No fue hasta que cumplió setenta que empezamos a descubrir cuan profundas eran las huellas que la guerra le había dejado. Hasta entonces, mamá se las había arreglado para contarnos las historias de tal manera que todo parecían anécdotas. Daba lo mismo si recordaba la vez que mi hermana perdió un diente andando en bicicleta o las sirenas que anunciaban otro bombardeo de aviones nazis.
Mamá podía contar ambas cosas sin que se le moviera un pelo, como si todo fuese parte de un destino que habían escrito por ella y al que, además, tenía que aceptar sin siquiera derecho a protestar.
El único indicio que teníamos sobre lo que la guerra -las guerras- habían causado en ella fue el corte que a los cuatro años se le hizo en la memoria. A esa edad, habían huido con mi abuela y su hermano recién nacido hacia Francia. Las tropas franquistas habían cercado a los republicanos y con mi abuelo en el frente, mi abuela decidió cruzar los Pirineos en un carreta a la que subió también a su hermana, a punto de parir, y sus otros dos hijos. Solas, con las bombas que caían sobre la carretera, las mujeres se lanzaron hacia Francia. De aquel éxodo, mamá sólo pudo recordar el instante en que puso un pie otro lado de la frontera. Ni un segundo, ni un metro antes. Todos sus recuerdos de España se le borraron. Supo que en la huida perdieron hasta el sidecar en el que el abuelo los llevaba a pasear. Pero mamá nunca recordó nada de eso, ni las bombas ni los paseos en sidecar. Lo que contaba era porque se la habían contado. Sí, en cambio, podía describir cada detalle del momento en que se subieron al tren que los llevó hasta Toulouse o el campo de refugiados donde fueron alojados.
Este domingo, será la primera vez que pasemos el Día de la Madre sin ella. A la hora en que nos sentemos a almorzar en su casa, como hicimos desde siempre, mamá va a estar paseando por las calles de Marsella con su amiga Magda.
Mamá tiene 82. Magda 76. Durante el largo año que les llevó planear el itinerario, intentaron disfrazar los nervios como si se tratara de un viaje iniciático de dos adolescentes por Europa. Pero todos sabíamos que lo que ellas fueron a buscar es lo mismo que las unió, los retazos de una infancia acorralada entre exilios y bombardeos.
Mamá voló a Madrid con una valija tan pequeña como ella. En la manija, le había atado tres cintas, una roja, la otra amarilla, y también la violeta que es la que marca la diferencia entre las banderas española y la de la República, aquella ventana en la historia española en la que el país quedó en manos de un gobierno socialista que lo primero que hizo fue mandar al armario a la monarquía. El experimento duró ocho años y Francisco Franco fue el que le puso fin con una dictadura que duró hasta los 70.
Hablé con mamá dos días después de que llegó a Madrid.
“No sabés! –empezó eufórica- estábamos saliendo del Corte Inglés cuando veo una manifestación con banderas republicanas, entonces la dije a Magda, ‘tenemos que ir’. Y ahí nos fuimos las dos. Se me caían las lágrimas”, me dijo. Y cuando corte, a mí también se me cayeron.
Mamá se llama Salud López Lapena y nació en un caserío de Aragón del que hasta hace algunos años solo quedaba una bañadera abandonada en medio del campo. El pueblo más cercano, Esplús, tenía, según el último censo, 719 habitantes. Nació el 3 de abril de 1935, cuando todavía faltaba más de un año para que estallara la guerra civil y como mi abuela había prometido que si la primogénita venía sanita le pondría Salud, Salud le puso al ver que tenía la fuerza de un toro. A nadie en la familia le llamó la atención, ya que también hay una Begonia, un Bienvenido y una Bienvenida.
Mi abuelo, Baltazar, apenas sabía leer y escribir, pero lo poco que sabía le alcanzó para decidir en qué bando iba a pelear la guerra.
El abuelo no hablaba. Murió sin que supiéramos demasiado de lo que le había tocado vivir. Era tan callado como paciente y por momentos parecía que su cabeza seguía en el frente de batalla. De eso días, sólo sabíamos dos cosas. Que en las noches en la trinchera la orina era lo único con que podía combatir las grietas que se le formaban en las manos, y que de todas las guerras, la civil era la peor. Cada vez que lo decía repetía el gesto de levantar un fusil imaginario, apuntar al frente y en el momento en que parecía a punto de disparar decía: “Levantas el fusil y enfrente te puedes encontrar a tu vecino, al carnicero”, y no decía más, como si se fuera apagando en los recuerdos cada vez que lo contaba.
Una bomba que le cayó cerca lo dejó sordo de un oído pero le salvó la vida. Le dieron la baja y, todavía me resulta un milagro que haya podido reencontrarse con la abuela en medio de la huida por los Pirineos.
Apenas estaban recuperándose de lo que habían pasado en España, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Las bombas esta vez eran de los nazis que pronto ocuparon el país. Mamá creció viéndolos pasear por el pueblo y practicar tiro en las mañnas en el fondo de su casa en Gemenos, un pequeño pueblo cerca de Marsella en el que se instalaron.
