La ministra de Cultura de la provincia de Santa Fe es una funcionaria atípica. En la sede principal del 24º Festival internacional de Poesía de Rosario, una sala del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa iluminada por unas luces azules que crean un clima onírico o de discoteca, la ministra habla con fervor, se exalta. Pasa de Alejandra Pizarnik a Lewis Carroll, de Pablo Neruda a Aldo Oliva –el poeta homenajeado en la edición de este año–, dice que la poesía es pública porque es común, que está en todos lados. Incluso, dar una vuelta por Rosario -una ciudad con nombre de mujer, dice- para ver el río, es un acto poético. Algunas de las cabezas que ocupan las sillas la escuchan con la inmovilidad de la atención, otras se distraen buscando perfiles conocidos en esa oscuridad azul. Es la presentación oficial del evento, y una cosa resuena entre las dichas por la ministra: “mantener un festival de poesía durante 25 años es algo inaudito”. Tiene razón.
Desde 1993, cientos de poetas locales y extranjeros pasaron por las sucesivas ediciones del encuentro –primero “latinoamericano”, luego “Internacional”; cientos de poetas contemplaron la pista blanda del Paraná, caminaron por la peatonal y repasaron sus poemas en piezas de hoteles. En esta edición, la cantidad de invitados y su procedencia no son un dato menor, por eso las cifras forman una especie de eslogan impreso en la primera página del programa: “40 poetas, 17 países, 1 ciudad”. Números que impresionan.
El festival de Rosario no es el único festival de poesía en Argentina, hay otros en Buenos Aires, Córdoba, Bahía Blanca, Mar del Plata, Mendoza y Jujuy. Tampoco fue el primero. Pero tiene una continuidad ininterrumpida y es el más grande, y eso lo vuelve una institución en el género. La proliferación de festivales, que desde hace algunos años investigan ciertos sociólogos, puede pensarse como consecuencia de políticas culturales implementadas en diferentes niveles, del surgimiento de nuevos circuitos y formas de promoción culturales y mercantiles, y del resultado de un conjunto de mutaciones específicas en la praxis de las artes, entre ellas la poesía. Cada uno de los festivales que existe hoy en Argentina –con sus denominaciones propias: “festival”, “encuentro de poetas”, “juntada”; “internacional”, “de poesía contemporánea”, “de poesía latinoamericana”– es un planeta de dimensiones propias, con su propia flora y su fauna. Algunos poetas pasan de un festival a otro, pero otros son como esas especies autóctonas que sólo florecen en sus lugares de origen.
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Al igual que todos los eventos culturales, el Festival Internacional de poesía de Rosario es un espacio de sociabilidad. Las personas asisten para escuchar a poetas que admiran, a poetas de los que escucharon hablar, iluminados por el aura de la modesta fama que da la poesía; o a poetas completamente desconocidos a los que escucharán con expectativa o sospecha. Pero al mismo tiempo, la gente asiste para encontrarse con otra gente. Si en algún momento del festival uno se asomaba a las ventanas de la sala de lectura, podía ver desde lo alto diálogos mudos por la distancia, bocas y manos de personas moviéndose en la entrada del CC Fontanarrosa. Personas que luego estarían sentadas y en silencio, dedicadas a la escucha. Esa contraposición entre el adentro y el afuera aparecía cada vez que se cruzaba la puerta de aquella sala.
Adentro, la voz del poeta de turno. En el espacio exterior, conversaciones simultáneas.
