A las tres de la mañana, 40.000 personas levantan los brazos al cielo frente al escenario principal, el de Steve Angello, un DJ de origen griego que agita al público con su versión de Sweet Dreams de Eurythmics. Hay gente con anteojos de sol en plena oscuridad; saltan. Otros se mueven como medusas; hay parejas que se tocan a la vista de todos y grupos de amigos abrazados: chico, chica, otro chico, otro más, una chica en el medio del grupo a la que todos le acarician la cabeza. Ella tiene los ojos cerrados, pone la misma cara que debe poner antes de tener un orgasmo. No es la única: con la música, cuarenta mil personas entran en éxtasis.
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Estefanía Barrios tiene veintiún años y todavía no sabe qué va a estudiar. Hace dos meses que compró su entrada: 720 pesos que ahorró trabajando como camarera en un bar del sur del Conurbano. Gastó ese dinero pese a que los organizadores no revelaron el line up (la grilla) de DJ’s sino hasta dos semanas antes del gran día. A Estefanía no le importa quién toque. Quiere vivir su primera Creamfields. Antes de ponerse de novia había empezado a ir a boliches de electrónica: siente que le abrieron la cabeza, pero tiene miedo de las mafias detrás de la venta de droga, del “público zarpado” que pueda ir y de perderse entre tanta gente.
Alejarse del grupo de amigos es uno de los mayores miedos en una fiesta multitudinaria donde el consumo de drogas disminuye el sentido de la ubicación. Hay estrategias para evitarlo: globos de helio que sobresalen por tres metros por encima de las cabezas, con formas de delfín, avión, Kitty, el bicho verde de Monsters Inc. y otros personajes; elásticos que rodean a cuatro amigos; sogas que recuerdan a las excursiones de jardín de infantes. Los recaudos son necesarios: un minuto de distracción significaría deambular en soledad el resto de la noche por un espacio que ocupa el tamaño de cuarenta canchas de fútbol.
Hace un año que Estefanía sale con Mariano, que la llevó en el auto hasta la puerta del predio en Costanera Sur. “Pobre –dice Estefanía-. Tiene miedo de que le meta los cuernos. Cuando nos despedimos en la entrada me pidió por favor que me portara bien”. Desde que están juntos, ella nunca sale sin él. Esta vez lo convenció porque una amiga de Entre Ríos venía especialmente para la fiesta. Ella es de las primeras en llegar. Cinco de la tarde, el horario justo para escuchar al DJ Guille Quero en la carpa Cream Arena. El evento más esperado por los clubbers ocupa un campo rodeado por carpas donde caben varios miles de personas. El escenario principal está al aire libre. La 13ª edición de Creamfields viene con algunos cambios: los organizadores la mudaron desde el Autódromo de la Ciudad, donde se celebró desde el año 2006 (excepto en 2009, cuando se llevó a cabo en el Parque Roca, también en el sur de Buenos Aires), a su sede anterior en un predio que en los años setenta estaba destinado a ser la ciudad deportiva de Boca Juniors. Estefanía no conoce, ni le importa, la historia del lugar. “Hace meses que espero esto”, dice. Hoy va a tomar éxtasis por primera vez. “Mi novio ni sabe que trajimos. Si se entera me mata, pero yo nunca probé y no se puede estar en una fiesta como ésta sin tomar pasti”. Entre la entrada y los 120 pesos que pagó Estefanía por dos “pastis” de éxtasis, se le fue un tercio de su sueldo, la mitad de sus ahorros del último año. Su novio le reprochó que no dejara esa plata para irse a la costa en el verano. “No me la podía perder –dice Estefanía-. Ya sé cómo es estar en la playa tomando sol. Esto tiene que ser distinto a todo. Esto tiene que ser de otro planeta”.
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La más grande de las fiestas electrónicas del mundo nació en Liverpool, la tierra de los Beatles, en 1998. Los dueños del boliche Cream organizaron un evento al aire libre en la pista de un aeropuerto abandonado. El público acompañó la propuesta y, en pocos años, Creamfields se extendió a Europa y más allá. La primera edición fuera de Inglaterra se llevó a cabo en 2001 en el Hipódromo de San Isidro, de la mano del productor Martín Gontad, por entonces director de la radio Metro 95.1 y actualmente director artístico de la radio Delta 90.3, además de ser el dueño de varios locales bailables y de organizar otros festivales.
