Foto de portada: Alejandra López
Juan Forn flota en el medio de una pileta, acostado sobre una cámara inflable de tractor. Viste un traje blanco, de gala, desteñido por el agua que lo salpica. Los rulos negros que rodean su cabeza parecen encendidos, eléctricos, iluminados por la luz artificial del flash fotográfico que lo retrata. La imagen fue tomada a principios de la década del noventa. Y salió publicada en una doble página en la revista Gente.
Son contados los escritores argentinos que levitaron por el firmamento de la farándula y el espectáculo; los que posaron junto a vedettes y deportistas; los que le pusieron una cara a la figura de escritor por afuera de los círculos de auto-consagración del campo literario. Manuel Mujica Lainez fue uno de ellos, por no decir el primero. En una carta fechada en noviembre de 1973, recuerda Martín Kohan en la conferencia inaugural del FILBA 2015, Manucho le cuenta entusiasmado a un amigo que lo invitaron a participar de la foto de personalidades del año de la revista Gente. Como dice Kohan, en su disertación, un escritor no es un astro de la industria mediática ni una personalidad socialmente destacada; sin embargo, la revista de interés general de mayor tirada del país supo reservar en su álbum anual de vanidades, un cupo para representar a una celebrity de las letras.
En 1992, en plena fiesta del Plan de Convertibilidad en marcha; con la pizza, el champagne y la cocaína materializando la teoría del derrame en las mesas de los nuevos ricos; y con la dupla Menem-Cavallo dirigiendo la nave espacial que nos llevaría a la estratosfera, ese lugar, el cupo reservado para los escritores, para la síntesis que cada época hace de ellos, lo ocupó Juan Forn.
En el ensayo Literatura de izquierda, Damián Tabarovsky hace una clasificación, binaria y sesgada, de los escritores argentinos que protagonizaron la década del noventa. Y divide el período entre los “jóvenes mediáticos” y los “jóvenes serios”. Los primeros, según la categorización, son “la cara visible del nuevo mercado literario”. Tomaron elementos de la cultura rockera tanto en el lenguaje como en los modos de vida. Los segundos, los jóvenes serios, “proponen el regreso de los muertos vivos, la desdicha de la sobriedad, el grisado de la sensatez." Juan Forn, claro, junto a Rodrigo Fresán, Marcelo Figueras y Cristina Civale, entre otros, fue una de las caras más visibles de los “rockeritos”, como también se los llamó despectivamente a los jóvenes mediáticos que ganaban protagonismo en suplementos culturales y en la industria editorial.
La producción de la foto, cuenta Forn en un entrevista que le hace el periodista Nando Varela, fue idea suya. “Nosotros teníamos un montón de tabúes con el tema de la seriedad. Teníamos que ser serios y para aflojar con la seriedad tuvimos que hacer de bufones. Hablo de nosotros porque todos los de mi generación fuimos bufones en algún momento e hicimos algunas payasadas”.
Juan Forn publicó su primer libro, Corazones cautivos, a los 28 años. Luego le siguieron las novelas Frivolidad (1995), Puras mentiras (2001) y el libro de crónicas -de reciente reedición- La tierra elegida (2005). Sin embargo, su nombre empezó a sonar con el libro de cuentos Nadar de noche (1991), que fue leído con fiebre masiva por jóvenes manijas que se identificaban con las historias de droga y alcohol, por parejitas sensibles que habían sobrevivido a los años ochenta, y por lectores que encontraban la imagen del autor dentro de revisteros en peluquerías y salas de espera.
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Un cuarto de siglo después de aquella imagen pomposa, Juan Forn tuerce su habitual caminata por la playa de Villa Gesell, la ciudad donde eligió vivir luego de la denominada crisis del 2001, para entrar al bosque por una calle de arena. Camina en silencio, con la cabeza levantada, mirando al frente por encima de una mehari rojo y de una montaña de troncos de pino recién cortados. En la mira tiene una casa: la que pretende comprar y vivir en los años por venir.
