Hay días en los que Leonardo Padura quisiera ser Paul Auster. No por la fama o el dinero; sí por las temporadas en París y un poco, cómo no, por su literatura. Pero cuando más desea, con envidia, ser el autor de La Trilogía de Nueva York, son las cinco o seis veces por semana que debe responder preguntas de periodistas.
—¿Y por qué otra vez estoy hablando de política, coño? Hablemos de literatura por favor —pide a su interlocutor en el subsuelo de la Librería Hernández. Y se toca la barba con la mano izquierda.
El lugar está lleno. La edad promedio de la audiencia supera los 50 y es variada: hay algunos cubanos y muchos argentinos. Hay un ex revolucionario peruano y amigo de Ernesto Guevara, militantes de todo el arco de la izquierda nacional, castristas desencantados y otros que se niegan al desencanto completo.
Al final de la firma de ejemplares queda un grupo de cinco o seis hombres.
— Cuesta escuchar algunas cosas —dice uno.
—Sí. La revolución es un símbolo y hay que tener cuidado —sigue otro.
—Pero pará, pará, Padura vive en Cuba. No es un gusano de Miami —lo interrumpe el de la barba más tupida, que quiere afirmar pero no puede.
—No, no. Un gusano es otra cosa. Padura no es un gusano. Claro que no —responde el primero.
Padura habla con una lectora y ni siquiera intuye la discusión que hay a cinco metros suyo, después de un gran aplauso. Se enterará al día siguiente, durante la entrevista, arriba del auto en el que va a la Facultad de Filosofía y Letras a hablar de la creación de un personaje de ficción. Se enoja, otra vez, una más:
—¿Gusano? En Cuba esa palabra no se usa desde la década del 60.
Clava los ojos en las luces de la ciudad que rebotan en la ventanilla.
—Yo jamás tuve una militancia política. No soy un disidente. No es mi culpa si la economía cubana es un desastre, si la industria azucarera colapsó, si la ganadería desapareció, el café es malo, la educación empeoró, los hospitales se cayeron. No es mi culpa. Yo vivo la realidad y sólo la cuento.
***
Aquella noche de principios de los noventa, los Padura no durmieron. Eduardo, el más chico de los tres hermanos, se había despedido la tarde anterior. La lancha con destino a Miami saldría después de la medianoche desde un puerto clandestino. Ya sabían cómo era la angustia; la habían vivido en muchos amigos, vecinos y familiares: podían pasar dos o tres días hasta que llegara alguna noticia. En el desayuno hubo especulaciones: ¿estaría en el mar todavía?, quizá ni siquiera había partido, ¿por qué no creer que estaba caminando por Ocean Drive?
A las 9 de la mañana escucharon la puerta y lo vieron entrar. Eduardo estaba golpeado y asustado. La balsa-lancha se había hundido a 300 metros de la costa.
No era el primer intento por salir del país. Un año antes había planificado con un amigo atravesar el campo minado de la base militar de Guantánamo para pedir asilo en los Estados Unidos. A último momento él decidió no hacerlo. El amigo terminó preso tres años.
—Mi hermano se tenía que ir. Su sueño siempre fue tener una casa y un carro. Y eso nunca lo iba a lograr en Cuba. Se tenía que ir. Si no se mataba.
La tercera fue la vencida: consiguió una mujer con visa, se casó y se fue en avión y con papeles. Mientras juntaba los dólares para pagarle los trámites, Leonardo volvió a pensar si no tenía que hacer lo mismo.
***
El libro que lo hizo el autor más leído dentro y fuera de Cuba, El hombre que amaba a los perros (2009), cuesta en La Habana una canasta de productos comestibles e higiénicos o un trabajo de varios días, o un jean que llega desde Estados Unidos.
