Crónica

Derecho animal


Pasión galguera

El Congreso prohibió las carreras de galgos en todo el país. El submundo de los galgueros pasó de los blogs y los grupos de Facebook a las calles porteñas y los medios e intentó, con escasa suerte, explicar los motivos de su pasión por los perros corredores. En 2009, el jefe de redacción de Anfibia siguió durante unos días a galgueros, cuidadores y largadores para narrar las tensiones y pliegues del vínculo hombre-animal, la exigencia o el maltrato sobre los perros, las apuestas semiclandestinas y las zonas grises de una práctica arraigada en hombres y mujeres suburbanos y de provincias que ahora es ilegal.

Fotos: DyN

Black Lee se despertó a las 6:00 y desayunó un Actimel de vainilla. Mientras el sol levantaba el rocío de las veredas y los baldíos, trotó desde la puerta de la casa hasta el álamo de la esquina, ida y vuelta dos veces. El pelo negro le brillaba como en una publicidad de shampoo. Después tomó unas pastillas de vitaminas A y B y sorbió un poco de agua fresca. Apuntó la nariz y olisqueó en dirección hacia el tarro de átomo. Cuando le acariciaron las piernas sacó un poco la lengua y jadeó al sentir dos manos recorrer sus caderas. Finalizada la sesión de masajes, Black Lee se recostó sobre un colchón. La respiración rápida delataba ansiedad. Madrugada, Actimel, vitaminas, átomo, masajes: era un día de carreras. Faltaban seis horas para entrar a la pista y que a Black Lee le gritaran “¡vamo, Tordo, viejo nomá!”

Tordo, Tordito, así llaman a Black Lee su dueño, su cuidador, su veterinario. El otro es el nombre profesional, el que usa para correr domingo por medio en los canódromos de Navarro, San Pedro, Pergamino, 9 de Julio o Chacabuco.

—Sino no mea cada tres horas, cuatro a lo sumo, se le joden los riñones —dice Colacho, que jura que él mismo despierta cada tres o cuatro horas a los seis galgos que viven en su casa para que meen.

Colacho también dice que lo del Actimel no es fundamental pero todos lo usan. Esa especie de yogur para gente sana que Pancho Ibáñez promociona en la TV se puso de moda entre los galgueros y hoy no hay perro de alta competencia que no tome uno al desayuno. En el patio de la casa de Colacho, entre cubiertas de camión y chapas oxidadas, hay una carretilla repleta de envases de Actimel.

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Jorge “Colacho” Díaz vive en Brandsen, en un barrio de casas bajas y calles de tierra, sin gas, cloacas ni cable. Hace cuatro años dejó un trabajo de dos décadas en La Serenísima, se separó de su mujer y se dedicó a lo que entonces era un hobbie: los galgos. Ahora, con 55 años y la agilidad de un gato, vive para los perros. Contratar sus servicios puede costar entre 200 y 500 pesos mensuales, dependiendo del tipo de cuidado que exija el galguero. El de Tordo/Black Lee es un cuidado intensivo: tres comidas diarias que incluyen carne picada, arroz integral, manzana rallada y zanahoria; un vareo de dos mil metros diarios; higiene y masajes en patas, cuartos y lomo; complejos vitamínicos suministrados en días preestablecidos y visitas periódicas al veterinario.

—Yo les hago el cuidado de un caballo de carrera. El galgo puede tener la mejor sangre, pero si está mal cuidado no es un ganador. Cuando me trajeron al Tordito estaba casi muerto, no movía las patas. Y miralo ahora. Fijate lo que son los músculos de las patas.

Colacho revisa que las jaulas donde descansan los otros cinco galgos queden bien cerradas. Después se calza una boina bordó sobre las canas y lo sube a Tordo en la cúpula de una Ford 100 blanca. Pega dos aceleradas y parte echando humo a la casa del dueño de Tordo.

***

—¿Y? ¿Cómo amaneció el campeón?

—Diez puntos, Pechito.

