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Mujeres asesinadas

Los asesinatos de mujeres se dan en todas las geografías y clases sociales. Para las víctimas de violencia de género, el hogar es un escenario más peligroso que la calle. En el libro “Lo femenino”, publicado por Debate, la periodista Sandra Russo se pregunta qué hace que la especie humana genere sistemas de poder tan inequitativos entre géneros, que las conciba como seres suprimibles o carentes de dignidad humana. Y en eso que lo genera, ¿qué tienen que ver las mujeres?

Imagen de portada: Julieta De Marziani

La mujer, la cosa, la propiedad

Otra vez cae como un rayo sobre nuestros interrogantes la misma pregunta: ¿qué es lo que hace que la especie humana genere sistemas de poder tan inequitativos entre géneros, que conciba a las mujeres como seres suprimibles o carentes de dignidad humana? Y en eso que lo genera, ¿qué tenemos que ver las mujeres?

Hay algunas explicaciones aproximativas. La más clásica es la de Friedrich Engels: de un estado bucólico y promiscuo, la humanidad pasó, con el descubrimiento o la invención de la propiedad privada, a la falocracia que convierte a los varones en poseedores de cosas y mujeres, mientras las mujeres ocupamos el rol de posesiones, y debemos ser felices por ello. Controlar la propiedad privada llevó inevitablemente al control de la sexualidad femenina, ya que ahí aparece la noción del linaje, que más allá de lo emocional se dirige a la cuestión más material de la herencia. Según Engels, la propiedad privada condujo a “la derrota histórica mundial del sexo femenino”.

Otra explicación la aportó en el siglo XX la psicoanalista Nancy Chodorow, con su teoría sobre el temperamento masculino. Chodorow ubica la violencia masculina como un aspecto del avance de dominación “tenaz, casi transhistórica” de los varones en lo público, mientras así de amplio es el mandato de lo privado sobre las mujeres: son al mismo tiempo reinas y esclavas de lo privado. La maternidad y la educación son los roles asignados, “en uno de los pocos elementos universales y duraderos en la división sexual del trabajo”. Vuelve a aparecer la diferencia entre maternidad y maternazgo, esto es: lo natural, lo biológico, son los momentos de la concepción y el parto. Lo accidental, lo cultural, “lo psicodinámico”, es la exclusividad materna en el cuidado del hijo. No hay nada que indique como “menos natural” al cuidado compartido del hijo, con el varón o con la comunidad.

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La idea retoma a Freud porque en esa misma escena de la cara del bebé contra el pecho de la madre, en esa satisfacción temprana y fundante de la vida, nace el complejo de Edipo, pero en una variación feminista. La maternidad prolongada en el maternazgo como si fueran una sola y misma fase, ese “rol” que damos por sentado como si nos viniera en los genes, y de ahí no viene, tiende a hacer que las niñas se identifiquen con sus madres y experimenten el apego que las hará crecer con la misión del maternazgo ya incorporada, y que los varones experimenten el desapego, y se vuelvan rápidamente competitivos y dispuestos a la separación y la huida a lo público: la escuela, la calle, el trabajo, el bar, el partido, el estadio de fútbol, lo masivo. Freud nos recordaría que los hijos varones se alejan de las madres por el miedo inconsciente a ser castrados. Huyen con tanto ahínco que corren hasta donde está el poder.

Hago un paréntesis después de la palabra “castración”. La teoría de la castración freudiana lleva implícita la idea de que el falo es masculino. El patriarcado es el que se ha ocupado de que lo sea. La falocracia, que es nada más que uno de los posibles modos de hacer algo con el hecho de que los hombres tengan pene y las mujeres no, está basada precisamente en ese hecho biológico. Pero luego supimos algo más sobre el poder. Y saltando por encima de Freud e incluso por encima de Karl Marx, fuimos entendiendo que el poder es en sí mismo un enigma subjetivo, un deseo inconsciente, el resultado de condiciones materiales, el producto de la lucha de clases, pero además de todo eso, que el poder es algo más simbólico que físico, que no es lo mismo pene que falo, que en muchos ámbitos sociales, y no en otros, ya no es una acusación decir que una mujer “es fálica” porque el falo es, más que el pene, la varita mágica que permite tomar decisiones. El patriarcado básicamente lo que nos ha prohibido a las mujeres es el acceso a las decisiones. Es la madre, que no se termina de ir nunca de la escena mental —o por lo menos no se va sin que la echen—, la que en las niñas se incrusta y ejecuta la castración femenina.