La última obra publicada de Padura es moneda de cambio bien cotizada en el mercado negro: como sucede con los habanos, el ron y el café, su precio multiplica el salario mensual de un neurocirujano, médico, arquitecto o cualquier otro profesional cubano. Como pasa con todos los productos que tienen precio en divisa, también se los roban: en 2010 desaparecieron varios de los 400 ejemplares de la primera edición a precio socialista, publicada por pedido de Tusquets un año después que en el resto del mundo.
—Cualquiera que hoy se haga de diez libros míos sabe que tiene 200 dólares en sus manos, algo así como ocho o diez salarios estatales.
Los últimos mil ejemplares impresos en la isla por la estatal Ediciones Unión -de un total de 4 mil- se pusieron a la venta en la Feria del libro de La Habana en febrero de 2013, cuando Padura recibió el Premio Nacional de Literatura. Se vendieron a razón de 25 por minuto.
—En menos de una hora no había más. Fue el récord de toda la historia de la Feria. Firmé como 800 de esos mil.
Añora su primera visita a Buenos Aires, en 1992, cuando caminó la calle Corrientes sin apuro, revisó las estanterías de todas las librerías, comió pastas en Pippo, y hasta fue a ver a Enrique Pinti al teatro. En esa época tenía sólo dos novelas publicadas, todavía fumaba habanos y la barba, ahora casi blanca, era negra y más tupida.
Dos décadas después, la agenda aprieta: un mes antes de volar a Buenos Aires empiezan las entrevistas telefónicas y vía email. Apenas aterriza, una agente de la editorial le advierte que tendrá días agitados.
Hoy no dispone de su tiempo ni en su casa de Mantilla: se levanta a las 7, media hora después se sienta delante de la computadora, responde mails hasta las 8, escribe hasta las 13, almuerza, duerme una siesta de una hora y lee unas tres horas cuando las entrevistas le dejan tiempo. Cada vez menos.
— Eso es algo aberrante: tres tardes de la semana se me van en reportajes. A los de promoción no les puedo decir que no porque son importantes. Y a los de los estudiantes y periodistas de Cuba no me gusta negarme.
***
La ciudad de Mantilla no tiene ningún encanto: no está cerca del mar, no hay lugares históricos ni calles pintorescas que merezcan una visita turística. Apenas muchas casas bajas, despintadas y emparchadas; chicos jugando en la calle y ancianos en mecedoras; mercados desprovistos, escuelas derruidas, autos ruidosos de varios colores y el fastidioso reggaetón sonando.
Su esposa, Lucía López Coll, no eligió vivir ahí. Se enamoró de un hombre que ya amaba a su barrio y se mudó a la planta alta de la casa de sus suegros.
—Es difícil hacerla hablar — advierte Padura en la puerta del hotel de Recoleta en el que se aloja, antes de subirse al auto que lo llevará a Puán.
Lo dice serio, como casi todo, pero su tono cubano lo hace parecer más simpático de lo que es.
En el taxi de atrás, lejos de él, Lucía habla. Y demuestra por qué es la mejor editora de su marido, la más crítica y despiadada:
— Leonardo cree que Mantilla sigue siendo lo que era en su infancia. Aunque ahora sea un desastre, lo sigue viendo bonito y no hay nada que pueda cambiar su parecer —dice sin sonreír, con la misma voz tímida que mostró antes, cuando se negó a hablar varias veces.
Están juntos desde que se conocieron, en 1978. Los presentaron durante un Festival de la Federación Estudiantil Universitaria; ella cursaba el primer año de Filología y Leonardo el tercero. Ninguno de los dos se acuerda cuándo se casaron.
—En 1990 o 1991 —repiten por separado, como si el de sus vidas fuera uno de los veinte guiones de cine que escribieron juntos en estos 35 años. También con las mismas palabras explican temas más sensibles, como por qué no tuvieron hijos: el trabajo de Leonardo se llevó los años por delante y cuando se dieron cuenta ella ya estaba en la “edad peligrosa”. Lo intentaron igual, pero no pudieron.
