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De todos los miedos que tuve antes de viajar, todas las fantasías trágicas que me atormentaron los últimos días antes de tomar mi vuelo hasta Berlín, ninguna incluía una pandemia mundial.
Llegué a Alemania el 19 de febrero, desde Buenos Aires vía Madrid. En Barajas me crucé a dos chicas con barbijos. Para ese momento, ya había algunos casos de coronavirus en España y otros pocos en Alemania, aunque ninguno en Berlín. Antes de mi viaje, mi novio hizo algunos chistes sobre el tema para asustar a mi mamá.
No puedo escribir un diario de cuarentena, porque acá (por lo menos todavía) no empezó: por ahora, pareciera que a Berlín le cuesta apagarse por completo. La semana pasada el gobierno decretó el cierre de las escuelas, los jardines y las universidades. También los museos, los cines, las bibliotecas, los pubs, los boliches y los burdeles. El lunes fueron un poco más lejos y ordenaron el cierre de todos los negocios que no sean de primera necesidad.
No hay, por ahora, restricciones para salir a la calle. Los lugares que venden comida al paso pueden seguir abiertos, los restaurantes solo hasta las 18 y con mesas separadas.
Pero acá ya todos hablan del encierro. Para contener la angustia, yo fantaseo con recorrer la ciudad fantasma en bicicleta.
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Estoy en Berlín con una beca del Programa Internacional de Periodistas (IJP). Somo seis latinos -una periodista cubana, una paraguaya, dos brasileños, un chileno y yo- que vinimos a pasar dos meses en una redacción alemana. A mi me asignaron el taz, un medio progresista, que se fundó en la década del 70 y en los 90 se convirtió en cooperativa. Es el mejor lugar al que me podrían haber mandado: una redacción grande, muy relajada, donde nadie controla si llego o me voy. Ideal para mí, que llevo 10 años laburando freelance y no podría soportar el ritmo habitual de una redacción de noticias.
Todas las mañanas, el equipo del taz se reúne en un salón enorme y vidriado a discutir la edición anterior y la del día siguiente. Cuando yo llegué al diario, el 2 de marzo, el corona era uno más de los temas que discutían. No es que entendiera todo lo que decían -mi alemán es intermedio, entiendo bastante aunque si hablan rápido y entre ellos puedo perderme muy rápido- pero cuando estaba en la neblina, tres palabras me hacían saber por dónde iba la conversación: Hanau (la ciudad cerca de Frankfurt donde el 20 de febrero un fundamentalista blanco mató a nueve personas en un bar), flüchtlinge / grenzen (refugiados / frontera) y corona.
Salvo por el rato en esas reuniones, durante mis primeros 20 días acá jamás pienso en el coronavirus. Tampoco me interesa demasiado como periodista. Yo, me digo haciéndome la superada, vine a Berlín a contar otras historias.
En Berlín no me quedo nunca en casa. Hace frío, sí, pero todo el tiempo tengo algo para hacer: una cena con amigas en un bolichito vietnamita cerca de la Alexanderplatz donde se puede comer un plato con cerveza por 7 euros, una obra de teatro en el Volksbühne (que fue el teatro más importante de la RDA), un barcito en Kottbusser Tor, una feria en Neukölln. Todos nombres que estoy aprendiendo a conocer (y pronunciar) en esta nueva vida cotidiana.
Pero desde que llegué acá, mi mamá, que está en Argentina, sí me habla todos los días del virus. Está preocupada. Bueno, me digo, así es mamá. Durante dos semanas le digo que exagera, que no sea paranoica, que hablemos de otra cosa.
El primer caso en Berlín se conoció el 1 de marzo. De golpe, tranquilizar a mi vieja se hizo más difícil. Un día antes, una persona con el virus había ido a bailar a un boliche de Schöneberg. Unos días después, todos los que estuvieron esa noche ahí se hicieron el test. Diecisiete dieron positivo.
“Emilia”, me dice mi mamá por WhatsApp, “¿hace falta que salgas tanto?”.
