La vida de Néstor Mendoza cambió un transpirado mediodía de enero de 2009, cuando alguien tiró un sobre por debajo de la puerta de su casa. Lo citaban con carácter de urgencia al Banco de Sangre Bouzón. En esa época del año en Santiago del Estero todo cierra a las doce y media y vuelve a abrir, con suerte, a las seis. Llamó por teléfono, pero solo para que le agrandaran el misterio.
—No podemos decirle nada, venga personalmente a la tarde.
En Santiago, la tarde es lo que viene después de la larga y calurosa siesta, que Néstor no durmió. Las cuatro horas que pasaron hasta que le abrieron la puerta del laboratorio lo atormentó una sola palabra: Sida. Dos meses antes, Néstor había ido al banco a donar sangre para un viejo amigo que estaba internado con un grave cuadro de leucemia. Pensó que él no era promiscuo, pero que había escuchado de casos de contagios raros, que hasta en el dentista te podía pasar. Cuando el médico le dijo “Chagas”, se desconcertó. A sus 39 años, sin más explicaciones, su cuerpo se volvía un territorio extraño. Después de un instante de mareo, se acordó de la Colonia San Juan.
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El 15 de agosto de 1972, después de tomar la cárcel, Pedro Cazes Camarero salió hasta la entrada del Penal de Rawson. Se quedó ahí aguantando, mientras algunos de sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) escapaban en los autos que lograban detener en la calle. Fue uno de los más de cien presos que no lograron conseguir vehículos para completar la fuga. Uno de los cuatro que negoció la entrega de la cárcel con el Ejército, mientras que otros cinco lograban volar a Chile, y diecinueve serían fusilados en Trelew.
Cuando salió de la cárcel, Cazes Camarero viajó a Nicaragua. Además de haber sido uno de los fundadores del ERP, era un reconocido docente y farmacéutico. En plena revolución sandinista, consiguió un millón de dólares de una fundación alemana para crear un laboratorio de remedios, pero, esquivando los pormenores, dice que le usaron la plata para otra cosa. Al poco tiempo dejó el país centroamericano, “espantado por la deriva burocrática”. Se fue a la Libia de Khadaffi, por un proyecto del que tampoco revela detalles. Allí, su estadía también duró poco. “Más que nada por la brecha cultural y por cómo trataban a las mujeres”.
Cayó de vuelta en su Buenos Aires natal, en pleno brote de la Argentina menemista. Se refugió en la Facultad de Medicina de la UBA, donde se dedicó a dar clases y a investigar sobre el uso de plantas medicinales de los pueblos originarios.
Después de 15 años de haber regresado, trabajaba como jefe de laboratorio en el Hospital Gandulfo de Lomas de Zamora. Tenía 61 años y era un experto en lugares inhóspitos. Un poco por eso y un poco por lo otro, en 2006 hizo la expedición a Pampa del Indio, en Chaco. Fue allí donde el Chagas le cambió la vida.
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El Chagas está en todo el país. No es un mal sino una enfermedad como tantas otras y se calcula, aunque las estadísticas no son precisas, que podría haber entre 1,6 y dos millones de infectados. Si bien la mayor área endémica se ubica en el Noroeste y el Centro, hay contagio por picadura de vinchuca en 20 provincias: Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego son las únicas excepciones. Según informes del Ministerio de Salud Nacional, las acciones de control se extienden a todo el territorio, ya que por movimientos migratorios (alguien que viaja a trabajar a Chaco, uno que visita a su familia en Santiago del Estero, una madre que amamanta a su hijo en un micro que atraviesa la Patagonia), en las provincias donde no hay vinchucas el contagio se da de madres a hijos y por transfusiones de sangre. En los últimos quince años, dicen, el perfil epidemiológico de la enfermedad se ha modificado: la transmisión congénita es la vía que genera mayor número de nuevos casos. Hay que diagnosticar rápido. Así, para tratar de acelerar el tiempo de espera hasta saber si uno tiene la enfermedad, un equipo del Instituto de Investigaciones Biotecnológicas (IIB) de la Universidad de San Martín (UNSAM) junto a médicos del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez analizaron pacientes infectados para rastrear las proteínas del parásito que son reconocidos por sus anticuerpos. “Usamos una novedosa tecnología de microchips de péptidos de alta densidad”, comenta el doctor Juan Mucci y explica que estos avances permitirán desarrollar métodos de diagnóstico rápidos como tiras reactivas (una especie de Evatest) o elementos que permitan incluirlos en la plataforma de diagnóstico Nanopoc. “Los dos sistemas necesitan muy poca cantidad de sangre o plasma para detectar la enfermedad y serán muy útiles para el trabajo en zonas endémicas de difícil acceso”, dice.
