Crónica

Bombay


Muertos de hambre

En Bombay, un tercio de los chicos está desnutrido: más de 70 mueren cada día. Allí, miles de personas viven con hambre en villas de calles estrechas, sucias, malolientes. Muchos se sienten responsables de su extrema pobreza y, desesperados, dudan en vender un órgano para paliar la falta de comida. Martín Caparrós viajó por India, Níger, Estados Unidos, España, y escribió “El Hambre”, un trabajo en el cual desnuda, entre la crónica y el ensayo, los mecanismos que generan el padecimiento de mil millones de personas. Adelanto del nuevo libro de uno de los cronistas más relevantes, publicado por Editorial Planeta.

Fotos: Martín Caparrós

Alguien me explica que la basura —la infinita basura de las calles indias— es un problema evolutivo: que los indios tiran todo en todos lados porque antes entre perros y vacas se lo comían en un rato.

—El problema es que ahora, con el plástico…

Desayuno en la vereda de un café, Bombay, cerca del mar. Leo el diario, me distraigo; un cuervo agarra el pan que quedaba en mi plato y se escapa volando. Hay algo de metáfora grosera en esta sociedad donde también los animales participan de la pelea por la comida.

Y hay un lugar común: que la India vive en varios siglos a la vez. Yo diría que vive en este siglo con varias clases a la vez —como en todos los siglos. La diferencia aquí es que los ricos viven en la contemporaneidad y también en el siglo xvii, porque allí es donde explotan a sus pobres

—que viven solo allí.

Junto al mar, Bombay despliega el esplendor de la vieja colonia: casas monumentales, calles anchas, árboles antiguos; un poco más allá los rascacielos, la zona financiera, los barrios nuevos elegantes: Bombay — ahora Mumbai— es el estandarte de la nueva prosperidad india. Una ciudad de 20 millones de habitantes donde se concentra la riqueza del país, donde torres florecen cada día, donde los shoppings y los coches y las marcas brillan. En Bombay viven, también, más villeros que en ningún otro lugar del mundo. Su prosperidad tan aparente los atrae: miles que llegan cada día huyendo de la miseria de sus campos.

Echados, desechados.

Avani dice que sí, que ahora lleva bastante tiempo viviendo acá, pero que quién sabe cuánto más:

—Una acá nunca sabe. Si tenés que ir a algún lado nunca sabés si a la vuelta todavía vas a tener una casa.

Lo que Avani llama su casa es un plástico sobre cuatro palos. Lo que Avani llama su lugar no es siquiera una villamiseria: está un poco más abajo en la escala de Richter.

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—Nadie puede saber lo que es eso sin haberlo vivido.

Las villas de Bombay son enormes y se hicieron famosas cuando Slumdog millionaire ganó 400 millones de dólares, ocho oscares y la compasión babosa del planeta. Pero hay quienes no han llegado al privilegio de vivir en una villa. Los más pobres entre los diez millones de pobres de Bombay son los pavement dwellers —pobladores del asfalto—, los que viven en medio de la calle, en chozas levantadas en el espacio público —veredas, vías, cunetas, parques, basurales. Nadie sabe exactamente cuántos son; algunos hablan de cien mil, otros de un cuarto de millón.

Hace unos años seguí unos días a Geeta, una chica de veintipocos que había vivido siempre en la calle pero que, gracias a una asociación de mujeres —Mahila Milan, Mujeres Juntas— que promovía el ahorro común, había zafado: Mahila Milan propuso a esas mujeres de la calle que ahorraran una rupia por día cada una y que el grupo, en unos años, los ayudaría a construir sus casas. Una rupia era una cifra ínfima y, al mismo tiempo, difícil de conseguir, pero muchas mujeres lo intentaron; cuando la conocí, Geeta acababa de mudarse a un departamentito de un ambiente en un complejo de vivienda social de los alrededores de Bombay.

—¿Cuál es la ventaja de que el Mahila Milan sea un grupo integrado solo por mujeres?

Le pregunté entonces.

—Primero, que acá si ponías hombres y mujeres juntos en un grupo, los hombres decidían todo. Pero además hay otras cosas. Los maridos solían pegarles a sus mujeres si salían cuando estaba oscuro. Cuando se juntaron en Mahila, las mujeres empezaron a poder salir de sus casas. Los hombres al principio se resistían, pero cuando vieron que sus mujeres solucionaban ciertos problemas o paraban un desalojo, no dijeron más nada. Y empezaron a mirarlas distinto: al fin y al cabo, las que conseguían las cosas eran ellas.