Argentina se derrumbaba, pero en el predio había 18.000 clubbers dispuestos a bailar durante horas. ¿Qué es un clubber? “Gente que dedica su vida a ir a los boliches”, dice el deejay (DJ) Berger Muzik, que no se perdió ni una sola de las Creamfields que se hicieron en la ciudad. Según la mitología urbana, en la primera época la fiesta congregaba a las clases altas y las pastis provocaban un viaje inolvidable. La música electrónica venía ganando espacios desde la década del noventa y Creamfields significó, quizás, la última gran celebración del neoliberalismo argentino. Antes, Charly García le había cantado al éxtasis después de un verano en Pinamar; el padre del blues local Pappo humillaba al disc jockey Deró en televisión, diciéndole a la figura de “La batalla de los DJ’s” que se buscara un empleo honesto; y el doctor Alfredo Miroli protagonizaba spots televisivos donde explicaba que la “droga del amor es la droga del papelón: Tenés ganas, y no tenés con qué”. La electrónica estaba asociada a las drogas y el sexo, generaba polémica entre sus devotos y los militantes de otro tipo de música. Para una movida que prescinde de la devoción por el alcohol, el cocktail era perfecto.
¿Quién iba a pensar que, en un campo abierto y de día, alguien iba a convocar a miles de jóvenes que no paran de bailar? Después de los años 90, la música electrónica se convirtió en una industria de carácter planetario que se expandió como un manchón de aceite por todas las metrópolis del mundo: Buenos Aires se puso al frente de esa movida. Fanáticos de Uruguay, Chile, Paraguay y Brasil bajaban de los aviones para tirarse de cabeza en la Creamfields, que rápidamente pasó de ser una moda a convertirse en un clásico. Cuando se vive como una celebración que se repite de modo regular, una fiesta se convierte en un rito que puede despertar una pasión irrefrenable. La fiesta crea identidad y forma una comunidad imaginaria donde se celebra compartir.
Lux V., 24 años, actriz y estudiante de periodismo, sabe que se trata de eso. De hecho, a ella nunca le dio miedo perder a su grupo de amigos. Todo lo contrario: se perdía a propósito para dar vueltas y conocer gente nueva. “En la noche crees que todos son tus amigos. Muchas veces te das cuenta de que no es tan así”, dice mientras hace la fila para entrar. Lux eligió llegar a las ocho y media. Desde un par de horas antes y hasta más de las doce de la noche, la zona de Puerto Madero, la calle España y todos los accesos al lugar están colapsados con autos y procesiones de clubbers. Los empleados de seguridad dirigen el ingreso: un viboreo de cuerpos y vallas que terminan en una entrada donde otros revisan entradas, bolsillos y mochilas. En la fila hay de todo, aunque los hombres son mayoría: abunda el público veinteañero, adolescentes que recién terminaron el secundario, gente con ropa de marca y pibes con gorrita; también hay varios mayoresde treinta y hasta alguna pareja que anda por los cincuenta años. Una vez adentro, Lux pasea por el campo verde e inmenso como si la hubieran arrojado al paraíso. Para ella, que se crió en los noventa añorando un Primer Mundo que nunca llegó, la libertad tiene forma de boliche. “Cuando vivía en Mar del Plata tenía una amiga más grande que siempre viajaba a Buenos Aires para ir a bailar. Escuchaba sus historias de escapes a fiestas y me volaba la cabeza. Pensar en subir sola a un micro para ir a una fiesta electrónica a Buenos Aires, tomar todo el alcohol que se me cantara… Era como ir a Disney”. Lux pasó la adolescencia yendo a restobares top de la calle Güemes. A los 18 años se mudó a Buenos Aires y, desde entonces, nunca dejó de ir a bailar. Se abría paso en la ciudad con trabajos que no le gustaban. “Lo único que me hacía feliz era la noche”, dice Lux. Para quienes viven atrapados en una rutina de insatisfacciones, el espacio de la fiesta se transforma en un lugar donde las normas se rompen. Sin ellas, sobreviene la sensación de libertad.