Los herederos dudan en venderla. No consideran entregársela a ninguno de los paracaidistas que caen a la ciudad en plena temporada. Menos a las dos o tres firmas constructoras de la zona, que no se apiadan ni de la playa si pueden sacarle dos metros de ventaja. Temen que luego de escriturar, derriben las paredes donde pasaron su infancia y edifiquen en el terreno un complejo de cabañas o dúplex. Esa casa tiene una historia, vinculada a los coletazos tardíos de la Segunda Guerra en nuestro continente. Y los herederos, como si buscaran asegurarle un hogar eterno a los fantasmas que la habitan, quieren conservarla de pie.
La casa queda ubicada en el norte, a pocas cuadras de donde Carlos Idaho Gesell levantó el primer cimiento: la semilla transgénica desde la cual se desarrolló el resto de la ciudad costera. Desde que Juan Forn empezó las negociaciones para comprarla, pasa todos los días por el frente. Es el único desvío que se permite de su caminata por la playa.
Las persianas de madera están bajas. Forn las mira desde la vereda de yuyo y arena. No transpira, a pesar del sol rabioso de los últimos días del verano. En una mano lleva un par de ojotas. La otra la apoya sobre la cima del portón de entrada, como si estuviera por abrirlo.
—El primer dueño combatió para Alemania —dice Forn mientras mira al pequeño jardín que rodea la casa, sembrado con tilos, acacias y pinos.
—¿Era alemán?
—¿Hijo de alemanes. Pero peleó toda la segunda guerra con un pasaporte argentino en el bolsillo.
—Parece una de tus historias.
—Parece pero no lo va a ser —dice—. No me interesa escribirla.
En una charla radial con Mario Wainfeld la escritora y actual subeditora del suplemento Radar, Mariana Enriquez, dice: “Las contratapas de Juan en Página/12 no son columnas de opinión. Su intervención es de escritor, de narrador, no de opinólogo. Esa es la particularidad de sus textos, la sensación como de oasis que deja en el diario. Además, en las historias que elige contar, él no se aleja de sus obsesiones. Casi todos sus textos son sobre vidas de escritores rusos, chinos, italianos, argentinos, centroeuropeos. O sobre su vida en Villa Gesell. Eso le copa mucho, escribir sobre sus lecturas y las experiencias que lo tocan. Y la verdad, lo hace muy bien”.
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Mientras espera la concreción de la venta, Juan Forn vive en un complejo de departamentos frente al mar. Se puede llegar caminando por la playa o por la rambla peatonal de madera que bordea médanos y balnearios. El sitio se llama Las Dachas, como el nombre que llevan en Rusia las casas que se utilizan sólo para vacacionar. Un cartel tallado en madera, en la entrada, avisa al turista lo que encontrará en cada vivienda: Servicio de mucama y ropa blanca, TV cable, calefacción y cocheras fijas. Abajo, tapado por un manojo de margaritas silvestres, dice: Abierto todo el año.
De los quince dúplex de ladrillo y cemento, desparramados a los costados de un camino de laja, sólo dos son ocupados en los meses que siguen al verano. Uno de ellos, el último si se ingresa por la playa, es el que alquila Forn. Para llegar debe atravesarse el camino entero, incluso un sector de parrillas que aún contiene cenizas de los fuegos prendidos durante la temporada que agoniza. Forn camina adelante, sin apuro pero tampoco arrastrando los pies. Como un baqueano anticipa curvas, escalones, subidas y bajadas. Usa un short de baño gastado, ojotas negras y una musculosa que deja ver los hombros anchos curtidos por el sol y el agua de mar. No parece que en unos meses vaya a cumplir 58 años. Detrás del look de veterano-surfista, está el escritor que creó Radar: el suplemento que -dice mientras arma un cigarrillo- “revolucionó los modos de hacer revistas culturales en Sudamérica”.
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—¿Querés té o mate? —pregunta Forn luego de encender la hornalla.
