Fotos: Itzel Plascencia López, Sergio Ortiz Borbolla y Gabriel Guerrero
A las 13.25 del 19 de Septiembre de 2017 la Ciudad de México cambió la piel. El aire, el aroma, el ritmo y la energía se transformaron. Un sismo de 7.1 grados comienza como un leve mareo. Los eternos segundos que corren desde que la Tierra se mueve tímida hasta que las entrañas de los edificios aúllan y el aire se llena de polvo y gritos se sienten como horas.
El primer movimiento genera miradas. Hay dudas. El tiempo comienza a correr en cámara lenta. De repente, una mano te agarra fuerte, te grita que hay que salir, que hay que bajar los dos pisos de escalera que te separan de la calle, donde la tierra tiembla pero las paredes están lejos.
Los escalones de la escalera se siente gelatina, la baranda lo menos estable. Dudás bajar, pero volvés a pensar en la calle. Hay que llegar hasta ella.
Afuera, los vecinos -con quienes dos horas antes haciendo un simulacro de lo que finalmente ocurrió. Los que hacía dos horas apenas prestaban atención a quien tenían a su lado ahora se abrazan, lloran, tiemblan junto a la tierra.
Las noticias, y los rumores, no tardan en esparcirse como lodo: “Se cayó un edificio a dos cuadras”, “se desmoronó una escuela en el sur de la ciudad”, “No fumen en las calles, hay fugas de gas”, “hay muertos, muchos muertos”.
Pero en la ciudad que sobrevivió un terremoto devastador hace exactamente 32 años, con un saldo de miles de muertos, el miedo y adrenalina abrieron paso a un fenómeno estremecedor.
“Cuando terminó de temblar, atiné a ir a mi casa y preparar comida. Sabía que iba a haber gente que la necesitaría,” dice Federico Mascarell Jiménez, un arquitecto de 31 años que vive en la Colonia Roma de la Ciudad de México, una de las más afectadas por el sismo.
Federico llegó al Huerto Roma, una suerte de espacio comunitario de uno de los barrios más hipsters de la ciudad, con una bolsa de sandwiches, pensando que habría gente que se acercaría al lugar. Eso fue hace tres días.
Solo vuelve a su casa, a unas pocas cuadras, a bañarse, recuperar energía y volver a descargar donaciones que no han parado de llegar de otros ciudadanos. Las llevan en autos y en bicicletas. También organiza las botellas de agua, preparar bolsas de provisiones y ayuda a quien llegue con necesidad de albergue.
En la primera noche del día en la que la ciudad tembló furiosa, se armó una mesa improvisada, dos chicas frente a una laptop sin cable, una pila de comida incombinable y una docena de lo que parecían estudiantes poco experimentados clasificando las veinte cajas de alimentos que habían llegado a las pocas horas de la tragedia.
Hacia las 3 de la mañana, en una zona se habían armado camas improvisadas para quienes se habían quedado sin hogar; en otra un comedor para víctimas, voluntarios y rescatistas; cerca una cocina con una docena de personas que hacían sándwiches. Los esperaban una tropa de ciclistas voluntarios listos para distribuir provisiones y agua.
Dicen que cuando una crisis de esta magnitud ataca a una ciudad, se genera una reacción colectiva. En México es como si el tiempo se hubiera detenido y una plaga de adrenalina hubiera descendido sobre las casi 20 millones de personas que aquí vivimos.
Las calles de la ciudad están empapeladas de cartulinas con anuncios de centros de acopio de donaciones, de disponibilidad de internet gratuita, ofertas de comida y alojamiento, de cuidado de mascotas, de apoyo psicológico o, simplemente, de un oído para conversar.
En cada rincón, hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales caminaban cargando cajas de comida, ofrecen agua, café. Vestidos de rescatistas improvisados con cascos y palas, saludando a desconocidos.
La tragedia nos hizo hermanos.
“Zona de guerra”. Al tercer día, cuando la cifra oficial de muertos había llegado a más de 270 en todo el país y la de edificios dañados a casi 50, México se había transformado en una “zona de guerra”.
Huerto Roma ya era una mini ciudad de carpas cuidadosamente señalizadas: “Cuidados médicos”; “Pañales”; “Agua”; “Cargadores”; “Comida preparada”; “Cuidado de mascotas”; “Despensa”. Las cadenas humanas que descargaban donaciones, que llegaban tan rápido como se iban, se armaban y desarmaban, parecían una obra de ballet.
Cada área, cada cadena, cada operación tienen a un responsable a cargo. Se dividen tareas, se comunican con radios que trajeron de sus casas. Establecen hashtags para compartir información con las otras cientos de miles de personas que trabajan en lo mismo. Tienen listas escritas en cuadernos y cajas para controlar qué reciben y a quién va. Es el caos organizado. Casi una democracia perfecta.
“La organización es muy orgánica. Alguien llega y se hace cargo de un área, porque tiene experiencia o porque tiene dotes de líder y está funcionando,” explica Gustavo Ugalde, un voluntario que estuvo ayudando en tareas en toda la ciudad.