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Además de Inglaterra y Argentina, hubo ediciones de Creamfields en Chile, Brasil, Uruguay, Perú, Australia, España y otros siete países más. Por sus escenarios pasaron figuras internacionales como Chemical Brothers, Faithless, Basement Jaxx, Groove Armada, Underworld, Fatboy Slim, Hernán Cattáneo, John Digweed, Sasha, Paul Oakenfold, Satoshi Tomi y Paul Van Dyk. Las fiestas duran un día entero. El record de concurrencia lo tiene Buenos Aires, en 2010, cuando alrededor de 80.000 personas llegaron hasta el Autódromo Oscar Alfredo Gálvez para bailar y entregarse a los efectos del éxtasis. Entre 2001 y 2006 la sede de Creamfields ocupó sitios de élite: primero el hipódromo en San Isidro, después el Dique 1 en Puerto Madero; finalmente un predio más grande en la Costanera Sur. “El loco Javier” estuvo en las ediciones de 2005 y 2006. Cuando la fiesta se mudó al Autódromo de la Ciudad dejó de ir.
Para los clubbers de las viejas raves, la mudanza a un espacio a metros del conurbano significó un punto de quiebre. “Por un lado –dice-, se había llenado de gente que no era del ambiente. Eso mismo ya estaba pasando en general con la movida electrónica, y hacer la Creamfields en ese lugar lo empeoró. Me acuerdo de una vez que había ido a Big One, un boliche que nunca fue top pero que mantenía ciertas normas de comportamiento. Un pibe se me acercó y me dijo: ‘Eh, amigo… ¿Queré’ éxtasi? Yo nunca discriminé, pero en ese momento sentí que ya nada era lo mismo”. La masividad alejó a algunos viejos clubbers, pero amplió la oferta a un público que pronto fue visto con avidez por amplios sectores del mercado. Esta edición cuenta con el auspicio de la FM Delta, especializada en música electrónica; hay una carpa de la bebida energizante Speed, promotoras de Marlboro y banderas del diario Clarín, cuya edición online transmite el evento en directo. Al loco Javier, que tiene treinta y cinco años y trabaja como encargado de un hostel, la Creamfields nunca le gustó demasiado, pero quiso volver para recordar viejas épocas. “Siempre llueve y hace frío –dice-. Para algunos no hay Creamfields sin lluvia. Les gusta llenarse de barro y terminar con la remera empapada pegada al cuerpo”. La de 2004 había sido el evento más esperado de su juventud; pero cuando llegó hacía frío y no paraba de llover. Javier se recuerda bajo la lluvia, de mal humor, puteando a los organizadores. “Es que a mí el frío y la lluvia me bajan la pasti”, dice y muestra el sobrecito de nylon donde tiene guardadas dos pastillas azules del tamaño de una aspirineta. “Dos y nada más, porque ya estoy grande. Cuando era pendejo me clavaba cuatro y mezclaba con ketamina, merca y lo que me convidaran. Ahora me conformo con volver a sentir la mitad de lo que sentía en esa época. Solamente la mitad, ya sería un sueño”.
Ni a las empresas ni a los medios de comunicación parece molestarle la relación entre drogas y electrónica. El éxtasis no cuenta con el guiño cómplice que le hace una buena parte de la sociedad a la marihuana, pero tampoco es la droga de los pibes chorros que aterroriza al porteño promedio. ¿Representa Creamfields la gran fiesta del capitalismo global? Una celebración del consumo donde sus auspiciantes son las primeras marcas de la telefonía planetaria y las empresas de productos tecnológicos que hoy motorizan la vanguardia de la actividad económica. Si el mercado aparece más o menos disimulado en el ambiente del rock debido a su antigua moral transgresora y contracultural, en el ambiente de la electrónica se trata de un elemento central del espacio, haciendo las veces de marco y contención a todo lo que allí sucede. Creamfields no disimula nada: puede entenderse como la fiesta de la libertad total, pero dentro de un mundo donde gobierna el dinero. Por eso, tampoco, nadie parece preocuparse porque existan espacios VIP: famosa o no, cualquier persona puede entrar si paga los 1400 pesos que cuesta la entrada al sector. Los tickets VIP no están a la venta en la página oficial de la fiesta; igual que los estacionamientos a 320 pesos, sólo se consiguen a través de los relaciones públicas que las ofrecen en un selecto grupo de clubbers.