Para los invitados, el festival también es una instancia de socialización, un espacio que posibilita las relaciones con los otros. Algunos ya se conocen, y el festival es otro de los puntos de encuentro en su circuito de lecturas colectivas, presentaciones de libros y otras actividades. Pero aquellos que tienen un recorrido más o menos breve en ese mundo, llegan para el debut. Entre los poetas, como entre los humanos, podrá haber amistad, camaradería o directamente indiferencia. Eso se verá después de transcurrido un tramo del festival, cuando hayan compartido algo más que la programación, cuando se crucen en el desayuno, los almuerzos o las cenas, cuando coincidan en las cuadras que separan su hotel de los otros lugares de actividad. ¿Los poetas forman un gueto, como suele decirse? Tal vez, pero sí es cierto que en sus conversaciones se dan temas recurrentes: lecturas recomendables, hallazgos, libros malos, proyectos; y también anécdotas y chismes en los que siempre está involucrado, por lo menos, un poeta. Esto es algo de lo que no escapa ningún grupo de personas dedicadas a una misma actividad y reunidas en una cantidad considerable durante algunos días.
El encuentro entre los poetas sucede también a través de las discusiones que propone el mismo festival. En esta edición, tuvo importancia una mesa dedicada a las tradiciones nacionales de poesía, en la que participaron la puertorriqueña Mara Pastor, la española María Salgado y el chileno Enrique Winter. Fue un diálogo en el que cada uno abordó el tópico desde una óptica diferente, aunque surgieron coincidencias; entre ellas, la necesidad de esas redes que movilizan a los cuerpos que escriben y los sacan de los espacios nacionales: es decir, los mismos festivales. Algo que demostró el de Rosario, a través del alto cupo de poetas extranjeros. A Rosario llegaron invitados de países latinoamericanos como Bolivia, Chile, Uruguay, Colombia Venezuela, Cuba, México, Puerto Rico, entre otros, pero también de países de otras lenguas: la italiana Biancamaria Frabotta, la norteamericana Rae Armantrout, el brasileño Carlito Azevedo, la alemana Monika Rinck, el chino Shu Chong, el camerunés Alain Lawo-Sukan. La mayor parte de ellos leyó y habló a través de las voces de sus traductores ocasionales u oficiales –como la protocolar pero simpática traductora de Shu Chong, que reproducía en un castellano robótico todo lo que el poeta decía.
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El público era heterogéneo, aunque había una constante: gran parte de ellos eran poetas, entraban en ese círculo de roles intercambiables tan común en la poesía, no sólo porque no existe un público amplísimo, sino porque, lejos de ser una raza en extinción, los poetas abundan. Entre los espectadores había jóvenes, adultos y ancianos. Esa composición etaria fluctuaba un poco según horarios o mesas: el último día del festival, la poeta norteamericana Rae Armantrout fue aplaudida por veinteañeros, por hombres y mujeres de diferentes edades, pero también por algunas señoras mayores que aparecieron en la sala aprovechando su salida del sábado y ocuparon, lentas pero bien vestidas, las sillas libres. En la trasnoche del jueves, el poeta Rubén Reches leyó con melancolía un largo poema, “El teléfono de la casa paterna” que fue festejado por personas de todas las edades que llenaban al bar (“Reches la rompió”, le escuché decir a un joven editor al día siguiente). En las lecturas de la tarde, muchos poetas tenían, además, una pequeña hinchada propia, una cuota de público asegurado, constituido por sus lectores íntimos y sus afectos; personas que, una vez terminada la lectura, no van a durar demasiado en la sala porque su tarea ya está cumplida: no les interesa tanto la poesía, les interesa un poeta. Entre los oyentes desinteresados, quienes disfrutan de un poema y deben decir algo en voz alta o mirar instantáneamente a alguno de sus acompañantes para demostrar su aprobación. Uno de los efectos increíbles de un poema: la reacción corporal que provocan.
Es cierto que de la masa enorme de textos que se escucharon durante días, sólo algunos versos, pedazos de versos, o la impresión general de un poema va a persistir en los cerebros (como todavía persiste en el mío la huella de ese poema de Mara Pastor sobre los espejos retrovisores rotos de los autos, en los que la poeta ve su historia familiar y la historia de Puerto Rico. La poesía en continuado es un desafío a la atención; algunos lo soportan mejor que otros. Es imposible escuchar todo, por eso los asistentes seleccionan, arman su propio programa, entran a escuchar a los elegidos y aprovechan los aplausos entre uno y otro para escaparse de la sala y volver al mundo. La escucha intermitente es inevitable, además de sana.
