John M. Coetzee baja de la combi con agilidad, vestido de pantalón negro a rayas y campera de cuero. Llueve pero parece no afectarle: va sin paraguas. Se detiene delante de las torres de vigilancia que rodean la Unidad Penitenciaria n° 48, nombre administrativo del Penal de José León Suárez, frente al portón pintado de color verde, rodeado por alambres de púas. Lo acompaña una comitiva de escritores, académicos, periodistas y fotógrafos.
Antes de atravesar la primera valla de la unidad, entrega su pasaporte con el escudo de Australia. En sus libros, Coetzee suele referirse a sí mismo de una manera particular: sus autobiografías están escritas en tercera persona, sus novelas suelen ser habitadas por un personaje a veces petulante, otras veces introvertido, nombrado John, Coetzee o simplemente el señor C. Ahora, un oficial de pantalón de combate y borceguíes se acerca para saludarlo y uno de los miembros de la comitiva, con gesto rápido, los presenta:
—Señor Diego Cufré, vicedirector del Penal, este es el señor Premio Nobel de Literatura.
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Coetzee llegó a la Argentina invitado por la Universidad Nacional de San Martín, para dirigir la Cátedra Literaturas del Sur. Dirigió cursos en abril sobre literatura australiana, brindadas por Gail Jones y Nicholas Jose. En la segunda edición, las clases estuvieron centradas en sulugar de origen: Sudáfrica. Las luchas raciales, el apartheid, la guerra civil y sus huellas en la literatura fueron analizados por los escritores Zoe Wicomb e Ivan Vladislavic. En una de las sesiones, hubo un personaje silencioso, mezclado entre los alumnos, en los asientos del fondo: Coetzee.
Cuando se enteró del trabajo que realiza la universidad en el penal de José León Suárez pidió conocer el lugar, como ya lo habían hecho los profesores australianos de la primer parte del programa.
La universidad fundó en 2008 dentro del penal de máxima seguridad el Centro Universitario de San Martín (CUSAM). Allí se dictan las carreras de Sociología, Trabajo Social y profesional en Panadería, además de otros talleres. Hoy ya cuenta con siete licenciados, una radio y biblioteca. Es la única experiencia en el país donde conviven los reclusos y los guarda cárceles en las aulas.
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Para llegar hay que recorrer un camino de tierra que lleva a los basurales, atravesar dos vallas de control y trece portones que separan el Centro Universitario de la calle.
Coetzee se presenta con media hora de anticipación a la cita programada en el rectorado, desde donde saldrá la combi hacia el penal.
—¿Es la primera vez que va a dar clase en una prisión?
—No vengo a dar un seminario sino a escuchar— responde Coetzee.
Unas horas después con los brazos cruzados en la espalda atraviesa los trece portones que separan la calle del centro universitario. En el cielo una bandada de gaviotas resisten contra el viento y la lluvia. Las aves vienen a comer a los basurales.
Coetzee escucha el ruido de una sierra cortando madera para los muebles que fabrican en el penal y se acerca a una casilla a mirar cómo los hombres trabajan.
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Martín Bustamante se levanta a las seis de la mañana en el pabellón 12, dentro de una de las 18 celdas enfrentadas por un pasillo donde apenas puede pasar uno de los guardias. Intenta no hacer ruido mientras se pone de pie; no quiere despertar a sus compañeros. Ansioso, acomoda las frazadas y busca uno de sus cuadernos debajo de la cama. Hace diez años Martín fue condenado por robos reiterados; pasó dos en el penal de Campana antes de trasladarse a José León Suárez.
En el penal, él es reconocido como escritor. Publicó el libro El personaje del barrio y otros cuentos con la ayuda de uno de los talleristas del penal, José Luis Gallego. Ya vendió 700 ejemplares: financia cada nueva tirada (de 100 copias) con las ventas de sus presentaciones. Su segundo libro será una compilación de poemas y pronto saldrá por Ediciones Lamás Médula.
Martín Bustamante terminó el secundario en la unidad penitenciaria de Campana y una vez en José León Suárez se inscribió en los talleres de escritura.
—Nunca antes le había leído un cuento a mi hija o mi hijo. Con ellos [sus maestros en los talleres literarios del penal] aprendí más que escribir— dijo en la presentación de su libro.
Siente que escribir es algo necesario para su vida. Le faltan seis años para cumplir la condena y está cansado de las salidas transitorias que usa para actividades literarias y lecturas públicas.
Esta mañana, busca entre sus papeles el mejor de sus poemas para regalárselo a Coetzee.Se detiene en uno de versos largos: “El corazón se agrieta bajo miradas tristes, cabalga en tormentas que riegan fuego/ sabe que el método no es solo leer y seguir/ también desea ver el infinito azul”. Sobre una hoja limpia empieza a transcribirlo con letra prolija.