Al igual que el Presidente de Argentina Mauricio Macri, y las primeras líneas de su gobierno, Forn es ex alumno del colegio de élite Cardenal Newman, ubicado en San Isidro. En un texto que publicó en el diario Página/12 en el 2010, titulado “La balada de Mauri y los Newman Boys”, Forn los describe como “una entidad famosamente endogámica, incluso dentro de su clase: no sólo se sorprenden de que el resto del mundo no sea como ellos sino que creen que es imposible ser como ellos viniendo ‘de afuera del colegio’. Tan endogámicos son que ignoran que en su propio medio social son considerados sinónimo de cabezas huecas: el Newman Boy es el equivalente masculino de lo que representan las modelos en el género femenino; el Newman Boy es el epítome del rugbier después del rugby”.
A pesar de su escolarización formal, Juan Forn nunca se sintió un Newman Boy. Cuando sus compañeros de curso jugaban al rugby, él corría detrás de una pelota de fútbol. Cuando sus amigos lo invitaban a vacacionar en Punta del Este, él se iba a la casa de su abuelo en las sierras cordobesas. Cuando los púberes se enganchaban con la música disco, él conocía el rock.
—Muuuy lentamente entendí que no era de ahí —dice mientras espera que hierva el agua para el té; aún de pie, caminando varias veces, ida y vuelta, los dos metros que separan la mesa de madera del living de las hornallas —. En el Newman era todo muy blandito. No había espacio para ser otra cosa que un empresario exitoso. Yo veía el mundo diferente, no quería eso para mí. Me quería alejar, y terminé alejándome.
Cuando Forn terminó la escuela secundaria no se anotó en la universidad como esperaba su padre ingeniero: hizo un viaje beatnik—iniciático por Europa, aspirando a ser una versión criolla de André Breton o algún otro de la bandita surrealista que imitaba en poemas que nunca publicó. Al regreso, en 1981, previo a la guerra de Malvinas, empezó a trabajar en la editorial Emecé. Desde entonces anduvo por todas las etapas de la movilidad ascendente de la industria del libro. Fue cadete, telefonista, corrector de pruebas, traductor y asesor literario. Luego, en 1990, pasó a Planeta y creó las colecciones Espejo de la Argentina y Biblioteca del sur, donde publicó a Tomás Eloy Martínez, Fogwill, Charlie Feiling, Rodolfo Rabanal, Alberto Laiseca y un largo etcétera de escritores argentinos de fin de siglo. Su última estocada en el mundo editorial fue la creación del suplemento Radar del diario Página/12, en 1996, una especie de Guía T de la cultura porteña que dirigió hasta el 2002, y que luego pilotearon Juan Boido y Claudio Zeiger, sucesivamente.
—Por los ambientes en que me movía, llevé mi origen como una mochila. Era muy raro. En los ochenta lo sentía como un déficit, me sentía un nabo porque era un nene bien. Y de pronto en los noventa pasé a ser el yuppie, el golden boy de Planeta —dice y mira el fondo de la taza como si buscara la borra del café que no existe.
Durante los dos períodos presidenciales de Carlos Menem, que abarcaron la década (1989/1999), el diario Página/12 fue uno de los medios periodísticos más críticos con el poder político, económico y judicial de la Argentina. Por su redacción, escribiendo en computadoras sin conexión a internet y sobre escritorios ensimismados, Julio Nudler, Horacio Verbitsky, Miguel Bonasso y Osvaldo Soriano, entre otras firmas ligadas a la izquierda tradicional o a su versión filoperonista. Forn empezó a habitar ese mundo desde 1989. Sus primeras notas fueron sobre la revolución televisiva de Gasalla, el affaire de Salman Rushdie y la Fatwa, y una crónica del viaje de Enrique Vila Matas por Buenos Aires. Sin embargo, recién empezó a sentirse parte de la tribu que admiraba, cuando le pidieron unas líneas de opinión por los indultos de Menem a los militares, en una recordada edición tapa blanca que salió de Página/12. Ese día, en sus palabras, “el diario me tomó más en serio de lo que me tomaba yo a mí mismo hasta entonces”.
