Crónica

El coronavirus de oriente a occidente


No son vacaciones

En dos meses, Lucila Carzoglio y Salvador Marinaro vieron todos los escenarios de la pandemia: desde las medidas más estrictas chinas hasta la negación y el arrepentimiento europeo. Impedidos de volver a Shangái, donde viven, se refugiaron en Hong Kong, Luang Prabang, Bangkok y Madrid y vieron cómo el coronavirus, ahora que es global, tensa aún más las desigualdades. ¿Cómo cumplir todos juntos con la cuarentena en condiciones tan desparejas?

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Fotos de interior: Daniela Banderas 

En los últimos meses recorrí 16.595,4 kilómetros. Estuve en once ciudades, cinco países, dos continentes, tomé cinco aviones, dos micros, un tren rápido; todo con una mochila de siete kilos que tenía tres remeras, dos mallas, unas antiparras, una de esas toallas inútiles de microfibra, un pantalón largo y dos libros, uno de crónicas de viajes y otro sobre la traducción en la dinastía Qing. Viví en ciudades semicerradas o cerradas con gente que se toma en serio la cuarentena, algunos que acatan a medias y otros que siempre encuentran el momento para una birra. Dormí en cinco hoteles, un sillón-cama, dos Airbnb, me alojaron en dos casas y alquilé un departamento con problemas de agua caliente y un picaporte que no funcionaba. Vi barbijos de todas las formas y colores: quirúrgicos, anatómicos, de obrero, de soldador, el que usaría Sub-Zero y uno con el hocico de un perrito. Usé durante días el mismo barbijo porque no había stock en las farmacias. Tomé tres tubos de vitamina C. Hace dos meses que me levanto con el celular en la mano contabilizando casos, calculando probabilidades y curvas, como si tuviese que descifrar un código secreto que va a abrir las puertas de mi casa en Shanghái. Leí cada mensaje de los grupos de extranjeros que vivimos en la ciudad en WeChat, que variaban entre la advertencia, la paranoia y el meme. Busqué información de cada aerolínea que volaba a China y las políticas de los aeropuertos asiáticos. Saqué dos veces pasajes de vuelta y los dos vuelos fueron cancelados. En las últimas semanas, no dormí los días pares; los impares discutí con Lucila. Sin mi computadora, sin obra social, sin ropa, dando clases virtuales, con la tarjeta de crédito cancelada, sentí que había llegado a mi límite físico y emocional. Eso, antes de empezar la cuarentena.

En pocas palabras: Lucila y yo vivimos en Shanghái hace poco más de tres años, donde yo soy profesor en una universidad y ella termina su doctorado. El brote del coronavirus nos agarró a medio camino, en una ciudad del sur chino, mientras volvíamos de unas vacaciones en Filipinas. Desde ese momento empezó un viaje obligado que ahora nos encuentra en Madrid, aislados con más de treinta mil infectados y casi dos mil muertos al novena día de la cuarentena”. “Pero si es solo una gripe”, me decían hace un poco más de una semana.

En dos meses, he visto muchos de los escenarios posibles, desde las medidas más estrictas chinas hasta la negación y el arrepentimiento europeos. Vengo del futuro y quiero decirles algo: quédense en sus casas.

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Desde la ventana de nuestro hotel en Hong Kong ni Salvador ni yo escuchamos un solo petardo por el Año Nuevo chino. Las luces de los edificios parecían un mosaico sobre las montañas de la isla. Solo la iluminación de los cientos de carteles nos indicaba que estábamos en esa ciudad que nunca para, ahora detenida en una postal. Era la medianoche del 24 de enero, el inicio del calendario en China.