—¿Y dejaron de pegarles?

—Bueno, no del todo, pero les pegan menos. Ahora, si algún hombre le pega a su mujer las mujeres del comité van a la casa y tratan de resolverlo, de convencer al hombre de que no lo haga más. Lo logran, muchas veces.

Aquella vez, Geeta me había contado su historia, su infancia: iba a clase, jugaba en la calle, a la noche comía las sobras que le daban a su madre en las casas que limpiaba. Geeta y su familia no tenían ni baño ni luz ni agua corriente; cada mañana, a las cinco, Geeta o su madre tenían que ir hasta un taller vecino donde les dejaban sacar agua de la canilla —pero solo a esa hora. Su madre también solía traerles ropa vieja que le daban sus patronas: Geeta llegó a la adolescencia sin haber estrenado ni una camiseta.

—A veces teníamos el plástico para taparnos, a veces no. A mí cuando no teníamos me gustaba más, porque podía leer con la luz de los faroles de la calle.

Entonces Geeta se quedaba estudiando hasta muy tarde: le importaba tener buenas notas en la escuela. Algunas maestras la maltrataban porque vivía en la calle; otras, en cambio, la ayudaban. Y Geeta jugaba y estudiaba, lavaba, comía casi todos los días. Era una vida tranquila, aunque acechaba la amenaza de la demolición: de tanto en tanto, por alguna queja, las autoridades municipales llegaban y arrasaban sus chozas. Esas noches, Geeta y su familia y los demás vecinos esperaban que los agentes se fueran y volvían a armarlas otra vez, en el mismo lugar o en algún otro.

—Volvíamos, pero siempre estábamos amenazados. Eso no era tan bueno. Algunos vecinos de los edificios decían que los pobladores del asfalto éramos sucios, que éramos ladrones. Y cualquiera venía y nos insultaba, no sé. Estábamos ahí, sin ninguna protección, en la calle.

Ahora Geeta vive en su departamento, contenta pero cansada. Y se queja del ruido:

—En la calle había tanto ruido que no se oía a los chicos. En cambio desde que estamos acá nos parecen muy ruidosos, gritan mucho.

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Le pregunto si me puede presentar a alguna amiga suya que todavía viva en la calle, y me dice que nos veamos al día siguiente en un barrio más o menos céntrico —para encontrar a Avani.

Unos metros más allá, sin ruidos, la elegancia con que un viejo, morador de vereda, sentado en su vereda, el dhotti arrollado a la cintura, se embebe las dos manos con el líquido que saca de una botellita de cocacola, las restriega, se toca apenas con ambas la calva, los brazos, los pezones: su toilette matutina. Detrás una docena de muchachos: enjabonados, casi desnudos, gritándose, riéndose, se bañan como cada mañana en la vereda.

Hace ya siglos que convinimos en que una cantidad importante de las actividades de las personas sucederían fuera de la vista de quienes no formaran su familia. Es más: podría definirse a la familia como el grupo de las personas que sí pueden presenciar esas acciones íntimas. No tenía que ser así; podríamos vivir en público —los baños, por ejemplo, fueron colectivos durante buena parte de su historia— pero por una serie de razones decidimos vivir en privado. Aquí, las personas que viven en la calle retoman esas formas anteriores.

Las personas que viven en la calle duermen en la calle, se lavan en la calle, se visten en la calle, cocinan en la calle, comen en la calle, rezan en la calle, se enferman y se mueren en la calle, conversan y se reúnen y cogen y se ríen en la calle.

Están, son en la calle.

Avani es flaca y bajita, la cara muy redonda, esos ojos un poco desorbitados que emparentan a muchas mujeres indias con las vacas. Avani se mueve con una gracia extrema: como quien flota sobre la basura. Tiene un sari verde y rojo finito de tan gastado; sus tres hijos entre cinco y diez años nos corren alrededor, descalzos, gritones. Un perro también corre. Hoy Avani está acá porque hace unos días que no consigue ningún trabajo.

—A veces consigo algo, limpiando casas de familia, pero muchas veces cuando se enteran de que vivo en la calle me despiden: dicen que somos sucios, que somos ladrones.