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En el departamento, a simple vista, no se observa un televisor ni se percibe la mano de una empleada doméstica; menos, juegos de ropa blanca sobre las camas de las dos habitaciones. Tampoco, a decir de Matilda, la hija que Forn tuvo con Flora, su ex mujer, la calefacción es el fuerte de la dacha donde vive su padre.
—Los inviernos en lo de papá son terribles —dice ella, que está en el último año del colegio secundario—. Por el viento que sale del mar y por la playa vacía que lo deja correr.
Estamos a fines de marzo. Y si bien “winter is coming”, como dicen en Games of Thrones, la serie que Matilda ve junto a su papá y a su novio Pancho, aún no hay que preocuparse tanto.
El departamento es chico. El comedor, que hace de living, cocina y estudio, tiene una mesa con cuatro sillas, un sillón doble y un escritorio donde se apilan ediciones y reediciones de los libros que Forn escribió. En una de las paredes hay una biblioteca hecha con tablones de madera. En la otra, una foto enmarcada de Salinger, con el puño cerrado, intentando esconderse de la cámara de un paparazzi que violenta su ostracismo. Como editor, Forn fue uno de los primeros en introducir herramientas del marketing en la literatura; de darle una vuelta de tuerca al mercado del libro; de asociar texto con imagen. En Planeta creó el departamento de prensa; le pagó el sueldo a un tipo para que se encargara de la difusión de la obra y, sobre todo, se ocupó en armar entrevistas para que la voz de los escritores recuperara protagonismo. También, bajo su curaduría, se empezó a trabajar la parte estética de las tapas y -en disidencia con Abelardo Castillo, Belgrano Rawson o Héctor Tizón, “por nombrar algunos maestros”- a agregar la foto de los escritores en las solapas.
Siguiendo un consejo que escuchó de Ricardo Piglia, Forn se propuso ser el aglutinador de una generación que circulaba con fuerza pero con pocos lectores. Con ese objetivo, apuntó sus ganas y el presupuesto a mano en la difusión y creación de figuras de autor.
A los escritores publicados por Forn en la colección Biblioteca del sur se los conoció como “planetarios”. Además de compartir editorial, a trazo grueso, muy grueso, se les adjudicaba el uso de una narración clásica, pegada a temas de la realidad social, por afuera de los gestos eruditos, y con una fuerte vinculación al periodismo. En este sentido, en palabras de la crítica Verónica Tobeña, “cuando se configura un nosotros detrás de un órgano, hay un ‘otro’ que funciona como alteridad”. Y ese otro, durante los noventa, fueron los escritores reunidos en torno a la revista Babel, que se caracterizaban por un trabajo experimental con el lenguaje y un coqueteo con las teorías literarias que se dictaban en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que los respaldaba. De un lado, resonaban los nombres de Guillermo Saccomanno, Rodrigo Fresán, Tomas Eloy Martínez, Antonio Dal Masetto, Osvaldo Soriano; del otro los de Alan Pauls, Martín Caparrós, Sergio Chejfec, Luis Chitarroni y Charlie Feiling. Sin embargo, planetarios versus babélicos fue una contienda de cartón que, a la larga, con la tinta derramada en los años que siguieron, diluyó las formas caricaturescas que las etiquetas buscaban solidificar.
—Yo tenía amigos en los dos lados —dice Forn, subestimando el asunto–. Por ejemplo edité a Guebel, que era un referente de la contra, y nadie dejó de hablarme por eso. En realidad, creo, nunca hubo dos lados. En todo caso, había mil lados distintos.
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Es viernes. Sobre la mesa hay un ejemplar del diario Página/12, planchado, como si recién hubiese salido de una rotativa. El titular de la contratapa dice “Kalulu y los afronautas” y lleva su firma.
Antes de los encuentros en Villa Gesell, Forn había mandado un archivo con ese texto. “Para que te vayas poniendo a tono”, decía en el asunto. En el mail, abajo de todo, figuraban tres reenvíos a Ernesto Tiffenberg, el director del diario. Los tres con la misma fecha. Lo único que variaba era el asunto de cada uno.
El primero decía: “contratapa para el viernes, amigos. me confirman que llegó ok? abrazos”.
