Crónica

El crimen de Facundo Ferreira


Lo que duele, lo que quiebra, lo que espanta

Reconstruir la vida cotidiana de Facundo Ferreira, interrumpida por un balazo policial, es también hablar de las villas tucumanas, de su vitalidad y sus zonas grises, de drogas y patrulleros. En esta crónica de Exequiel Svetliza, las vidas de quienes lloran a un niño muerto y quienes lo mataron están atravesadas por décadas de tensiones y conflictos que cuando se salen de cause terminan siempre con pobres pidiendo Justicia.

El calor empuja a los vecinos de La Bombilla a sacar las sillas a la vereda. Ni los perros se quedan en las casas, bajo los techos de chapa, en el sopor de la siesta tucumana. Esa lógica se aplica también a la noche: es común que los changuitos anden por las calles del barrio y vuelvan tarde a sus casas a dormir. Mercedes, Rita y Romina; abuela, tía y madre de Facundo Ferreira, están sentadas bajo la escasa sombra del único árbol que hay en esa vereda, en la puerta de su casa. A las tres mujeres se les nota las horas de llanto. Romina no dice nada, apenas solloza. Es Rita la que toma la palabra y cuenta una vez más todo lo vivido la madrugada del jueves 8 de marzo: la negativa de los médicos de permitirles ver el cuerpo de Facundo, la sorna y los insultos que recibieron esa noche de los policías que custodiaban el hospital y de los que ahora pasan, cada tanto, por el frente de su casa en el patrullero, el inexplicable dolor que sintieron al ver la cabeza destrozada de ese hijo que criaron entre todas. Hay una serie de preguntas que ella se repite de manera obstinada: ¿Por qué les mintieron que Facundo había sufrido un accidente de tránsito? ¿Por qué no les dijeron en el hospital que ya estaba muerto? ¿Por qué lo llevaron al Hospital Padilla y no al Centro de Salud que está mucho más cerca del lugar donde fue herido? ¿Por qué en las fotos de su cuerpo tirado en la calle no aparece el arma que dicen que disparó?¿Por qué tenía, además del disparo en la nuca, impactos de balas de goma en los brazos y la huella de un borceguí en el rostro? Esas y muchas otras preguntas para las cuales, por ahora, no tienen respuestas.

“Son gatillo fácil. Los han encontrado más débiles a los chicos y les han disparado”, sentencia la abuela Mercedes y parece mucho más grande que sus 65 años: la piel morena ajada, el cabello encanecido, la voz cansina. Sin embargo, insiste en que va a recorrer toda la provincia, si es necesario, hasta conseguir justicia para su Facundo. Sabe que no va a ser fácil porque son pobres y a los pobres todo les cuesta mucho más. Sobre todo, la justicia.    

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Dos changuitos menudos con gorras de viseras anchas y ropa deportiva patean una naranja agria en el medio de la Avenida Sarmiento, frente al edificio de tribunales. Aprovechan que ahora, lunes al mediodía, la calle está cortada al tránsito de los vehículos. Indiferente al coro de bocinas que suena de fondo, el que viste una campera con el escudo del Atlético de Madrid la pone bajo la suela del pie izquierdo y luego del derecho. La naranja obedece como atraída por una propiedad magnética. El otro sigue sus movimientos y fracasa, una y otra vez, en su intento de arrebatársela. Tienen unos 12 años, la misma edad que tenía Facundo Ferreira, el niño tucumano que soñaba con ser como Lionel Messi, ganar dinero con el fútbol para salir de la pobreza y comprarle una casa grande a su familia, hasta que la madrugada del jueves 8 de marzo un policía lo mató de un disparo en la nuca.

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Detrás de ellos, Mercedes, la abuela de Facundo, descansa sentada sobre la platabanda y sostenida en el abrazo de una joven con una remera de la revista La Garganta Poderosa. Mercedes tiene la mirada perdida y el rostro petrificado en un gesto de angustia. No parece mirar a los dos changuitos que patean la naranja ni a los otros que han llegado caminando desde el barrio Juan XXIII, más conocido en la provincia como La Bombilla, con pancartas pidiendo “Ni un Facundo menos”. Algunos tienen remeras donde el niño aparece sonriendo con unas alas enormes de ángel que salen de su espalda.

Más allá, sobre la vereda de tribunales, Romina, la madre de Facundo, sostiene un cartel con la foto de su hijo en el centro de una ronda de periodistas con cámaras, grabadores y micrófonos. La mujer, con calza y campera de jogging, explica que su hijo no era un delincuente y no merecía morir de esa manera. Tiene los ojos hundidos en un rostro hinchado de lágrimas. A sus espaldas, una fila de policías custodia la entrada del edificio de donde entran y salen hombres de traje.