Avani y Geeta eran amigas: sus padres habían llegado desde la misma zona del sur de la India, habían crecido juntas, se contaban esperanzas y temores. Pero cuando tenía 16 años Avani quedó embarazada de un vecino un poco mayor que ella. El hombre no tuvo problemas en casarse sin dote: se ve que la quería. Y Avani dice que era una buena persona, que la trataba bien, que también tenía problemas para conseguir trabajo pero que llegó un momento en que creyeron que iban a poder irse de la calle, conseguirse un lugar donde vivir.

—Y justo entonces fue la noche ésa.

Dice Avani: que vino un hombre que trajo una familia que quería ocupar el lugar que ellos ocupaban, y que después supieron que la familia le había pagado al hombre como 500 rupias y que el hombre era una bestia y les gritaba que se fueran, que agarraran lo que pudieran y se fueran y que entonces su marido tuvo que defenderlos, qué iba a hacer. Lo peleó con un cuchillo y el hombre se fue, herido. Unos días después llegó la policía: que el hombre se había muerto.

—La policía nunca se mete en nuestras cosas, si vienen es para sacarnos de algún lado pero no para cuidarnos. Pero tuvimos la mala suerte de que este hombre era un conocido de ellos, uno que les hacía no sé qué favores, y vinieron a buscar al que lo había matado.

Ya van casi cuatro años desde que se llevaron preso al marido de Avani y todavía está en juicio, pero parece que no va a salir en mucho tiempo.

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—Ahí se arruinó todo. Yo me quedé acá, sola, casada pero sin hombre, sin trabajo, esposa de un preso, los tres chicos. No sé qué hacer con los chicos. No los puedo mandar a la escuela porque no los aceptan, dicen que sin un domicilio no los pueden tomar. Así que están todo el día dando vueltas por acá…

Después Avani me dirá que hace tiempo, cuando agarraron a su marido, intentó trabajar de puta pero que no lo soportó.

—No podía, no podía. Y eso que se gana mucho más. Yo conozco muchas chicas que lo hacen y está bien, pero a mí me daba demasiado asco, se me notaba, los clientes se enojaban. Fue una lástima.

Ahora, cuando falta trabajo, Avani y sus hijos comen lo que encuentran en la basura: a veces hay suficiente, a veces no. Otras veces Avani pide unas monedas para comprar un puñado de arroz. Casi todos los pobladores del asfalto tienen desnutrición severa: comen poco pero malo.

De tanto en tanto, Avani encuentra en la basura algo que puede vender; hace unos meses, dice, apareció un celular bueno y le dieron 400 rupias. Cuatrocientas rupias son ocho dólares y el celular era, por su descripción, un iPhone que se puede vender, usado, en unas 20.000.

—Ese día les compré tres pedazos de pollo a mis hijos. A la chiquita le cayó medio mal, estuvo toda la noche con dolor de panza.

—Y ahora, ¿sabe qué me pasa? Cuando no como estoy todo el tiempo con los dientes apretados, me chirrian los dientes.

Pero después me dice que siempre le queda la cosa del riñón.

—¿La cosa del riñón?

—Sí, eso me tranquiliza. Yo sé que si estoy muy desesperada, si realmente nos quedamos sin nada de nada, siempre puedo vender un riñón.

—¿Vender un riñón?

Le digo, un poco demasiado fuerte. Avani me mira como si no entendiera mi energía:

—Sí, muchos lo hacen. Bueno, no sé si muchos, pero algunos seguro. Mi amiga Darshita lo hizo y está bien.

Dice Avani y se calla. Me mira, baja los ojos, me mira de nuevo. Yo le pregunto qué, ella susurra: se diría que no quiere escucharse.

—Me da miedo. Me da mucho miedo. Ojalá pueda hacerlo, si lo necesito, por mis hijos. Pero mire si resulta que no puedo… ¿Usted cree que podré? Hay preguntas que ninguno de nosotros se ha hecho nunca.

De chica, cuando no había comida, cuando pasaban hambre, los padres de Avani siempre decían que sí, que en la ciudad había que vivir a la vista de todos pero que siempre había algo que comer: que algo siempre encontraban, no como en el pueblo, donde a veces pasaban días y días sin probar ni un bocado, donde dos hijos de la prima Madhu se habían muerto y el médico dijo que era por una enfermedad pero ellos sabían que era porque se habían pasado demasiado tiempo sin comer.

