Crónica

Sexualidad a la japonesa


La generación herbívora sólo se ama a sí misma

Para muchos jóvenes japoneses el concepto de sexo en pareja es algo obsoleto: prefieren el onanismo o la virtualidad. En Tokio, hay tiendas donde uno puede comprar desde bombachas y tampones usados por cincuenta euros hasta sobres que tienen pelo púbico y frascos con pis o saliva. ¿La sexualidad japonesa se está aplacando o cambia y se moderniza? El cronista Julián Varsavsky recorrió las calles niponas y escribió esta crónica para Anfibia.

Fotos: Julián Varsavsky

El hombre de traje y corbata sale de su oficina en Tokio, toma el metro al barrio Roppongi, aprieta el botón 7 de un ascensor y entra a una videoteca con cinco mil títulos en DVD. Allí puede elegir una porno común, un video con planos cortos de niñas en bikini, o un film sadomasoquista. Pero quizás opte por un animé donde monstruos hipermusculosos someten a chicas angelicales, ya que los dibujos animados son el género porno más consumido en Japón.

Luego, se encerrará con llave en un box para sentarse en un sillón reclinable con botones frente a una pantalla. Pero antes habrá elegido de una vidriera un aparato masturbador desechable de la marca Tenga -que vende millones-, parecido a un tubo de desodorante grueso con silicona lubricada en su interior, simulando la textura de una vagina. En la pared, al alcance de la mano, tendrá una cajita con servilletas. Solamente en Tokio hay 500 de estos negocios.

El hombre podrá volver a su casa o quedarse la noche entera en el video-box.

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Un amigo japonés me lleva a buscar una tienda de artículos para fetichistas, una tarea nada detectivesca en el barrio Shinjuku de Tokio, donde se filmó la futurista Blade Runner. Llegamos a la calle indicada y Haruki mira hacia arriba divisando en el sexto piso de un edificio el cartel de la burusera o “venta de bombachas” en japonés.

Toco el timbre de un departamento y entramos a un ambiente con forma de biblioteca y pasillos flanqueados por estantes llenos de ropa hasta el techo.

En este paraíso para misófilos -quienes se excitan tocando ropa sucia- se venden bombachas de todo tipo. Cada bolsa luce una foto de la colegiala con la prenda puesta, la prueba de que es real y está usada -muy usada- y sin lavar para mantener olor y manchas. Los precios van de 20 a 50 euros según la cantidad de días atrás en que la chica se la quitó: dos días, tres días o una semana. Más antiguas perderían valor al atenuarse la fragancia de la juventud.

Más arriba cuelgan los serafukus, uniformes de marinerita que usan las colegialas, más caros cuanto más prestigioso sea el escudo de la institución. La indumentaria se completa con medias tres cuarto, la corbata y hasta el maletín de cuero con el que una adolescente iba a clase.

Una vitrina exhibe sobres con vellos púbicos y frascos con saliva o pis de teens orientales. Y una heladerita conserva tampones usados. Mi amigo le pregunta de mi parte al vendedor sentado en la caja detrás de un vidrio, cómo adquieren estos productos. Pero recibe como respuesta una serie de sonrisas.

Una virtud muy japonesa es la de no trampear al prójimo. Además el respeto por la ley es estricto en nombre del honor (las leyes funcionan aquí como un código de ética que todos cumplen sin necesidad de muchos controles). Y estos negocios parecen un canto a la confianza y la honestidad de los vendedores, la confirmación de una ética nipona donde el comprador cree ciegamente que esos frascos nada baratos, los llenaron las que se dice que lo hicieron.

Los fetiches se venden recibo en mano y no parece haber una presión social importante para prohibirlos. Pero el fenómeno no resulta tan masivo como otros: en todo Japón hay unas treinta buruseras.

Los fetichistas más desconfiados le compran la ropa interior directamente a las lolitas en algún lugar oculto a la salida del colegio. Éstas se la quitan delante de ellos, la garantía máxima de autenticidad. Una variante llamada kagaseya consiste en encuentros en salas de karaoke donde quienes adolecen del lolita complex -obsesión por las lolitas- les pagan a las chicas por dejarlos arrodillarse entre sus piernas y aspirar profundamente los aromas glandulares.

