Horacio González


No voy a hacer declaraciones de amor

Sociólogo, ensayista, profesor, polemista, desde los años ’60 las producciones de Horacio González abrieron debates en el campo de la cultura y la política. Ni el ACV que tuvo a fines de 2013 le hizo bajar el ritmo: escribe, presenta libros, da conferencias, participa en actos, viaja. Néstor Kirchner lo nombró director de la Biblioteca Nacional y hoy buena parte del día se le va en firmar expedientes. En ese mismo edificio participa de las reuniones de Carta Abierta, un espacio que González tensa en cada intervención y del que amenaza con irse pronto. Perfil de un tipo de intelectual en extinción.

Publicado el 22 de septiembre de 2014

En un edificio de hormigón expuesto al polvo y a la tormenta, golpeado por el viento del Río de la Plata, el gran río color de león, un hombre firma expedientes. Un hombre -un cultor, un narrador, el gran ensayista contemporáneo- firma contabilidades, permisos, licencias. A sus setenta años, sentado en su oficina del cuadrúpedo gigante, en el Clorindo Testa, Horacio González se enfrenta a los papeles que lo convirtieron en un administrador. A él, que pone “profesor” en los libros de los hoteles. Un hombre que dice que vivir es vivir atado a algo de lo que no querés hacerte responsable y sentir derecho a reclamar por eso, pero no por eso a negar cierto gusto. En ese solar, ubicado en un vacío entre Austria y Agüero, donde vivió Perón y murió Evita, Horacio González, un hombre de la política, un escapista de las identidades, firma expedientes. Y si lo acecha el fantasma del burócrata, sólo encuentra consuelo cuando mira a su antecesor en la Biblioteca nacional, cuando levanta la vista y encuentra colgado, frente a sí, al retrato de Jorge Luis Borges.

***

Horacio González llega a la Biblioteca en taxi. Su recorrido va de la casa al taxi, del taxi al trabajo y así. La fascinación por esos viajes es tal que hace unos años le dedicó un libro de aguafuertes. Allí los define como una condena elegante, un padecimiento que te gusta, un milagro donde las ideologías del mundo quedan convertidas en monosílabos y esquive. Horacio González llega a la Biblioteca en taxi, al mediodía, vestido con sandalias de cuero y medias azules. Un jean gastado le cubre las piernas flacas. Lleva un sacón de invierno que usará durante las próximas semanas y que no se quitará en ninguna de sus conferencias, como buscando protección ante la mirada ajena.

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Quienes lo conocen cuentan que es incapaz de rechazar una invitación. Por eso presenta decenas de libros al año, da conferencias en localidades perdidas y calles sin numeración. Su agenda -robusta y de papel- lo confirma. En estos días de agosto comentó una novela, inauguró jornadas de filosofía, participó de un seminario sobre psicoanálisis. A veces, Horacio extraña su vida anterior. Desearía que las actividades sólo fueran ésas, las del profesor de sociología que hace veinte años tomaba examen arriba de los trenes. Pero no. En estos días, también, cerró un acto junto a Jorge Taiana, participó de un encuentro en la Comisión Nacional de Valores contra el fallo del juez Griesa, viajó a Entre Ríos, por un ciclo en homenaje a la muerte de Perón.

­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­—¡Y ayer me chupé un acto peronista de esos! De tenor muy fluido, con ministros y candidatos —cuenta mientras una de sus manos toca sobre la mesa una melodía invisible.

Las manos de Horacio siempre están un poco incómodas, como él. Cuando se sueltan, empiezan un recorrido que varía según la ocasión, pero que se detiene en los mismos puntos: la ceja, la patilla, el párpado, el pelo, el bigote.

—No es que me guste, pero todo eso me es muy familiar y me hace preguntarme por la creencia. Si cantas la marcha peronista en un acto peronista, sos peronista. En eso soy pascaliano. No es que uno cree y después se arrodilla, sino que uno se arrodilla y después cree. Como conozco bien todo ese conjunto de ritos, de leyendas, de sentencias, puedo aparecer como uno más. Y no finjo. En ese momento soy eso —dice.