El segundo decía: “perdón, ésta es la versión que vale de la contratapa”.
El tercero decía: “no me maten, juro que es la última (le mejoré el título)”.
En una entrevista que la escritora María Moreno le hizo para Radar, en el 2001, hablando Forn decía: “Me han dicho que eso es un defecto, que sobrecorrijo. Y, de hecho, en un momento empecé a corregir para ensuciar, para hacer pelocontrapelo. Para que el texto no fuera como un palo enjabonado, que hace que te resbales por las frases y no tengas de dónde agarrarte.”
La escritura de Forn no deja hilos sueltos. La espontaneidad de su prosa está hecha de horas de trabajo, sea frente a la computadora, nadando o caminando por la playa. En su concepción la corrección tiene el mismo peso que la escritura. Y cuando corrige, siempre lo hace desde el lugar de lector.
Las famosas contratapas que escribe en Página/12 desde el 2008, marcaron un quiebre en su literatura, son una síntesis estética de su búsqueda como lector y escritor, y empezaron a gestarse como historias orales en la Biblioteca Popular de Villa Gesell. Sucedió después de su segunda pancreatitis, al poco tiempo de instalarse en la ciudad costera junto a Flora y Matilda, que tenía dos años. Pero antes de entrar en esa historia hay que contar otra; la que lo alejó de la porteñidad, la que lo llevó a purgar la mala sangre familiar, la que casi parte su cuerpo en dos.
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Si esto fuese una contratapa sobre Forn escrita por Forn, tendría entonces una impronta literaria -como decía Enríquez- más que de opinión. Y empezaría contando la noche que Forn se despertó hecho un ovillo en el baño de su casa en Buenos Aires.
“Era medianoche cuando salí del diario. Horas más tarde caí desplomado en la cama, como sospecho que habrán hecho los demás que trasnocharon conmigo. Sé positivamente que en esa trasnochada, como en todas las que participé en mi vida, hubo gente que bebió y se metió más basura en el cuerpo que yo en el mío. Para mis parámetros, y los de aquellos compañeros de juerga, yo era un moderado. Sin embargo, el que al día siguiente tuvo una pancreatitis fulminante que lo mandó en coma al hospital no fue ninguno de esos sátrapas hermosamente autodestructivos, sino yo”, escribe Forn en su última novela, María Domecq, publicada en 2007. Empezó a escribirla tres años después de instalarse en Villa Gesell, en el 2002. La distancia no era suficiente para ver qué había hecho con su vida hasta entonces, también necesitaba tiempo. Y el modo de ver y pensar sobre su vida, sobre esa vida que estaba mutando en recuerdo, siempre había sido a través de la literatura. Sucedió de ese modo con su primera novela Corazones cautivos, donde retrata a la alta burguesía que lo amasó en su infancia y adolescencia; o en el cuento hit “Nadar de noche”, una “obra maestra” según Luis Chitarroni, donde un joven cierra cuentas con su padre muerto.
En María Domecq aparecen varios de los fantasmas alimentados de la sangre de Forn. En la novela revuelve el caserón de Palermo chico donde se crío junto a sus primos, propiedad del Almirante Domecq García, su bisabuelo, protagonista insólito de la guerra Rusa-Japonesa y de la Semana Trágica de 1919. También cuenta la historia de la hermosa María Domecq, que continuó el linaje de los desclasados de su familia patricia. Y, sobre todo, narra la proximidad de la muerte. La novela iba a tener setecientas páginas, calculaba Forn. Pero cada vez que se sentaba a escribir, en particular las partes de su enfermedad, le daba un puntada terrible en la panza y debía parar.
Esa medianoche fatal y milagrosa, escenificada en el baño de su casa, cambió su vida. El cuerpo y los médicos le dijeron basta. La enfermedad, semejante a un espejo retrovisor, le mostró el camino que venía andando a mil kilómetros por hora. En el diario como en la editorial, Forn era como un pulpo con poder: decía qué y a quién se publicaba; atendía a un colaborador mientras hablaba por teléfono con otro; se ocupaba de las imágenes y el diseño de las galeras; corregía con obsesión, hasta el agotamiento, los textos que recibía. Elvio Gandolfo solía aconsejar que si le llevaban un manuscrito, primero le pregunten si estaba escribiendo algo. “Sino se pone a romper las bolas como si la novela fuese suya y te devuelve llena de marcas insólitas”.