“Dicen que para ser poeta hay que bajar alguna vez al infierno. Y a ellos infierno les sobra. Les sobra infierno”, suele decir Cristina Domenech, la coordinadora del taller de poesía.
En Juventud, el segundo tomo de la autobiografía de Coetzee se cuenta que, cuando era joven, sentía fascinación por el descenso a los infiernos: le encantaba Ezra Pound, el poeta estadounidense vinculado al fascismo italiano que debió alegar demencia para no ser ejecutado por traición. Pound estuvo la mayor parte de su vida encerrado en un manicomio mientras escribía Los Cantos, un libro de poemas que es para muchos la cima de la literatura norteamericana.
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Los textos de J. M. Coetzee combinan, con frases nítidas,breves, ferocidad y meditación. No suele dar entrevistas y cuando lo hace, sus respuestas son poco expresivas y cortantes, como si la brevedad formara parte de su manera de hablar. Con la elegancia que lo caracteriza,mantiene una cordial distancia, una sencillez silenciosa que transforma cada una de sus palabras en un tesoro secreto. Aquellos treinta minutos en el Rectorado de la UNSAM, mientras la comitiva espera la combi hacia el penal, son una rara expresión de locuacidad del escritor sudafricano.
En el salón de parquet recién lustrado, donde se realizan las recepciones académicas, se pueden ver a través de los grandes ventanales la lluvia que cae sobre el campus. Coetzee está parado en una de las esquinas y pregunta al cronista sobre la condición de los pueblos originarios del Norte Argentino. Está interesado en los indígenas, pronuncia esta palabra en un castellano áspero.
La condición de los indígenas, dice, es uno de los problemas sociales más importantes de Australia, país en el que reside desde hace trece años. Le ofrecen una empanada de acelga y Coca-Cola Zero; Coetzee es vegetariano y no toma alcohol, al igual que la mayoría de los visitantes extranjeros que lo acompañan.A su lado, Zoe Wicomb se ríe a carcajadas. Ella es la cara opuesta de Coetzee: una mujer de sesenta años, vestida con un sweter naranja y zapatillas del mismo color; habla en voz alta y sonríe todo el tiempo.Junto a Ivan Vladislavic irán juntos al penal a entrevistarse con los estudiantes.
Coetzee y Wicomb hablan, por un momento, de literatura argentina. Han leído a Borges “of course”, y a Cortazar también. Coetzee dice que leyó a César Aira y no emite comentarios sobre sus obras.
Cuando aparece el grabador y la conversación puede volverse entrevista, las palabras de Coetzee se vuelven mínimas, casi inexistentes.
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Martín Maduri sigue una rutina estricta; es la costumbre que le dejó todo el tiempo que lleva preso. A las 7 pone la pava para el matey empieza a leer. Hace once años fue condenado por robos múltiples y la sumatoria de las penas le arrojó 16 años. Ahora, trabaja para una investigación financiada por CONICET, que está sistematizando los estudios sobre la cárcel. Lee durante dos horas, porque un profesor le sugirió que hiciera pequeñas interrupciones para recuperar la concentración. A las diez de la mañana sale a correr para despejarse y hacer ejercicio. Saluda a sus vecinos y compañeros de celda, detenidos junto a él en las viviendas del primer pabellón.Pequeñas casas ubicadas en el extremo, a sólo un portón de la calle, como una metáfora de la cercanía y distancia con el mundo exterior. Allí viven 65 personas que están a punto de cumplir sus condenas. Como una vía de “readaptación” el Ministerio de Justicia y Seguridad bonaerense impulsó estas residencias para que los detenidos con régimen ambulatorio –título judicial para aquellos que pueden salir dos veces a la semana– puedan convivir con sus familias.
Martín Maduri corre ida y vuelta entre los extremos del alambrado que dividen al pabellón. Después vuelve a sus lecturas. Es el primer sociólogo que se recibió en la sede del penal. Su tesis de licenciatura, titulada Sin berretines. Sociabilidad y movilidad intramuros. Una mirada etnográfica al interior de la prisión, fue una verdadera revolución para sus evaluadores: un recluso se presentaba para hablar sobre los detenidos, los guardias y la lógica interna de la prisión.Según él, la cárcel toma sujetos vulnerables y escupe seres alienados; un castigo de la sociedad por haber nacido en la situación que les tocó. La cárcel, afirma en su tesis, empieza cuando las luces se apagan y allí manda un registro de valores que los alienan.
—Decidí estudiar Sociología para salir del engome. Para mí fue una forma de liberarme del encierro—dirá después de escuchar a Coetzee, al recibir un bolsón con libros en donación.