Tanto el diagnóstico como la medicación corre por cuenta del Estado: son gratuitos para los pacientes. Hoy, último viernes de agosto, en el día nacional por una Argentina sin Chagas se intenta desnaturalizar la enfermedad, romper el silencio que en los ranchos las vinchucas quiebran sobre la paja.
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Pasaron treinta años hasta que Néstor Mendoza supo lo que su madre le había ocultado. Finalmente, Teresa Salto le confesó que en aquel verano de 1973, en aquella dependencia de peones de una casa prestada, una piecita hecha de troncos y paja, su madre había escuchado algo moviéndose en la oscuridad. Habían llegado de Suncho Corral a Colonia San Juan porque ella tenía que tomar un cargo como maestra en la Escuela 471, y pasaron la primera noche bajo un techo prestado. Durante mucho tiempo, Teresa Salto no dijo que Néstor se despertó con fiebre, llorando, el ojo deformado en medio de la morada y espesa noche del campo santiagueño. Durante años Néstor Mendoza olvidó la escena en la que el dueño de casa entraba rápidamente a la habitación, sacaba el catre al patio, daba vuelta el colchón y lo rociaba con gamexane. Quizás negándolas, dejó de pensar en las decenas de vinchucas que se desparramaban. En ese enjambre rompiéndose descontrolado. Unas caían muertas y otras huían despavoridas desde las sombras de la cama para perderse en la negrura del piso de tierra.
¿Cuántos años tenía? ¿Tres? ¿Cuatro? Teresa le relata la escena en su casa de la capital santiagueña, donde viven hace ya más de treinta años. La madre se entrega a una conversación a la que seguramente había temido durante mucho tiempo:
—Después de eso, donde nos tocaba vivir pintábamos las paredes de blanco y encalábamos para ver si había bichos. Me había vuelto tan obsesiva que dormíamos con la luz encendida: mechero o lámpara a querosén. Porque cuando hay luz no se activan los bichos.
Mientras la madre habla y cuenta la historia, el hijo piensa en silencio.
Aquella madrugada de 1973 Teresa subió a Néstor a la caja de una camioneta. Mientras amanecía, recorrieron los cuarenta kilómetros de vuelta al Hospital Zonal de Sucho Corral. Ahí le bajaron la fiebre y la hinchazón a Néstor. Y a Teresa le dijeron que no se asustara, nada iba a pasar.
—¿Te acuerdas de tu compañerito que ha caído redondo? Ese que ha muerto de golpe cuando jugaba a la pelota en la canchita de la escuela. Nadie se ha preguntado qué tenía, pero era eso. La familia estaba más preocupada por juntar la plata para el cajón que por saber realmente qué le había pasado al chico. Yo siempre he sospechado. Y tenía miedo que te pudiera pasar a vos.
Al paciente que está en la etapa aguda del Chagas, un esfuerzo físico extremo le puede causar un inesperado ataque al corazón. Por eso es común saber de la muerte de chicos y grandes jugando al fútbol, de los trabajadores golondrinas en el campo, o de los obreros en las construcciones urbanas. Muchos se mueren de golpe, sin saber que tenían Chagas.