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Toma un trago de café negro, sin azúcar. Hace una pausa, respira.

—Hay quienes quieren ser peronistas siempre, hasta cuando toman un café con leche o van al cine. Pero si uno es peronista, va a la cancha de Boca y grita gol, no puede ser aceptable que alguien diga: “Pero vos sos peronista, ¿cómo no gritaste “viva Perón”? No puede ser aceptable, pero no deja de ser un problema.

Desde la puerta, su secretario le indica que tiene un llamado. Es Franco Vitali, subsecretario de Políticas Socioculturales, militante de La Cámpora. Franco es hijo de Elvio, personaje andariego, amante del tango, creador del foro Gandhi, un epicentro de la cultura durante los noventa. Néstor Kirchner lo eligió como director de la Biblioteca en 2005 y Elvio, a su vez, eligió a Horacio como subdirector. Cuando Elvio le consultó lo del cargo, Horacio no actuó como un político, no pidió unos días para pensarlo. Dijo sí, llano, al teléfono.

—Sí, sí, sí, llamame y organizamos bien —dice ahora a Franco, después de atender el llamado en un fax y saludarlo con el clásico: “¿qué hacés, viejo?”.

Corta. Vuelve a la mesa, al café, al acto.

—Igual, el de ayer era de Aníbal Fernández, así que no terminó con la marcha peronista sino con los Redonditos de Ricota.

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El acto, en la Sala Borges de la Biblioteca, cerró con “Un ángel para tu soledad”. Aníbal Fernández presentó ahí “Conducción política. Así hablaba Juan Perón”, un libro que lleva el prólogo de la Presidenta Cristina Fernández. La glosa de un texto clásico. La glosa de la glosa. Hace tiempo que Horacio González repite una idea: al kirchnerismo le faltan textos. Lo planteó, con preocupación, en Kirchnerismo: una controversia cultural, y lo repitió en la sala Borges, frente a ministros y candidatos.

En ese acto, también dijo que la conducción no puede estar disociada de un fuerte humanismo crítico. Habló del drama del mando y de John William Cooke. Lo nombró, dice, como quien tira una moneda a la Fontana Di Trevi. Hay algo de esa figura que funciona como espejo en Horacio. Cooke no tenía lugar en el peronismo; nombrarlo es un modo de seguir inscripto en su problema: “mantenerse afuera del hecho maldito sin maldiciones”.

—Para muchos es asombroso que Horacio sea funcionario y que esté integrado a un sistema de decisiones. Es un esfuerzo grande, casi un sacrificio —cuenta Mario Wainfeld, quien define a Horacio como el último romántico de la Argentina, por su pensamiento y por su sentido teleteatral. Se conocen desde los inicios del retorno democrático, cuando compartieron la redacción de la revista Unidos. Horacio había vuelto del exilio en Brasil y estaba más esquivo que nunca. Así lo recuerda, padeciendo toda posibilidad de organicidad, tensando al grupo con una posición siempre brillante, etérea y minoritaria.

—Lo dije ayer en el acto. Dije que ser libertario acompaña a todos los procesos políticos. El peronismo clásico no suele decir eso, pero cuando lo escucha se pone a pensar. Si un bolchevique clásico escuchara eso, reaccionaría estando seguro, pero el peronismo ya no está seguro. Si no sos gorila, está todo permitido. Por eso también dije que era una pena que Borges no haya sido peronista.

Es una idea que lo obsesiona: que indagar en el “pensamiento nacional” es indagar en sus polémicas latentes e irresueltas: Sarmiento versus Alberdi; Alberdi versus Mitre; Jauretche versus Martínez Estrada; Martínez Estrada versus Borges.

—Dije todo eso porque si no llevo algo de mi cosecha me muero.