En cada plaza se repite la misma fotografía.
En el parque España, en medio de la Colonia Condesa, una de las más caras de la ciudad, entre el barro que dejaron las poderosas lluvias de los últimos días, jóvenes organizan, con megáfonos, la descarga de agua, medicinas, ropa y herramientas. Acá no hay jefes pero, casi por milagro, cada uno sabe exactamente qué hacer, donde estar cuando.
La zona está casi completamente acordonada. Gruesas cintas de “peligro” envuelven algunos de los edificios más codiciados, los bares y restaurantes en los que hasta hace pocos días, las clases altas de la ciudad disfrutaban su dinero. En algunas zonas, la búsqueda de sobrevivientes continúa.
La policía camina en los alrededores de la zona y entre medio del parque, en los pasillos que se crearon naturalmente con los pasos de las decenas de voluntarios que llevan y traen, como hormigas, cajas y cajas de cosas.
Mientras en el Huerto Roma, decenas de voluntarios ayudan con lo que saben hacer, o aprender rápido lo que no saben, en la estación de policía de la esquina, una docena de oficiales conversan entre ellos, rifles en mano, caminan en círculo, cuidan una carpa de acopio que está, literalmente, vacía.
“Las autoridades no están”. El agotamiento que generan tres noches sin sueño, y con el temor de posibles réplicas, pueden resultar en incontrolable frustración. Cuando se multiplica eso por millones de personas que están haciendo la labor del gobierno, puede tornarse en ira.
Gloria Nada vive en Toluca, capital del Estado de México, a 60 kilómetros de la capital. Alarmada por las imágenes que veía en la televisión, decidió acercarse y ayudar con lo que pudiera.
“Las autoridades y los políticos deberían estar, en cada lugar, y no están. La gente es la que está resolviendo, los más humildes, cada uno con lo que puede,” explica esta amac de casa mientras arma sándwiches.
El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, así como los líderes de todos los principales partidos han hecho incontables discursos televisivos y de radio. Aseguraron que la ayuda a los damnificados es la prioridad máxima, que estaban invirtiendo fondos y personal para ayudar en las zonas más afectadas.
Pero en la calle, en los centros de acopio, no hay televisiones o radios. Lo que los voluntarios y rescatistas ven es la falta de presencia activa y útil del gobierno. Ven que los marines y policías que caminan en las zonas de acopio no sueltan una gota de sudor para levantar palas y baldes.
A la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional (PRI) -que duró desde 1929 con una pausa entre el 2000 y el 2012– el terremoto de 1985 y las denuncias de corrupción en su actuación le costó el control de la Ciudad de México, desde entonces a cargo de un partido de oposición.
Con la adrenalina todavía alta pero el agotamiento físico y mental, los voluntarios de Parque España conversan en el cuarto día de tareas mientras esperan, café caliente en mano, un camión que llevará dos toneladas de materiales y donaciones al pueblo de Jojutla, a dos horas de la ciudad, en el estado de Morelos, uno de los más afectados con al menos 71 muertos, 300 edificios colapsados y al menos 1.500 dañados.
La conversación rápidamente se torna espesa.
“Nadie confía en el gobierno mexicano”, dicen.
En las últimas horas han comenzado a correr rumores de que las autoridades del PRI quieren aprovechar la tragedia. Algunas organizaciones denunciaron que los militares llegan a los edificios más dañados con máquinas excavadoras, a pesar de que, se cree, todavía podrían haber sobrevivientes.
En algunas zonas de acopio, miembros de la administración federal intentan tomar control de la distribución de donaciones. Los voluntarios temen que, tal como se denunció en el ’85, la comida, ropa y agua nunca lleguen a quienes las necesitan –que se reparta por punteros locales del PRI como parte de la campaña electoral para los comicios del 2018.
“Escribimos ‘donación’ en todas las botellas de agua y paquetes de comida porque existe el miedo que los políticos de las roben,” dice uno de los voluntarios en Parque España.
En internet, han comenzado a circular videos denunciando que el gobierno no está permitiendo que camiones enviados por población civil llegue a las poblaciones más remotas con donaciones.
El terremoto mexicano dejó al descubierto un secreto gritado a mil voces. El pueblo fue capaz de responder a una emergencia de forma más efectiva y rápida que las propias autoridades.
La pregunta que los rescatistas y voluntarios se hacen, mientras toman su décima tasa de café del día es: ¿cuánto tiempo va a llevar para que el país se olvide de las víctimas y de sus necesidades a largo plazo?
¿Qué responderá el gobierno a los cuestionamientos sobre las pobres reglas edilicias que permiten que edificios precarios persistan en una ciudad de sismos, producto de oficiales de planeación e inspectores corruptos?
Con el inicio de las clases en pocos días, y la esperada merma en la cantidad de voluntarios en las calles, las respuestas a esas preguntas son casi tan aterradoras como el sacudón que hizo temblar a la mega ciudad.