La Escuela 571, donde había muerto el compañero de Néstor, estaba hecha de horcones y tenía piso de tierra. Hasta la década del setenta no había tratamiento quimioterápico para el mal de Chagas, y la estrategia para enfrentar la enfermedad era atacando los reservorios de las vinchucas, fumigando o quemando ranchos y pastizales.
Como le pasa a la mayoría, cuando Néstor se enteró en 2009 que tenía la enfermedad, ya era demasiado tarde para tratarse. Desde entonces, como todos los chagásicos crónicos, se suma a las filas de la sala de espera del Centro Provincial de Chagas una vez por año, para realizarse controles cardíacos y neurológicos que le aseguren no haber desarrollado aún nuevos síntomas. Cuando aparece una cardiopatía o peligran el sistema digestivo y nervioso, los médicos deben analizar el caso y ver si hay tratamientos posibles.
Ese merodear entre pacientes, la revelación de su madre y la resignificación de la muerte de su compañero, llevaron a Néstor a anudar las historias y a proponerse una tarea que le daría otro sentido a su vida.
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Cazes Camarero llegó a Pampa del Indio junto a un grupo de sanitaristas encabezados por el director del Hospital Gandulfo, Carlos Oviedo, un médico peronista con pelo largo y barba de mosquetero, que se define a sí mismo como “sanitarista y carrillista”. Preocupados porque el Chagas era una enfermedad de los pobres, que sólo habían visto en artículos y estadísticas, decidieron ir allí, una de las zonas megaendémicas de Latinoamérica, cerca de la frontera chaqueña con Formosa.
En aquella localidad a 240 kilómetros de Resistencia ya había trabajado un grupo de investigadores de la UBA, probando la eficacia del tratamiento con benznidazol, una de las drogas que se usa para combatir la enfermedad.
Cazes Camarero dice que por entonces se fijaron en el Chagas “simplemente porque es la principal endemia que hay en el país”. La padece entre un 5 y un 10% de la población argentina. En las provincias de mayor riesgo de contagio, como Santiago del Estero, Chaco, Catamarca y Formosa, más de un tercio de la población es chagásica.
Durante algo más de dos semanas, Cazes Camarero, Oviedo y su equipo vivieron en los márgenes del pequeño pueblo de Pampa del Indio. De día visitaban ranchos y revisaban pacientes con Chagas, ayudados por médicos bilingües del hospital local. Hablaban castellano y hablaban quom, y eso les ayudaba a los porteños a entrar en confianza con los vecinos. Venían con lo que, para esa zona, era un arsenal. Habían comprado dos motos con equipos para fumigar y una ambulancia que habían traído de Santiago del Estero, y que antes de irse la regalarían al hospital.
De noche, los porteños dormían en carpas protegidas con telas mosquiteras para evitar el ingreso de las vinchucas, los temidos insectos que contagian la enfermedad.
La vinchuca mide algo más de dos centímetros, pero puede ser letal. Dos ojos inexpresivos y un par de largas antenas saltan de su cabeza afilada, que junto a sus seis patas largas rodean un cuerpo que cambia de forma: antes de alimentarse es plano, y cuando chupa sangre se infla como un gran globo pardo.
Son alimañas de la pobreza. Se reproducen y anidan en los ranchos y en las casas precarias. Se esconden de día y salen a alimentarse de noche. Pero el verdadero monstruo viaja en el interior de la vinchuca: el tripanosoma cruzi, un parásito que infecta a gran parte de estos insectos, y que por su intermedio realiza un viaje silencioso hasta el cuerpo humano, donde ataca los músculos y el sistema nervioso.
Cuando la vinchuca pica, defeca. Y en la oscuridad, la víctima se rasca por el escozor, e introduce las heces con las uñas en la propia piel. Si la vinchuca no está infectada, sólo es picazón. Pero si dentro de ella tiene el parásito, éste se interna en el torrente sanguíneo. Durante dos o tres meses permanece allí y sólo en ese período puede ser eliminado por los remedios. El problema es que rara vez produce síntomas: puede haber fiebre, migrañas, dolores musculares y, en menos de la mitad de las personas, el llamado “ojo en compota”, una hinchazón amoratada de un párpado que se ve como si al picado le hubieran dado una piña.
