Me dice:

–A mí me gusta ver boxeo por televisión.

Verónica dice: “Sí, a ella le gusta, a mí no”, y Teresa dice:

–Y cuando mi viejo estaba bien y estábamos mirando, yo le dije: “Viejo, ¿por qué no boxeamos un poquito nosotros también?”.

Alejandro se relajó. Sonríe. Me dice, mientras salimos:

–Cuidate.

Y Teresa, con ese tono de ligero mando que tiene la gente de tierra adentro cuando hacen suya a una persona, me dice:

–¿Cuándo volvés?

–Uy, Teresa... no sé.

Me fui a tomar un ómnibus para ir al centro de Viedma. Me di vuelta para mirar la casa y Teresa estaba en la puerta, mirándome.