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Lux V. escucha electrónica desde que se levanta y hasta que se va a dormir. A veces se duerme con la página de la radio Delta abierta, horas ininterrumpidas de música electrónica “para expertos”. Conoce a toda la fauna de clubbers, incluyendo DJ’s, relacionistas públicos, productores de radio y famosos. En la adolescencia, sus compañeras decoraban sus cuartos con ositos de peluche o posters de Erreway, y ella con flyers de fiestas electrónicas. No se perdió ninguna de las últimas cuatro Creamfields. Lo que más le gusta de esta edición es que los organizadores abandonaron el Autódromo de la Ciudad. “Iban demasiados borrachos, villeros y gente que nada que ver”, dice, y espera que ese público no haya seguido a la fiesta hasta la sede actual. Es así: en esta edición el grueso del público parece de clase media y alta.+
En sus estudios sobre tribus urbanas, el francés Michel Maffessoli describe comunidades emocionales en las cuales tiene un gran sentido del sentimiento de pertenencia como valor principal. Para Lux, ese sentido de pertenencia se perdió cuando la Creamfields se hizo en el Autódromo: “Con mis amigos nos metíamos en una carpa y no nos movíamos de ahí”. Mientras camina ansiosa a la carpa Cream Arena, donde más tarde tocarán Sasha y Hernán Cattáneo, se acuerda de su primera experiencia con éxtasis: “Fue en Pachá, un sábado. Mis amigos me apodaron ‘preguntita’ porque yo quería saber todo: qué efecto hacía la pasti, cuánto tardaba en subir, si iba a tener resaca. Cada diez minutos me preguntaban si me sentía bien o si quería agua. En un momento me subió la pasti y no hablé más. ‘Mirá cómo se quedó callada preguntita, ¿eh? Ahora anda a sacarla de acá...”.
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Cae el sol y la brisa de la primavera viene cargada de olor a pasto y a río. Los sonidos se sienten adentro del cuerpo. Es temprano para una fiesta donde el grueso de la gente todavía está por ingresar, pero en la carpa Enter dedicada al Techno, Estefanía Barrios mueve los brazos y las caderas junto a sus amigas. El único problema es que tiene que interrumpir a cada rato para contestar los mensajes que le manda su novio. Quiere que él esté tranquilo. En la semana pelearon varias veces porque él escuchó que en las fiestas electrónicas pasa de todo. Qué te vas a poner, cuidado con los drogadictos, no hablés con ningún flaco. Estefanía estuvo a punto de no venir para que el novio no se enojara. La condición fue que él pudiera controlarla por celular. Un chico que la mira hace rato y baila al lado de ella le explica que en un rato las líneas van a colapsar y se va a quedar sin señal, que la idea de una fiesta electrónica es dejarse llevar por la música. Cero compromisos. Cero problemas. “Cabeza abierta”, dice mientras escucha las mezclas de Pan-Pot, un dúo de alemanas que hacen Techno y Techno House. El chico se hace llamar Linux y observa las reacciones del resto, el modo en que los sonidos de Tassilo Ippenberger y Thomas Benedix construyen el espacio donde unas dos mil personas sueñan que están volando. Linux nunca tomó ninguna droga. “A la gente le gusta cualquier cosa porque está drogada –dice-. Si venís sobrio tenés otra noción de los sonidos”.