Su tesis obtuvo un diez y al poco tiempo fue aceptado como adscripto en la materia de Introducción a la Sociología.
Se enteró de la visita de Coetzee por una jueza, en el penal (“así se trasmiten las noticias en la cárcel”). Martín es el primero en abordar al Nobel cuando cruza el portón verde. Seguido por un perro pastor alemán, Martín le da la mano:
—Es un honor para nosotros recibirlo, porque esta es una experiencia que se tiene que conocer.
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Coetzee pasa por el taller de pastelería y la sala de computadoras: dos salones que rodean las aulas del CUSAM; desde uno de los hornos se desprende el olor de las medialunas que los internos le darán al escritor. En el taller de encuadernación le ofrecen una libreta, él elige con detenimiento y señala la de tapa azul con el logo del Hombre Araña.
Llegan al edificio blanco donde se dictan clases. En la puerta, un libro celeste pintado y un pequeño cartel con letra infantil dice: “Sin berretines, amigo”. Martín Maduri explica que así se llaman a las peleas, al choque entre las distintas bandas, pero también ese es el “sistema de valores institucionalizado” entre los reclusos.
—Por eso el cartel implica un intento de salir de esta realidad— dice.
Alumnos delos talleres de guión, de cuentos, de poesía y de las carreras de Trabajo social y Sociología,un poco más de cuarenta personas se distribuyen en las sillas, pupitres y algunos bancos de madera del aula principal. En la pared, con letra cursiva, los nombres de militantes sociales y escritores, como Eduardo Galeano, Rodolfo Walsh y Alicia Moreau de Justo.
Delante del mural y en una mesa larga se sienta Coetzee, los escritores Wicomb y Vladislavic, junto a otras autoridades de la UNSAM y del Penal.
—Esta es la única experiencia de enseñanza en el país, donde estudian personal interno y del servicio penitenciario—, dice el rector Carlos Ruta. La sede, cuenta, surgió por una verdadera “inconciencia”, que se fue materializando gracias a los docentes, quienes hicieron suyo este espacio.Ante los discursos de la vulnerabilidad social, Carlos Ruta cree en el valor de los hechos. Por eso la idea motora es pensar con las manos, pensar mientras se construye.
Gabriela Salvini, directora de la sede universitaria agradece a los alumnos: a los detenidos, a aquellos que trabajaban en el penal.
Coetzee nunca había estado antes en una prisión.
—Pero estoy impactado por el trabajo que se realiza en esta unidad, sobre todo en el trabajo de la imaginación. Porque la imaginación tiene un poder de libertad— dice y pide escuchar a los estudiantes.
Larry, un hombre con el pelo blanco, gorra y lentes, lee un largo poema que comienza:
—Estoy harto de morder siempre el mismo pan.
Después le tocó el turno de Martín Bustamante.
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Cuando la intérprete termina de traducir los poemas, Emiliano levanta la mano y se presenta diciendo que juega al rugby en el Penal. Agradece en un inglés tímido,“Thank you, thank you” y le pregunta a Coetzee:
—En la cárcel esta es una cuestión de todos los días, porque estamos encerrados y al verlo me pregunto: ¿qué puede hacer para superarse un hombre que ya ha ganado el premio Nobel de Literatura?.
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En la biblioteca del Centro Universitario,Coetzee y la comitiva entregan libros de la colección que dirige el Nobel: dos novelas de los australianos Gail Jones y Nicholas Jose, una antología de cuentos de Zoe Wicomb e Ivan Vladislavic. En la puerta, los alumnos se ponen en puntas de pie, no logran ver entre las personas que se agruparon.
Wicomb y Vladislavic firman sus libros, el bibliotecario Diego Tejerina le da la mano a Coetzee y los fotógrafos toman la escena desde distintos ángulos. Uno de los alumnos pide en voz baja algún libro del premio nobel para que lo firme.
—No hay ningún libro de Coetzee— contesta el bibliotecario.
La escena queda detenida; todos escucharon la respuesta. Uno de los asistentes saca de su mochila un ejemplar de la Vida y Época de Michael K, el libro que le valió el primer Premio Booker y lo hizo conocido fuera de Sudáfrica. Se lo entrega al escritor, que agradece, baja la cabeza y saca su pluma del saco para firmar la donación de urgencia a la biblioteca.
Cuando todos se van, uno de los estudiantes toma el libro y lee la contratapa que cuenta la historia de un hombre con labio leporino que viaja con una madre enferma por una Sudáfrica cruzada por la guerra civil, antes de ser herido y apresado por la política del apartheid. Una novela que habla de la ferocidad y la resistencia, de la superación de un hombre, que por no adaptarse a la norma física y mental, es expulsado de la sociedad.