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Tres días antes, el presidente Xi Jinping con el barbijo puesto había declarado el nivel máximo de alerta debido a un virus extraño que había aparecido en el centro del país. “Nivel de peligrosidad 2 (intermedio), nivel de respuesta 1”, repetían los medios chinos con su lenguaje reiterativo y constante. Ningún panorama parecía alentador. Entre los mensajes que llegaban a mi celular confirmando la transmisión del virus entre humanos recibí unos de mi universidad, que me instó a no retornar. El primero fue un pedido cordial: “¿Está al tanto de la situación del virus? Por favor, ¿podría volver después del dieciséis de febrero?”. El segundo, una orden formal que restringía cualquier vuelta. El cierre del país era inminente.

Así que ahí estábamos, con las mochilas de unas vacaciones playeras, en el extremo insular de China. Hong Kong es la primera puerta que se abre y la última que se cierra, el palco que utilizan los extranjeros cuando el continente les queda incómodo. Por eso, nuestro primer reflejo fue cruzar la frontera terrestre, a la que se llega en subte, y quedarnos unos días en la isla hasta que el panorama se aclarara. El paso de Louhu, uno de los cruces más transitados del planeta, estaba casi vacío. Solo algunos apresuraban su paso hacia el continente. Al final, la familia los esperaba para la cena como manda la tradición.

En Hong Kong, la vida continuaba a un ritmo que a esta altura diríamos normal. La diferencia era la población embarbijada y el cierre de los museos, oficinas públicas y algunos locales. El resto funcionaba como siempre. Nosotros nos levantábamos, desayunábamos vitamina C y, antes de salir de la habitación, nos poníamos nuestras mascarillas. Los encargados del hotel te tomaban la temperatura cuando hacías el check in y la anotaban en la reserva. A veces durante el día un guardia armado con un termómetro láser nos apuntaba la frente antes de dejarnos pasar en alguna estación.

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Mientras tanto, las imágenes de las grandes urbes chinas empezaban a circular: ciudades con millones de habitantes vacías, algunos supermercados sin frutas ni verduras, la peatonal más concurrida de Shanghái desierta, estaciones de subte con astronautas caminando, perritos enfundados en papel film, drones retando a la gente que salía a caminar o no tenía barbijo. “Āyí, āyí, (tía, tía), ya sabe, le dijimos a la gente que se quede en sus casas, pero aún así usted deambula por la calle. Ahora un drone la está viendo”, el video mostraba la cara incrédula de una abuela que miraba a los costados buscando el origen de esa voz. “Sí, āyí, es el drone que le estaba hablando. Vaya a su casa y no olvide lavarse las manos”. Es difícil vislumbrar la verdad de la mentira cuando lo que sucede es de ciencia ficción. Mandé y recibí los mismos mensajes que todos los extranjeros: “¿Estás bien? ¿Dónde estás?”. Solo cuatro amigos se habían quedado en la ciudad. Estaban sin síntomas, encerrados y aburridos.

La orden del gobierno chino de encerrarse en las casas bastó para que el alcohol en gel se agotara en un día y las calles se transformasen en el pasillo de una terapia intensiva con poca gente y enfundada. Estábamos cenando en un restaurante japonés de cubículos (nada más nipón que el distanciamiento) cuando la alcaldesa de Hong Kong, Carrie Lam, se debatía por televisión si prohibir la entrada desde el continente. Los médicos amenazaban con una huelga si no lo hacía. Nosotros decidimos seguir viaje al único país de la región que no tenía casos: Laos.

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Llegamos a Luang Prabang con la vuelta a China cancelada. En el aeropuerto, mientras esperábamos el embarque, nos llegó el aviso: nuestra casa se cerraba por tiempo indeterminado. Eso se parecía a la intemperie.

“¿Estuviste en la provincia de Hubei? ¿Tuviste fiebre? ¿Tuviste contacto con alguien de Wuhan?”, llenamos una declaración sobre nuestra salud en Hanói, donde hacíamos escala, y después el mismo formulario en el destino. De repente, nuestra temperatura no importaba, no había muchedumbres con caras tapadas ni capitanes del espacio matando bacterias. Con nuestra palabra bastaba y eso era todo. El mundo volvía a ser el conocido, pero a nosotros ya nos parecía extraño.