—No es algo traumático. De hecho, pensamos que hubiera sido todo un problema tenerlos con la vida que hacemos hoy. O que no podríamos tener esta vida que tanto nos gusta.
Lucía va a donde va Padura. Y Padura no va a casi ningún lado sin Lucía. En los últimos años viajaron por Francia, España, Italia, Dinamarca, Noruega, Puerto Rico, México, Estados Unidos, Holanda, Portugal, Argentina, Chile. También juntos atravesaron las dificultades: cuando no podían ni soñar con salir del país y a él le cambiaban los dólares de las ediciones en el exterior por un puñado de pesos cubanos; cuando comían de lo que les daba el padrastro agricultor de Lucía y ella hacía un curso de peluquera para trabajar con su suegra porque ni el periodismo ni los guiones de documentales compraban la comida diaria.
Fueron los años de la bicicleta: de Mantilla a El Vedado, con sol y con lluvia, 15 kilómetros de bajada a la ida y 15 kilómetros de subida a la vuelta.
—Yo ya tenía la plata para comprarme un carro, pero el Estado no me dejaba. Recién en el 97 me autorizaron. Es el auto que tengo hoy y quién sabe hasta cuándo tendré el mismo.
Lucía lo edita, le pule los textos, lo ayuda a crear los personajes y le cuida el tono. Con una mirada entrenada mucho más en lo audiovisual que en lo literario, manda cuando escriben juntos. Es la primera en leer cada cuento o novela; también los artículos para Inter Press Service (IPS), la agencia de noticias con sede en La Habana y en Italia en la que los dos escriben free lance desde los años 90.
—Ella se ha amoldado a mi vida y a mi ritmo, pero no ha resignado su trabajo —dice él.
En la puerta de Puán, Lucía vuelve a ser la esposa discreta de siempre, que tiene la habilidad de pasar desapercibida aún cuando se mueve como si fuera la sombra de su marido. Será porque él habla fuerte, casi gritando, como tanto les gusta a los cubanos. Ahora, en los pasillos de la Facultad de Letras, ella saca fotos mientras Leonardo lee los carteles que celebran la unión latinoamericana, reclaman por las Islas Malvinas, homenajean a Hugo Chávez y defenestran a los yanquis.
Los dos se detienen cuando aparece un retrato de Fidel Castro. El fotógrafo de Anfibia los mira buscando su aprobación.
—No, no, no —dicen serios.
Cuando Padura nació, en octubre de 1955, Fidel Castro ya estaba con Ernesto Guevara preparando la llegada al poder desde su exilio mexicano.
El socialismo era apenas un decorado en la infancia de Nardito. Todo lo que le preocupaba entonces era jugar al béisbol en la calle con sus amigos y llegar a ser, algún día, una estrella de la liga profesional.
—Si hubiera llegado, habría sido el Mourinho de la pelota. Porque tenía esa actitud de tomar riesgos y la sed de ganar.
Le llevó varios años asumir que no tenía las condiciones. Fue su primera frustración vocacional. Como no iba a ser pelotero, quiso probar con comentarista de béisbol. Pero la inscripción a la carrera de periodismo estaba cerrada ese año. Tachó la segunda opción y buscó una tercera: Artes y Letras. Tampoco se necesitaban de esos por el momento.
—El sistema socialista cubano sí requería filólogos. Así que, muy libremente, decidí convertirme en filólogo.
Hasta ese momento jamás había pensado en escribir y ni siquiera era un gran lector: los 9 libros que había en la biblioteca de su casa, en realidad una Biblia y ocho ejemplares de Readers Digest, no podían competir con el béisbol callejero. Recién en la adolescencia incursionó en la lectura con Julio Verne y Emilio Salgari; lo que había en lo de un primo. Pero no fue hasta El conde de Montecristo, que leyó a los 14, cuando se sintió realmente conmovido por una historia. Y recién a los 19 se animó a las primeras líneas.