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Y, por eso, el miedo de Avani cuando la llevaron al pueblo por primera vez: creía que iba a morir de hambre. Comió —era la boda de una tía, comió bastante arroz y dal y un cordero entre muchos— pero después, en la ciudad, cada vez que se quedaban sin nada que comer, le decía a su mamá que ya estaban otra vez como en el pueblo.

Y su madre le decía siempre lo mismo:

—¿Vos de verdad creías que le podíamos escapar?

Esas preguntas que

Su casa está hecha de dos cartones como paredes, una a cada lado, detrás el paredón de la casa donde se apoya la suya, delante nada: la calle, la ciudad delante. Y un plástico negro como techo y adentro dos catres de madera y unas pocas ollas. De día, Avani saca el techo y las paredes para que los vecinos no se quejen; de noche reconstruye su casa: cada noche.

—¿Qué esperás para tus hijos?

—No sé, que puedan salir…

—¿Podrán?

—Si Geeta pudo…

—¿Por qué ella pudo y vos no?

Avani se queda callada, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta. O como si se la hubiera hecho demasiado.

ninguno de nosotros se ha hecho nunca.

Un tercio de los chicos de Bombay está desnutrido —y es siempre el mismo tercio. En estos días una oenegé llamada Dasra dijo que en las villas de Bombay se mueren, cada año, 26.000 chicos por efecto de la malnutrición: más de 70 cada día. El Estado, aquí, gasta en salud 210 rupias por año y por persona: cuatro dólares por año y por persona; menos incluso que la media nacional. En la ciudad del fasto y el progreso, las diferencias son más crueles todavía.

—¿Y de quién es la culpa?

—No sé, mía, nuestra. Si yo hubiera podido salir de acá no tendría estos problemas.

—¿Cómo puede mejorar tu situación?

—Mi única solución es conseguir más plata, trabajando más, muchas horas. Esa es la única solución.

—¿Odiás a alguien?

—No, trato de no odiar, no tengo por qué odiar.

—Cuando estás en la calle y ves pasar a alguien en un coche nuevo, brillante…

—No sé, no me siento bien.

—¿Y te imaginás en su lugar?

Avani se ríe como una colegiala descubierta: es raro, no le queda.

—No, cómo se le ocurre. ¿Qué voy a hacer yo en ese lugar?

—¿Qué harías si tuvieras toda la plata que quisieras?

—Me compraría un terreno, construiría unas piezas y las alquilaría.

—Y entonces tus pobres inquilinos tendrían que pagarte alquiler…

—Sí, claro. Pero si alguna vez no tienen plata yo los esperaría.

Por ahora, todo lo que Avani querría es vivir en un slum. O en eso que ella llama slum y yo no sé cómo traducir. Eso que los ingleses llaman slum, los franceses bidonville, los italianos baraccopoli, los brasileños favelas, los alemanes, que no necesitaron inventarle una palabra, slum —y que todos esos idiomas, en otros tiempos, supieron llamar ghetto: un espacio donde se amontona cierto sector social porque razones políticas o religiosas o económicas le impiden vivir en otros lados.

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El castellano, en cambio, no tiene una palabra: tiene muchas. La evolución del slum en castellano es un ejemplo de la dispersión lingüística del idioma: cuanto más se aleja de la academia un concepto, más chances hay de que cada país lo nombre de una forma distinta.

El big bang del castellano latinoamericano.

Chabola, callampa, villamiseria, cantegril, barriada, población, pueblo joven, colonia, campamento: lo mismo, dicho de tantas formas diferentes. Me he pasado horas pensando cómo llamarlo en este libro. Por fin imaginé que quería usar una palabra del viejo castellano —árabe, por supuesto— que no se usa en ninguno de nuestros idiomas —aunque tiene cierta tradición tanguera: arrabal. El arrabal era —sigue siendo— ese sector de la ciudad que está en sus márgenes, habitado por una población que se supone distinta o caída o peligrosa: la forma más castiza del slum. Suburbio en el sentido estricto: una suburbe, una ciudad por debajo de la auténtica ciudad. Quise arrabal y después pensé que escribo, mal que me pese, en argentino.

Villamiseria.

Villa.

(De cómo una palabra pretenciosa del idioma se convirtió en la forma de llamar a eso que solo tiene la pretensión de mostrar que no las tiene: villa, villero —lo que vive afuera.

De cómo, en argentino, una palabra que nació para estigmatizar —y todavía estigmatiza— fue asumida por sus víctimas como el modo orgulloso de llamarse a sí mismos y a sus costumbres y a sus producciones.)