Cuando no hay marcas que la evidencien, el enfermo no sabe nada de su infección. En sesenta días el parásito pasa al interior de las células del corazón o los órganos del sistema digestivo, a donde el efecto de las drogas no llega.
El tripanosoma cruzi puede quedarse en el cuerpo durante dos o tres décadas sin dar señales al portador del virus. Los síntomas pueden venir después, y ser fatales: pérdida de peso, dilatación del tracto digestivo, ataques al corazón, o demencia.
En 2006, durante su estadía en Chaco, Pedro Cazes Camarero y Carlos Oviedo comprobaron que los niños que en la primera etapa de la enfermedad habían sido curados con comprimidos de beznidazol se volvían a infectar. Seguían viviendo en casas precarias, infestadas de vinchucas, y eran picados nuevamente. El contagio no se frenaba y para peor, en esos años los laboratorios Roche y Bayer estaban empezando a discontinuar la fabricación de las drogas contra el Chagas.
Cuando volvieron a Buenos Aires, después de conocer el impacto de la peor endemia de la Argentina más pobre, empezaron a tramar un plan con el que tomarían la posta de una lucha silenciosa, que había empezado a principios del siglo pasado.
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El médico Salvador Mazza murió veinte años antes de que se empezaran a producir drogas para medicar a los pacientes chagásicos. En 1926, la Facultad de Medicina de la UBA lo había puesto al frente de la Misión de Estudios de Patología Regional Argentina (MEPRA), con el objetivo de estudiar las enfermedades raras del norte del país.
A principios de la década del 30, el MEPRA se montó como un laboratorio móvil, a bordo de un tren ferroviario que recorrió las provincias septentrionales de la Argentina. Durante diez años, Mazza detectó centenares de casos agudos de la enfermedad de Chagas y confirmó su carácter endémico en el norte del país. En esos años realizó también el más inquietante de sus diagnósticos: el Chagas era una enfermedad de los pobres, y no iba a poder erradicarse hasta tanto no se combatiera a la pobreza. Superado por la realidad y el desdén de Buenos Aires, que había empezado a dar la espalda a sus investigaciones y denuncias, propuso que la solución era incendiar los ranchos donde habitaba la vinchuca.
En 1942 Mazza pensó que podía atacar la enfermedad con penicilina. Como el antibiótico era usado para tratar a los soldados en la guerra y no llegaba a la Argentina, el médico logró producir su propia versión del medicamento. Tras contactarse con el propio Alexander Fleming, Mazza consiguió reproducir una síntesis de penicilina, que los laboratorios argentinos rechazaron producir. Frustrado, se fue a seguir estudiando la enfermedad a Méjico, donde murió cuatro años más tarde de un infarto. Aunque nunca se confirmó, se ha dicho que Mazza se había contagiado de la enfermedad que había combatido toda su vida.
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En noviembre de 1968, el laboratorio Bayer reunió en Santiago de Chile a un grupo de médicos que habían estado experimentando con los efectos del BAY 2502, una droga que, se pensaba, podría curar a los pacientes en fase aguda, durante los primeros meses de la infección.
Los ensayos de la droga en Argentina se habían hecho en Santiago del Estero, donde se comprobó la curación algo más de cien casos agudos. Un médico cirujano santiagueño, Humberto Saturnino Lugones, había fundado en 1966 uno de los primeros centros de Chagas del país en el Hospital Independencia. Desde allí condujo los ensayos en el campo, que habilitaron a que, en 1972, Bayer empezara a comercializar la droga nifurtimox. En Argentina se usó para fabricar Lampit, el nombre comercial de los comprimidos de cien miligramos que el Estado compraba a las farmacéuticas para medicar a los pacientes.
Con dos dosis diarias durante tres meses, la droga puede curar la enfermedad a niños menores de catorce años o a adultos en fase aguda, hasta dos meses después de ser picados, antes de que el parásito invadiera el cuerpo a nivel celular.