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El lunes 9 en el taz arman un comité de corona. El editor de la sección en la que yo hago mi pasantía se levanta de la reunión de sumario para participar de ese comité. Ese mismo día a la noche, mandan un mail a todos los periodistas del diario con medidas sanitarias, cambios en las reuniones, y una política de ausencias para personas que estuvieron en riesgo. Incluso tienen una nueva dirección de mail: antes del @, aparece la palabra “pandemie”.
Por primera vez pienso que capaz esto sí es serio.
El 10 me encuentro con un entrevistado en un bar. Estoy trabajando en una nota sobre proyectos para refugiados en Alemania y él es el coordinador. Nos saludamos con un apretón de manos y enseguida empezamos a charlar entre el alemán y el inglés. Después de pedir el café me doy cuenta: no me lavé las manos. Vengo del U Bahn, el subte, y no me lavé las manos. Creo que no toqué nada, ¿o sí? Levantarme en el medio de la entrevista me da vergüenza y la única vez que sale el tema “corona” en la charla, él hace un gesto de “qué pavada”. Cuando nos despedimos me voy al baño, pero no hay agua.
Desde ahí, voy a la redacción. Antes de llegar paso por un DM, la cadena de droguerías más grande de Alemania. El Farmacity de ellxs. No pensaba comprar alcohol en gel, pero por las dudas, si hay, no estaría mal. Aunque ya es tarde: en DM hay de todo -de todo- pero no quedan ni alcohol ni jabón.
Cuando llego al taz, mis compañeros están en una reunión. Como es en alemán y estoy algo cansada sigo de largo. Eli, una pasante alemana de 20 años se me acerca un rato después. Tiene puesto un jardinero de jean sobre un pulóver negro y dos rodetes. Eli vivió un año en Ecuador y habla un español súper dulce.
—¿Oíste algo de la reunión? —me pregunta.
Me cuenta que el diario decidió que todos los periodistas deberán trabajar desde casa, que solo irán a la redacción los que estén cerrando las ediciones. Eso, por supuesto, a mí me deja afuera.
Me quedo un rato más, y a las cuatro y media decido irme. Antes de salir, paso al baño a lavarme las manos. En el camino me cruzo a un señor que nunca había visto antes: está vestido con pantalón oscuro y buzo gris. Lleva un balde y un trapo en la mano y avanza por la redacción limpiando los picaportes.
Como en Buenos Aires, desde mañana tengo que volver a hacer home office, ahora en mi habitación de Neukölln. La maldición freelancer: crucé el océano para trabajar en una redacción y se desató una epidemia global.
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Los medios alemanes hablan de la “peor crisis sanitaria desde la posguerra”. A esta hora (miércoles 18 de marzo a las 13.40) hay 9926 infectados. El martes 10, eran 1296. Se suman casi 1000 casos por día.
La estrategia alemana parte de saber que evitar la propagación del virus es imposible. Lo dijo Merkel en una conferencia de prensa el miércoles 11: el virus está acá, tenemos que lidiar con él y aceptar que la mayoría de los alemanes lo va a contraer en algún momento. Antes de que esto explotara, una amiga me dijo “los alemanes se van a organizar para enfermarse en tandas”, y parece que tenía razón: el objetivo ahora es ganar tiempo, achatar la curva de transmisión para no saturar el sistema de salud.
Enfermarse, sí, pero ordenadamente.
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Pasaron 16 días del primer caso en Berlín y la ciudad todavía no se apagó. Muchos negocios están abiertos, el subterráneo y los trenes funcionan aunque es cierto que hay menos gente y nadie quiere apretar el botón que abre las puertas.
No sé cómo están reaccionando “los alemanes” al coronavirus. Por lo que veo en la calle, los berlineses están bastante guardados pero también tranquilos: no hay supermercados arrasados (lo que sí falta es papel higiénico y pasta) y conseguir alcohol en gel o desinfectante es casi imposible. La ciudad tiene unos 383 casos y cero muertos. En Renania del Norte la situación es bastante más grave: en esa región del oeste alemán (que contribuye con el 20% del PBI) se concentran un tercio de los casos y casi la mitad de las víctimas fatales.
