El escritor domesticado


Piedras en el camino

Juan Forn fue un editor domesticado por los mensajes de su cuerpo. En este texto escribe sobre la productividad como valor excluyente para medir la vida, sobre su salto de la pancreatitis al alta médico y de ahí a "trabajar como un enfermo" en un nuevo libro. Las puntaditas en el costado que le siguieron marcando el camino. El sentido de "forzar la máquina" y la revancha de tomar decisiones "con la misma falta de certezas con que decido todo lo importante en mi vida". El texto es una de las 15 piezas de "Cuerpo", el libro de la colección AnfibiaPAPEL.

En septiembre del 2001, un par de días antes de que cayeran las Torres Gemelas, una pancreatitis me mandó en coma al hospital. Tenía cuarenta y un años, llevaba veinte viviendo la vida bohemia que idealicé desde la adolescencia, trabajaba en P/12 haciendo Radar, escribía mis libros, vivía con la mujer que amaba, un año antes había nacido mi primera y única hija. El coma fue breve pero quedé internado hasta que los médicos decretaron que mi pancreatitis, a diferencia de los casos habituales, sólo podía explicarse por stress. La cuestión se reducía, según me informaron alegremente, a cambiar de vida. Más precisamente a aprender a parar antes de estar cansado: no cuando sentía el cansancio sino antes.

¿Pero cuánto antes, exactamente? ¿Y cómo se medía eso? En mi oficio, las cosas recién empiezan a funcionar cuando uno consigue olvidarse de sí  mismo: cuando uno consigue entrar, sea leyendo, escribiendo o corrigiendo. ¿Y cómo iba a poder entrar, si tenía que estar en todo momento listo para salir, para parar? Eso no era problema de los médicos. Lo único que podía ofrecernos el hospital, a mí y a los demás pacientes que habían pasado por un coma, era un servicio optativo: unos grupos de SPT (o Síndrome Post-Traumático) en los cuales, a la manera de Alcohólicos Anónimos, podíamos lidiar con el hecho de haber sobrevivido y de sentirnos literalmente de manteca.

Supe, en esas reuniones, que yo no era el único que había quedado pedaleando en el aire. Vi en los demás mi mismo comportamiento: la sensación de que lo peor había pasado y que lo importante era volver a ser los de siempre, y al mismo tiempo la sospecha de que el coma era una señal y que sería muy estúpido no prestarle atención. Todos padecíamos una mezcla similar de gratitud y de ira hacia esos médicos que nos habían salvado y después se habían desentendido olímpicamente de nosotros; todos lidiábamos con el mismo afán de tranquilizar a quienes se preocupaban por nosotros y el estupor de que nuestro propio cuerpo nos hubiera jugado tan mala pasada. Para todos los de aquel grupo de SPT, el coma había sido más fácil de sobrellevar que lo que vino después: la primera noche sin suero ni sedantes; la primera noche ya sabiendo, aunque fuera brumosamente, que habíamos tocado el pianito.

Eso eran las pesadillas, o La Pesadilla, dijo el supervisor mirándonos uno por uno. Su característica definitoria era que explicaba el coma. Se la podía ver como una especie de impuesto por recobrar la conciencia. Había una explicación técnica: era necesario suprimir los sedantes para acompañar la evolución del paciente, para no entorpecer el retorno de los signos vitales. Lo importante, para los médicos, era primero revivirnos y después comprobar qué secuelas nos habían quedado. Y para hacerlo debían suprimir los sedantes. Una vez que esas secuelas preocupantes quedaban descartadas y recibíamos el alta, llegaba el momento de lidiar con La Pesadilla. Y para eso existían los grupos de SPT: para abarajarnos cuando la medicina se desentendía de nosotros y hacernos ver que se podía sacar algo en claro si nos dedicábamos a desovillarla y proyectarla contra lo que había sido nuestra vida hasta el coma.

Lo que yo había soñado aquella primera noche sin suero y sin sedantes era que caminaba por una explanada o una calle peatonal y me cruzaba con diferentes personas que avanzaban en mi dirección. Venían uno detrás de otro, no en tropel sino de a uno, y cuando tenía enfrente a cada uno de ellos descubría que eran siempre el mismo, y que repetían todos la misma frase, sin la menor exigencia pero con un desamparo insoportable: “¿Me puede decir quién soy?”. Ése es tu páncreas, dijo el supervisor y todos los integrantes del grupo asintieron devotamente.

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A principios de diciembre acabó mi licencia por enfermedad y volví al diario. Empecé de a poco, pero a las dos semanas vinieron los días de furia en que explotó la Argentina a fines del 2001. Los días así son épicos para un periodista, siente que la historia está ocurriendo frente a sus ojos, pero lo que yo vi en esos días fue que ya no me daba el cuero para seguirle el ritmo a esa historia. El país se había hundido y yo también, no había mucho más que perder, la madre de mi hija me convenció: mejor achicar las pérdidas, retirarnos, irnos a vivir al lado del mar.