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Entro a un hotel cápsula, pago los 32 dólares que cuesta la noche y un ascensor me lleva a un entramado de pasillos con cubículos-dormitorio como nichos de cementerio. Trepo por una escalerita a la cápsula C-188 -más barata por el esfuerzo de subir- y una vez adentro me viene a la mente una imagen menos mortuoria: aquí dormiré como en un tomógrafo. Pero no siento claustrofobia. Los nichos miden 2 metros de largo por 1,25 de alto y 1 de ancho y no son herméticos: la entrada se tapa con una cortina enrollable.

En los hoteles cápsula la limpieza reina con el sentido radical de la asepsia predominante en Japón. Y en los hechos funcionan como un modelo a escala de una ciudad nipona, un micro Japón que comprime aspectos clave de su cultura, incluyendo las formas del erotismo sublimado.

Dormir en este hormiguero futurista parece un ejercicio de antropología urbana para observar al hombre-cápsula en acción, a nuestro salary-man que por quedarse haciendo horas extras pierde el último tren y ya no puede volver a casa.

A medianoche salgo de mi cápsula hacia la sala de TV en el subsuelo con cuatro pantallas en la pared encendidas las 24 horas. Veinte japoneses en reposeras miran televisión: un partido de béisbol, una serie de animé con robots y lolitas, una violentísima película y clips con delgadas chicas en bikini jugando voleibol playero con risitas infantiles y esfuerzos orgásmicos. El hotel tiene pisos para mujeres y otros para hombres. Pero al espacio de TV asisten personas de ambos sexos que bien podrían intentar un acercamiento. Sin embargo los seres-cápsula no se dirigen la palabra; ni siquiera se miran.

Al lado está la biblioteca con reposeras en lugar de sillas, donde una joven lee ensimismada una historieta del manga Evangelion. Recorro los anaqueles con la vista y no veo una sola novela. Son cuarenta estanterías, cada una con 232 libros del mismo grosor: un total de 9.280 historietas.

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En la mayoría de los mangas y videos de animé aparecen nenas menores y pulposas, al límite de la desnudez, mientras un detalle salvador tapa pezones y genitales, como exige la ley. Ésta permite imágenes aniñadas de voluptuosas heroínas -algunas chorrean “sudores blancos” con cara de placer- siempre y cuando no se vean las partes prohibidas: a veces se las tapan los tentáculos de un pulpo envolviéndoles la entrepierna.

En Japón uno podría ir preso por fumar en la calle, pero no tendría problemas legales si compra videos animados con violaciones de menores. Recién en 1999 se prohibió aquí la distribución de videos y fotos de niños reales siendo abusados. Y en 2014 pasó a ser delito tener ese material en casa. La mayor controversia entre los parlamentarios se planteaba si los videos animados y los dibujos de violaciones de menores conformaban delito. La votación dijo “no”. Centenares de miles de fanáticos de ese “género artístico”  -también votantes- se habrían sentido molestos.

Vuelvo en busca de mi cama y descubro en la pared del pasillo una pantallita con el canal porno que no puedo ver en mi cápsula por haber elegido una más barata, sin TV. Me pregunto si será un servicio extra o acaso buscarán tentarme para que pague una cápsula con TV.

Un peruano encargado de un bar en Tokio me había dicho: “para entender Japón y el papel sumiso de la mujer tienes que mirar un porno japonés”. Le hago caso y observo la pantalla parado en el pasillo: la cámara fija a la altura de la cama enfoca a una mujer atada que lanza gemiditos muy sufridos, mientras un hombre la penetra fuerte y a fondo con cara de piedra, siempre con los genitales pixelados como indica la ley.

A la mañana siguiente, mientras uso una de las PC para huéspedes, se sienta a mi lado un japonés vistiendo el conjunto beige que, por regla, usamos todos aquí. Estamos tan próximos que veo lo que él mira y quien pase por detrás también. Esto no impide que el señor disfrute videos de mujeres dándoles patadas en los testículos a hombres desnudos, penetrándolos con objetos alargados, caminándoles encima con taco aguja y escupiéndoles la cara. En este caso, al menos, los roles se invierten.