Hasta el lunes pasado, entre mis amigos y colegas el corona no era una preocupación. Repaso ahora todas las cosas que hice que serían impensables hacer hoy, una semana después: el domingo fui a la marcha por el Día de la Mujer, el lunes cené con mis compañeros de beca y nos sentamos todos muy juntos en una mesa demasiado chica para 8 personas. Nos despedimos con unos golpes de pies, como bailarines de polka, pero ninguno pensaba que fuera realmente necesario.
El miércoles cené con un grupo de amigos argentinos en una pizzería ruidosa y llena de gente. Comimos pizza, tomamos vino y después nos fuimos a un bar donde, estoy segura, algunos compartimos vaso. Estuve a punto de subir una stori pero me dio culpa: esa noche por primera vez pensé que capaz no tendríamos que haber salido.
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Una de las periodistas de la beca es Marta, de Paraguay. Trabaja en uno de los diarios más importantes de Asunción, se dedica a finanzas y macroeconomía, nada que ver conmigo. Pero nos llevamos bien, le encanta tomar cerveza y comer en lugares típicos alemanes. Marta alquila una habitación en Friedenau, en el departamento de una pareja de alemanes de 50 años. Ella es maestra, él está retirado, y a Marta la tratan como a una hija (los suyos se fueron de casa hace un tiempo). El 21 de febrero, cuando llegó desde Asunción la recibieron con regalo de bienvenida: un frasquito de alcohol en aerosol.
Los “papas alemanes” de Marta empezaron a stockearse de comida en febrero, cuando acá no había casos y preocuparse por el coronavirus parecía algo de paranoicos. Ahora que en Berlín se suspendieron las clases, se fueron al campo a estar con el resto su familia. Marta dice que salieron con el auto cargado como para el apocalipsis.
Yo no tengo “mamá alemana”. Vivo con Almut, que me alquila una habitación en su departamento de Neukölln y se la pasa viajando por Alemania capacitando maestros y maestras. La preocupa su trabajo, sin clases es posible que todo lo que tenía planeado para marzo y abril se cancele. Almut confía en el sistema de salud alemán: acá nunca podría pasar lo que pasó en Italia, me dice parada en la puerta de mi habitación, descalza y con el pelo húmedo. Después, se va por una semana a un retiro espiritual y me deja la casa sola.
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El jueves 12 almuerzo con Marta. Ella quiere ir a la isla de los museos a la tarde, tiene miedo de que los cierren y quedarse sin verlos. Yo le digo que no creo que los cierren, que mejor vamos otro día porque ya es medio tarde.
La llevo al restaurant vietnamita. De día parece otro lugar: ya no un bolichito sino un restaurant de microcentro. En la mesa de al lado conversan dos chicas españolas, una vive en Berlín hace tiempo, la otra recién llega. Hablan sobre el corona, sobre lo que está pasando en Italia y en España. La berlinesa tiene pasajes para visitar a su mamá la semana que viene.
—Yo no pienso quedarme adentro—dice súper decidida.
Su amiga la mira extrañada. Se acomoda en la silla, sonríe mientras la berlinesa sorbe su sopa y apenas se anima a contradecirla:
—No sé, tía, dicen que es muy contagioso.
Marta tenía razón: ahora los museos están cerrados.
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A mi me cae la ficha el sábado a la noche. Estoy cenando en la casa de unas amigas alemanas de una amiga argentina. Alguien consiguió discos de empanadas y nos juntamos a prepararlas. Es una casa grande, no somos muchos, menos de diez. Una de las chicas -otra alemana de perfecto español- dice que capaz esta es la “última cena antes del encierro” y me descoloca. ¿Cómo? ¿El encierro? ¿Acá también? ¡Pero si acabo de llegar! Quiero ir al baño a llorar un poco: querría decir que por el mundo, pero la verdad es que es por mí.
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En el vuelo desde Buenos Aires mi butaca era la 34 J. Cuando me senté, en el asiento de al lado una mujer rubia abrazaba una almohada de viaje. La saludé y haciéndome la disimulada mandé un último whatsapp antes de entrar en modo avión:
—No sabés—le escribí a mi mamá ese 18 de febrero− una ridícula al lado mío tiene barbijo.
Foto de portada micharl_foto
Fotos del interior: Emilia Erbetta