Omar “Pecho” González, el dueño de Tordo, abre la cúpula de la camioneta y acaricia el lomo del galgo. Tordo ni se mosquea. El sol de las nueve de la mañana calienta el pavimento de la calle Alberdi de Máximo Paz, donde Pecho tiene su casa a medio terminar. La panza, los anteojos negros y los brazos separados del cuerpo al caminar le dan a Pecho un aire maradoniano. Del bolsillo de la bombacha de gaucho saca una foto. Tordo posa junta a un cachorro de galgo hembra. Pecho la muestra, orgulloso.

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—Esta es Princesa, hija del mismo padre de Tordo y una perra campeona que un galguero amigo se trajo de Estados Unidos. Es chiquita todavía, tiene dos meses. Pero la va a romper, acordate.

Princesa le costó cuatro mil pesos, el doble que Tordo. Pecho trabaja como encargado en dos granjas avícolas de la zona. Cobra mil ochocientos en blanco y un plus en negro.

Tordo sigue en la cúpula de la Ford, la mirada extraviada y la respiración entrecortada. Hace cuatro horas que se despertó y todavía no se le escuchó un ladrido. Tampoco dio la patita, ni hizo el muertito. Tiene dos años y medio y quizá ya no recuerde cuándo fue la última vez que corrió a buscar un palito o escarbó la tierra. Los veterinarios dicen que la inactividad prolongada de cualquier comportamiento elimina los recuerdos de la memoria de los perros. Quizá Tordo ya no recuerde cuando era solo un perro, sin las exigencias de un atleta con futuro de campeón.

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Tema tabú del submundo galguero: el doping. Pecho Dice:

—Si hablás acá con los galgueros, te dicen “yo no le doy nada”, “el mío corre sin ayudín”. Nunca vi un perro que no precise vitamina o algo. No es normal que alcancen estas velocidades. Como mínimo tienen que tener una buena base de vitaminas. Si yo agarro un perro y le doy pata con los remedios y le pido más y más velocidad lo que hago es exigirle el organismo. El perro necesita tener los pulmones más abiertos y que el corazón bombée más. Para eso le das un cardiotónico, que le regula el ritmo cardíaco y un broncodilatador que lo hacer respirar taca taca taca. Si solamente lo tenés bien de aire y lo largás a correr, éste –Pecho se toca el corazón- no le da. No bombea bien y se ahoga. Y después está el boludo que le mete y le mete anabólicos, gilada, y el perro le dura un año y después no sirve más. Las vitaminas son legales, todo lo otro, no. Pero nadie lo controla.

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El canódromo está sobre la ruta que une Navarro con Lobos. La entrada cuesta diez pesos y viene con el programa de las veintidós carreras. La hojita doblada en dos también tiene algunas aclaraciones: en caso de lluvia se pasa todo para el próximo domingo y la comisión del Navarro Galgo Club suspendió por tiempo indeterminado a los perros Lalo y Gitano porque su dueño, un tal Moreno, “ocasionó disturbios”. Parece que Moreno protestó el resultado de una carrera, primero a los gritos y después a las trompadas.

La pista del canódromo es una recta de tierra de trescientos metros de largo. Está cercada por un alambrado donde los galgueros se apoyan para seguir las carreras. Sobre uno de los laterales hay una cantina fabricada con un tablón y cuatro caballetes donde venden gaseosas, empanadas y choripanes. Nada de alcohol. Pegadito al tablón se erigen dos rectángulos de ladrillos sin revocar, cada uno con su letrina. Un poco más allá hay un corral de tres por tres donde los galgos aguardan el turno para entrar a la pista. Los eucaliptos ponen la sombra y un poco de olor que se mezcla con la baranda a mierda de perro. El de Navarro es un canódromo medio pelo si se lo compara con el de Pergamino, conocido como “el San Isidro de los galgos”, o el de Marcos Juárez, Córdoba, que vendría a ser el equivalente al hipódromo de Palermo.