El poder patriarcal habla por ella. En un universo prefreudiano, anterior incluso al lenguaje, en acto crudo y vivo, las madres africanas que todavía hoy seccionan con cuchillos caseros los brotes de clítoris de sus hijas de cinco o seis años representan este mismo drama, lo llevan a cabo de un modo salvajemente literal. Nuestra cultura nos aleja de esa literalidad, pero el rol materno, adjudicado como “natural” y que reclama en consecuencia ser vivido con plenitud, también ejecuta la castración de las niñas, animándolas a reproducir el círculo de esa pequeña tragedia que consiste en su propia carencia de falo.

Ninguna teoría, tampoco las teorías feministas al respecto, ha llegado a agotar lo que sigue pendiendo como un gran signo de interrogación. El propio feminismo es hoy un campo de debate múltiple y abierto, como lo es en sí misma la idea de lo femenino, que sigue inmersa en la discusión entre lo innato y lo adquirido. A las líneas más duras del feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia, se le han sumado otros, como el ecofeminismo o el feminismo evolucionista, además de los estudios queer, que aportan más perspectivas, más preguntas, más matices sobre la construcción cultural de los géneros, el desglose de sus estructuras y el rastreo de las pulsiones humanas que han cimentado la falocracia con cuyo rigor millones de mujeres y homosexuales y transexuales han padecido y padecen desde discriminación hasta castigos que terminan en crímenes.

Es difícil, cuando estamos todavía tan atravesadas por preguntas, trazar una estrategia para reemplazar ese orden jerárquico entre sexos por uno más horizontal, que incluya a los transgéneros y que sea capaz de insertar en las percepciones personalísimas del género la necesidad de la lucha colectiva por los derechos y la equidad. Es difícil incluso imaginar cómo sería ese nuevo orden entre géneros distinto al patriarcado, ya que ni ser hombre ni ser mujer, ni lo masculino ni lo femenino, alcanzan hoy para abarcar las identidades de género, las autopercepciones de género, que son múltiples, además, como es múltiple el universo de las mujeres, siempre homogeneizadas por la cultura de masas como “la mujer”, esa abstracción a la que, sin embargo, tantas mujeres sienten en lo profundo de sí que deben responder.

Pero aun sin una estrategia clara, algo se mueve en el sentido opuesto al patriarcado. Un malestar general convive con un despertar. La época difumina lo masculino y lo femenino y lo reagrupa o lo recolorea. Nuestras sociedades se caracterizan por contener corrientes contrapuestas que a medida que van chocando se imponen unas a las otras tanto en lo público como en lo subjetivo. Hoy las mujeres podemos tener falo, que es lo que surge cuando se desajustan las vendas, se sacan las fajas, se desabrochan los corsés. Podemos querer tomar decisiones y lo hacemos. Podemos aspirar a muchos tipos de poder. Pero en lo privado, que es donde el patriarcado se pertrecha, y donde cuando no somos reinas somos esclavas, millones de mujeres siguen pagando con sus vidas haber tomado la decisión de abandonar a sus parejas.

Si uno repasa los casos de femicidio, encuentra como uno de los desencadenantes más frecuentes el abandono. La decisión personal y básica de terminar un vínculo es directamente intolerable para varones que experimentan la posesión de una mujer como la única prueba consistente de su propio falo.

“Ni una menos”, el grito que se escuchó

El 3 de junio de 2015, en Buenos Aires y en las principales ciudades de la Argentina, una inesperada multitud —estimada en 300.000 personas solo en la Capital— salió a las calles con carteles, pancartas y camisetas que rezaban unánimemente “Ni una menos”. La convocatoria la había hecho unos días antes, primero solo a través de redes sociales, un colectivo de mujeres de distintos ámbitos artísticos y periodísticos que ya venía trabajando en el tema de los femicidios, pero con poca visibilidad. Sin embargo, en junio ese llamado se viralizó, corrió como una liebre entre mujeres y hombres, y las redes sociales multiplicaron las imágenes de referentes sociales de distintos sectores políticos y culturales. Eso hizo a su vez tomar el tema a los grandes medios y el día de la marcha se veían llegar a la Plaza de los Dos Congresos, por todas sus esquinas, oleadas de personas que de pronto parecían comprender y asimilar la gravedad de los crímenes de mujeres.