También a principios de los setenta, Lugones condujo en Santiago del Estero los ensayos con beznidazol, la droga que al poco tiempo empezó a producir el laboratorio Roche, y que se aplica de la misma manera.
En agosto de 2004, durante un congreso de enfermedades endémicas en su ciudad, un Lugones anciano denunció el desinterés que había en “la enfermedad de los pobres”. Ya había recibido noticias de que se acababa el stock el nifurtimox y el beznidazol, que habían dejado de producirse desde mediados de los noventa, porque no era rentable para las farmacéuticas. Y reclamó el protagonismo de un actor clave: “La solución de este problema que afecta en igual o mayor medida a toda Latinoamérica, compete a la Universidad”.
Lugones murió el 20 de julio de 2014, a los 99 años. Poco antes había comentado en una conferencia, casi al pasar, que él también había contraído la enfermedad del Chagas. No llegó a enterarse de lo que, pocos meses después, cambiaría las posibilidades del tratamiento de su enfermedad.
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La tarde del 24 de abril del 2015, los dedos de Carlos Gaozzo levantaron con orgullo un frasquito de vidrio, lleno hasta la mitad de un polvo naranja. Ante una multitud, en la Sala de Profesores de la Facultad de Medicina de la UBA, el médico de casi noventa años era uno de los responsables de haber logrado reproducir el nifurtimox, que escaseaba y no seguía produciéndose.
Tras descifrar la vieja patente de Bayer, que ya no era rentable para un mercado de chagásicos pobres, un equipo de farmacéuticos y médicos de la UBA convocados por Oviedo y Cazes Camarero después de la experiencia de Pampa del Indio, había logrado sintetizar la droga.
Un discípulo de Gaozzo, el joven Alejandro Mango, es uno de los pocos químicos de síntesis para farmacia que hay en el país. El equipo de científicos se completaba con otros dos miembros clave: la farmacéutica Susana Etchegoyen, discípula de Cazes Camarero y ex diputada porteña por la izquierda zamorista; y el médico Marcelo Kaniucki, con un par de PHDs en Estados Unidos y Alemania: el contacto clave con los laboratorios y proveedores del sector privado.
“Nosotros somos profesionales de la salud, no investigadores – explica Cazes Camarero – yo trabajo en el Hospital Posadas, Gaozza es jubilado y Mango es farmacéutico de mostrador. Nos metimos a hacer esto en nuestro tiempo libre, y no en busca de un rédito económico, sino porque la mayoría somos militantes”. Y después remata, sin rodeos: “Casi todos marxistas”.
Al volver del Chaco, el equipo iba a intentar el procedimiento con Benznidazol, pero la droga ya había empezado a producirse en Brasil. Y en 2012, los laboratorios argentinos Elea y Maprimed anunciaron que comenzarían a producir la droga con apoyo del Ministerio de Salud de la Nación. En la sala de profesores de la Facultad de Medicina, este 24 de abril, Carlos Oviedo reivindicó la apuesta por el nifurtimox y dijo que “lo que produce Elea no alcanza para todo el conjunto de chagásicos, y nuestro medicamento permite tratar también a otros tripanosomas”.
Pero el triunfo del equipo era verdaderamente otro, que iba más lejos. Sumaron 300.000 pesos con un subsidio de la Fundación Argentina de Nanotecnología y otro del Fondo Tecnológico Argentino, que los ayudaron a sintetizar el nifurtimox y a elaborar nanopartículas de la droga. Con ellas avanzaron en dos innovaciones: un jarabe que facilita el tratamiento en niños, y un inyectable que podría lograr llevar las nanopartículas de nifurtimox al interior de las células, allí donde la droga en su formato común no llega.