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Un locutor los presenta, resume sus vidas, les da un protagonismo efímero. Algunos, incluso, esperan para entrar en escena, como si estuvieran en un estudio de televisión. Y después usan sus diez minutos para mostrar lo mejor que tienen dentro de la programación abigarrada. Los poetas más experimentados se ven tranquilos; los más jóvenes parecen a veces demasiado conscientes de que no están leyendo en un lugar cualquiera y de que no son escuchados sólo por lectores ocasionales. Para ellos, el festival puede ser definido como una instancia de consagración, aunque me gusta pensarlo como una especie de confirmación, uno de los sacramentos en la atea carrera de poeta. Para los ya confirmados estar ahí es un signo de su vigencia, y agradecen el haber sido invitados –algunos por segunda vez–; para los nuevos es un privilegio, como para esa poeta que antes de su lectura dijo que la invitación era un error, que todavía no podía creer el haber sido invitada.
Cuando un festival se construye desde la heterogeneidad, como este, tiene un efecto: exponer los posibles de la poesía. Cada uno de los poetas que subió a esa tarima expuso un modo de concebir la poesía. Yo lo habían hecho en la escritura, a través de la apuesta formal de sus propios poemas, que se unían o se alejaban de otros según la elección de opciones estéticas: poemas inflados de solemnidad sobre temas trascendentales, poemas sobre mínimas experiencias cotidianas; poemas con un vocabulario serio –“el secreto genital de la palabra viva”, dice un verso de la uruguaya Laura Coronel– y poemas en las antípodas de la formalidad –“agarrame la chota si no te gusta”, leyó el rosarino Santiago Yañez–; poemas que no se despegan nunca del yo y poemas que parecen escritos por alguna instancia no subjetiva; poemas cómicos y poemas graves, y los infaltables: poemas sobre la imposibilidad del poema, los más aburridos a esta altura de la historia de la poesía y de la humanidad.
Pero existe otro lugar donde esos posibles de la poesía aparecen también de manera evidente: en la puesta en voz, en la ejecución oral de los poemas, en la dicción. Hay una distancia considerable entre los poetas cuando se trata de leer un poema, y es algo que esta edición del festival volvió a dejar en claro. Ese hiato podría ser pensado como generacional: hay una distancia, por ejemplo, entre Jorge Aulicino (1949), que lee sus textos con una voz discreta, casi neutral, sin ningún tipo de artificio, y Tálata Rodríguez (1978), que recita con su pelo hacia el costado y la mano derecha en el aire marcando el ritmo, casi como si rapeara en slow motion. Ese contraste no tiene nada que ver con las generaciones, sino con marcas de estilo: hay poetas que simplemente leen, ubican su voz en algún punto dentro del amplio espectro de variaciones de tono, cadencia y ritmo, y existen otros para los que la poesía es una intervención performática; como María Salgado, que abrió su lectura con una voz automática que se repetía como la de una grabación, o como Carlito Azevedo, que en una de sus presentaciones leyó en un portugués vertiginoso, a la velocidad de la luz, casi sin respirar. Aunque nadie entendió ni un cuarto de su poema, todos aplaudimos con fervor, incluso la intendente de Rosario que había llegado hacía diez minutos para la bienvenida oficial y en su breve discurso había hablado de la belleza de “las poesías” que le recitaba su padre; aplaudimos porque lo importante era esa performance de la lengua (pero también, y aunque algunos lo nieguen, porque a esa performance la había hecho nada menos que Carlito Azevedo).
