Fotos: Ale Alaniz. Minero.
En el Río Turbio de mi infancia ninguna soñaba con ser minera, ni jefa de la empresa. Podíamos llegar a soñar con la corona de la reina del carbón, el cetro y el bolsón de regalos con moños enormes: algunas órdenes de compra en las tiendas locales, una cena en el restaurante del pueblo, algún electrodoméstico, una noche en el mejor hotel de la zona. Si el atributo de la belleza no te alcanzaba para el premio mayor, podías apostar a la gracia, sonreír mucho y llevarte el título de Miss Simpatía. La corona era un poco más discreta y el bolsón de regalos bastante más modesto, pero algo es algo.
Hace ocho años una hendija de la madre tierra permitió el comienzo de un temblor que puso en crisis toda la estructura, no la de la mina carbonífera, sino del patriarcado. Carla Rodríguez se convirtió en la primera mujer trans que se presentó para un puesto en la mina y lo consiguió.
Jamás soñamos con eso un 4 de diciembre, el día de la patrona de los mineros. En el recuerdo de mi infancia el pueblo se despertaba de un sobresalto: el sonido de las bombas de estruendo. Los mineros iniciaban su procesión con la virgen de Santa Bárbara y las mujeres teníamos permitido ingresar en el interior de la mina de carbón.
Ese único día estábamos protegidas bajo el manto de la virgen y no éramos capaces de provocar un derrumbe. Gracias a la patrona de los mineros la tierra no temblaba ante nuestra presencia.
Ese día Río Turbio estaba de fiesta y celebraba con un asado comunitario, un picnic popular donde los jefes de la empresa se mezclaban con los obreros del carbón. El olor a humo y a asado embriagaba el pueblo que desde temprano comenzaba su caminata hacia el bosque de lengas.
Durante todo el año pensábamos qué nos íbamos a poner para la gran noche de gala: baile y elección de la reina. Las peluqueras no daban abasto, el gimnasio municipal se llenaba de lentejuelas y de olor a ese spray que sujetaba el brushing de las señoras. Perfumes que nunca olíamos durante el año. Todo el brillo junto en una sola noche. El patio del club deportivo se montaba por completo. Letras de papel plateado, guirnaldas, los aros de básquet forrados de dorado como si fueran bijouterie. El simulacro tenía algo de hechizo, de carnaval, de fiesta drag. El pueblo se permitía cierto desborde aunque sea esa noche. Las chicas más lindas competían por el trono. Como las calles del pueblo eran de ripio y las veredas de barro nunca usábamos tacos altos, y eso complicaba el desfile. Las chicas practicaban varias semanas para no hacer papelones en la pasarela improvisada entre flores de papel crepe y lucecitas de colores. Esa noche se maquillaban como nunca. La que era lacia, aparecía con rulos; la de rulos, se sometía a la planchita. Desfilaban en traje de baño, blancas, con la piel de gallina por el frío, bracito en jarra y purpurina.
Ser la Reina del Carbón no era un detalle. Las adolescentes desfilaban nerviosas pero ilusionadas: los regalos para la reina siempre eran el motín más deseado. Cuentan que una vez la soberana ganó un viaje a Japón. Fue Mónica, mi maestra de segundo grado. Quedó en la historia como la “reina que se fue a Japón”. Mónica tenía dieciséis o diecisiete años y se llevó el premio mayor: viajó desde Río Gallegos a Japón en el barco carbonero que cruzaba el océano llevando la explotación minera de nuestro yacimiento. Ese fue el mayor lujo al que pudo aspirar una de nuestras reinas.
Esa noche las mujeres del pueblo éramos protagonistas, pero al otro día se terminaba el hechizo y volvíamos a ser lo que éramos: una amenaza de derrumbe. La superstición dice que la madre tierra se pone furiosa de los celos si una mujer entra en la mina, y el estallido de la tierra siempre es fatal. El mito popular fue construido sobre los cimientos de la figura de la tercera en discordia. La mina es una mujer que se abre para recibir a los varones: ellos la excavan, la perforan y la saquean. Pero si otra mujer aparece en escena podría provocar el peor desenlace. Sin leyes laborales que avalen la teoría, esta restricción se mantuvo como un blindaje. Las mujeres jamás pudimos postularnos para puestos de trabajo en el interior de la mina, esos puestos siempre fueron los más codiciados ya que el salario es mayor que el de las tareas de superficie.
Hasta que llegó Carla Rodríguez.
Tenía veinte años cuando se presentó a una convocatoria para trabajos en la empresa YCRT (yacimientos carboníferos de Río Turbio). Ella ya había hecho su transición. Carlita ya había pasado por muchas de las batallas que pasa una infancia trans y una adolescencia trans, sobre todo en un pueblo del interior donde estos casos no pasan desapercibidos. Dejó el colegio cuando ya no pudo soportar más violencia y en su cuerpo ya no cabían las heridas. La echaron de su hogar una y otra vez. Limpió casas, trabajó en una peluquería. Entrar en la empresa podía ser el pasaporte hacia una mejor calidad de vida, o mejor dicho, la oportunidad que le salvaría la vida. Porque si hay algo que puede cambiarle el destino a una mujer trans es tener un trabajo en blanco, cargas sociales y jubilación.