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Un letrero de chapa verde recibe a los visitantes desde lo alto de un poste: “Bienvenidos a El 49”. La entrada al pueblo está a la vera de la Ruta Nacional 9, en el corazón del departamento Ojo de Agua, 200 kilómetros al sur de la capital santiagueña. Allí, un camino de tierra gris se va afinando rumbo al horizonte hasta deshacerse. El pueblo está tan adentro que no se ve. En medio del paisaje seco, de ramas puntiagudas y suelos sinuosos, llama la atención otro cartel con un colorido que desentona. Es lo que se ve primero, al costado del camino, cuando se empieza a recorrer el sendero que lleva al pueblo. Diez veces más grande que el cartel que le da nombre al 49, anuncia: “El Chagas se puede curar”.
El 22 de marzo de 2013, la Organización Panamericana de la Salud declaró “libre de Chagas” a los departamentos Villa Ojo de Agua y Quebrachos. Diez meses más tarde, el 21 de mayo de 2014, el entonces ministro de Salud de la Nación, Juan Manzur, se reunió en Ginebra con la directora de la OPS, Carissa Ettiene. Allí se refrendó la calificación para otros cuatro departamentos santiagueños y para ocho provincias argentinas. El encuentro sirvió además para dar otra buena noticia: se designó al Centro de Chagas de Santiago del Estero como referente mundial para la investigación y formación de recursos humanos en la lucha contra la enfermedad.
En El 49 hay unas cincuenta casas dispersas donde viven cuatrocientas personas. De las calles terrosas brotan los viejos rieles del tren, que dejó de pasar en 1984, y convirtió a los hombres en trabajadores migrantes. Por eso el número de pobladores suele variar según la época del año. Hay una comisión municipal, un minihospital y una pequeña capilla pintada de rosa, que tiene una puerta angosta donde desbordan los vecinos para escuchar la misa las mañanas de los jueves y los domingos. Aunque el pueblo está declarado “libre de Chagas”, aún hay decenas de enfermos. La calificación hace referencia a la interrupción de la trasmisión vectorial, que comenzó a lograrse en media docena de provincias en riesgo a partir de 2004. En El 49 se ha logrado erradicar a las vinchucas, a través de las fumigaciones y la construcción de viviendas de material. Pero el fantasma del Chagas resiste, y las condiciones para sostener la lucha son muy duras. El minihospital no tiene agua y está pegado a un basural. Cuenta con dos agentes sanitarios permanentes y un médico que visita el lugar cada quince días. Uno de los agentes sanitarios del lugar relata:
—Se han hecho algunas casas nuevas, pero tienen dos piecitas y las familias tienen diez hijos: así que no tiran el rancho. Viven en los dos lugares. Y la gente no tiene conciencia de los animales. Los perros duermen adentro. Tienen los corrales cerca de las casas. Y en todos esos animales ahí se esconden las vinchucas. En las gallinas, y también en las palomas.
Los vecinos han aprendido dar la alerta cuando ven una vinchuca. Ante el aviso a las autoridades, un equipo del Hosptial de Ojo de Agua, que está a 60 kilómetros del lugar, se traslada para constatar la situación, fumigar y tomar muestras de sangre a las familias.
A cien metros de la capilla vive Tola, una de las vecinas más antiguas del 49. Con una linternita alumbra un cartel pegado en el lado interior de la puerta de su casa que constata que el 28 de agosto de 2014 fue la última fumigación.
—La situación ha mejorado mucho, pero lo seguimos sufriendo —dice.
La vida de su familia ha sido marcada por la enfermedad. Julio César, su marido, murió de un miocardio chagásico hace doce años, cuando tenía 54. Tres de sus ocho hijos tienen Chagas. A Mario César, que hoy tiene 43, le pusieron un marcapasos en el corazón cuando tenía 31. Se enteró que tenía la enfermedad cuando fue a buscar empleo en una yesería en Rosario y le hicieron los análisis preocupacionales.
—Igual le dieron el puesto – cuenta la madre.
Y ahí sigue, y cuando se siente mal, va y se hace los controles. Dos hijas mujeres también tienen la enfermedad.
—Elsita, de 43 es la que está más perjudicada. Ya le han dicho que va camino al marcapasos. Se agita mucho y tiene pocas pulsaciones.