La naranja verde rueda por la calle y se parte al chocar contra el cordón de la vereda. Los changuitos ahora corretean por el carril vacío de la avenida. Ni apáticos ni ajenos al dolor, sólo son niños que juegan. Cuesta mucho, demasiado, imaginarlos como una amenaza para la sociedad.

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Alrededor de la una de la mañana del jueves 8 de marzo, Mercedes se despertó sobresaltada al comprobar que Facundo, el nieto que ha criado como uno más de sus diez hijos, no estaba a su lado en la cama que compartían todas las noches. “El negrito”, como ella solía llamarlo, se había escapado por la ventana del cuarto de la humilde casa. Después supo por los vecinos que había ido junto a Juan, un amigo del barrio dos años más grande, a las picadas de motos que se hacen clandestinamente en la zona del Parque 9 de Julio y que convocan a jóvenes y no tanto de todas partes de la ciudad, sobretodo, de los barrios populares. Facundo, como la mayoría de sus amigos de La Bombilla, soñaba con tener su propia moto. Mercedes le había prometido una cuando finalizara sus estudios y él parecía encaminado en su objetivo: había terminado la escuela primaria y en unos días iba a empezar la secundaria en una escuela técnica del barrio. Hasta tenía un par de zapatillas nuevas listas para estrenar el primer día de clases.

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Mercedes volvió a despertar sobresaltada. Esta vez eran las cuatro de la mañana y afuera alguien la llamaba a los gritos, con insistencia. Era su hija menor, Rita, con la noticia de que Facundo había sufrido un accidente de tránsito y estaba internado en el Hospital Padilla. Se cambió lo más rápido que pudo y salieron con la esperanza de que esa desgracia inesperada no sea nada grave. Cuando llegaron y pudieron acceder a la sala, encontraron al niño con la cabeza destrozada. Estaba conectado a zondas y aparatos. Los primeros diagnósticos que les dieron los médicos insistieron en que había tenido un accidente. Nadie les dijo que Facundo ya estaba muerto. Luego, los resultados de una tomografía demostraron que una bala calibre nueve milímetros le había entrado por la nuca y había salido por encima de una de sus cejas.

Acerca de lo que sucedió esa madrugada a las 1.30 en las inmediaciones del Parque 9 de Julio hay versiones contrapuestas. En la versión policial, dos policías motorizados del 911 intentaron interceptar a seis jóvenes que andaban en tres motos y que, ante la advertencia de los oficiales, escaparon en contramano por una avenida y comenzaron a dispararles. Para repeler el ataque, los policías usaron balas de goma hasta que se les agotaron las municiones. Después, habrían tirado con sus pistolas reglamentarias. Al llegar a una esquina de la zona conocida como El Bajo, Facundo y su amigo que manejaba la moto cayeron heridos. En la versión que le acercó a la familia Ferreira un remisero que estuvo en el lugar, los policías nunca dieron la voz de alto antes de disparar y Facundo fue ejecutado por la espalda a menos de un metro de distancia. En la declaración que brindó ante la fiscal Adriana Giannoni Juan, el niño de 14 años que manejaba la moto dijo que volvían de ver las picadas cuando quedaron en el medio de un tiroteo que tenía a los dos policías de un lado y a los que iban en las tres motos del otro. En cualquiera de esas bifurcaciones que puede seguir esta historia el final es siempre el mismo y repite la lógica perversa de otras tantas historias como las de Facundo: a la bala nueve milímetros la disparó la policía y la víctima es un niño de una villa.

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En su relato de los hechos, las fuerzas de seguridad intentan desmentir que se trató de un caso de gatillo fácil apelando a la criminalización de la víctima. Hay datos que contribuyen a construir el perfil de los menores como supuestos criminales: por un lado, la prueba para determinar si Juan y Facundo habían disparado armas de fuego dio positivo, según confirmó la fiscal el viernes 16 de marzo. Por otro, se supo que Juan tenía antecedentes delictivos y que había estado involucrado junto con otros jóvenes en el homicidio del policía Leandro Meyer, que murió al resistirse a un asalto en noviembre de 2016. Sin embargo, también hay datos que permiten invertir el peso de esa mirada inquisidora que tiende a posarse en la victima para dirigirla esta vez a la policía: la fiscal del caso logró determinar que Mauro Gabriel Díaz Cáceres, uno de los dos agentes que dispararon contra Facundo y su amigo, tiene causas por excesos en el uso de la fuerza cometidos en los menos de tres años que lleva dentro de la institución. La fiscal adelantó que la próxima semana quedará imputado, aunque todavía no se sabe por qué delito.