—Pero tenemos mejor infraestructura que Cañuelas o Campana –dice Carlos Rodríguez, presidente del Navarro Galgo Club, antes de subirse a un camión regador para mojar la tierra de la pista. Rodríguez habla poco, desconfía. En el último año el Navarro Galgo Club se comió dos escraches de asociaciones protectoras de animales. Eran pocos pero bullangueros y desde la ruta gritaban “basta de usar a los perros para divertimento y beneficio humano”, “los animales tienen derecho a vivir su vida” y “los galgueros abandonan a los galgos en los basurales cuando ya no le ganan a nadie”.

—Yo tengo cinco galgos en mi casa, están viejos, no corren más. ¿Querés ir a ver cómo viven? —dice Rodríguez y no dirá más nada en toda la tarde.

Los protectores también lograron que el intendente suspendiera en forma provisoria el canódromo. Presentaron un escrito diciendo que los galgueros de Navarro violaban la ley provincial 12.449 que prohíbe “la realización de carreras de perros, cualquiera sea su raza, con excepción de las que se realicen en aquellos canódromos creados y habilitados por ley”. Hasta el momento el único canódromo habilitado por ley provincial es el de Villa Gesell. La mayoría de los casi 40 canódromos bonaerenses funcionan con habilitaciones provisorias extendidas por los municipios. A cambio, los organizadores de las carreras donan una parte de lo recaudado (entradas, cantina y hasta porcentaje de apuestas) a una institución de la ciudad.

Cuando se acallaron los gritos de los protectores, el intendente habilitó en forma provisoria el canódromo.

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Las carreras se dividen por categorías a las que llaman “destreza”. Hay destreza inicial, superbaja, baja, destreza 00 o detreza 4, en las que los galgos corren 175 y 200 metros. También está el campeonato de “furia”, donde la pista se acorta a 125 o 150 metros. Para definir en qué categoría corre cada galgo no interesa la edad, ni el peso ni si es macho o hembra. Lo que importa es el desempeño del perro en las carreras anteriores. El Navarro Galgo Club tiene un fichero con el historial de cada galgo y sus señas particulares: color, pesaje, la oreja magullada, una mancha en la pata trasera. Todos los detalles necesarios para evitar que nadie meta el perro: que traiga a un futuro campeón en lugar del matungo que había traído hace dos domingos.

Según el programa, Black Lee corre a las 12:30 en “destreza 0” contra Meteoro, Felipe, Trapito, Retacón, Groso, Pitador y Talismán.

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Black Lee espera su turno bajo la sombra de un eucalipto. De tanto en tanto Colacho le da agua del pico de una botella de plástico, le moja el lomo y las bolas y le susurra algo al oído. Al lado de la Ford, una familia estaciona su Renó 4. Del paragolpe trasero traen enganchada una casucha con ruedas, techo y rejas. Adentro, acostado, jadea un galgo atigrado. En menos de diez minutos el barbudo del Renó encendió ramas secas y carbón, puso la parrillita y le tiró encima unos chorizos y una tira de asado. El olor a carne asada es poderoso pero ningún galgo se acerca a olisquear.

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Tema tabú del submundo galguero: las apuestas. Pecho dice:

—Legal legal no es. ¿Pero a quién jodemos? Acá viene la familia a pasar el día, a comer un asadito, a ver correr a su galgo. Y de paso te podés hacer unos pesitos. En la mayoría de los galgódromos hay apuestas. El sistema es siempre el mismo: hay un tipo que va cantando los nombres de los perros y vos comprás un boleto de diez, quince, veinte o cien pesos. Si gana, te llevás lo que apostaste multiplicado por la cantidad de perros que corrieron. Más vale que los favoritos pagan menos. El 20% del pozo queda siempre para el organizador. Después podés apostar contra otro, ahí ya es un arreglo entre dos o más. Un decir: yo te juego cincuenta mangos a que Black Lee le gana al tuyo. O te juego a sacar al favorito que seguro gana y apostamos a ver quién sale segundo. No le hacemos mal a nadie. Dicen que todo lo tiene que regular Lotería de la Provincia, pero son gilada. Si viene Lotería y pum, se te lleva de un saque el 50%, ¿cuánto le queda a los que organizan y cuánto a los que apuestan? Una miseria. Yo me traje doscientos manguitos para apostar. Tengo varias fijas y con mi perro voy a dar el batacazo. Lo que gane lo gasto en vitaminas, le pago al Colacho, al Cuis y si sobra le compro algo a mi señora.