Las dos viven en la ciudad de Ojo de Agua, donde está el hospital.
—Yo me hago siempre los análisis, y a mí todavía no me ha salido nada.
Tola habla pausado, y termina todas las oraciones con una sonrisa. Camina con seguridad, vestida de saco y pantalón gris, desde la casita hasta el fondo del patio donde tiene un telar de hilos rojos, verdes y azules, que vibran en el paisaje ocre. Cuenta su historia y sabe que cada rincón de su casa podía ser un nido de vinchucas. Y de hecho lo fue, antes de que Ojo de Agua fuera declarado “libre de Chagas”. Cuando sus hijos eran chicos, ella fumigaba en secreto para que no se contagiaran los que todavía estaban sanos:
—En el verano dormíamos afuera, por el calor. Entonces yo aprovechaba y entraba al rancho y armaba un brasero con gamexane, me ponía una toalla en la boca para que no me entrara el humo, y era impresionante como al rato empezaban a caer las vinchucas muertas del techo, como llovidas.
En 1998 la Anmat prohibió el uso del gamexane, por considerarlo un insecticida que podía ser cancerígeno. Hoy las fumigaciones se realizan con piretoides, un tipo de pesticida artificial que es menos agresivo para las personas. Tola cuenta que, a lo largo de los años, ha logrado hacer su casa de material. Con la plata de la pensión de su marido y la venta de algunas prendas que teje en el telar.
—Nada más me falta el techo de la galería —cuenta.
Ahí todavía hay troncos, paja y barro, con algunos ladrillos. Pero hay cuatro columnas de material que ya están puestas en la entrada. Orgullosa, Tola se acerca a una y le pega con los nudillos, mientras cuenta lo que hizo para ahorrar cemento.
—¿Sabes qué tienen adentro? Rieles del tren.
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En la sala de espera del Centro Provincial de Chagas de Santiago del Estero se habla poco. Casi se puede escuchar la respiración nerviosa de los otros pacientes. La mayoría viene del interior rural. Una señora de pelo gris le cuenta sus miedos a Néstor Mendoza casi sin mover los labios, arrimándose con disimulo. Él, que es uno de los pocos capitalinos de la sala de espera, acude una vez por año a hacerse sus controles, pero va muchas más a escuchar a los otros enfermos.
La sangre que en 2009 le rechazaron a Néstor porque estaba infectada con el tripanosoma cruzi, era para su antiguo profesor y amigo Raúl Dargoltz. Cuándo dejó el campo en su adolescencia, porque a su madre la trasladaban a una escuela de la capital, Nestor se había decidido a estudiar sociología en la Universidad Nacional. Allí conoció a Raúl. Ex militante del FIT, abogado, investigador y dramaturgo, que desde principios de los ochenta había estudiado la historia de la explotación forestal en Santiago. Néstor se formó con él: cursó toda la carrera, fue su ayudante, y empezó a actuar y a escribir a su lado. Pero al poco tiempo tuvo que empezar a trabajar. Su empleo como encuestador en la Dirección de Estadística y Censo le fue dejando cada vez menos tiempo para el estudio y la carrera quedó inconclusa.
Raúl Dargoltz murió el 10 de diciembre de 2009, pocos días después de que Néstor intentara darle su sangre.
Después del sobre blanco en el mediodía de enero, y de las confesiones de su madre, su memoria gatilló un recuerdo, una conversación perdida con su mentor, en la que el viejo sociólogo se quejaba: “¡Aquí en Santiago parece que nadie quiere investigar nada importante! Se cuentan pobres y ya sabemos que hay. ¿Por qué no agarran el tema del Chagas? Algo importante que en sociología nadie ha metido la mano. O el desfalco al sistema financiero en Santiago del Estero. Todos lo han hecho. ¿Cuándo van a estudiar el caudillismo?”. Néstor cerraba los ojos y volvía a escuchar el soliloquio de Raúl, que escupía con bronca una lista de temas que seguía y se hacía más larga. Pero él se detuvo en el primero. Ahora que se había vuelto uno más de los millones de silenciosos chagásicos de Argentina, el tema cobraba una dimensión completamente nueva.