Desde un tiempo a esta parte, para un amplio sector de la sociedad tucumana la policía se ha convertido en una institución poco confiable. No sólo por antecedentes recientes de gatillo fácil, como el caso de Miguel Reyes Pérez, un joven de 25 años que recibió un disparo en pleno rostro durante la víspera de nochebuena de 2016 y murió días después; sino también porque aún está demasiado vivo el recuerdo de los dramáticos sucesos de 2013. La mañana del 9 de diciembre de ese año, un grupo de policías se acuarteló en la sede de la Subjefatura provincial para reclamar una mejora salarial. Los efectivos abandonaron las calles de los centros urbanos más poblados de la provincia, liberaron zonas y fomentaron saqueos. La población vivió dos días de pánico con barricadas y personas armadas en las calles; una crisis que dejó un número todavía incierto de muertos. Desde entonces, se ha generado un recelo latente con esas fuerzas que demostraron tener en sus manos tanto la protección como la desprotección de los tucumanos.

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Es posible que Mercedes todavía no supiera si su negrito aún seguía con vida cuando empezó a viralizarse la foto en que se lo ve tirado en el asfalto con la mano izquierda recogida en el pecho, junto a un charco de sangre. Una imagen que puede resultar acaso tan universalmente dolorosa e icónica como la de Alan Kurdi, el niño sirio ahogado tendido en la arena de una playa de Turquía. Sin embargo, este niño no era blanco ni a los ojos de todos inocente. Era morocho. Era villero. Era de La Bombilla. Los comentarios en su contra comenzaron a proliferar, indolentes, incluso antes de que la prensa pudiera dar algunas precisiones acerca de lo ocurrido esa madrugada. La muerte de un niño de doce años en manos de la policía era naturalizada, legitimada y hasta festejada. No sorprende. ¿Serán los mismos que hace unos meses votaron por Fuerza Republicana, el partido de derecha fundado por el represor Domingo Antonio Bussi, que continúa siendo la tercera fuerza política con alrededor de 150 mil votos obtenidos en octubre de 2017? ¿Serán los mismos que claman mano dura y todavía piden por la “doctrina del ‘Malevo’ Ferreyra”? Imposible saberlo. El racismo, el odio de clase, es transversal.

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En este contexto, la primera y hasta ahora única respuesta que ha surgido desde el Estado provincial es, en realidad, una pregunta: “Hay que preguntarse qué hace esta criatura de doce años fuera de la casa, dónde están los padres. Pero hay cuestiones de las que el Estado no se puede hacer responsable”, fueron las palabras que usó el Ministro de Seguridad Claudio Maley al intentar explicar lo que pasó con Facundo. La ausencia de autocrítica por parte de un Estado que a lo largo de décadas no ha sabido generar auténticas formas de inclusión para los jóvenes de los barrios más carenciados se traduce en esa doble victimización. Facundo ya era víctima de la condena social aún antes de que una bala terminara con su vida y las palabras del ministro vuelven a condenarlo una vez más ahora muerto.

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En Tucumán, decir “La Bombilla” ha sido desde siempre sinónimo de marginalidad. Durante mucho tiempo, el barrio Juan XXIII fue la villa por antonomasia porque era de las más antiguas que surgieron en pleno proceso de urbanización de la ciudad. Hoy, según el Relevamiento de Barrios Populares, existen 186 asentamietos en la provincia donde viven casi 150.000 personas. Mercedes Ferreira, abuela de Facundo, esa matrona de 65 años, pequeña y de apariencia frágil, tenía apenas cuatro años cuando sus padres se instalaron en el barrio. Por entonces, el Juan XXIII era un caserío de escasos ranchos precarios desparramados de forma arbitraria en un paisaje casi rural. Con el tiempo, las calles, algunas de ripio y otras de asfalto, fueron remplazando a los pasillos sinuosos y las casas humildes de ladrillos a las casillas de madera. La Bombilla ya no tiene la fisonomía clásica de un asentamiento: en la mayoría de los sectores hay servicios de agua, luz y gas y pasan por el barrio unas cinco líneas de colectivos. Sin embargo, ha conservado como una marca de origen el estigma que la volvió una villa tan renombrada. Lo sufren a diario quienes deben mentir sus domicilios para no ser discriminados a la hora de buscar trabajo y aquellos que no pueden llegar a su casa en un taxi porque los taxistas prefieren no meterse en esa zona que está apenas a unos quince minutos del centro de la ciudad, pero que consideran peligrosa.