Todavía hoy se discute si los DJ’s hacen música o si sólo aprietan botones. Que se haya instaurado un debate alrededor del status de la electrónica demuestra la importancia que adquirió. La discusión puede remontarse hasta mediados de los años 70`, cuando la música disco despertaba resquemores en los sectores más “puristas” del ambiente. Por aquella época la música bailable era tocada con instrumentos clásicos que usaba cualquier banda. Con el correr de los años, las máquinas hicieron su entrada adquiriendo cada vez más importancia. Grupos como Depeche Mode o Erasure se ubicaron en las antípodas de lo que debía hacerse para ser considerado parte del rock. La cultura rock siempre fue pensada como una actitud de enfrentamiento a los cánones establecidos de lo que es el mundo. Un ritmo bailable y divertido generaba desconfianza. A la cultura rock le costó procesar lo que estaba sucediendo. Cuando la electrónica mostró su gran capacidad de convocatoria, la polémica se hizo aún más radical, poniendo en cuestión si se trataba o no de un producto artístico. ¿La electrónica era música o no? DJ Paul, tocó en varias ediciones de Creamfields: dice que es sentir que se te pone la piel de gallina. “En el 2000, tuve la oportunidad de viajar a Inglaterra a conocer la Creamfields original que se realizaba en el viejo aeropuerto de Livepool, acompañando en ese momento a mi amigo Hernán Cattaneo que debutaba en semejante festival. Fue increíble. Al año siguiente, desembarcó en nuestro país. Participé 10 años seguidos en la pista principal. En la de 2001 era la primera vez que tocaba en un lugar al aire libre y ese día temprano se llovió todo y el festival empezó dos horas más tarde. Estábamos todos ayudando, hasta el mismísimo James Barton, dueño de Cream, a reacondicionar el piso de las carpas que estaba lleno de barro; tirábamos aserrín y arena para que desapareciera el agua. Mi horario para tocar era a las 17, pero como empezó más tarde me reprogramaron para la una de la mañana, en el escenario principal y tocando en simultáneo (“back2back”) con Facu Carri. A esa hora la fiesta estaba en su mejor momento. Para mí Creamfields fue el despegue. Compartir escenarios con artistas internacionales de gran talla es algo que no te lo sacás más de tu memoria. Estas jugando en primera”.
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Grupos de hombres musculosos sin remera, abrazados, en trance, en medio de la pista; una chica con peluca platinada baila con una sonrisa de animé japonés; una pareja que se besa como si los dos tuvieran pinceles en la boca. Ella se pone de espaldas y se aprieta contra él. Él le besa el cuello, le acaricia la silueta; ella se toca las piernas con las manos, subiendo de a poco, deja su mano apoyada entre las piernas. Al lado, el grupo de musculosos acaba de separarse. Uno de ellos saca un papel plegado del bolsillo, lo abre, sus amigos hunden los dedos en un polvo amarillento y aspiran. Es ketamina, un anestésico para animales que produce disociación. En segundos, cada uno de esos hombres va a sentirse convertido en dos. Uno, allá abajo, seguirá abrazado, la piel en contacto con los demás; el otro volará por el aire. Serán miles de personas multiplicadas por otras miles, todos parte de la misma ilusión.
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El MDMA (3,4-metilendioximetanfetamina), el nombre popular del éxtasis, es una droga cuyo principal efecto es producir empatía. También conocida como “pasti”, “rola”, “bicho” o "la droga del amor", fue sintetizada en 1912 por accidente en los laboratorios Merck de Darmstadt, Alemania. Sin embargo, recién en 1976 el químico Alexander Shulgin estudió sus efectos. Shulgin la usaba como acompañamiento en sesiones de psicoterapia. La Drug Enforcement Agency (DEA), le permitió montar un laboratorio propio para continuar con sus investigaciones. Del trabajo del químico estadounidense surgió una profusa bibliografía que incluye los libros PiHKAL y TiHKAL, dos verdaderos manuales sobre un amplio abanico de sustancias incluidas en la categoría de feniletilaminas, entre las que se encuentran el éxtasis. Cuando la DEA descubrió que estos libros se encontraban en las bibliotecas de los laboratorios clandestinos de drogas de Estados Unidos, Shulgin tuvo que pagar 25.000 dólares de multa. Además de empatía, el MDMA produce euforia, despierta el erotismo, exacerba el sentido del taco, disminuye la ansiedad y produce alucinaciones con los ojos cerrados. Muchos “ven” la misma fiesta que sucede cuando abren los ojos, y hasta tienen conversaciones con personas que sólo existen en su imaginación. “Cuando tomás éxtasis sentís que sos hermoso vos, que todo el mundo es hermoso, que entendés todo, que todo es posible y que la vida es siempre igual de perfecta” -dice el loco Javier-; “pero a mí no me dicen ‘loco’ por nada. Cuando termina el viaje, es como caer de un quinto piso contra el pavimento”.