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Con los brazos apoyados en el alambre que cerca la pista, Colacho observa pasar los galgos rumbo a las gateras. Se detiene en una hembra marrón, la escruta de arriba abajo.

—Esta no gana. Fijate los ojos, está desanimada. Aquel otro, el negro de la punta, tampoco. Tiene una pata medio chueca, se debe haber lesionado hace poco.

Largan. En menos de trece segundos los siete galgos cruzan la línea de llegada. La perra desanimada terminó sexta; el negro chueco, quinto. Colacho arranca un pasto, se lo lleva a la boca y pone cara de “qué te dije”.

Las gateras del canódromo son como las de un hipódromo pero en miniatura. Las puertas se abren cuando se apaga la luz roja de un semáforo. Al mismo tiempo la liebre empieza a correr. En realidad no es una liebre ni corre: es un pedazo de cuero sin pelos, atado a una tanza que atraviesa la pista desde las gateras hasta la otra punta, donde hay un motor eléctrico que transporta al señuelo más rápido que lo cualquier galgo pueda correr.

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En las gateras sólo pueden estar los galgos con sus largadores. No son los dueños ni los cuidadores: son especialistas en largadas. Antes de cada carrera, el dueño se acerca a un largador y arregla una plata que varía según la posición en la que termine el perro. Hoy en Navarro hay una decena de largadores y todos los conocen. Algunos son muy buscados, como el Cuis, un morocho de 32 años, torso desnudo y fibroso, que se inició como largador cuando todavía iba a la escuela primaria. El Cuis tiene clientes fijos, como Pecho y su Black Lee.

—La clave es la largada. Si yo hago las cosas bien y el perro es bueno, seguro que gana. El galgo puede estar muy bien cuidado, pero si lo largo mal, cagó, porque la diferencia la hacen en los primeros metros.

El Cuis se acomoda la gorrita roja y mientras llegan los otros largadores empareja el piso de tierra delante de su gatera. Después tira de la correa para que Yeison, un galgo blanco con manchas marrones, lo siga hasta la “liebre”. El Cuis toma el hocico del perro y lo pone contra el cuero. Le acaricia el lomo, le habla. Después se acomoda en la gatera. Yeison corre con otros cuatro galgos. Cada largador se coloca detrás de su perro; algunos lo sostienen del lomo, otros del hocico. El Cuis le pone una mano en los cuartos y otra en el hocico. Las quinientas personas que pagaron su entrada se apoyan en el alambrado. La línea de llegada es imaginaria y está marcada por el fotochart o fotofinish, una cámara antigua que será la prueba del orden exacto en que llegaron los galgos. Hay carreras que se han definido por una lengua. Se enciende la luz roja del semáforo. Pasan siete segundos, se apaga la luz, el cuero sale disparado y todos gritan: los largadores, los dueños, los cuidadores, los familiares, los amigos.

La carrera es a 200 metros. Pecho y Colacho la siguen parados frente a la línea de llegada. Pecho tiene un cronómetro. Cuando el primer galgo pasa frente a él aprieta el botón rojo.

—Once siete —dice Pecho.

—¿Once siete? ¡¡Paaa!! —responde Colacho.

Pecho saca una libretita y una birome del bolsillo y toma nota del tiempo y el nombre del perro. Ahí lleva sus estadísticas.

Los dueños de Yeison saltan a la pista. Se abrazan, revolean las gorras. Los perros siguen corriendo, ahora hacia las gateras. Los largadores se les abalanzan para frenarlos.

Uno de los organizadores le acerca al dueño del galgo un trofeo de casi de un metro de alto. El dueño, sus hijos, sus amigos, el cuidador, el largador, el perro y el trofeo posan para la foto. Aunque no hizo falta porque la carrera se definió por un cuerpo, igual se imprime el fotofinish. El dueño, un hombre corpulento, de camisa arremangada y short con palmeras le pasa sus datos a la chica que saca fotos y después va a cobrar el premio de quinientos pesos. Lo hace en ese orden: primero la foto, después la plata.