Luego de la pancreatitis, Forn no podía mantener los niveles de adrenalina propios de una redacción, con los cierres, las notas que no llegan, las imágenes que no alcanzan y, sobre todo, con los egos masculinos que confunden caracteres con el tamaño del pene. Si quería seguir, como en su adolescencia, debía alejarse. Con Matilde recién nacida, junto a Flora, buscaron casas en zonas rurales. Las alternativas eran Córdoba, San Pedro o Villa Gesell. Pero la cercanía al mar, al murmullo del mar, terminó disipando la duda.
—Una vez instalado acá no quise volver más –dice–. Sentía que Buenos Aires ya no tenía nada para darme ni yo nada que hacer ahí. Sobre todo después de María Domecq. Era el tema de mi vida y no había pasado nada. Todo seguía igual. Estaba triste, deprimido, ni siquiera le encontraba sentido a escribir otra novela. Y justo en ese momento, me llaman para avisarme que había ganado el Premio Konex. Estaba tan enojado con la ciudad que no quería pisar Buenos Aires ni para recibirlo.
—¿Mandaste a alguien?
—Ni loco. Fui yo a buscarlo.
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Estamos en el 2008. Es invierno. Forn estaciona su auto frente a la Biblioteca Popular Rafael Obligado. Golpea la puerta vidriada, aguarda unos segundos y pega su cara al vidrio frío para ver si se acerca una figura conocida. Del otro lado, nada. Mete la mano en el bolsillo del jean y saca el juego de llaves que le dieron para esas ocasiones. Abre la puerta y camina por el pasillo oscuro hasta dar con el aula que le asignaron. Prende dos pares de tubos de luz: chispean antes de encenderse. Sin sacarse la campera de cuero negro, tantea con las manos la temperatura de la estufa. Cuando entra en calor, empieza a mover sillas hasta armar una ronda para veinte personas. Luego se sienta a esperar, sentado sobre el escritorio que usará de tarima o escenario para dar sus charlas.
—Yo nunca había leído sus libros —dice Tony, uno de los integrantes de “La pandilla de Mar de las Pampas”, una especie de cofradía que fue hermanando a cincuentones de Caseros, Escobar, Olivos y otros puntos del inmenso mapa de la Provincia de Buenos Aires—. Pero acá en invierno el tiempo sobra. Íbamos con mi mujer y las nenas chiquitas. Estaba bárbaro. Juan arrancaba con la historia de un músico, un escritor, una fotógrafa. Metía la cuchara en un hecho clave de sus vidas y te paseaba por Rusia, Japón, las guerras mundiales.
Las charlas en la biblioteca eran a la gorra. La plata recaudada iba a parar a una cooperadora que tenía el proyecto de crear una escuela Waldorf. Cada integrante ayudaba con lo que podía: Haciendo muebles, elaborando el programa pedagógico, tramitando permisos municipales o haciendo trabajos de pintura. Forn contaba historias.
Durante el fin de semana, Forn leía como un adicto todo lo traído de las librerías de Buenos Aires o lo que conseguía en la baulera de Alfonsina, la librería clavada al principio de la Avenida Tres que atraviesa Villa Gesell. Al lunes siguiente, en la biblioteca, como si replicara un rito ancestral, les contaba sus lecturas, los mundos donde había andado, a profesores, jubilados; lectores furtivos. Lo que escuchaban en esa cueva metida adentro de la biblioteca, lo leerían el viernes siguiente los lectores de las contratapas de Página/12.
Tony, como Forn, llegó a la costa, en su caso a Mar Azul, una localidad pegada a Villa Gesell, escapándose de algo.