—Además de estudiar, debíamos cumplir unas horas de trabajo en el Estado. Y yo, que apenas sabía escribir con dos dedos a ritmo de tortuga, mentí y les dije que sabía mecanografía para que no me mandaran a ningún lugar complicado.
Fue una mentira acertada: lo designaron en la oficina de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Ahí, sentado frente a una máquina de escribir cuatro horas al día sin saber bien qué hacer, miraba a sus compañeros: Abilio Estévez a un lado, Arturo Arango al otro. Los dos –también publicados por Tusquets- escribían cuentos y aspiraban a novelistas; como casi todos en esa oficina.
— No fue tanto vocación como espíritu competitivo. Si ellos podían, ¿por qué yo no? Con la escritura me pasó lo mismo que con el béisbol: quería ser el mejor.
***
La obsesión por León Trotski empezó dos décadas antes de que se publicara El hombre que amaba a los perros (2009), el libro de los 100 mil ejemplares; el que lo hace sentir el mejor, como él quería.
Hasta que entró en la Universidad, el nombre del jefe del Ejército Rojo no era para Padura más que el de algún personaje secundario de la Revolución Rusa. De los malos, claro; eso decían los dos únicos libros que circulaban oficialmente en Cuba: Trotski el renegado y Trotski el traidor.
Fue en 1989, en México y a sus 34 años, que el nombre de Lev Davídovich Bronstein sonó distinto por primera vez. Estaba en el DF, invitado a un encuentro de autores de género negro. En uno de los ratos libres, un amigo cubano-mexicano, Ramón Arencibia, lo llevó a visitar la casa del barrio residencial de Coyoacán en la que el revolucionario había pasado los últimos años de su vida, con un nombre falso y perseguido por la KGB. Padura vio la tumba en el parque, la biblioteca, la inútil garita de seguridad que custodiaba la entrada y la mesa en la que trabajaba ese 20 de agosto de 1940 cuando un pico para escalar en hielo le rompió el cráneo. Ahí supo, también, que su verdugo había sido un español llamado Ramón Mercader.
Volvió a La Habana convencido de que esa historia merecía ser contada. El mundo ya la conocía, pero los cubanos no. Llamó a los amigos en el exterior: dos colegas periodistas en México le consiguieron la causa judicial del asesinato y algunos libros, entre ellos Así mataron a Trotski; lo mismo hicieron otros de Rusia, España, Francia y Dinamarca.
En 1992, Padura descubrió el dato que le faltaba para que la historia pudiera escribirse desde Cuba: se enteró de que Mercader había vivido en La Habana, desde 1974 hasta su muerte en 1978. Lo conmocionó la idea de que el asesino de Trotski paseara libremente con sus dos galgos rusos por el malecón, la posibilidad de habérselo cruzado en cualquier esquina, en un bar o en la playa, la historia del asesino escondido en el buen vecino. Siguió investigando y recién diez años después sintió que estaba listo para escribir una historia verosímil desde su estudio de Mantilla.
Contarla le llevó cinco años y 765 páginas.
***
Gracias a las divisas que gana en el exterior en la alacena de su casa de Mantilla siempre hay un buen vino tinto argentino o español y café italiano. También le gustan los quesos franceses. Por eso nunca pierde la oportunidad de las visitas internacionales para hacerse de alguna delicatesen que en La Habana no puede comprar ni el escritor más famoso.
Nunca pasó hambre, pero vio mucha a su alrededor. Y recuerda como un antes y un después el día en que pudo dejar de comer el pollo con piel: se la daban a una vecina, que la asaba para sacarle la grasa y usarla como aceite de cocina. Está acostumbrado a desear sin perder la paciencia y a quedarse con las ganas de un café aunque tenga los dólares en el bolsillo.
—Yo no, justo recién me tomé uno —mintió más de una vez a los colegas, sentado a la mesa de un bar en Europa.