Esas lecturas contrapuestas se llevaron a cabo en los diferentes espacios del festival, que al igual que en años anteriores tuvo la ambición de llevar el género a otros ámbitos: los poetas leyeron en cárceles, escuelas o programas de radio. Esa es una de las principales ilusiones del festival: sacarla del gueto. Cada uno de estos espacios encuadró las lecturas, les dio otro alcance, aunque se tratara de los mismos mismos poetas. Al igual que en las últimas ediciones, hubo dos escenarios: la sala del Centro Cultural Fontanarrosa, emplazamiento oficial del festival, y las trasnoches en el bar, un ambiente más vivo pero menos cordial para la lectura en voz alta, donde los poetas leían frente a un público que en gran parte se repetía pero no era exactamente el mismo, y donde estaban obligados a imponer su voz sobre bullicio y hacer circular sus poemas entre mesas ocupadas por vasos con cerveza y platos con restos de comida. Luego de las lecturas de trasnoche se habilitaba el “micrófono abierto”, esa forma de democratizar la poesía pero, también, de marcar el límite entre lo programado y lo imprevisible.
Entre los diferentes espacios del festival, la feria de editoriales fue tan central como la sala de lectura. Una superficie ocupada por tablones sobre los que se exhibieron cientos de títulos del género, y el punto de encuentro más importante. La feria era un panorama, una muestra en miniatura de esa fracción del campo editorial en la que estaban representadas tanto las editoriales comerciales –cuyos títulos llegaron hasta ahí en los bolsos de pequeños “distribuidores” y vendedores de libros– como las más artesanales; desde minúsculos fanzines hasta volúmenes publicados por las editoriales universitarias. Un muestrario ecléctico de formatos y diseños, en el que aparecían las tapas contemporáneas de Zindo & Gafuri, las coloridas de Iván Rosado y las más sobrias de Del Dock, Hilos, Baltarassa o Bajo la Luna; los libros manufacturados de Fadel & Fadel, Barba de Abejas, Funesiana o Gigante –con sus portadas abstractas de colores planos–; y los títulos de un gran número de sellos como Danke, Neutrinos, Alción, Vox, Gog y Magog, Adriana Hidalgo, Corteza, Serapis, El ojo de mármol, Mansalva, Spiral Jetty, Ediciones en Danza, Club Hem, Editorial Municipal de Rosario, La Gota, Blatt & Ríos, Caballo Negro, Ediciones Arroyo, Eloísa Cartonera, El ombú bonsái o la novísima rosarina Abend, entre muchas otras.
Ya es casi un lugar común decir que si la poesía está viva es gracias a estas editoriales chicas que crean catálogos con una dedicación imparable. Formaciones sostenidas por los más diversos tipos editores –desde los más desinteresados hasta los inversionistas– que leen toneladas de poemas por año, que descubren poetas cada vez más jóvenes, por amor pero también con el afán de hacer de eso que aman un negocio posible. Para los editores de los poetas invitados al festival, la feria era una oportunidad de incrementar las ventas, por eso recibían con una sonrisa a las personas que venían con la intención de comprar a aquel a quien acababan de escuchar en el piso de arriba. Las ventas fueron un tema de conversación durante esta edición del festival: algunos editores se quejaban porque vendían poco, otros estaban conformes. En los últimos dos días, los disconformes aplaudían cada vez que vendían un libro; aplauso que los editores de otros puestos replicaban, pero muchos otros no: “los que aplauden son los editores hippies”, me explicó un editor amigo.
El domingo por la mañana la feria editorial se trasladó al final del boulevard Oroño. De nuevo las tablas –esta vez muchas menos– con libros expuestos al aire libre. Los que pasaban por ahí se acercaban a mirar. Alrededor, el parque estaba llenísimo de gente disfrutando del sol sobre el césped público. La mayoría seguramente ni se dio cuenta de que esa era la última intervención del festival en la ciudad, su despedida. Esa feria era como la poesía misma: algo que a veces se hace notar, pero que muchas otras pasa desapercibida, aunque sigue siempre ahí.