La vida de los Ferreira no es distinta de la vida de muchos de sus vecinos del barrio, la mayoría de ellos changarines, vendedores ambulantes, cartoneros o empleadas domésticas; como en el caso de Mercedes, que hace 40 años se levanta a las siete de la mañana para realizar tareas de limpieza en casas ajenas. Desde que el niño tenía apenas unos días de vida, ella se hizo cargo de Facundo porque su madre, Romina, decidió viajar a la provincia de Santa Fe en busca de mejores posibilidades laborales. Facundo creció, fue a la escuela y jugó al fútbol en La Bombilla en el equipo Los Cebollitas, pero su ídolo no era el cebollita más famoso, sino Lionel Messi, en quien veía un modelo a seguir porque, solía decir, se había hecho desde abajo, como él. De la posibilidad de ese ascenso social quedó una foto: Facundo con la ropa del club Unión de Sunchales, donde había ido a probarse en el verano en las divisiones infantiles.

La villa también resulta un territorio bastante hostil para un niño. Como en gran parte de los barrios populares de la provincia, en La Bombilla la droga es parte de la cotidianeidad. Es altamente improbable que la policía no tenga todo o poco que ver con ese negocio. En muchos casos, se ha vuelto un negocio del que participan las familias completas, incluidos jóvenes y niños. La presencia de las fuerzas de seguridad es otra de las amenazas. Tal vez la principal. Los vecinos y la policía mantienen una enemistad íntima, ya que en el corazón del barrio funciona la dependencia del 911. Desde muy niños, aprenden a temerle a los policías y cuando son ya adolescentes esos miedos se vuelven un peligro concreto: los agentes suelen hostigarlos, detenerlos por contravenciones o inventarles causas. Hay casos en que les dan armas y los obligan a robar para ellos.

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En La Bombilla funcionan instituciones que intentan contener a los niños y jóvenes, como la Iglesia Niño Jesús de Praga, de la que depende el comedor infantil Padre Francisco Palau donde almuerzan a diario unos setenta niños del barrio y de las villas cercanas: El Sifón y El Chivero. Sin embargo, los fondos que llegan desde los programas nacionales apenas superan los 10 pesos por día para cada niño y los voluntarios de la iglesia tienen que ingeniárselas todos los días para conseguir el dinero que falta. También están la murga Los Tocafondo y las orquestas juveniles, programas que por ahora subsisten en competencia desigual con otras ofertas que transitan lo delictual.

Jorge Chia tiene 40 años y ha vivido la mayoría de ellos en La Bombilla. No sólo trabaja como voluntario en la parroquia, sino que es tutor de la escuela técnica Juan XXIII, la misma donde esperaban a Facundo el pasado viernes para su primer día de clase. Jorge tiene amigos, vecinos, compañeros de escuela que han muerto abatidos por la policía, otros que están ahora presos, algunos que padecen adicciones. Ha visto la misma historia repetirse de forma cíclica, una y otra vez, año a año. A pesar de su esfuerzo y el de tantos otros que trabajan en el barrio, se vuelve muy difícil sin el apoyo de una política de Estado. No alcanza con juntar un grupo de buenas voluntades. “El Estado se desentiende del problema y las instituciones hacen lo que pueden. La vulnerabilidad de los derechos en los barrios carenciados se genera porque hay abandono del Estado”. Según su visión, en barrios como La Bombilla, la sociedad de consumo introduce como un veneno su dinámica más siniestra: “Acá todos los jóvenes quieren ser ladrones. Ven a los chicos que roban con zapatillas Nike o Adidas, las mismas que ven por la tele o que usan los jugadores de fútbol, y a ellos sus padres sólo pueden comprarles, en el mejor de los casos, un par de zapatillas Flecha. La única forma que tienen esos chicos de acceder a ese tipo de bienes es a través de la delincuencia”.

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Los molinillos multicolores giran y las banderas de San Martín y de Atlético Tucumán flamean sobre las tumbas impulsados por la brisa leve de la tarde. Ese rincón colorido del Cementerio del Norte, reservado a los pobres, contrasta con la necrópolis de cemento gris, sobrepoblada de mausoleos, que se levanta al lado. Romina atraviesa el pasillo con su hija Aruna de seis meses en un brazo y una gran flor azul de plástico y un ramo de claveles blancos en la otra. Se detiene ahora en la tumba sin lápida de su hijo recién cubierta de césped. Acomoda la flor a sus pies con delicadeza mientras Aruna estira los brazos rechonchos queriendo alcanzarla. La mamadera rosa de la pequeña ha quedado a un costado de la tumba.

Mercedes se arrodilla y acaricia el césped de la tumba con ternura de madre. Se agacha un poco más y le habla a Facundo ahogada de llanto.

Detrás de ella hay una corona de flores ya marchita con un listón blanco que tiene la leyenda: “Tus amiguitos siempre te recordaremos con amor”.

Lo que duele, lo que quiebra, lo que espanta es el diminutivo.