Sentado en un café frente a la Universidad Nacional, Néstor explica con convicción: “El Chagas es el sida de los pobres. Es como el sida, pero peor, porque hay más enfermos, pero es invisible. Rock Hudson murió de sida. Fredy Mercury murió de sida. ¡Foucault!” Y después pregunta “¿Qué nombre conoces vos de alguien que haya muerto de Chagas?” Tras una pausa calculada, se inclina hacia adelante con los ojos saltones “¡Ninguno! ¡Porque no sabemos quién tiene! Y porque los que tienen no hablan. Son pobres”.
Al final, Néstor cuenta lo que se ha propuesto: “Del Chagas vos escuchas hablar a los médicos, o a los funcionarios. Pero a los pacientes no se les conoce la voz. Yo los quiero escuchar, y quiero ayudar a que se los escuche”.
Santiago del Estero es una de las provincias que más ha sufrido el flagelo de la peste fantasma. Según datos del Centro Provincial de Chagas, en 2005 más de la mitad de las viviendas rancho de la provincia estaban infestadas. Algunas políticas públicas de medicación, fumigaciones, y erradicación de ranchos han ayudado a disminuir la incidencia de la enfermedad y a detener la trasmisión del vector en unos pocos departamentos del sur. La enfermedad no cede, pero la lucha tampoco.
Néstor hace ya varios meses que ha puesto en marcha su plan. Ronda los pasillos del hospital. Observa, escucha y anota. El chagásico crónico se ha revelado a su enfermedad y es ahora un etnógrafo del Chagas. Se volvió a sentar con su madre, esta vez con un grabador sobre la mesa, para escuchar otra vez y con lujo de detalles la historia de Colonia San Juan. Busca reconstruir su propia historia, y a la suya sumar la voz y la experiencia de algunos de los miles de pacientes de la provincia.
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—Hasta ahora nadie ha llegado tan lejos en innovación para combatir la enfermedad—, Cazes Camarero lo dice sin titubear.
Los avances están a la vista. El éxito en la síntesis del nifurtimox, el jarabe, el desarrollo de las nanopartículas que en breve permitirá comenzar con las pruebas en animales para intentar actuar sobre los enfermos que hoy no pueden ser tratados. Lo desalienta que todavía ningún laboratorio privado haya querido tomar sus avances para empezar a producirlos a escala industrial. El objetivo es poder llegar a más pacientes. Pero cuenta, al pasar y sin hacerse grandes expectativas, que ya está todo listo para empezar a producir la droga en mayor escala en un laboratorio de la Universidad de Río Negro.
Al final, casi a modo de confidencia, y bajando el tono de voz, dice:
—Hemos acometido este año con la idea de desarrollar una vacuna antichagásica.
No existe tal cosa en el mundo, y su creación podría cambiar la historia.
—Pensamos que en menos de un año podemos tener interesantísimas novedades.
Cuando repasa los avances del equipo y sus años en el laboratorio, Cazes Camarero se entusiasma hablando de amastigotes, epimastigotes y tricomastigotes. Del citosol, y de la forma con flagelo y sin flagelo del microorganismo. De las suspensiones que no floculan. De las nanopartículas lipídicas estructuradas. De las nanogotas de ácido oléico y los nanocristales de ácido estiárico. Cuando al final se le pregunta qué sintieron cuando lograron sintetizar la droga, lejos de toda épica, contesta:
—Estábamos felices ¿Pero sabés lo difícil que es explicar todo este tema? Nos fuimos a comer una pizza para festejar.
*Las imágenes publicadas no son fotos de enfermos sino el registro de las personas y los paisajes del interior profundo donde el Chagas es endémico. Fueron tomadas por Fernando Carrera a finales de los noventa, años en los que residió en el Chaco y se desplazó por las provincias de Santiago del Estero y Entre Ríos.