Luego de una hora nuestro hombre-cápsula parte a encerrarse en su cubículo de 2,5 m³, el espacio privado urbano por excelencia en el Japón posmoderno, donde la sexualidad no puede ser más que de a uno.

En el baño del hotel tengo a mano cepillos de dientes descartables y lavarropas. Unas vitrinas ofrecen camisas blancas, calzoncillos y corbatas. Como en todo Japón, aquí dentro también se nota una tendencia obsesiva hacia la robotización de la vida. En el restaurante grandes máquinas venden el ticket para los 50 platos del menú, cada cual con su foto. Uno coloca las monedas, sale el ticket y se lo da al cocinero, quien calienta la comida y la entrega por una ventana.

La expendedora de helados tiene 30 variedades y la de cigarrillos 45 marcas. Los huéspedes se divierten en una sala de juegos electrónicos protagonizados por lolitas en bikini, donde transcurren sus solitarias noches como narcotizados: es curioso ver como se aburren cuando se divierten. Los servicios incluyen sillones a monedita que masajean espalda y pies. Y para acelerar los mecanismos automatizados del consumo, una máquina cambia billetes por monedas. En el mundo capsular uno podría pasarse la vida entera a monedita.

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Una luz uniforme en todo el hotel oculta el transcurrir del tiempo ya que no existe contacto visual con el exterior (carece de ventanas). Luego de nueve días en el microcosmos capsular me parece estar en una especie de bunker subterráneo, un confortable refugio nuclear preparado para subsistir largas temporadas, una opción razonable si el accidente de la central de Fukushima hubiese pasado a mayores. En Japón hay 400 hoteles cápsula.

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Akihabara “electrictown”, el barrio de las tiendas de electrónicos y de manga y animé, es el paraíso de los otakus, esa tribu urbana con tendencia al encierro cuya vida social se va desmaterializando a medida que se traslada al espacio virtual.

En una esquina entro al sex-shop M´s, un edificio completo de siete pisos cuya fachada la ocupa una gran vidriera con eróticos maniquíes desde la planta baja hasta la terraza. Adentro se exhiben 8000 juguetes de plástico, cuero, tela, silicona y metal, muchos destinados a suplantar la piel humana en pos de una sexualidad egocéntrica y masturbatoria.

Por 9.000 dólares, en M´s un pedófilo puede comprar muñecas que replican a menores de edad. Un sector completo ofrece bellísimas niñas hiperrealistas de silicona con pelo humano y 28 articulaciones. Pero al salir a la calle me cruzo con chicas de las tribus urbanas de lolitas -super producidas con el cutis blanco como porcelana- que se parecen mucho a muñecas de verdad.

En el quinto piso cuelgan en una pared completa vaginas de silicona muy creíbles de mujeres cuyas edades van de 13 a 80 años, según tersura y tamaño. Otras se venden con el nombre de famosas pornstars, reproducidas con la minuciosidad escultórica de Miguel Ángel pero perfectamente penetrables y con brillo de lubricación natural.

A medida que subo una escalera caracol proliferan robots masturbadores, gargantas felateras, vibradores en forma de Robotech o Hello Kitty, penes microscópicos o de un metro, herramientas sadomasoquistas de la novela Cincuenta sombras de Grey y disfraces de colegiala y sirvienta victoriana.

Salgo a caminar por Akihabara y en las pantallas publicitarias veo imágenes de lolitas sensuales, un ataque constante a las fibras más profundas del morbo masculino. Fachadas enteras de edificios lucen cubiertas por la imagen de una ninfa inocente y provocadora con su peluche en brazos. Este estímulo libidinal se cuela en carteles del metro, videojuegos, volantes callejeros, la publicidad de un banco y hasta en un satélite que Japón mandó a Venus con la imagen de Hatsune Miku, un holograma que canta y baila llenando estadios con su look de colegiala con portaligas, ojos y pechos enormes y un pelo azul hasta los tobillos. Un fanático de esta teen-idol juntó miles de “firmas” por internet para que la delgada lolita 3D decorara un satélite japonés listo para partir a Venus. Entonces pidió una audiencia con el Ministro de Ciencia, a quien la idea le pareció excelente: a la incorpórea Miku la tallaron en tres discos de platino del fuselaje de la nave que partió al espacio interestelar.