Desde hace unos años ya no necesita mentir ni privarse de un café: si quisiera, las regalías de sus libros le alcanzarían para vivir en España o cualquier otro país. Pero a esta altura, dice, no le interesa. Podría adaptarse; si hay algo de lo que ya no tiene dudas es de su capacidad de supervivencia.
—En Mantilla nací yo, mis padres, mis abuelos y creo que mis tatarabuelos; ahí hice a los amigos, jugué pelota como un loco y tuve mi primera novia. Si no me fui antes, cuando todo era difícil, no lo haría ahora. Yo hoy en Cuba soy un privilegiado: tengo mi casa y mi carro.
No es sólo la comodidad. Si se hubiera ido, Mario Conde, el personaje de varios de sus libros, quizás no existiría.
—Un escritor es su contexto, su lengua, su cultura, su circunstancia. Una sociedad se va llenado cada vez de más capas que uno no puede conocer si se aleja…La literatura cubana de los escritores que han abandonado la isla tiene dos elementos que la afectan notablemente: la intención de denuncia política y la expresión abierta de un rencor. Además, por otro lado, nosotros llegamos primero.
Como buen germen del Hombre Nuevo que se suponía debía ser, cumplió con la contrapartida del socialismo: cortó caña y recogió café o tabaco, según las necesidades del país, hasta que le sangraron las manos. Era el sacrifico que su generación, la de los “mandados”, estaba dispuesta a hacer por el gran salto económico que iba a convertir a Cuba en una paradisíaca isla socialista. Muchos lo creyeron. Hasta 1989, cuando con la caída de la Unión Soviética, el paraíso se convirtió en el infierno.
—En esos años era más fácil morirse que vivir porque los entierros eran gratis. En cambio, vivir cada día presentaba tres problemas: el desayuno, el almuerzo y la comida-.
Fue otra de las veces en las que pensó en irse. Como lo había hecho en 1983, cuando lo echaron de la revista cultural El caimán barbudo. Después de tres años en los que fue feliz escribiendo reportajes a personalidades, artículos sobre ferias, arte y cine, lo llamaron una tarde, al final del día, y le dijeron que estaba afuera. No le dieron explicaciones. Tampoco los necesitaba. Agarró la bicicleta y pedaleó hasta la casa de Lucía.
—Ella lloraba. Los dos sabíamos que no me sacaban por inútil, sino porque era un problemático ideológico.
El castigo fue pasar a la redacción de Juventud Rebelde, uno de los diarios oficialistas. Pero lo que se suponía iba a ser una condena, terminó siendo un regalo:
—Durante seis años escribí lo que se me dio la gana. Nunca supe qué pasó, pero la vigilancia se disipó y pude dedicarme al periodismo con una libertad que hasta hoy me resulta increíble.
Juventud Rebelde le dio también la primera oportunidad de salir de Cuba. No fue la que soñaba: el 8 de octubre de 1985, un día antes de cumplir 30 años, partió rumbo a Angola como corresponsal de guerra. Allá recibió entrenamiento militar y pasó un año en un campamento civil con un AK-47 a su lado. No estuvo en el frente, no vio sangre ni muertos, pero dice que eso no aliviana el costo emocional de la experiencia. Cuando volvió, estuvo listo para empezar a escribir más que periodismo: la guerra terminó de entrenar su “detector de mierda”, esa capacidad que según Ernest Hemingway diferencia a los grandes novelistas de todos los tiempos. Esa que hace de Padura un escritor que se despierta cada día con la intención de ser optimista y, antes de que se ponga el sol, sólo ve el futuro de Cuba y de la humanidad negros.
—Si no eres un buen detector de mierda, sólo escribirás fábulas infantiles para niños infradotados —repite las palabras que el autor de Por quién doblan las campanas le dijo a París Review antes de que él aprendiera a hablar.
***
En 1991, Padura estaba en Madrid trabajando en un documental sobre inmigración catalana. Aprovechó su visita a las oficinas de Televisión Española para llamar a su casa y no gastar los viáticos. Al otro lado de la línea, Lucía atendió contenta:
— Tengo una buena noticia.