—Es así. Lo más importante no es la plata, que serán hoy quinientos y mañana dos mil. Lo que importa es tener el cuadrito con la foto del perro, el fotofinish, el trofeo. Eso es lo mejor —dice Pecho y toma nota de los galgos que corren en la próxima. Dos carreras más y le toca a Black Lee, que sigue echado en la sombra de un eucalipto.

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***

—¡Pechooo! ¡Peechoooo!

—Paráaa, no grités. ¿Qué pasa?

—Vení, te digo.

Colacho agita una mano y con la otra acaricia el lomo de Black Lee.

—¿Qué pasa, Colacho? —pregunta Pecho, con tono sobrador, dando por sentado que no hay motivos para semejantes gritos.

—Agachate, mirá –dice Colacho. El cuidador de Black Lee, su educador, el hombre que lo vio crecer, le prohibió jugar y le enseñó a correr, el que lo llamó Tordo, Tordito, el que da un Actimel en la boca todas las mañanas, ese hombre está ahora en cuatro patas, con los ojos y la nariz pegados el pasto.

—¿Sangre?

—Sangre. Meó sangre —dice Colacho, todavía en cuatro patas.

—Pero la puta madre. ¿Qué le pasó? ¿Se te golpeó cuando lo bajaste de la camioneta?

—No sé. Anoche y esta mañana meó normal. Comió lo de siempre, las vitaminas de siempre. Yo no vi que se haya golpeado. ¿Cuánto falta pa la carrera?

—Quince, veinte minutos.

Pecho se pone en cuclillas. Toca los pastos manchados de sangre. Se olfatea los dedos. Acaricia al galgo. Piensa. Se para, saca el celular del bolsillo y mientras espera que lo atiendan, camina. Con la mano izquierda cubre su boca y el micrófono del teléfono. Habla bajito.

—Dice que algún riesgo puede haber, pero mínimo. Así que dale agua a ver si mea de nuevo y en quince traelo al corral —dice Pecho y se va hacia donde están los organizadores a confirmar la presencia de Black Lee en la prueba “destreza 0”.

—Llamó al Colorado, que es el veterinario de toda la vida de Tordito. Cada tanto le pasa esto que mea sangre. Es mucha exigencia: la dieta estricta, los horarios para dormir, para mear, para entrenar, las vitaminas así, las vitaminas asá. Una lástima, porque estaba para ganar. Igual, vamo a ver que pasa.

Colacho le pone una correa roja a Black Lee, le moja otra vez el lomo y las bolas, le da de tomar de agua de la botella y juntos se van para el corral.

***

Tema tabú del submundo galguero: los galgos abandonados. Pecho dice:

—Tordo es el cuarto galgo que tengo. Antes tuve a Princesa, Cacique y Cacique II. Prefiero los machos porque las perras se alzan y cuando están en celo no corren. Un perro a los quince meses ya puede correr y a los dos años alcanzan su pico de máximo rendimiento. Hay perros que corren hasta los tres años, otros hasta los cuatro; eso depende mucho de la sangre. Cuando un perro mío deja de correr yo se lo dejo al cuidador, que ahora es Colacho, porque el perro vivió siempre con él. Colacho los tiene un tiempo con él y después los regala. A Cacique II se lo regaló a mi sobrino Kevin. El primer Cacique murió, lo atropelló una camioneta. Y Princesa creo que la tiene un amigo del Colacho. Cuando deje de correr, a Tordo lo voy a usar como reproductor un tiempito. Y después lo vamos a vender como padrillo porque tiene una sangre espectacular. Así que los que dicen que los galgueros abandonamos a los perros, hablan gilada.

***

En la pizarra, escrito con tiza blanca y letra manuscrita, se lee “Destreza 0”. Y más abajo: Trapito, Meteoro, Felipe, Black Lee, Groso y Talismán. Si se definiera por el nombre, Black Lee pelearía cabeza a cabeza con Meteoro. Pero hay que correr y con el nombre no alcanza. Importan la genética, la preparación previa, la alimentación, las vitaminas, la concentración, la largada, los topetazos del perro que corre al lado y hasta el estado de la pista.