Horacio González, la voz baja, el pelo llovido. Un hombre que escribe novelas y las llama noveletas. Un enamorado del lenguaje que goza al escucharse tanto como lo padece. El mismo dilema que vive con su prosa barroca. Horacio González, el peronista marcusiano, el intelectual incómodo, el funcionario kirchnerista-libertario, pregunta:

—¿Es muy largo esto?

Detrás suyo, en la puerta, su secretario lo espera con los brazos cargados de carpetas apiladas

—Es que llegó la hora de firmar papeles.


—¿Una biografía? No le veo interés a la mía, me interesan otras. Pero igual me someto.

Qué pena. No me gustaría someterte...

—Me someto gentilmente. Te agradezco también.

Pero si estuvieras disconforme o en desacuerdo...

—No, no estoy disconforme, ni en desacuerdo, pero estoy obligado a una mínima protesta, a esta protesta insignificante.

Creció en Villa Pueyrredón, sobre una calle de tierra, al costado de las vías, con una madre a la que recuerda llena de tristeza. Lo crió un abuelo ferroviario, hincha de Boca, que en las noches de verano, sacaba las reposeras a la vereda y le hablaba de bujes y de Giacomo Leopardi, el poeta de su pueblo. Como miles de niños, sus primeras lecturas fueron con Bomba, un personaje estilo Tarzán, de la colección Robin Hood que tomaba de la biblioteca popular atendida por su mamá.

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Empezó la secundaria en un colegio comercial de Villa Devoto porque ese abuelo inmigrante imaginaba un futuro como contador público, pero en tercer año, motivado por sus primeras lecturas revisionistas, se pasó al turno tarde del colegio Nacional Sarmiento, “un colegio de apellidos segundones de la oligarquía”. Allí conoció todo de golpe: las disputas entre liberales y nacionalistas; las pedradas y los tiroteos de los militantes de Tacuara; el centro de la ciudad de Buenos Aires. Recorría las cuadras desde la estación Retiro hasta Libertad y Juncal, sorprendido con la arquitectura de los edificios. En ese recorrido, seguramente, comenzó a gestarse una idea que lo acompaña hasta hoy: la ciudad como un territorio privilegiado para el pensamiento.

Este relato, el de su infancia, su pasado, no es más que una sumatoria arbitraria de detalles dispersos aquí y allá, en entrevistas, libros, y sobre todo, en Historia y Pasión, esa larga conversación con José Pablo Feinmann. Horacio González evita la narración en primera persona y sobre todo la anécdota sentimental:

—Tengo verdadera dificultad para la vocación autobiográfica, para contar obviedades que forman parte de los clichés psicoanalíticos: padres separados, mal separados, dobles relaciones —juega con sus manos enrolando la punta cortada de un sobrecito de azúcar—. En la posición pública me gusta que aparezca la fisura biográfica, eso sí. Yo hablo de modo tal que la duda esté inscripta en mi propia posición. No me gusta convencer a nadie, pero a veces me encuentro con personas que tienen reacciones de dos tipos. Las que te dicen me hiciste pensar cosas nuevas, y las otras, las que te dicen: “no te entendí nada” —se burla el director de la Biblioteca. Porque Horacio González también se divierte riéndose de sí mismo, definiéndose, por ejemplo, como un personaje capusotteano.

Alguna vez se describió como una tierna alma barrial metida en un capítulo de Hegel. Hay quienes dicen que Horacio es un hombre sin cuerpo. Sus amigos Daniel Santoro y María Moreno lo acusan de ser un desconfiado del inconsciente. Quizá por eso, la conversación con él, un amante de la conversación, tiene un devenir afable, siempre que transcurra por los hilos de la historia, pero se vuelve esquiva cuando se pregunta por temas como el amor, el sexo o la amistad. Y aún así, a pesar de esa reserva, Horacio González no deja nunca de responder y de dar una respuesta que lo despelleje un poco, que lo exponga más que el simple repertorio de anécdotas:

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—Cada vez me cuesta más hablar del sexo o del amor. Cada vez me es más difícil la frase amorosa. No es que las desconozca ni que sea incapaz de decirlas, pero ahí aplicaría una especie de inverosímil pudor. El vínculo amoroso está presente en la vida pública como una gran referencia. A eso me niego. Al declaracionismo amoroso o amistoso —dice con cierto nerviosismo.