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Reconozco que el aterrizaje nos dio la sensación de que seguíamos de vacaciones. El avión de dos hélices, el clima subtropical, el aeropuerto subdesarrollado. El cambio de aire nos hizo creer que los problemas se habían acabado, aunque Lucila al llegar a Laos se enojó con el taxista que parecía borracho. No, ya no estábamos de vacaciones, estábamos a la deriva.

Parejas de viejos hippies caminaban entre los puestos de un mercado nocturno, mochileros franceses colmaban los cafés y panaderías, los conserjes de los hoteles se demoraban en cada respuesta. Todos relajados. “Esto también será una anécdota”, nos repetíamos para entrar en sintonía, modo relax.

Pensamos en alquilar un departamento en algún lugar del Sudeste para pasar las semanas que vendrían, porque los anuncios de China llegaban a cuentagotas. Las clases se prorrogaron primero una semana, después dos semanas, luego hasta fin de mes. “Hasta nuevo aviso”, decía el último mensaje que recibió Lucila por chat. Para mí, la sensación era otra. Todo estaba suspendido en el aire, y las clases tenían que empezar más temprano que tarde. Como docente, iba a tener que presentarme.

El 3 de febrero Estados Unidos decretó el cierre de las fronteras con China y Europa empezó a debatir restricciones. Leí y posteé los cuatro caracteres que fueron la bandera de esos días: 中国加油, Zhōngguó jiāyóu, “Fuerza China” (o mejor, “China ponele nafta”), que repetíamos con liviandad los que no sabíamos cómo ayudar.

Lo cierto es que el mundo tomaba la dirección contraria. Las sociedades occidentales dejaban sola a China, pretendían que fuera el tapón de la crisis. No se daban cuenta de que el país asiático ya no es aquel lugar distante e imaginario del que muchos hablan y pocos atienden. El virus había atacado en el centro mismo de la globalización: Wuhan, una de las capitales del interior chino, poblada en su mayoría por migrantes internos que esperan con todas sus ganas las semanas de enero para volver a sus pueblos y ver a sus viejas.

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Las medidas que se tomaron, por momentos, parecían de la Guerra Fría: el problema sanitario pertenecía al bloque oriental. Justo ahora, cuando se necesitan acciones globales y lo que sucede en el Reino del Centro, como los chinos llaman a su propio país, llega hasta el lugar más remoto del planeta. Bastó pisar la Unión Europea para que ya nadie preguntara de dónde veníamos ni si habíamos tenido fiebre. Las medidas preventivas no se dieron a niveles regionales, sino a una escala nacional y doméstica, que segregaba por el sello del pasaporte.

En Laos, me sentí como lo que era: un idiota. En el medio de una crisis sanitaria, sin saber cuándo podría volver a mi casa, sin seguro de viajero, la universidad finalmente decretó que daría clases virtuales en marzo. El resto fue una mezcla de sensaciones. Una necesidad irrefrenable de ver a la familia o al menos de estar quietos en un lugar, dejar de recibir los mensajes de alarma de padres, tíos, amigos o alejarme de la intoxicación mediática de los que vivimos la crisis desde el minuto cero.

Dejamos de pasear. Nos empezamos a mover solo para cambiar de hotel y acercarnos al próximo aeropuerto.

—¿Qué hacemos acá? —le pregunté a Lu.

Con medio mundo bloqueado, decidimos viajar a España, donde vive parte de la familia. Para eso tuvimos que pasar un día en Bangkok, el aeropuerto más conectado de la zona. En el avión y con el barbijo puesto, discutí con el pasajero de al lado que hablaba por teléfono durante el despegue. Nos cambiaron de asiento.

A Europa llegamos por Helsinki, donde hicimos escala. Ahí nuestras caras tapadas fueron una rareza. Guardamos las mascarillas en el bolsillo y nos probamos unas bufandas. En el despegue hacia Madrid, unos preadolescentes en viaje escolar hablaban de accidentes, aterrizajes forzosos, despresurizaciones, no de contagios. Ya no había virus, ¿qué virus?