En 1996, Mar Azul se parecía bastante a los orígenes de Villa Gesell. La mayoría de los terrenos no contaban con red de agua ni tendido eléctrico. En su Caseros natal, Provincia de Buenos Aires, Tony veía mes a mes que la fábrica textil de su familia se venía a pique. La apertura de las importaciones habilitadas por el gobierno de Menem los asfixiaba: una precuela de lo que iba a suceder en Argentina en el 2001. Con los pesos convertibles que les quedaban, decidió -junto a Karina, su mujer- comprar dos lotes en Mar Azul. En ese terreno levantaron un complejo de cabañas en el medio del bosque. Lo trabajan en la temporada y en los meses más fríos lo cierran. En total tienen ocho cabañas. Una de esas ocho cobijó a Forn apenas se separó de Flora, la madre de su hija.
—Esos meses cambiaron la relación –dice Tony, sentado en una silla al borde de la pileta del complejo Chaparral–, Juan pasó a ser uno de nosotros.
El nosotros que nombra Tony incluye a su mujer y a sus dos hijas. Morena, la más chica, tiene síndrome de down. Cuando Forn estuvo viviendo en el El Chaparral, ocupó la cabaña que Morena —fuera de temporada- convierte en escenario para sus shows musicales. De esos días, a Forn y Morena les quedó una palabra especial: “Magoya”. Es su clave, su secreto, el guiño que los conecta. Magoya también es el nombre que eligió Forn para la colección que va a sacar este año Tusquets bajo su curaduría. Sin embargo, desde España le dijeron que no entendían el sentido de la palabra. Y tras varios idas y vueltas, acordaron llamarla “Rara avis”.
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Las tablas de madera de la rambla crujen cuando las atraviesa una bicicleta mountain bike. Es el único momento que Forn desvía la vista del mar mientras camina. El sol brilla en lo alto, con fuerza. En los balnearios se ven las carpas desarmadas: sólo queda el esqueleto de madera expuesto al viento. En la playa un grupo de jubilados sentados en reposeras, y algunas parejas jóvenes tomando mate sobre la arena.
—Todos geselinos—dice Forn sin detener el paso —. Acá durante el verano no ves a nadie. Están laburando los siete días de la semana, las veinticuatro horas. Esta semana terminó la temporada y salen de abajo de las piedras.
El costo de vida en Villa Gesell es menor que el de una ciudad como Buenos Aires o Bogotá. Los alquileres son más baratos, se puede prescindir de un automóvil, y el festival del consumo queda en ridículo frente a la inmensidad del mar. Es una vida más chica en posibilidades, pero también en gastos.
En los años siguientes a la separación con Flora, Forn empezó a notar que los pagos se multiplicaban y los ingresos se diluían en el alquiler, las expensas y en los gastos de una hija adolescente. Pensó en postularse para el Premio Nacional de Literatura, que en Argentina entrega una jubilación honrosa a los ganadores, pero cuando quiso anotarse notó que Los viernes -los tres tomos que agrupan las contratapas que escribió durante ocho años en el diario Página/12- no entraba en ninguna de las categorías: ni en ensayo, cuento, poesía o novela.
—Estuve tirando con los “frilos” y con los talleres en Buenos Aires –dice Forn parado en uno de los puentes de la rambla de madera–. Por suerte me avivó Guille.
Guille es Guillermo Saccomanno. No es la primera vez que a lo largo de los encuentros aparece su nombre. Fue parte del paisaje cuando Forn habló de la decisión de irse a vivir a Villa Gesell; cuando lo desenredó del nudo de la escritura de María Domecq (“contamela en doscientas líneas”, le dijo); cuando nombra los “talleres desquiciados” que dieron juntos en un departamento lleno de humo en la Avenida Santa Fe; cuando lo acompañó a las visitas médicas luego de la pancreatitis.
—Guille es familia –dice–. Siempre estuvo ahí, cerca, a pesar de las calenturas que nos agarramos.