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Una “sirvienta” en minifalda con encajes me invita a subir a un maid-café atendido por chicas como ella, cuyo trabajo es conversar nimiedades con los clientes, dibujarles un corazón de kétchup en la hamburguesa y cantarles canciones con vocecita de niña tonta. En estos bares los clientes apenas pueden hacerle una caricia en la mano a las señoritas, derecho al que pocos se atreven. Solamente en Akihabara hay 40 maid-cafés.  

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Asisto a un jardín de infantes para certificar una frase: “desde niños se educa a los japonesitos con rigor militar”. Allí los veo, por ejemplo, formar una fila perfecta y quedarse largo rato sin que vuele una mosca. En la casa los padres les enseñan a obedecer y marcar distancia de los demás sin expresar sentimientos (en mes y medio en Japón nunca vi a nadie darle un beso a otro). En los hogares reina una falta de comunicación asumida como natural.

Al crecer entran a trabajar en una empresa y sufren el autoritarismo inapelable de sus jefes -las mujeres suelen recibir mucho acoso sexual- y agachan la cabeza ante cada regaño, en el sentido literal del término. La actitud física de la sumisión la observé varias veces: el caso extremo fue en la mega-tienda Louis Vuitton en el barrio Ginza, donde una señora en un sillón elegía a desgano carteras de miles de dólares que le iban mostrando dos empleadas de rodillas, mientras le servían champagne.

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El stress y la soledad alcanzan niveles extremos en esta sociedad y la alienación repercute en la sexualidad. El “síndrome del celibato” –sekusu shinai shokogun- no es oficialmente una patología pero todo el mundo sabe de él. Una encuesta del Instituto Nacional de Población y Seguridad Social concluyó en 2013 que el 60% de los hombres solteros entre 18 y 34 años no tiene novia y el 50% de las mujeres de ese mismo grupo carece de novio. Y la mayoría afirma que tampoco tiene interés en casarse o buscar pareja.

El porcentaje de solteros entre las personas de 25 a 34 años ha venido aumentando hasta llegar al 53 %, según la Oficina de Gabinete del Gobierno de Japón. Y una encuesta de la Asociación de Planificación Familiar Japonesa concluyó que al 45 % de las mujeres entre 16 y 24 años no les interesa o incluso rechazan la idea del acto sexual (entre los hombres es el 25 %).

  Soshoku-kei es una categoría creada por Maki Fukasawa –cronista de la cultura pop- para denominar a la “generación herbívora”, una idea que se popularizo entre la juventud japonesa, cada vez más inclinada a amarse a sí misma, muy consumista y obsesionada con la elegancia y la estética del cuerpo, quienes no se complican la vida con relaciones amorosas o de tipo carnal. Para éstos el concepto de pareja es algo obsoleto y optan por una sexualidad limitada que tienden a canalizar hacia el sexo virtual.

Una encuesta de la consultora de marketing M1 F1 determinó que entre un millar de hombres japoneses de 20 a 34 años, casi la mitad se consideraba dentro de la categoría “herbívoros”.

Así como la pareja tendería a desaparecer, ese mismo riesgo acecha a los japoneses como tales. La tasa de natalidad es decreciente y una de las más bajas del mundo: 1,35 hijos por mujer. La sociedad envejece y ya tiene la tasa de ancianos más alta del mundo: 24,8 %.

Martín Y., un argentino-japonés residente en Kioto, trabajó en una empresa exportadora con un jefe llamado Toshiro quien lo invitó dos veces a una casa de té en el barrio Gion, con geishas y maikos (aprendices). Al llegar la primera vez la mama-san eligió a dos maikos que les sirvieron sake, cerveza y sushi con suma dulzura y refinamiento. Además bailaron para ellos y tocaron el shamisen, todo por un costo de 4.000 dólares. Ellos conversaban banalidades con las maikos y hacían chistes acerca del tamaño de sus senos, les rozaban el brazo o el hombro y hasta ahí llegaba todo.