Me fui de Buenos Aires peleado con la ciudad, con mi oficio y con casi todos mis semejantes, para no reconocer que estaba peleado conmigo mismo: la crisis del 2001 me hizo abrir los ojos a unas cuantas cosas, entre ellas a la productividad como valor excluyente para medir la vida (“¿Qué estás escribiendo? ¿Cuándo publicás? ¿Cuánto te pagaron?”) y la perpetua falta de tiempo para lo que uno quería hacer en realidad. Cuando me vine a vivir a Gesell me encontré, por primera vez en años, con tiempo de sobra. Y me dio un horror vacui tremendo.

En términos laborales y sociales era un jubilado. La madre de mi hija me lo había dicho con escalofriante agudeza: “Tanto querías llegar antes a todo, que llegaste antes que nadie al retiro”. Mis únicas responsabilidades cotidianas en Gesell eran mi hija y el libro que quería escribir, un libro que abarcaba a mi familia y a mi enfermedad, al Japón y a la Guerra del Paraguay, a Madame Butterfly y a la Semana Trágica. Quería quedarme a vivir en ese libro, imaginaba que iba a tener mil páginas y que estaría diez, quince años escribiéndolo: el mismo tiempo que me llevaría criar a mi hija.

Porque a los veintipocos había leído El mundo según Garp sintiendo que hablaba de mí, y me juré que cuando tuviera hijos iba a ser padre jornada completa dentro de casa, como Garp. Después pasaron los años y me olvidé de esa promesa. Y, cuando ya creía que no iba a tener hijos, a mis cuarenta, nació Matilda. Y tonces envino la pancreatitis y el derrumbe del 2001 y la migración a Gesell.

En cuanto terminé de desembalar la biblioteca y armar mi escritorio en la nueva casa, empecé a trabajar como un enfermo en ese libro. Me despertaba temprano, trabajaba hasta que se despertaba Matilda, que era muy dormilona, le daba de almorzar y la llevaba a la escuela, después escribía o leía sin parar hasta la hora en que iba a traerla de la escuela. Y muchas veces volvía a sentarme frente a la computadora cuando Matilda y su madre se dormían, a la noche. Pero algo no andaba bien en aquel libro que iba a tener mil páginas y cobijarme durante diez o quince años. Cada vez que le entraba, por el costado que fuese, a los cuarenta o cincuenta minutos empezaba a sentir una puntada en el costado, en el lugar donde está el páncreas.

Cuando, en una de sus visitas a casa, mi amigo Saccomanno vio el caos de papeles y libros y nervios en que estaba metido, me aconsejó que escribiera primero un resumen de todo lo que sabía y no sabía del libro. Le hice caso y así fue como escribí María Domecq, sin darme cuenta: en rachas de cuarenta o cincuenta minutos. Ese resumen terminó siendo el libro entero. En lugar de mil páginas fueron apenas doscientas; en lugar de diez o quince años viviendo adentro del libro, entendí que había que terminarlo y soltarlo de una vez. Me agarró tal depresión al entregarlo que ni fui a Buenos Aires cuando se publicó, en el 2007.

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Entretanto, un día me llamaron desde el diario y me dijeron: “¿Querés saber cuánto hace que no mandás una nota?”. Empezar a hacer contratapas fue como ir a esconderme ahí. Un lugar que no era ni periodismo ni literatura. No quería escribir más libros: sentía que no tenía más libros adentro. En cambio, tenía toda la biblioteca delante de mis ojos, y dos de cada tres de los libros en esos estantes tenían el lomo intacto. Leer no me daba ninguna puntada en el costado. Y escribir sobre lo que leía, tampoco. Cuando me quise dar cuenta, estaba escribiendo tiradas muchas más largas que cuarenta o cincuenta minutos. Y lo mismo pasaba cuando me iba a caminar por la playa, o a nadar. El páncreas no se quejaba. Me dejé llevar y estuve los diez años siguientes escribiendo cada  viernes la contratapa de P/12, el mismo tiempo que había planeado pasar sumergido en ese libro que creía que iba a ser el libro de mi vida. De lo macro a lo micro, de las mil páginas que tendría aquel libro a las cien líneas de cada contratapa. Fue una gran experiencia.

Pero, para ser franco, el páncreas me venía avisando últimamente que estaba forzando la máquina de nuevo. Así que este año decidí, con la misma falta de certezas con que decido todo lo que es importante en mi vida, que había que dar por terminado el ciclo, entregué a imprenta el cuarto y último tomo de Los Viernes, y acá me tienen, nadando un poco, leyendo otro poco y caminando cada vez que puedo por la playa, esperando que la puntada en el costado me muestre por dónde sigue mi camino.