La primera vez que pisé España tenía 18 años. Había viajado con mis padres a conocer a esa familia lejana para la que yo era quien vivía en los confines de la tierra. En una de las tantas excursiones que hicimos mamá me llevó a una cueva inmensa abierta en una montaña, en las afueras de Madrid. Era un día gris, nevaba y hacía un frío espantoso. “Estás parada sobre la tumba de Franco”, me dijo de sopetón. “Este lugar se construyó con la sangre de los prisioneros republicanos”, siguió y no habló más. Volvimos al hotel en silencio. Fue la primera vez que sentí que se estremecía al hablar sobre lo que la guerra le había hecho.
Mamá era entonces una mujer que había cumplido el mandato de la abuela Rosita de ser el ama de casa perfecta. Ella quería estudiar bellas artes pero tuvo que conformarse con bordado y cocina.
Fue poco después de haber cumplido 70 cuando, por casualidad, descubrió que había un grupo llamado “los niños de la guerra”. Era el nombre con que se conocía a los hijos de los exiliados republicanos. Muchos habían crecido en orfanatos de Rusia y Cuba. Otros, tenían una historia calcada a la de mamá. En Buenos Aires, se juntaban cada tanto en una oficina que les prestaban en el consulado. A veces organizaban almuerzo en restaurante español. La mayoría hablaba francés porque, como ella, habían crecido del otro lado de los Pirineos. En un principio, mamá se acercó para gestionar una pensión que les había dado el gobierno de Zapatero. Pero al tiempo, lo que menos le importó fue la pensión. Los encuentros comenzaron a ayudarla a entender todo eso que había quedado guardado en algún remoto de su memoria.
“Para mí el verdadero exilio fue de Francia, ahí dejé todo”, me confesó un día mientras mirábamos fotos viejas.
Poco a poco, comenzó a inundar la casa con los colores de la República, volvió a practicar el francés y tomó clases de computación para buscar en Internet noticias de Aragón. “¡Mirá!, puedo ver las calles Esplús”, se alegró el día que descubrió el Google Maps.
En esas reuniones conoció a Magda, su compañera en esta aventura. Exiliada, hija de aragoneses, y criada en Francia.
-Anda vos, a mí ya no me da el cuero-, le dijo mi viejo, cuando mamá contó su plan. Es cierto que a los 90 le cuesta seguirle el tranco, pero después de sesenta años de casados, no hizo falta decirle que este era un viaje que ellas tenían que hacer juntas.
De una u otra manera, la guerra estuvo siempre en nuestras vidas, mucho antes, incluso de que fuéramos una familia.
Papá, hijo de inmigrantes españoles pero porteño hasta la médula, tenía 10 años cuando empezaron a llegar las primeras noticias de la guerra civil. Todavía usaba pantalón corto cuando aprendió a separar las láminas metalizadas del papel con que se envolvían los chocolates para mandarlas a España donde los republicanos las convertían en municiones para los soldados.
Con los años, a todos nos gustaba creer que quizás alguna de esas balas había terminado en las manos del abuelo.
Pudo o no haber ocurrido pero lo cierto es que la historia le sirvió a papá para ablandar al abuelo cuando tuvo que pedirle permiso para salir con su hija.
Papá terminó ganándose la confianza del abuelo, quien lo aceptó como yerno y hasta le convidaba vino de su bota. A veces, cuando las sobremesas se extendían debajo de la parra en la casa que los abuelos tenían en Berazategui, los dos cantaban El Quinto Regimiento.
“Venga jaleo, jaleo
suena la ametralladora
y Franco se va a paseo.
Con el quinto, quinto, quinto,
con el Quinto Regimiento
madre yo me voy al frente
para las líneas de fuego”.
Desde que llegó a Madrid, mamá se convirtió en una corresponsal de lo que pasa en España.
“En Barcelona, casi un millón de personas que no quieren la independencia están marchando, son catalanes pero también ESPAÑOLES” escribió el último domingo al WhatsApp familiar, cuando faltaban horas para saber que pasaba el plebiscito.
Con la guerra, los siete hermanos de mi abuelo se refugiaron en Cataluña y allí se asentaron sus hijos y sus nietos. Mamá, que siempre los había defendido, el fanatismo empezaba a caerle como una patada a la historia familiar.
Si el catalán, prohibido durante el franquismo, había sido un símbolo de resistencia, con los años, la ortodoxia catalana se fue asemejando más a una ideología que justificaba sus ínfulas supremacistas.
El martes 3 de octubre, la pasé a buscar por su casa para llevarla Ezeiza. Me vi a mí misma diciéndole si tenía el pasaporte, que cualquier cosa use mi tarjeta y que no se olvide el número del Assist Card. Las veía a ella y a Magda estirándose para llegar al mostrador de Aerolíneas y me sentí orgullosa y afortunada de que pasar este Día de la Madre sin mamá.