Todavía, al momento de la marcha, no había estadísticas oficiales y la gran pregunta era si los femicidios habían ido en aumento o si eran más visibles porque había más denuncias de víctimas que luego eran asesinadas —lo cual evidenciaba las fallas del sistema de protección del Estado, especialmente las actuaciones policiales y judiciales— y porque en paralelo la televisión prácticamente los había convertido en una sección casi autónoma de policiales. Así y todo, pese a explotar el morbo de cada una de esas muertes convertida en la mercancía de la noticia, fue un gran avance que al femicidio se lo llamara así, y no crimen pasional, como se lo llamó durante décadas.

Seis años después de la sanción de la Ley 26.485 de Protección Integral para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres —una ley que amplió al máximo el abanico de diferentes clases de violencia, que la ubicó en el seno de lo privado, pero que sancionó también otros tipos, como la simbólica o la verbal, en el ámbito público—, eran muy pocos los avances. Ya se había modificado también el Código Penal para hacer entrar la figura de femicidio como un  homicidio con el agravante de estar dirigido al género de la víctima, sea esta mujer o transexual, y prever la pena de prisión perpetua. Los pasos institucionales se habían dado, aunque incompletos, pero si se tratara de ver cómo influye la sanción de una ley en relación con el delito que se intenta evitar, la violencia contra las mujeres prueba que la ley es apenas el reconocimiento institucional de un estado de cosas que la misma ley es incapaz de modificar. El problema no es de orden jurídico, sino profundamente cultural.

Esos dispositivos culturales yacen bajo capas inconscientes, y al mismo tiempo acompasados por miles de mensajes que giran en redondo en la cultura de masas, donde siguen siendo las mujeres las que promueven los productos de limpieza, las que se desviven por saber qué jabón en polvo deja más blancas las medias de sus hijos, las que sonríen aliviadas cuando el marido llega a la noche y aprueba el sabor de la comida o la fragancia del desodorante de ambientes, las que funcionan como apéndice masculino en la solución de todos los problemas domésticos. La mujer publicitaria no dice nunca que no. Y el problema de la violencia siempre empieza cuando una mujer dice que no.

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El femicidio como crimen pasional y fondo de bolero nunca fue otra cosa que una disimulada tolerancia al femicidio. Era una manera de ponerle un velo romántico, de insertarle amor como telón de fondo: es decir, velar el verdadero telón de fondo que es el odio de género y reemplazarlo por una forma extrema y descontrolada del amor. Esto subyace mucho más profundamente que lo que puede calar un dispositivo mediático. En todo caso, esos dispositivos echan ancla en capas culturales tan antiguas que están inscriptas en el lenguaje. “Mía o de nadie” es una frase que puede estar en boca de un cantante melódico, de un actor de teleteatro o de un femicida.

Hay que bucear ahí para de paso preguntarnos en qué concepción del amor están sostenidas esas creencias que operan tan hondo que muchas veces son inconscientes. Obviamente esa concepción del amor que lo liga al sufrimiento y que a su vez liga a la muerte con el amor es otro de los frutos del árbol envenenado del patriarcado.

Asimila el amor al orden jerárquico entre sexos, lo acomoda a sus reglas, hace que la mujer se sienta más mujer reconvertida por el amor en una pertenencia del hombre, así la cosifica, así ella misma se cosifica y se desdobla, y así hace imposible, inadmisible, intolerable, en consecuencia, que esa mujer tome en algún momento de su vida una decisión soberana sobre su propia vida. Básicamente, abandonarlo.