La viruta del papel del sobrecito de azúcar cae de sus manos.


Carta Abierta. 16 de Agosto de 2014.

Sala Borges, Biblioteca nacional.

Un hombre, al frente del auditorio, festeja el discurso de la Presidenta. Dice estar emocionado, orgulloso. Le dedica palabras de amor. A sus espaldas, en una fila de sillas frente al público, se encuentran los referentes intelectuales de Carta Abierta. Horacio González no está ahí, está sentado a un costado, sobre un pasillo, cubierto por el sacón de invierno.

No hay nada especial en este día. Es una reunión cualquiera, un día cualquiera, seis años después de esa primera carta repartida como volante en la feria del libro. Seis años después del acierto inaugural, del “clima destituyente”, ya no hay resistencia ruralista, pero sí una disputa con los fondos buitre y un discurso de la presidenta que emociona al hombre que habla frente al escenario y a los sesentones de campera de gamuza que lo aplauden.

Horacio González se molesta con el comentario, pero disimula. Como polemista es un maestro del tai chi: no refuta, no niega, no discrepa, elabora su argumento como si su idea estuviese contenida en las palabras del otro.

“No voy a hacer declaraciones de amor –comienza diciendo-. Creo que las mejores virtudes son las que declaran amor a primera vista, las que expresan con absoluto arrebato los sentimientos primerizos. Envidio esas declaraciones. Pero me voy a permitir ser austero porque esa austeridad reflexiva se refiere al mundo en el cual participamos: el de las definiciones políticas que se hacen con enunciados políticos. Cambiaría el enamoramiento por algo que un grupo intelectual debe hacer de manera profunda, discutir con la Presidenta de la Nación, a la que respeto profundamente, y que está empeñada en una lucha formidable. Si no, ¿para qué estamos acá? Si no, me voy a otro lado, me voy a cortar la ruta Panamericana. Llevo en mis oídos la música más maravillosa, un corte en la Panamericana”. Lo dice en referencia a la represión a las manifestaciones por los despidos de una empresa autopartista.

Sus dos manos se mueven: la que sostiene el micrófono, y la otra. Esa mano suelta va marcando el pulso de sus palabras, lo convierte a Horacio en el director de su propia orquesta.

—Me tuve que forzar a decir esto porque me conozco un poco. Pero no me fue fácil.

Cuando la asamblea termina, algunos integrantes de ese espacio van a almorzar al Bar Macedonio, en el patio del solar. Horacio González camina solo, unos pasos más adelante y no dice nada. Carta tiene su impronta, su liderazgo, su escritura política. Pero el director de la Biblioteca nacional también está incómodo ahí. Se queja de estar peleado con todos sus compañeros; amaga con irse cada vez. Horacio tiene ese vicio: necesita polemizar con sus amigos, llevarlos a su estado de inquietud permanente, aun cuando eso signifique exponer por demás los tropiezos propios y los colectivos.

—Dijo por lo menos veinticinco veces que se iba. Porque Horacio es así, un exagerado. Ése es su modo de habitar el mundo, de pensar las cosas: abusa un poco de su sentido crítico. Por eso es el discutidor con más derrotas. Pero también con más triunfos estratégicos —dice Aurelio Narvaja, director de Colihue, original de Carta, su amigo íntimo. Aurelio es como un viento fresco en la vida dramática de Horacio: un personaje charlatán, extrovertido, algo incontinente.