Los villeros, las villeras,

lo villero.

Villamiseria es la única que integra, además, en su significante, la calificación de lo que es.

La villamiseria es un producto de la revolución industrial. No es que antes no hubiera arrabales pobres, malafamados, marginados, pero la difusión y tamaño que empezaron a tener en el siglo xix era desconocida. Entonces, entre otras cosas, la palabra slum —que antes había signficado negocio sucio— pasó a designar esos lugares que crecían en los márgenes de Londres, Manchester, Dublín, París, Calcuta o Nueva York.

Ya entonces, las villamiserias eran caracterizadas como «una amalgama de casas destruidas, amontonamiento, enfermedad, pobreza y vicio». Pero en la primera mitad del siglo xx se habían hecho raras en el Primer Mundo y —a partir de los años sesenta— florecieron en el Otro con un ímpetu raro.Y fueron, queda dicho, responsables principales de uno de los grandes cambios de los últimos años: por primera vez desde que el mundo es mundo, hay más personas que viven en las ciudades que en el campo.

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«Las ciudades del futuro, en lugar de estar construidas con vidrio y acero como las imaginaban las viejas generaciones de urbanistas, están hechas de ladrillo crudo, paja, plástico reciclado, bloques de cemento y aglomerado de madera. En lugar de ciudades de luz creciendo hacia el cielo, buena parte del mundo urbano del siglo xxi se hunde en la mugre, rodeado de polución, excremento y decadencia. Los mil millones de ciudadanos que habitan los arrabales posmodernos pueden mirar con envidia las ruinas de las toscas casas de barro de Catal Hiiyiik in Anatolia, construidas en el principio de las ciudades, hace más de nueve mil años», dice Mike Davis en un libro imprescindible, Planet of Slums.

En 1950 había 86 ciudades en el mundo con más de un millón de habitantes. Para 2015 se calculan 550. De las 25 ciudades que ahora tienen más de ocho millones, solo tres están en países ricos: Nueva York, Tokio, Seúl; las demás viven del OtroMundo. Y son las que más crecen. La población urbana de Brasil, India y China ya es mayor que toda la de Estados Unidos y Europa sumados. Pero en la mayoría de estas ciudades tres cuartos de su crecimiento se debe a construcciones marginales en tierras ocupadas: a las villamiserias.

La villamiseria es uno de los grandes inventos modernos: la forma más actual, más contemporánea de habitación del OtroMundo. En el mundo que se ha vuelto urbano, la villa es la urbanidad que más aumenta. Cada año, dice la ONU, 25 millones de villeros se suman a la lista.

Hay, ahora, en el mundo, unas 250.000 villamiserias; la ONU dice que las habitan 1.200 millones de personas: que uno de cada cinco chicos del mundo es un villero, que tres de cada cuatro habitantes de ciudades del OtroMundo vive en una villa.

Muchos de ellos son los que pasan hambre.

R. me pide que no diga su nombre. Yo le digo que no se preocupe, que allá lejos, donde yo vivo, nadie lo conoce; él me dice que no sabe, que quizá no pero quién sabe sí y que él no quiere que la gente piense que se queja de ser lo que es. Que está orgulloso de ser lo que es y no quiere que nadie se confunda.

—¿De ser qué está orgulloso?

—De ser lo que soy.

—¿O sea?

—Un vecino de Dharavi, un villero. Acá hay algunos que les da vergüenza, pero a mí no me da. Por eso no quiero que nadie se confunda.

Su lógica me escapa: un orgullo que no dice su nombre. R. tiene las manos grandes agrietadas, la cabeza chiquita, ojos hundidos, el pelo negro muy revuelto. R. tiene unos 30 años, una esposa bien embarazada, tres hijos, una madre y dos hermanas amontonados en dos cuartos. Su casa está hecha de unos pocos ladrillos, tablas, chapas, cañas: todos los materiales que R. pudo encontrar o comprar muy barato. R. nació en Dharavi; los que llegaron, casi cincuenta años atrás, fueron sus padres.

—Ellos sí vinieron corridos por el hambre.