Abro un paréntesis para un recuerdo llegado desde las primeras sesiones de terapia de mi vida, que fueron lacanianas. Yo estaba leyendo apasionadamente Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence. Tendría veinticinco años. Le conté a mi analista con lujo de detalles la escena en la que —en la película basada en el libro— Alan Bates y Glenda Jackson llegan a caballo hasta las vías del tren. Escuchan el silbido de la locomotora que se acerca y se detienen. Ella lo observa a él. Ella es pobre y él es rico. Él es un buen jinete y tiene influencia sobre su caballo. El caballo sabe perfectamente que el tren se acerca. Él tira de las riendas y aprieta las rodillas sobre el lomo del caballo para obligarlo a que avance. Le ordena que avance, aunque sabe que el caballo sabe que viene el tren. Hay unos segundos aterradores que enfocan los ojos del caballo, que se debate entre obedecer su propio instinto de supervivencia y obedecer al amo, lo que también desea. No cuento cómo termina, sino lo que escribe Lawrence para esa escena y sobre los ojos desorbitados del caballo. Dice que el caballo es como una mujer. Que las mujeres tienen voluntad doble: la de obedecerse y la de obedecer al hombre. Así se lo conté a mi analista. Me preguntó: “¿Qué novela me dijo que era?”. Se lo repetí. Él tomó nota. Yo deduje, porque él tomó nota, que eso que decía Lawrence era una clave femenina que yo reconocía. Era muy joven. Después con los años comprendí la importancia de esa escena. Y no me cabe duda de que esa parte de la voluntad del caballo que lo empujaba a avanzar hacia las vías es en las mujeres la marca del patriarcado. En esa doble voluntad se inscribe la abnegación femenina.

2014: 277

Al momento de producirse la enorme marcha del 3 de junio de 2015, cada 30 horas una mujer moría en la Argentina como víctima de violencia de género. En 2014, se habían registrado 277 femicidios, unidos a los 29 casos en los que los objetos de odio seguían siendo las mujeres, pero las víctimas fueron los hijos. En esos 277 casos relevados por la ONG Casa del Encuentro, el 80 por ciento de las víctimas tenía un vínculo con el asesino. En el 56 por ciento de los casos, los crímenes fueron cometidos por esposos, ex esposos, novios, ex novios o amantes. La mayoría de las víctimas tenían entre 19 y 50 años. Esa franja se repite año tras año. Los asesinatos se dan transversalmente en la sociedad, en todas las geografías y clases sociales. Para las víctimas de violencia de género, el hogar es un escenario más peligroso que la calle.

Estos datos y muchísimos otros surgían —como se ha dicho— de los datos de La Casa del Encuentro, más precisamente de su Observatorio de Femicidios en Argentina Adriana Marisel Zambrano, creado en 2009, dirigido por Ada Beatriz Rico y coordinado por Fabiana Tuñez. El nombre del observatorio recuerda un caso olvidado, el de la joven jujeña Adriana Zambrano, de 29 años, asesinada por su ex marido y padre de su hija de nueve meses. José Manuel Zerda, de oficio albañil, la mató a golpes y patadas. La remató reventándole la cabeza con una herramienta de metal. Después se escapó, dejándola en la cama, muerta, con pérdida de la masa encefálica y con la beba a su lado.

En el juicio posterior fue encontrado culpable de “homicidio preterintencional” y su sentencia se redujo a cinco años de prisión. La figura jurídica aplicada por el tribunal esconde, con la idea de “preterintencional”, que Zerda no había tenido la intención de matar, solo de castigar. Es decir, el fallo legitimaba el castigo. Indicaba que para ese tribunal los golpes y las patadas de un marido contra su mujer fueron admitidos como parte del derecho del varón sobre ella, y que los cinco años de cárcel penaron apenas “un exceso” del que el varón ni siquiera fue consciente. “Preterintencional” supone que cuando Zerda golpeaba en la cabeza a su mujer con una herramienta de metal no tenía la intención de asesinarla.

Lo que visualizó, admitió y consintió ese tribunal con ese fallo es la violencia de género intraconyugal y su enfoque fue solidario con los maridos que castigan físicamente a sus esposas: la sentencia parecía indicarles a los otros varones que tengan a bien seguir pegando, pero sin llegar a matar. Que un padre se convirtiera en el asesino de la madre no lo desdibujaba ni lo deformaba, para ese tribunal, ante la mirada y la psiquis de sus hijos. La hija de Adriana Zambrano, con su madre asesinada por su padre, que estaba preso, quedó en guarda de su abuela materna, pero el padre asesino no perdió la patria potestad, y cuando a los pocos años recuperó la libertad, la siguió ejerciendo al obtener el permiso de visitas semanales.

