El 19 de septiembre ya es una fecha maldita para México.
El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, yo estaba en la secundaria cuando comenzó el terremoto. El movimiento era tan fuerte que me caí de la banca. Todo se movía de un lado en el salón que estaba en un tercer piso. En cuanto paró, las maestras nos organizaron para bajar. Yo sólo pensaba en mi hermana menor. Yo iba en tercer año y ella en primero. Ya en el patio, vi que una de las bardas de la escuela se había caído. El edificio quedó ladeado, tipo torre de Pisa. Los temblores te dejan temblando, en estado de shock.
En cuanto encontré a mi hermanita, la abracé y ya no nos soltamos. La escuela era un caos de padres que llegaban a buscar a sus hijos. El papá de una amiga nos acercó en auto a nuestra colonia, pero todavía tuvimos que caminar varias cuadras hasta llegar a casa. Desde el auto, y luego ya a pie, vimos edificios derrumbados, gente desmayada o llorando, escombros. El trayecto de la escuela a la casa era el Centro Histórico, justamente la zona más dañada.
Yo tenía 14 años, todavía creía en Dios y rezaba: “Por favor, diosito, que nuestra casa no se haya caído”. Tuvimos suerte, la vecindad seguía en pie y mi mamá volvió a nacer cuando nos vio. De a poco nos juntamos todos, mis papás y mis ocho hermanos. Esa fue la primera noche que dormimos en la calle, junto con miles de damnificados. En las casas no había luz. Brigadas del gobierno nos repartían comida, agua, cobijas y ropa. No podíamos volver a la vecindad porque estaba en peligro de derrumbe, y eso que todavía faltaba la réplica de la noche del 20 de septiembre, que también fue muy fuerte y tiró más edificios. Ya había miles de muertos. También muchas muestras de solidaridad, en particular rescatistas de sobrevivientes. Días después sólo nos dejaron sacar nuestras cosas para llevarlas a los campamentos de precarias casas de lámina que el gobierno instaló en varias partes de la ciudad, mientras tiraban las vecindades y construían edificios más seguros. En uno de esos albergues vivimos durante un año.
Desde entonces, los capitalinos comenzamos a tener “cultura sísmica”. Cada tanto hay simulacros (hubo uno dos horas antes de los terremotos de ayer) en los que suena una alarma que indica que hay que salir de casas y oficinas en calma, sin correr, empujar, ni gritar. Sabemos lo que es la escala de Richter. En los suelos de parques y calles hay cuadros verdes pintados que indican que son zonas de protección alejadas de edificios que pudieran colapsar. Tenemos una alerta sísmica que, si el temblor viene de determinados epicentros, avisa con un minuto de anticipación, así da tiempo para salir. Existe un equipo especial de rescatistas llamado “Los Topos”. Mucha gente tiene en la puerta un kit especial de emergencia que consiste en abrigo, zapatos, dinero y documentos.
Cada vez que tiembla, el terror colectivo de quienes tenemos en la memoria el terremoto del 85, es indescriptible.
Hace 11 días, me tocó un nuevo y fuerte terremoto en México. Fue justo a medianoche. Dormía en un primer piso con mi amiga Albertina y mi ahijada Juana, de seis años, ambas visitantes argentinas, pero decidí pasarme al sillón de la sala para que estuviéramos más cómodas. Bajé, tomé una pastilla para dormir y empecé a acomodar cobijas, hasta que vi que una lámpara colgante oscilaba.
Estaba temblando.
Como Albertina y yo no estamos entrenadas, no habíamos escuchado la alerta sísmica. En pánico, sintiendo el movimiento cada vez más fuerte (el temblor duró mucho), desde la escalera y fingiendo la mayor tranquilidad posible, le avisé a mi amiga que debíamos irnos. Ella bajó con Juana en brazos, descalza. Esperé a que salieran y como me di cuenta de que iban destapadas, regresé a tomar a las apuradas un par de sudaderas que colgaban de un perchero. En esos segundos sentí que la casa se me venía encima porque el temblor, seguía. Escupí la pastilla que todavía no terminaba de deshacerse en mi boca. Temí caer rendida por los fármacos en medio de una emergencia.