Cuis, el largador estrella, lleva de la correa a Black Lee, desde el corral hasta la gatera número tres, por el borde de la pista. Los otros largadores –los hay panzones, adolescentes y hasta uno rengo- hacen lo mismo. Black Lee tiene una pechera amarilla con el número seis. Cuis repite su técnica exitosa: pone el hocico del perro contra el cuero/liebre, lo acaricia, con la suela de la zapatilla empareja la tierra y después se ubica con Black Lee en la gatera tres.

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Pecho y Colacho se paran donde siempre: contra el alambrado, frente a la llegada marcada por la cámara del fotochart. Cuis levanta el brazo, con el pulgar hacia arriba. Pecho y Colacho responden con el mismo gesto. Es una de las últimas carreras de la tarde. El dueño de Talismán, un joven de no más de 25 años, pelo largo y lacio hasta los hombros y camiseta de San Lorenzo, se acerca a Pecho y le comenta algo. Pecho sonríe y dice que sí. Apostaron 150 pesos a ganador. Si Black Lee o Talismán no ganan, nadie debe pagar. Pecho hace lo mismo con el dueño de Groso: 200 pesos a ganador. Al dueño de Trapito le juega 100. A un tipo de cara chupada y bigotes mostachos le hace una apuesta más compleja: si gana Black Lee Pecho cobra 500, y el flaco bigotón cobra 500 si gana Felipe, 400 si gana Trapito, 300 si gana Groso, 200 si gana Talismán y 100 si gana Meteoro. En la escala de esta apuesta puede estar la clave de las chances de cada perro.

Carlitos Rodríguez, el organizador de todo, es el responsable del semáforo. Cuando la luz roja se apague, se abrirán las puertas de las gateras. Black Lee tiene los ojos negros clavados en el cuero y la pata derecha apenas despegada del suelo. Las aletas nasales se le dilatan con cada respiración. Cuis lo toma con una mano de los cuartos y otra del hocico. Meteoro, que parece el rival a vencer, está en la gatera de al lado, la cuatro. Es marrón, con rayas como tigre y más fornido que el galgo de Pecho.

—¿Todos listos? —pregunta Rodríguez. Los largadores dicen que sí o hacen señas con la cabeza.

Se prende la luz roja del semáforo. A lo largo del alambrado hay un silencio expectante. Pasa un segundo, dos, cinco, siete. Se apaga la luz y se abren las gateras. Meteoro pica en punta. Black Lee le va a la saga. En cada tranco los galgos quedan con las cuatro patas en el aire, las costillas marcadas, el cogote bien estirado. Un tercer perro, Talismán, se mete en la pelea. El cuero va más rápido, inalcanzable.

—¡Vamo Tordo, viejo nomá! —gritan Pecho y Colacho. Y todos gritan cosas parecidas y agitan sus brazos y se paran en el alambrado.

Desde la línea de llegada parece que Black Lee viene primero. Pero no. Gana Meteoro. Black Lee segundo. Por menos de medio cuerpo. Talismán entra tercero y atrás el lote de rezagados. Once ocho marca el cronómetro de Pecho.

Después de pagarle 100 pesos al bigotón que le apostó a todos los perros contra Black Lee, Pecho salta a la pista. Colacho lo sigue. Cuis trae a Black Lee de la correa. El galgo tiene los ojos desorbitados, la lengua afuera, el pecho latiendo a mil.

—¡Bien, Tordito, bien! —grita Colacho y se abalanza contra el perro.

—Mañana llevalo al veterinario. Que vea eso de la meada de sangre —dice Pecho. Después le paga 50 pesos a Cuis, saluda a todo el mundo y se va. Colacho tira de la correa y se va con Black Lee hacia la Ford. Cuando llegan, le da agua y le moja el lomo y las bolas.

Son las siete de la tarde. En tres horas Black Lee estará acostado, en cinco echará la primera meada de la noche y en siete trotará por las calles de Brandsen, bajo la atenta mirada de Colacho.