Las primeras broncas, recuerda Saccomanno en la cabaña minúscula que alquila en la zona norte de Villa Gesell, fueron por El buen dolor, la novela sobre su padre. Cuenta que Forn, como editor de Planeta, le dijo que le faltaba, que todavía no estaba terminada. Saccomanno cargaba con el manuscrito desde hacía varios años y tenía ganas de largarlo, de despegarse de esa historia. Cuando Forn le dio su parecer se pusieron a discutir fuerte. Después, le terminó dando la razón. Corrigió el manuscrito, lo redujo e hilvanó escenas que figuraban sueltas. El buen dolor se publicó en 1999, y al año siguiente obtuvo el Premio Nacional de Literatura en el género novela.
—Hace más de treinta años que nos conocemos –dice Saccomanno, mientras espanta las moscas que lo provocan desde el borde de las tazas de té–. Por lo que más discutimos es por literatura, pero nunca nos peleamos por eso. Cuando nos alejamos fue por otros asuntos que no vienen al caso. Ahora estamos en una buena racha. Mejor así. Los dos estamos cansados de las pérdidas.
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La librería Alfonsina parece una caja de zapatos: es larga y angosta. En el medio hay tres mesas rectangulares, llenas de libros de oferta y agendas, que achican aún más los pasillos por donde intentan transitar los clientes. Entre algunos veraneantes se volvió una librería de culto, donde hay novelas inhallables de Steven Millhauser o cuentos de M. John Harrison. En la mesa más próxima a la puerta, casi pegada a la vereda, se encuentran los libros de Ediciones Alfonsina, enfocada en biografías y relatos sobre la historia de Villa Gesell.
—El que más se llevan es El viejo Gesell de Guille, de Saccomanno –dice Matilda, que trabaja en el turno tarde durante la temporada, con la idea fija de juntar plata para viajar por latinoamérica junto a su novio–. Literatura es lo que más hay en la librería, pero lo que menos se vende. La mayoría de los turistas piden libros de autoayuda y ese tipo de cosas livianas para leer en la playa.
—¿Compran libros de tu papá?
—De vez en cuando preguntan por las contratapas –dice rascándose la nariz, como si le molestara el piercing que le cuelga entre los dos orificios–. Y hace poco una señora me pidió un ejemplar de María Domecq. Fue rarísimo. Cuando le pasé el libro me preguntó si Forn vivía por acá. Me quedé dura. Sin pensarlo le dije “Vive conmigo, es mi papá” –Matilda se ríe y se tapa la cara con el mate que tiene en la mano–. La señora me miró de arriba abajo.
—Se habrá pensado que la estabas cargando.
—Puede ser. Pero no paró ahí. Después en la caja la siguió. Mientras firmaba la tarjeta, me dijo “¿Entonces María Domecq es tu abuela?”. Yo le dije que no, que nada que ver, que el libro era ficción, una novela.
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En la mesa ratona, una pila de libros, uno encima del otro, forman una estrella con puntas dispares. Vista desde arriba, en la superficie, sobresalen títulos de Carlos Monsiváis, Svetlana Alexiévic, Mercedes Güiraldes, Édouard Levé. Incluso figura un libro artesanal, hecho por un imprenta local, sobre las memorias de Federico Budde, el primer dueño de la casa que Forn está por comprar.
—Ese es mi mundo —dice Forn señalando la estrella—. Ese es el Gesell que tengo en mi cabeza.
El departamento está en silencio. Pese a la cercanía con el mar no se escucha el ir y venir del oleaje. Tampoco el ruido de los vecinos ni las ruedas de una camioneta o un cuatriciclo en las calles laterales.
—Me gusta así —dice Forn—, la casa muda, como si no hubiese nadie o estuviese llena de fantasmas. Cómo no me la voy a pasar leyendo. Hay veces que pienso que me vine acá sólo para leer. Ya ni música escucho.
La puerta del frente está abierta. El sol alto de marzo baja en vertical. Forn amaga a salir del departamento, pero se queda en el umbral, ocultándose de la luz clara. Luego, usando la mano de visera, mira el cielo sin nubes. Y, como el protagonista de “Nadar de noche”, al final del cuento, respira hondo, larga el aire, y entra en el sosiego definitivo de los últimos brillos del día.