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—¡Luciiiiii!  —me gritó mi sobrina de siete, mientras yo escondía mi barbijo. Corrí. La quise llenar de besos, pero a ella de repente le agarró vergüenza, así que me desquité con la de diez. Esa noche les leí hasta que se durmieron y, después, me corté las uñas largas de más de un mes.

Los primeros días en Madrid parecían un oasis, algo que después no fue. El calor de la familia, la vuelta a nuestro idioma, las librerías con novedades pronto pasaron a un segundo plano. Seguíamos sanos, pero todo lo que podía salir mal, sucedió: una tarjeta duplicada, otra con el límite superado, falta de efectivo, la urgencia por comprar mis remedios para el hipotiroidismo, una torcedura de tobillo, el miedo irracional de Salvador a estar enfermo.

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Mientras organizábamos el trabajo con una computadora entre los dos, me hice un evatest y cambiamos seis veces de alojamiento. Empezamos a discutir. Mucho. Al final, un amiguito de mi sobrina nos prestó su compu y, tras un pedido insólito que exigía nuestra vuelta, compramos un pasaje para fin de febrero. La cancelación llegó tres días después y terminamos alquilando un departamento temporario.

Hace dos semanas fui a la marcha del 8M con mi hermana y mis sobrinas. Italia registraba casi seis mil personas contagiadas, aunque yo no había querido seguir leyendo. Hacía dos meses y medio que no pisaba mi casa y seguía intentando resolver “lo urgente”. En Madrid ya había casi 300 casos, prácticamente los mismos que tuvo Shanghái en los dos meses de crisis. Esa noche comimos con unos amigos y uno tosió. A mí se me activaron todas las alarmas. Al día siguiente, fuimos a comprarnos otro sweater y unos libros. Ya no salimos más.

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Antes de que España declarase el estado de alarma, los números de infectados se duplicaban cada dos días, pero nadie se comparaba con los italianos. El gobierno apelaba a la “disciplina de los ciudadanos” para no poner en cuarentena a la ciudad. Los bares estaban llenos, las fondas que explotaban, las plazas colmadas de niños y perros. Ver tanta gente al aire libre me ponía nervioso. Mis alumnos desde China mandaban mensajes: “Por favor, cuídese, profesor”. Nosotros, occidentales, no entendíamos cómo se recortaban nuestras libertades; los chinos se preocupaban por la pasividad y lentitud con las que el resto del mundo reaccionaba.

El viernes 13 de marzo, cuando se decretó el aislamiento obligatorio, unos puestos en el mercado del barrio se despidieron con la última ronda. Al final una multa de cien a sesenta mil euros y una guardia policial constante terminaron de convencer. “Estas no son vacaciones”, gritaba por el megáfono algún patrullero. Costó. Las calles se vaciaron, la gente dejó de salir a correr y empezó a mantener el metro de distancia. Igual, se siguen denunciando fiestas, escapadas y gente que pasea al perro a los tres kilómetros de la casa.

Me pregunto si Occidente será capaz de sobrevivir (a la emergencia sanitaria, a la crisis ambiental) si la población no confía en sus Estados. La pregunta inversa también cabe: ¿cómo cumplir todos juntos en condiciones tan desparejas? El coronavirus, ahora que es global, tensa las desigualdades.

Shanghái ya no registra casos locales, las tiendas a la calle y oficinas empiezan a abrir las puertas. Sin vuelos reestablecidos, el gobierno impuso controles estrictos para los viajeros que vengan de los países más afectados, entre ellos España.

“Me aburroooo”, grita alguien desde su casa recién en el segundo día de encierro. Llamativo, el bombardeo de actividades del #YoMeQuedoEnCasa no para. A nosotros nos gusta la propuesta de las ocho. La gente sale a aplaudir a todos los empleados del sistema de salud, de limpieza, correo y transporte que siguen sus actividades. Es el único momento en el que desde la ventana adivinamos los gestos y perfiles de los vecinos.