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Durante el kirchnerismo, el rol de Carta Abierta fue muy distinto al del grupo Esmeralda que asesoraba al gobierno de Raúl Alfonsín, el otro período democrático con protagonismo del mundo intelectual. Los integrantes de Carta no aconsejan, no escriben discursos. Tampoco responden a los lineamientos más rígidos de la conducción peronista, aunque nunca se apartan del todo de su agenda. Carlos Altamirano los critica por no generar ideas sino explicaciones. Nadie deja de reconocer, sin embargo, que es uno de los pocos espacios críticos en la escena oficial, y eso a pesar de que muchos de sus integrantes se suelen sentir emocionados por la presidenta. Ahora, Carta Abierta también fue el primer grupo en definirse frente a la herencia de estos años: “Scioli no es nuestro candidato”, escribieron.

—Dice que se va porque sospecha que todo lo que hacemos no sirve para un carajo —se ríe Aurelio—. Pero yo creo que estos años fueron años muy felices, quizá los más felices de todos. Fue una oportunidad con la que ya no contábamos.


Eligió sociología por un gesto de marginalidad y desde ese entonces mantuvo con la disciplina una relación de desencanto. En 1962, ingresó a la facultad de Filosofía y Letras, en la calle Viamonte al 400, facultad que Ernesto Laclau definió como el lugar “donde todo comenzó”. El director de la carrera en esos años, Justino O'Farrell, había sido nombrado por Onganía para intervenir en el clima de efervescencia de la facultad, pero fue, paradójicamente, quien impulsó a las cátedras nacionales, promotoras de la “liberación nacional”.

Horacio era ayudante de O'Farrell y delegado estudiantil. Pero ni como profesor, ni como militante, pudo o quiso reprimir su costado dramatúrgico, su impulso poético sobre uno científico, racional, ordenado. Buscando una sociología de campo picaresca, se convirtió además en ayudante de una pequeña empresa de fotografía popular a cargo del psicólogo Alfredo Moffatt. Horacio y Alfredo tomaban el tren en Puente Alsina y vestidos de vendedores ambulantes, viajaban a Villa Fiorito ofreciendo retratos. Esa búsqueda performativa llegaría a su clímax recién en 2009 con el debut de “El artista”, una película en la que actúa de viejo senil, junto a Fogwill, León Ferrari y Laiseca.

Augusto Boal, dramaturgo, fundador del teatro del oprimido, lo puso en contacto con Cumpa, el grupo teatral de Mauricio Kartun. Horacio y Mauricio daban clases sobre el Facundo de Sarmiento. Ya en esos años había empezado a construir un discurso lleno de figuras, de tropos, de una carne dura, no de puchero hervido, dice Mauricio Kartun. Lo recuerda como un profesor relámpago: “Horacio es como un relámpago, en un instante breve ilumina un territorio y cuando desaparece, la imagen queda inscripta adentro tuyo”.

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Horacio leía a Hernández Arregui, Gramsci, Jauretche, Sartre, Fanon, Marcuse, Foucault y a Perón. Porque el Frente de Estudiantes Nacionales ya se había inclinado al peronismo en la búsqueda de un nacionalismo de izquierda, de un socialismo nacional. Cuando sintió que la militancia universitaria era poco, se incorporó a la FAP. Estuvo clandestino. Se alejó rápido escapando de la carrera “político-militar” que le ofrecía.

En 1971, un año después de recibirse, comenzó el vínculo con el Movimiento Revolucionario Peronista, un grupo que luego se incorporó a la órbita de Montoneros. Horacio militaba en una Unidad Básica en Flores. Vivía en una pensión tipo conventillo, en un cuarto con una cama de metal y una mesa destartalada, a la que había ido a parar luego de su divorcio y con la seguridad de que esa condición era parte del despojo militante, de su conversión a combatiente.

Lidiaba con la verba universitaria en un contexto de peronismo barrial. Sufría por hacerse preguntas en una época poco proclive a la duda. Cargaba con la desconfianza de las cúpulas de Montoneros por su perfil un poco inmanejable. Fue preso más de una vez. En todas ellas sintió alivio de saberse menos temeroso de lo que creía.