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Son las dos de la mañana. Maceo Plex toca en la carpa Cream Arena de música tecno. Lux V. baila siguiendo el ritmo con la gracia que tendría un osito de peluche que acaba de descubrir que tiene vida. Cada uno baila como quiere. No se trata de hacer pasos, sino de dejar que la música atraviese la piel y recorra el cuerpo. Lux tiene puesta una galera, remera con estampado que dice “Parental Advisory, explicit content” y calzas doradas. Según ella, las camperas de cuero son un must. Hay dress codes que se repiten: mucha musculosa, zapatillas, jeans y remeras. Los anteojos de sol se usan para protegerse de las luces, para bailar sin sentirse observado y para esconder el nigstamo, el movimiento involuntario (y descontrolado) de los ojos por culpa del éxtasis. Varios ensayan disfraces: máscaras de Anonymous, flores en la cabeza, atuendos salidos de una película de Transformers. Creamfields funciona como una comunidad, pero también como un espectáculo donde cada uno expone su obra. En tiempos donde el arte es inmaterial, las formas de bailar, los looks, los accesorios e incluso las personalidades pueden entenderse como obras de arte dentro de un show donde todos son protagonistas. Con un vaporizador que saca de su cartera y con el que cada veinte o treinta minutos se perfuma ella y a sus amigos, Lux baila y nadie la molesta. Impecable, tiene un arsenal de accesorios para disfrutar la noche: chupetines, estrella luminosa colgada en el cuello, crema para bebé y un sobre con tres porros, un gramo de md y una pastilla. “En la Creamfields hay de todo: ninjas, villeros, gatos, borrachos, gente pasada; la clave está en dejar que la droga te teletransporte y te coloque blinkers (lo que se le pone a los caballos para mirar adelante); si no, te volvés loco de paranoia. Acá adentro soy una reina. Afuera hay que salir a trabajar para pagar el alquiler”.
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La relación entre el éxtasis y las fiestas electrónicas tiene sus antecedentes en las primeras raves neoyorkinas, en los años ’80, cuando el acid house hacía mover toda la noche a afroamericanos y blancos desclasados en busca de poner el cuerpo en un estado de éxtasis continuo. “Rave” significa “delirar” y eso se buscaba en aquellas fiestas que revolucionaron la manera de hacer música bailable. Del otro lado del mundo, los galpones londinenses, que se vendían a precio vil luego de la ola de privatizaciones y desmantelamiento del Estado de Bienestar por parte de Margaret Thatcher, sirvieron de escenario de la movida europea cuando, a mediados de los años noventa, empresarios de la música se asociaron con productores de discos y viejos DJ’s para hacer una música donde las máquinas reemplazaban a los clásicos instrumentos del rock. En Buenos Aires la movida también llegó en los noventa. Las raves se realizaban en lugares públicos pero exclusivos. La provisión de droga funcionaba igual: El éxtasis no se conseguía en cualquier lugar, había que conocer a la gente indicada. Cuando el verano del amor popularizó a Ibiza como la playa más libre y sensual de todas y consagró al éxtasis como la droga de la fiesta, Buenos Aires ya estaba lista para seguirle los pasos. Para mediados de la década, la pasti era accesible para cualquier persona. Hoy no se puede saber con exactitud cuál es el porcentaje, pero da la sensación de que casi todos están drogados en Creamfields. Lentes oscuros, mandíbula apretada, bailan saltando o entregándose a la música como si estuvieran siendo encantados por una serpiente, depende de cuántos beats (golpes) escuchen por segundo. No hay encares típicos de boliche, hay pocas conversaciones y nadie empieza una pelea, mucho menos por celos. Está permitido mirar a la pareja del otro e incluso mucho más: heterosexuales que prueban los labios de alguien de su mismo sexo, tríos de besos y caricias, parejas que se tocan. Un chico de un grupo vecino se besa con otro, y después con una rubia, y después con Estefanía, que en su primera Creamfields fue al baño con sus amigas, las perdió entre la multitud y sin preguntarse por qué, está bailando con otra gente. Ya no hay señal en los celulares. A Estefanía no le importa. El éxtasis derribó sus preocupaciones. Cada uno lleva su propia droga y la consume a la vista de todos. En la calle, una pasti sale entre 60 y 90 pesos, dependiendo de la calidad. Vienen de distintos colores y tienen un logo que las identifica: una mariposa, la “F” de Facebook, un corazón o el conejo de Playboy. La compra-venta de droga es tan frecuente en cualquier fiesta electrónica como exhibirla y compartirla delante de todo el mundo. Oleadas de olor a porro y popper. Chicos que aspiran de un papel con cocaína.