Los padres de R. venían de Saurashtra, en el estado de Gujarat, a cientos de kilómetros, porque una larga sequía los había dejado sin tierra y sin comida. Cuando llegaron, Dharavi era un pantano marginal cercado por las vías de dos ferrocarriles, donde vivían unos cuantos pescadores. Ahora, incrustada en el medio de Bombay, es la villamiseria más grande de Asia, calles estrechas sucias malolientes, personas y personas y personas, animales, gritos: la densidad de todo espacio indio a la octava potencia. Dharavi es un rejunte de mundos muy variados, un millón de personas y docenas de comunidades diferentes aglomeradas en menos de dos kilómetros cuadrados. Musulmanes, hindúes, bordadores de Uttar Pradesh, confiteros de Tamil Nadu, teñidores y sastres, herreros, carpinteros, obreros textiles y molineros expulsados del centro de la ciudad por el desarrollo inmobiliario: cada grupo forma su barrio con sus costumbres y sus reglas.

—Mi padre se pudo instalar bien. Dice mi madre que estaban contentos de estar acá. Y él sabía hacer su oficio, era un buen alfarero. Así que pudo criarnos. El problema fue que lo perdimos muy pronto, pobre hombre.

El padre de R. llegó hace cincuenta años; tantos siguen llegando cada día. De los 500.000 que migran cada año a Bombay, 400.000 terminan en lugares como éste. Por eso en Bombay hay entre diez y doce millones de villeros. El 60 por ciento de la población de Bombay vive en el 6 por ciento de la superficie de la ciudad, sin agua corriente, sin calles, sin cloacas. Las villas se están comiendo a las ciudades.

Una lógica pobre: si en Bombay vive mucha más gente en las villas que en el resto, ¿cuál es el margen y cuál es el centro? ¿Qué es lo central y qué lo periférico?

Bombay —y no solo Bombay—: una gran villamiseria con algunas zonas de edificios servicios negocios capitalismo funcionando.

Si Dharavi es ahora lo que es, es porque Biraul es lo que es ahora. Y todos los Dharavis, y todos los Birauls. Las grandes ciudades occidentales ya habían llegado a su punto de (des)equilibrio antes del final del milenio; de ahora en más, las ciudades que crecen son las otras. El crecimiento de la población urbana significa sobre todo que los campesinos del Otro-Mundo se van a las ciudades.

La urbanización es, sobre todo, un efecto de ese cambio de formas de producción rural, que necesitan cada vez menos mano de obra, que expulsan a las personas que ya no les sirven. Y esas personas —muchas de esas personas— se van a buscar la vida a las ciudades donde el aumento de los servicios —transportes, domésticos, limpieza— y el desarrollo de industrias muy primarias parece necesitar todos los cuerpos baratos que pueda conseguir.

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A veces es solo un espejismo: muchos no entran siquiera a ese mercado y sobreviven como pueden. La ciudad les ofrece más posibilidades que sus pueblos: les ofrece, para disimular, la ventaja de tener todo más cerca, a mano. Pero, para muchos, todo eso que parece cerca es tan inaccesible como si estuviera en otro mundo. Y, aún así, la ilusión sigue funcionando: un techo, cierta seguridad, el acceso a lo que los ricos desechan, la cercanía a algún tipo de trabajo, un hospital muy malo pero hospital al fin, la ilusión de una escuela para sus hijos, el espejismo de un progreso. Ir a las ciudades es lo más activo que hacen millones de personas para mejorar sus vidas y las de los suyos. Y muchas veces terminan en lugares como éstos.

Hay, en toda la India, 160 millones de villeros.

Los campesinos dejan los campos pero la comida se sigue produciendo allí. El campo era una forma de vida; se está transformando en un modo de producción, una explotación: un espacio para una práctica económica cada vez menos necesitada de personas.

Como dice Davis: se invirtió el mecanismo clásico que oponía campos con mucha mano de obra y ciudades con mucho capital. Ahora, con el crecimiento de las periferias urbanas —que ya no es efecto del atractivo de nuevos empleos sino de la reproducción de la pobreza—, el OtroMundo se llenó de campos con mucho capital y ciudades con mucha mano de obra.

La población rural no va a crecer más: ha alcanzado su tope, y se reduce. La mayoría —el 75 por ciento— de los hambrientos todavía vive en el campo. Parece como si fueran un arcaísmo que podría desaparecer con la continuación del proceso de urbanización. Pero la miseria se está transfiriendo muy bien a las ciudades.

Todo el crecimiento demográfico futuro será en las ciudades: «el hambre será más y más urbano» —diría el manifiesto que nadie escribe porque resulta demasiado cierto. Y porque nadie se atrevería a rematar: «o no será».