Afuera, semidesnudas, sentadas en la banqueta, sin luz en el barrio, rodeadas de personas en pijama, despeinadas y asustadas, una vecina nos dijo que el temblor había sido de 8.2 grados Richter, o sea, un terremoto. Me dieron ganas de vomitar. Me aguanté el llanto para no asustar todavía más a Juana. Recordé que los temblores ocupan el primer lugar en mi lista de razones para no volver a vivir en México. Desde que me fui, hace quince años, no había vuelto a sentir uno.
Volvimos juntas a la casa, a oscuras, justo cuando nuestra amiga Gaby, dueña de la casa, volvía del paseo nocturno con su perro. Dormimos poco y mal. Al otro día nos enteramos de que el terremoto había destruido parte de Chiapas y Oaxaca, dos de los estados más pobres. Les tocó padecer a mexicanos que son eternos damnificados. Los días siguientes, los encuentros con familiares y amigos comenzaron con un “¿dónde te agarró el terremoto?”. Es una charla frecuente.
Hoy, otro 19 de septiembre, 32 años después del terremoto del 85, tembló dos veces en la Ciudad de México. Hubo, otra vez, derrumbes, pánico, escapes de gas, falta de luz, de transporte público, gente atrapada entre escombros, hombres y mujeres llorando en las calles. Muertos.
Volví la noche anterior a Buenos Aires, pero, pese al miedo, hubiera preferido estar con mi familia. No le deseo a nadie nunca que viva un terremoto, ni de cerca ni de lejos. La angustia se multiplica. Mi mamá estaba sola, pero mis hermanos comenzaron a llegar o a reportarse enseguida a su casa. Una de mis hermanas, que vive lejos, no podía hablar del ataque de pánico que tenía. Una de mis sobrinas estaba en la secundaria. El edificio se partió en dos y salió como pudo, porque las escaleras se cayeron. El camión escolar la llevó a casa, pero en el camino se topó con hordas de personas que no tenían cómo transportarse. Comunicarse por teléfono fue misión imposible.
Durante tres horas no supimos nada de una de mis hermanas, que desde su trabajo debía ir a la escuela por mi sobrina. Estaban en una de las colonias en donde hubo más derrumbes. Durante el tiempo que tratamos de localizarlas estuvimos muy angustiados porque no había modo de comunicarnos con ellas. Mi sobrino (su hijo) fue a buscarlas en la bicicleta y las encontró, cansadas de caminar porque la escuela de la niña está lejos, en medio de multitudes que deambulaban en las calles porque no podían ni querían entrar de nuevo a oficinas ni negocios. En cuanto lo vieron, se echaron a llorar.
Ahora, por suerte, están todos juntos. Bien físicamente, pero muy asustados. Los terremotos dejan un trauma intenso. Son impredecibles, inmanejables. Y mortales.
A casi ocho mil kilómetros de distancia, leo que ya hay 120 muertos en la Ciudad de México, Morelos, Puebla, Guerrero y el Estado de México. La capital está en emergencia. Hospitales privados atienden gratuitamente y los públicos reciben a heridos o afectados. La sicosis por el temor a un nuevo y mayor terremoto recorre las calles, pese a los llamados a la calma que a cada rato lanzan las autoridades. Mucha gente abrió sus redes de wifi para que otros pudieran comunicarse con sus familias. En las redes se les exige a las compañías de celulares e internet que liberen el servicio. Miles de voluntarios están rescatando gente o quitando escombros. El gobierno ya prepara nuevos albergues para damnificados que no podrán volver a sus casas porque quedaron inhabitables. Hay monumentos caídos. Los gobiernos de otros países se solidarizan y comienzan a enviar ayuda.
Por diferentes motivos, México es una tragedia permanente.