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A las cuatro menos cuarto de la madrugada, Estefanía Barrios vive un amor de fiesta electrónica: mientras dure el efecto del éxtasis y puede que durante algunos días más, estará enamorada como nunca volverá a estarlo de esa chica rubia, de pelo corto, con la cual se acaricia sin dejar de mirarla a los ojos. Nunca antes había besado a una mujer, pero acá las barreras de la sexualidad se derriban con sencillez. La electrónica fue desde sus inicios un refugio para una nueva manera de entender el sexo. A principios de los años noventa, Ave Porco y El Dorado surgieron como cunas porteñas del travestismo y la diversidad. Cuando Alaska, la reina gótica europea que había cantado “A quién le importa”, himno gay de los ‘80, se presentó en Ave Porco, parecía que el amor libre por fin bendecía a Buenos Aires. En 1989, el Love Parade de Berlín mostró que el mundo había recuperado algo esencial: la ideología de la pansexualidad había tomado la calle como un movimiento político firme en el cual las fiestas electrónicas masivas eran una estación de ese recorrido. Como una trama que implica varios mundos diferenciados pero conectados por un mismo fin, la libertad sexual, el goce del cuerpo y la mente desarrolló sus primeros pasos posmodernos en las fiestas y locales donde la electrónica funcionaba como el telón de fondo. Aunque a la mayoría de los que están en Creamfields parece no importarles la política, se comportan como militantes de esa ideología. El amor se reparte sin mirar a quién; cuenta vivir la experiencia de no estar atado a nadie. Así vive la experiencia Estefanía, con los ojos cerrados y la piel del cuerpo erizada.
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Fido nunca mezclaba: sólo tomaba éxtasis. Cuando iba a bailar electrónica tenía 26 o 27 años y era inmaduro. “Algunos tienen una vida encaminada a esa edad, yo no”. Fido compraba las entradas para la Creamfields en septiembre, apenas salían a la venta. “Me acuerdo de ir entrando al Autódromo y ver las luces, la gente, miradas cómplices como diciendo ‘¡cómo vamos a reventar!’... Una vez me puse a hablar con un tipo que tenía 40 años, que me dijo que iba solo pero que no se perdía la fiesta por nada del mundo”, dice con voz suave. A Fido le falta poco para cumplir 40 años. Hace cinco que no va a una Creamfields y hace dos que vive lejos de Buenos Aires, de donde escapó para completar un tratamiento de recuperación en adicciones. Fido tuvo que buscar ayuda psiquiátrica para sacarse el éxtasis de encima. Cuando por fin lo logró se enganchó con la cocaína. Fue el momento de dejar la ciudad. Repasa sus épocas de clubber y se da cuenta de que nunca disfrutó las Creamfields como tenía que ser. Pensaba más en reventar que en vivir el momento. “Y no podía controlarme –dice-. Sabía que al día siguiente me iba a arrepentir, pero siempre fui cabeza dura”.
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Creamfields tiene sus mitos y sus leyendas. La lluvia, el viento y el barro es una especie de karma que se repite casi todos los años. También en esta edición, con un pronóstico que anuncia tormenta y nubes que no quieren moverse de ese pedazo de cielo al sur de Buenos Aires. Algunas historias asustan. Como la del chico que se sentó a alucinar en un rincón y no se despertó más. Se dice que había mezclado éxtasis con porro, ketamina y popper; es decir, una anfetamina con una planta que relaja, un anestésico para caballos que disocia la mente y un vasodilatador que se usaba para limpiar cabezales de VHS. Mezclar es una costumbre extendida. El antídoto contra el fantasma de la muerte es el agua mineral, que baja las pulsaciones y la temperatura del cuerpo. Las barras distribuidas por el predio venderán miles de botellas a 30 pesos cada una para cuando amanezca. Otros preferirán alguna bebida energizante. No resulta raro, tampoco, que alguno se acerque transpirado, los ojos demasiado abiertos, para pedir prestado un trago de agua. Los desconocidos ofrecerán su agua con generosidad. Bailar con desconocidos, cada uno en su viaje pero al mismo tiempo en comunión con los demás; una soledad oculta detrás de una pátina de comunidad. “Nadie vuelve a ser el mismo después de una Creamfields”, dice el loco Javier. Sin embargo, para él todo es una ilusión: “escuchar una música que ningún ser humano podría tocar sin ayuda de las máquinas; bailar más horas de las que el cuerpo aguantaría si no fuera por la droga; experimentar sensaciones que nunca antes sentiste…”. Toda fiesta implica una ruptura con el continuo de la rutina, pero Creamfields lleva esa ruptura a niveles demasiado alejados de la realidad.