El asesinato de Rucci lo dejó del lado de la JP Lealtad, una escisión final de Montoneros que cuestionaba la militarización. Horacio recuerda esa experiencia con desagrado. Todavía hoy se pregunta si esa crítica a la lucha armada, si esa retirada justo antes de la tragedia, se basó en un argumento ideológico o en un instinto de supervivencia. Si no lo impulsó, antes que nada, el temor. La pregunta lo atormenta y lo incomoda, pero Horacio González tiene ese vicio: necesita habitar las incomodidades.

Una vez, cuando era joven, una mujer le hizo una pregunta horrible, eterna, imperecedera. Horacio recordó ese diálogo en la La Voluntad, el libro emblema sobre la militancia revolucionaria de los setenta. Ella le dijo: “Horacio, ¿vos pensaste qué quiere decir esto de que hables tanto de los muertos, de dedicarle lo que hacés a los que murieron haciendo lo que vos no sabés hacer?”

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—Hace poco me dijeron que lo que pensaba de la Lealtad era por el fenómeno de la culpa. Puede ser, pero también me parece una simplificación muy grande. Aun como pesimista me pegunto si la política no es un dislocamiento del lugar real. Si la épica prometida es algo que algunos finalmente terminan cumpliendo y no alcanzan las advertencias. Dentro de los que la cumplen, están los mártires y los conversos. Pero los mártires no querían serlo, lo son para quienes los recogen en el cántico lineal. Lo que se canta en la Casa Rosada es asombroso: “a pesar de las bombas, de los fusilamientos”. Toda la secuencia legendaria de la historia lineal del peronismo soñado. Sería muy fácil escribir un artículo en Perfil diciendo que eso no existe y que es para ocultar la derrota de los fondos buitres y ser Pepe Eliaschev. Yo no quiero ser Pepe Eliaschev, pero conozco la posibilidad de decir eso. Cuando veo eso en la tele, sólo me permito asombrarme y preguntarme por la posibilidad de una historia que puede terminar en tragedia otra vez.


A fines del año pasado, Horacio González tuvo un ACV. Un rayo misterioso, dice para evitar la “fatídica sigla”. Volvía de un Congreso de la Lengua en Panamá y se desplomó en el aeropuerto. Lo llevaron a la guardia de un hospital público, universitario, rumoroso, junto a hombres que lloraban por las noches y murmuraban frases incomprensibles. Después del regreso y la recuperación, escribió una pequeña aguafuerte titulada “Santo Tomás: teoría del Hospital”. Una aguafuerte que parece, por fin, tenerlo de protagonista. Pero en la mitad del texto, el relato gira y la atención se la lleva otro: un hombre que sí muere.

Este año, Horacio González publicó su primera novela. Se llama Besar a la muerta. Allí, tres personajes se reúnen alrededor de un asado, en un patio olvidado de una iglesia porteña y especulan sobre historia y política argentina. Uno de los personajes es un tímido profesor universitario; el otro, un cura que aparece ansioso por participar en la lucha armada y no pudiendo. Hace poco, en una entrevista, le preguntaron por ese salto de la ficción al ensayo, por el título sugerente. Le preguntaron si todo eso no se debió al episodio en el aeropuerto, al rayo misterioso, al hospital caribeño. Horacio González contestó que no. No, no, no. Lo más fuerte de todo, dijo, es que él “ha visto morir”.


Durante los noventa, se refugió en la vida universitaria. La Facultad de Ciencias Sociales tendía al empirismo y Horacio era un profesor marginal sin concursos, sin publicaciones en revistas de referato, sin Conicet. Daba clases en los colectivos, realizaba proyecciones de “El gabinete del Doctor Caligari”, organizaba la universidad de los aires: un recorrido con actividades desde el subsuelo a la terraza que terminaba con la entrega de un diploma en saberes inútiles. Para muchos, Horacio fue un salvataje, un tronco del que agarrarse en un río a contracorriente.