—¿Qué pasó?
—Ganaste el premio de novela del Ministerio del Interior.
Leonardo festejó; aunque del todo no lo creía. Era su segunda novela y el debut de Mario Conde, un policía devenido detective de crímenes que iba a contarle al mundo otra realidad de la vida en Cuba: la de la corrupción, la escasez, la supervivencia, las frustraciones, las injusticias y las utopías; a veces irónico y otras cínico, siempre con humor y de una honestidad tan inquebrantable como inverosímil.
Tres días después del llamado, cuando Leonardo bajó del avión en el aeropuerto de La Habana, la cara de Lucía no era la de la esposa de un ganador.
—No te lo dieron el premio. Lo dejaron desierto —le dijo.
Unos meses después, uno de los jueces del concurso le confesó que lo había ganado por unanimidad. Pero que la noche anterior a la premiación, sin explicaciones, llegó la orden de dar marcha atrás. Padura no se sorprendió. Ni siquiera se enojó. En el viaje había ahorrado los dólares suficientes para comprarse una computadora. Y eso le importaba más que cualquier reconocimiento. Tenía la certeza de que lo otro iba a llegar en algún momento. O no. Mientras, tenía dónde seguir escribiendo.
Dos años después, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba no se arrepintió: le entregó el primer premio oficial por Vientos de cuaresma, la segunda novela de Mario Conde. Cuando se imprimió en 1994, el peor momento de la isla, Padura ya tenía historias y anécdotas para las próximas aventuras del detective. Tantas, que casi duplica la tetralogía que había planificado para él: en 2011 publicó La cola de la serpiente, el séptimo de la saga. Y le dio un papel en la trama de Herejes, su última novela que se publicará en septiembre.
—Parece que Conde es inmortal —bromea.
Conde le abrió la puerta de Tusquets y de Europa, lo salvó de las privaciones del Período Especial, lo hizo conocer el mundo y le dio una docena de premios afuera de Cuba, entre ellos tres Hammett y el Raymond Chandler. Pero fueron Trotski y Mercader los que convencieron al Ministerio de Cultura de que el escritor de Mantilla merecía el Premio Nacional de Literatura, el más importante al que un escritor cubano puede aspirar.
“Con esto no te han dado el lugar que mereces, ha sido el premio el que se ha justificado a sí mismo. Nadie como tú para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro”, le escribió desde España su colega, amigo y primer lector Abilio Estévez.
Para el diario Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista, la noticia mereció dos párrafos. Padura no lo esperaba. No sólo porque nunca antes un escritor de su generación lo había ganado; sino porque ese optimismo no encajaba en el carácter del escritor que después de poner el punto final a una novela, le decía a su mujer:
—Esta no se publica en Cuba.
Nunca acertó el pronóstico. Tampoco abandonó su pesimismo: en 2002, cuando le puso el punto final a La novela de mi vida, su obra más celebrada hasta que llegó Trotski, y en la que reconstruía la historia del poeta José María Heredia, fue más lejos con sus predicciones fallidas:
—Lucía, tenemos tres opciones. Una, que este archivo quede en el disco duro de mi computadora hasta que lleguen tiempos más favorables. Dos, que me siente a reescribir las cosas que puedan resultar urticantes; algo que no me convence para nada. Tres, que apriete el teclado y se lo envíe a mi editora en Barcelona. Si así va a ser, voy a necesitar que alguien me lleve cigarrillos a la cárcel.
Otra vez le erró. El libro se imprimió y ganó el Premio de la Crítica.
***
Acaba de volver a Buenos Aires después de un viaje relámpago a Rosario para participar de la quinta mesa en diez días. En todas iba a hablar de literatura y terminó discutiendo sobre Fidel Castro. Creyó que Herejes, la novela que publicará en septiembre, podía desviar el eje de la política. Se equivocó. Padura sigue y seguirá siendo un escritor que vive y publica en Cuba.