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“Una vez había tomado alcohol y me pegó tan mal que me agarró paranoia”, recuerda Fido. Contra una columna, mirando para todos lados, sentía que le estaban robando, que las mujeres le metían las manos en los bolsillos y le sacaban la plata. Fue la única vez que mezcló MDMA con alcohol. “Cuando volví a mi casa en el taxi sentía que me moría en el asiento. Ese domingo me lo pasé llorando. El problema con la pasti era ése: si tomaba alcohol la pasaba pésimo, pero aunque no tomara siempre venía el bajón. Cuando se terminaba el efecto del éxtasis era demasiado duro. El paraíso se convertía en un baldío con botellas de agua rotas y gente tirada contra los rincones”. La mezcla de MDMA y alcohol va directo al corazón: aumenta el ritmo cardíaco, puede generar inconsciencia y, muchas veces, quien consumió se ahoga en su propio vómito. A eso hay que agregarle el modo en que el cerebro procesa los estímulos “Yo tenía una vida de mierda de lunes a viernes –dice Fido-. No tenía pareja, mi trabajo no me gustaba, había pésimo trato con mi familia y no encontraba mi lugar en el mundo. Además siempre había tenido problemas para relacionarme con la gente. Cuando iba a bailar me sentía en la gloria; era otra persona. En ese momento trataba de que a todo el mundo le gustara la movida electrónica. Creía que era algo superior a lo que conocíamos y buscaba convencer a los demás para que vinieran. Ahora me doy cuenta de que esa gloria era pura ficción”.
Los DJ’s siguen tocando, pero ahora eligen ritmos más lentos. La cresta de la ola pasó hace rato. Lux se saca los anteojos de sol y respira profundo, mira el piso como si acabara de aterrizar. Ya no lleva puesta su galera, no sonríe, dice que le duele la cabeza. “Es por la presión en la mandíbula -explica-. Mañana va a ser peor: el dolor es tan fuerte que a veces ni podés masticar”. En las carpas hay cada vez menos gente. Un chico está sentado con la cabeza gacha; otros dos se acostaron a terminar el viaje al lado de él. “El problema es que es un paréntesis”, dice el loco Javier, que aunque tomó las dos pastis que había traído se da cuenta de que ya nada es como era antes. “Cuando estás en el medio de la movida te parece que va a ser para siempre –dice-. Después volvés y te das cuenta de que las drogas no te pegan como antes, la gente no te parece tan hermosa como te parecía, sentís que estás dando otra vez una materia que ya aprobaste. En un momento de la vida no le tenés miedo a nada: ni al futuro ni a la muerte ni al día después. Cuando empezás a tener miedo quiere decir que ya es tarde para vos. Por más que a tu alrededor estén viviendo la mejor fiesta del mundo, vos ya perdiste tu lugar”. La noche empieza a terminar cuando se escuchan cantar los primeros pájaros. Todavía no sale el sol, pero las nubes que finalmente no trajeron lluvia se tiñen del cobrizo del amanecer. Como si despertara de un sueño, Estefanía atraviesa la salida de la carpa y cruza el predio caminando rápido, entre cientos de cuerpos que se dirigen -algunos en silencio, otros todavía bailando y tarareando sonidos- al mismo lugar. Botellas de agua, papeles de chupetines y folletos de Marlboro se esparcen a lo largo del campo. A Estefanía le dura algo del mareo por el éxtasis, pero mucho más por lo que acaba de vivir. Son casi las seis de la mañana; conoció la libertad por más de doce horas, pero la fiesta terminó. Mira el celular; tiene señal. Su novio le avisa que está afuera. La espera para llevarla a casa.