Toshiro, un cuarentón gordito, soltero y pelado, usaba una peluca de 20.000 dólares. Su timidez le impedía bromear con las maikos -bien pagas para prestarle atención- y por eso lo invitaba a Martín, quien por ser mitad latino resultaba muy desinhibido para los parámetros japoneses y rompía el hielo con facilidad ante las maikos.

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--El caso de mi amigo Toshiro puede sonar un poco extremo, pero en general los japoneses tienen tantos pudores que no saben cómo encarar a una mujer. Ya en el prescolar los separan por sexo de manera clara y se los educa con roles muy distintos. El hombre no está acostumbrado a hablarle a la mujer y no sabe cómo hacerlo. Por eso encontrás tantos solitarios. Pensá que Toshiro se gastaba 4.000 dólares en cuatro horas -era de familia adinerada pero no millonario- nada más que para esto. Y en las casas de té no está contemplado otro tipo de servicio. El lujo de acostarse con geishas se lo pueden dar los dueños de Sony o Nintendo, “sponsoreando” a dos o tres de ellas: les compran una casa y las visitan de vez en cuando. Para Toshiro, en cambio, aquella era la noche más maravillosa de su solitaria vida y se daba el gusto una vez por año  –explica Martín, agregando que para eso su amigo necesitaba de él y le pagaba la cuenta.

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El adjetivo japonés Kawaii se refiere a cosas y personas que irradian ternura y belleza, abarcando a la gatita Hello Kitty, los niños y las adolescentes. En los aeropuertos se ven aviones con el fuselaje decorado de Pokemones y Hello Kitties. Esa estética infantil está incluso en el logo de la policía –un ratoncito amoroso llamado Pipo- y es parte del canon general de belleza decorativa. Las lolitas reflejan lo kawaii y se las ve por millares en el barrio Harahuku, muchas con vestido victoriano en forma de campana: carentes de sentido sexual.

Las lolitas están institucionalizadas a tal punto en la cultura popular, que el ministro de Asuntos Exteriores designó a tres de esas adolescentes como “embajadoras kawaii” ante el mundo para promover esa moda.

Las efímeras chicas 3D resultan cada vez más exitosas que las de carne y hueso. La casa de las bellas durmientes  -la novela del premio Nobel Kawabata- trata sobre la antigua costumbre japonesa de pagar por mirar a adolescentes dormir, un placer que se reconfigura en la posmodernidad con vírgenes virtuales en movimiento como Hatsune Miku: en internet hay más de 100.000 videos creados por sus fans.

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Existe por supuesto otro Japón, ceremonioso y tradicionalista, con miles de personas saliendo a parques y templos en primavera a observar embelesados la floración de los cerezos. Pero al mismo tiempo, cada vez a más personas el erotismo se les va por los senderos que eluden el objeto carnal de deseo, mientras las relaciones humanas parecen ir enfriándose.

En un mundo hiper erotizado a nivel mediático, Japón va a la vanguardia tecnológica del cyber morbo global. ¿Las endiosadas lolitas digitales reemplazan a la geisha en una sociedad tecno-capitalista con mentalidad aun feudal? ¿Se está aplacando la sexualidad japonesa o cambia y se moderniza? 

La tendencia a la soledad en las metrópolis niponas generó un subgrupo de asociales extremos, jóvenes que no soportan las presiones del sistema educativo y laboral, enclaustrándose en su cuarto de 2x2 metros durante años, mantenidos por sus padres. Los hikikomori o encerraditos, cultores del sexo virtual por internet y consumidores de videojuegos y animé de manera enfermiza, carecen de amigos y no pueden mirar a nadie a los ojos.

El psiquiatra Takami Saoti , estudioso del fenómeno hikikomori, estima que 1,2 millones de estos ermitaños posmodernos viven encerrados en Japón, un 10 % de la juventud. Y cada vez parecen ser más.