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—Era una cátedra de la que no salías indemne, con un aspecto fuertemente vanguardista —recuerda María Pía López, su alumna, su discípula, su compañera en la Biblioteca, con un tono que excede el parecido a Horacio. Hace veinte años hablan todos los días. Desde 1999, año de la publicación de Restos pampeanos, ella presenta todos sus ensayos. Cada vez que Horacio edita un nuevo libro, en Colihue le sugieren, con cierta sutileza, alguna innovación en el panel. Y Horacio responde lo mismo, pero como si se le estuviese ocurriendo por primer vez: “¿Y María Pía López? ¿Eduardo Rinesi?”.

Sus días transcurrían tanto en las aulas, como en los bares -la Giralda, el Británico, el San Martín- donde se juntaba la redacción de El Ojo Mocho. La revista era antimenemista, antialfonsinista, antiprogresista y los temas eran los temas de siempre, el legado de izquierda, la construcción de una voluntad nacional y popular. Horacio discutía con Eliseo Verón, con León Rozitchner. Polemizaba sobre el supuesto malentendido de las juventudes de los años '60 y '70 respecto al discurso de Perón, un discurso de derecha que había sido leído como siendo de izquierda. “Entendimos mal, sí. Porque entender mal es una manera de izquierda de entender”, recuerda Eduardo Rinesi que respondía Horacio.

El 19 de Diciembre de 2001, Horacio González presentaba en el Foro Ghandi “Isidro Velázquez”, un libro del sociólogo Roberto Carri, otra figura que lo acompaña como espejo. Pocas horas antes de la cita, se enteraron de los saqueos en la provincia de Buenos Aires. Elvio y Aurelio insistían en seguir con la actividad convencidos de qu eso que era lo mejor que podían hacer: presentar un libro sobre “las formas pre-revolucionarias de la violencia”.

Al terminar, María Pía, Eduardo, Horacio, Nicolás Casullo, Aurelio y Elvio siguieron el ágora en Guerrín, con pizza y cerveza. Algunos sentían preocupación y otros, cierto entusiasmo. De fondo reinaba una especie de melancolía: algo de esas hordas, de esos levantamientos populares ya no tenían nada que ver con ellos. Elvio y Aurelio pensaban eso mientras miraban la tele y tomaban un café sobre la Avenida Corrientes, cuando una columna espontánea pasó por la puerta del bar rumbo a Plaza de Mayo.

—Nos sumamos así, de una, y cuando llegamos a la Plaza, lo encontramos a Horacio con una sartén y un tenedor, escapando de los gases —recuerda Aurelio. Él no lo dice. Pero la frase también podría haber terminado así: escapando de los gases y de la posibilidad de quedar afuera de la historia.


Cuando Néstor Kirchner llamó por primera vez a Horacio González, atendió su mujer, la cantante Liliana Herrero.

—Habla el presidente de la República – se presentó.

—Por favor, déjese de hacer bromas -contestó ella.

—En serio, soy Néstor Kirchner. Busco a Horacio González.

—Mi marido no está, llámelo mañana.

Al otro día, insistió.

—¿Podemos tomar un café? Necesitamos críticas, muchas críticas -le preguntó ahora sí, el presidente al profesor de sociología.

Fue la invitación a una charla más larga que nunca se produjo.

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—De profeta no tenía nada. Era un buscador de gente. Como escribió Casullo, alguien que sale de un bar palpándose el piloto por temor a olvidarse algo. Un distraído total. Le tocó llamar a gente y lo hizo con cierta argucia. Puedo comprender perfectamente que fue un gesto de habilidad política, pero era una habilidad política que tenía que ver con mi número de teléfono —dice Horacio, los ojos cansados, los párpados oscuros, la mirada clara.

Una semana después de ese diálogo, Elvio llamó al Bar Británico y pidió por Horacio. Ahí mismo le ofreció el cargo en la Biblioteca.

Néstor y Horacio se vieron varias veces más, en reuniones de Carta Abierta, en actos oficiales. Pero Horacio recuerda sobre todo una charla en enero de 2009. Se había caído un ascensor de la Biblioteca nacional. Horacio, el ensayista barroco, trataba de dar explicaciones ante la exigencia de las cámaras. Néstor Kirchner lo vio por la tele y lo llamó: “Pero, ¿qué te estaban preguntando, Horacio? ¿quién no se cayó alguna vez de un ascensor?”.