Carlita llevaba el DNI con nombre masculino cuando se presentó en la empresa. Ató su pelo largo y negro en un rodete, se puso una bombacha de campo y fue a cara lavada. Así se sumó a la fila de aspirantes, todos varones. Un empleado de la empresa empezó a separarlos en dos categorías: interior y superficie. Y a Carlita le tocó interior. Como una falla en la matrix o como el acto más grande de justicia poética. Carlita fue seleccionada para capacitarse y conseguir un puesto en el interior de la mina. Y allí fue, con su deseo, su fortaleza, su piel curtida y sus estrategias para esquivar ataques y burlas. Claudia Rodríguez, la poeta chilena, dice que ser travesti es ser valiente. Carlita se puso el casco de minera y cargó con su arma más letal: la memoria. Esa memoria de la intimidad secreta de los varones que las travestis atesoran. Siempre obligadas a callar, a hacerse invisibles de día, pero estar dispuesta a todo por las noches.
- Si yo hablo te arruino la familia a vos, a vos y a vos también – les dijo Carlita a sus compañeros.
Ese pacto de silencio fue su escudo frente a los primeros adversarios. Poco a poco los compañeros la integraron, la ayudaron, le enseñaron los trucos del trabajo y hasta la cuidaron. Carlita se convirtió en la mujer infiltrada, la mujer que demostraba cada día, o cada noche - porque bajo tierra siempre es de noche- que ese trabajo le pertenecía. La oscuridad de la caverna de pronto se llenaba de luz. Para Carlita cada jornada de trabajo era un abrazo y una revolución.
Carlita aprendió el oficio, se enamoró de esta nueva forma de la noche. Como una superheroína se enfundaba en su mameluco, se abrochaba las protecciones, se calzaba el casco y encendía su linterna. Pero la victoria no era completa: Carlita firmaba un recibo de sueldo bajo un nombre que no la representaba. En los papeles Carlita era varón y ella se había resignado a convivir con esa burocracia absurda. Carlita temía que ejercer su derecho a la identidad de género le costara su trabajo. Tuvo compañeros como Diego Sebastián Velarde y Regina Inojosa que la ayudaron y la asesoraron. Carlita entendió que luchar por tener su nombre en su DNI era un gesto político y necesario. Ella tenía la misión de hacer de su logro una victoria compartida. Y así Carlita logró estampar su nombre completo en sus documentos: Carla Antonella Rodríguez. Pero con su identidad femenina llegó el traslado a superficie.
- Si sos mujer no podés hacer este trabajo.
Después de años de ejercicio le asignaron el trabajo administrativo pero no podían cambiar su categoría, su carga horaria, ni su salario. El castigo por llevar nombre femenino era someterla a las tareas de oficina, vestirse de secretaria, ordenar papeles, poner sellos. Carlita estaba triste. Ella amaba su trabajo en la cueva, era una heroína subterránea.
Sus compañeros la extrañaban y se organizaron para pedir que volviera. Ellos eran testigos de su potencia, de su capacidad. Carlita era buena trabajando, y el carbón no anda pidiendo credenciales ni inspecciona genitales.
Después de meses de lucha, Carlita recuperó su puesto. Ningún gerente quería hacerse responsable de semejante acto discriminatorio. No había hombre dispuesto a imprimir su firma en un memorándum que dejara sin trabajo a esta mujer. En ningún lado dice que las mujeres tienen prohibido el acceso a los trabajos en interior de mina, y como lo que no está prohibido está permitido, Carlita volvió con la luz de su casco más luminosa que nunca.
Hoy lleva ocho años como minera, la primera de Río Turbio. Carlita entró sin necesitar el manto protector de la virgen de Santa Bárbara. A Carlita la protegen el manto de Lohana Berkins, de Diana Sacayán, de nuestra Marcela Chocobar (asesinada en Río Gallegos y de la que sólo apareció su cráneo y una bota bucanera blanca), de todas las travestis que murieron luchando por el cupo laboral, por la ley de identidad de género, reclamando justicia a gritos frente a cada crimen de odio. Esas deidades poderosas, mariposas invencibles. La memoria trans sudaca puede hacer que la tierra tiemble. Carlita fue la elegida para mezclarse con el barro, el carbón y la piedra. Carlita bajó a las profundidades y, como experta guerrera de la oscuridad, sabe que el carbón no brilla, arde. Así la tierra no se enfureció de celos, detonó el derrumbe más potente: se cargó de la furia travesti y se desgarró pariendo una nueva vida para todas las mujeres de mi pueblo.
Cuando una leyenda popular se vuelve argumento en contra de nuestra libertad, cuando la superstición nos niega puestos de trabajo, lo mínimo que nos queda es sospechar. A las mujeres ningún derecho se nos dio naturalmente, menos a las travestis. Carlita quebró prejuicios y derribó la valla que prohibía el ingreso. Fue ella la que cambió el brillo de la corona de strass por la lámpara de su casco y reescribió la historia de mi pueblo.
Carlita es la verdadera soberana de mineros y mineras, ella será para siempre nuestra única reina del carbón.