Un trauma invisible

Un caso idéntico en este sentido fue el de Rosana Galliano, asesinada en Exaltación de la Cruz en 2008, por un sicario contratado por su marido José Arce. Galliano y Arce, que le llevaba a ella treinta años, se habían casado siete años antes, tenían dos hijos, estaban separados y atravesaban la instancia del divorcio. Una noche de enero de ese año, Arce llamó al celular de Rosana, a conciencia de que dentro de la casa la señal era mala y ella tendría que salir a la galería para escucharlo. Cuando salió, alguien desde la calle le asestó cuatro disparos mortales.

En 2013, un tribunal oral de Zárate-Campana sentenció a José Arce y a su madre, Elsa Aguilar, de 83 años, a cadena perpetua. Se había demostrado durante el juicio que el marido, con la ayuda y complicidad de su madre, habían encargado a un sicario el asesinato. Los motivos los contiene un breve párrafo periodístico de esa época del diario La Prensa: “José Arce y su madre fueron condenados a prisión perpetua por el crimen de Rosana Galliano, a la que, según el fallo, el acusado con la complicidad de su progenitora, ordenó matar por celos y para no tener que repartir sus bienes”.

Los celos y la negativa a asumir los derechos económicos legales de una mujer que pide el divorcio —ya sea la división de bienes gananciales o el reclamo de manutención de los hijos— constituyen otra variable que recorre muchos casos de femicidio. Los celos, que circulan por la faz emocional del patriarcado, y que llevan al asesinato porque la mujer, cosificada en un inventario personal del varón asesino, le pertenece, aparecían una y otra vez como justificación de los femicidios cuando estaban en la instancia consensuada del “crimen pasional”. La negativa a repartir los bienes gananciales, sobre todo cuando es la mujer la que ha planteado el divorcio o el fin del vínculo, también aparece como móvil recurrente de los crímenes de género.

En lo que respecta a los hijos, en el caso Galliano el tribunal que dictó las perpetuas para Arce y su madre increíblemente le otorgó la tenencia a la abuela paterna, es decir, a la mujer que había planeado junto a Arce el crimen de la madre de los niños. Por su edad, le había sido concedida la prisión domiciliaria. Un par de años después, también por superar los 70 años, Arce fue a vivir con su madre y sus hijos. La familia de Rosana, que reclamó la tenencia desde el crimen, no fue escuchada.

El hecho de que desde el Poder Judicial se dicten sentencias sexistas como estas, que condenen de facto a los hijos de las víctimas a convivir y criarse con los victimarios, no es más que un reflejo de la institucionalización del patriarcado, una rémora del poder sobre la vida y la muerte del pater familias, la minimización de este tipo de crimen, ubicado en un estadio de exceso de lo normal, tomando por normal la supremacía del varón sobre la mujer en la sociedad conyugal.

También es naturalmente una revictimización de esos niños, inevitablemente obligados durante toda su infancia a frenar la elaboración psíquica de la pérdida violenta de su madre. ¿Con quién podrían hablar de sus dolores, de sus pesadillas, de su rabia? ¿Con los que la asesinaron?

Este rasgo echa por tierra la presunta santificación cultural de las mujeres como madres. Como se ha afirmado en otras partes de este libro, nuestras culturas patriarcales, que hacen prolongar como un “hecho natural” la maternidad en el maternazgo, y que hacen subsumir otras facetas de las mujeres en el rol principal asignado, muestran su hilacha sexista e hipócrita cuando las instituciones, especialmente la judicial, minimizan inexplicablemente el valor de la vida de las mujeres madres víctimas de femicidios, al disolver el trauma infantil que provoca una madre asesinada, dejando en muchos casos a los huérfanos —se estiman en más de 1500— bajo la tutela de los padres femicidas. Ese tipo de sentencias, lejos de impartir justicia, incrustan todavía más hondo la idea de que llegar a matar a la esposa, concubina, novia o ex pareja es un acto incidental que no interrumpe el rol paterno.