—Esa pregunta revelaba algo en él. Para seguir con la tesis de Forster, algo de una anomalía. Era una pregunta absurda, hilarante, reducir el hecho a un universalismo inexistente: yo no conozco a nadie que se le haya caído un ascensor -recuerda.

En esas entrevistas, sólo algunos noteros llamaban al director de la Biblioteca por su nombre. Horacio González seguía siendo, a sus casi setenta años, un hombre reconocido sólo en un ambiente pequeño. Su actividad como funcionario había llamado la atención de los medios una sola vez, sobre el filo de un año nuevo, el 30 de diciembre de 2006, cuando Horacio Tarcus, el subdirector, renunció a su cargo por conflictos internos de la Biblioteca y sobre todo, aquellos relacionados con sus tres sindicatos.

Tarcus, historiador, archivista obsesivo, denunció que Horacio Gonzalez había abandonado el objetivo de profesionalizar la institución, de ordenar su patrimonio y mejorar el servicio para investigadores y lectores, para hacer de ella, un ámbito de intervención cultural. Hoy, Tarcus inscribe el episodio en dos culturas políticas contrapuestas y dos formas de administrar el Estado: una ilustrada, universalista y una nacional popular.

Cuando lo acusan de populista, Horacio pierde la serenidad y la melancolía. Ese mismo mote recibió también en su peor episodio, cuando solicitó que el escritor peruano Mario Vargas Llosa no abriera la Feria del Libro. Lo acusaron de censura y el pedido debió ser retirado por orden de la Presidenta.

—Ese no fue mi gran episodio —se culpa ahora Horacio—. Es cierto que escribí esa carta sin percibir que era la carta de un funcionario. Pero firmé director de la biblioteca nacional así que no puedo eximirme tampoco. La Presidenta me llamó y me dijo eso, que un funcionario no escribe esa carta. Me dijo, en un tono reposado y amable, que esa carta tenía que ser retirada. Y yo hice otra carta, de retiro, tratando al menos de no quedar tan deslucido.

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En esos días, se paseó por los canales de televisión con un gesto de desborde poco habitual en él. Vargas Llosa había aprovechado el desvarío para ponerlo como ejemplo del peligro autoritario populista. Horacio, con una furia contenida, con cierto ardor, lo invitó a debatir, una y otra vez.

—Donde usted, Vargas, ve barbarie —dijo—, hay civilización.


Desde el escenario, el rector de la Universidad busca al invitado ausente. Con su mano tapa la luz del foco que lo enceguece, revisa entre el público. Está todo listo para que comience el acto: sólo falta él.

—¿Horacio González? —pregunta, preocupado, pero con la certeza de que está ahí, cerca.

—¡Presente! —se escucha desde el último asiento de la tercera fila. La voz baja de un hombre escondido, resguardado.

La gente ríe. Dos personas comentan:

—Es buen tipo ese González.

El director de la Biblioteca nacional es indiferente con su chiste y se dirige al escenario con paso cansino. Sube, abraza a sus pares, los palmea. A la homenajeada, le toma la mano y le acaricia la cara. Lo hace con cierta torpeza, con un gesto dubitativo. Es la segunda conferencia del día y el último evento de una jornada cargada de actividades, pero Horacio González se entrega al tema con una larga deriva.

La charla termina. Es de noche. El director se va de su oficina en la Biblioteca, atraviesa el solar enfrentando al viento helado que corre por el vacío entre Austria y Agüero. Quizá, en ese recorrido, lo aceche otro fantasma. En un año, posiblemente, deba irse del cuadrúpedo gigante de hormigón. ¿Qué pasará con todo esto?, se pregunta, quizá, el director de la Biblioteca, mientras sube al taxi, se quita el sacón de invierno y le indica al conductor: “A Boedo, chauffer”.