Crónica

La circuncisión a los cuarenta


Es hora de hablar de pitos

Emiliano Gullo tenía que hacerse la circuncisión por una cuestión de salud pero hace dos años que lo posponía. El miedo no estaba en la cirugía, sino en la recuperación: la paranoia de que no se volviera a erectar. En esta crónica repasa los días del posoperatorio, se replantea su masculinidad y pone al descubierto una intervención más común de lo que se cree, esa que tu amigo se hizo pero que nunca te contó.

El lamparón me enceguece. Me rodean personas de celeste; se mueven apurados como si fuera una urgencia. Uno me pincha el brazo. Otra me toma las pulsaciones y pegotea cables en mi pecho. Un monitor hace ruido. El cirujano dice algo que no logro entender. El anestesista promete cuidado.

Avisa:

-Vas a sentir un mareo y después te vas a dormir.

-Siento el mareo, pero no me duermo eh. No me duermo.

 

Parpadeo. Otra luz.

 

Ahora lo que me rodea son unas cortinas blancas. La mitad de mi cuerpo está cubierta por una sábana también blanca. La levanto.  

 

Tengo veinte puntos en la pija. La cuenta la voy a hacer después, cuando cambie las vendas con pervinox y encuentre toda la costura de hilos violáceos alrededor. De la operación sólo queda un tubo con suero enchufado en mi brazo izquierdo. Estoy suspendido en un limbo resacoso. Fue una siesta sintética de una hora. Quiero sentarme. Quiero irme. Quiero sacarme de encima este vestido de papel celeste y salir a la calle sin la sillas de ruedas en la que me hicieron entrar. Pido ayuda a la enfermera para levantar la cama. Hago fuerza para hablar. Tengo clara la idea; las palabras patinan barrosas. Entiende igual. La levanta un poco. “Más, más”.

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Estoy de frente a un pasillo donde hay otros pacientes que también se sometieron a una cirugía ambulatoria pero ya pasaron el primer estadío post operatorio. Me pregunto si soy el único flamante circunciso de la sala. El único al que le cuelga una gaza húmeda y sangrante entre las piernas. El castrado. Al menos por un mes así me voy a sentir: un eunuco perdido en la república centrofálica en la que se ha educado la masculinidad occidental. Una herida que sangra más que el pito achurado. Lo perturbador no es el tiempo sin tener sexo. El problema es no poder elegir. Estar incapacitado físicamente para hacerlo. Escindido de la virilidad. Un hombre heterosexual sin capacidad fálica. Las primeras dos semanas voy a tener una bolsa de hielo a mano para bajar las erecciones que, incontrolables, van a torturarme en cualquier momento, incluso dormido. Después, la adaptación va a funcionar perfecta: no falo, no party.

 

Dicen los médicos que esta intervención puede colaborar en la prevención de enfermedades venéreas. En algunos países de África -donde la tasa del VIH es muy elevada- la OMS la recomienda para combatir su propagación. Asociado siempre al judaísmo, también lo practican los musulmanes. Esta es la cirugía más antigua del mundo. Esa que tu amigo se hizo pero que nunca te contó.  

 

Los hombres heterosexuales no hablamos de nuestros pitos. Menos aún de otros. Prestar atención a las pijas ajenas en un vestuario puede ser condena inmediata. Un diálogo imposible:

-¿Qué mirás, sos puto?

-No, es que en realidad quería saber si vos también tenías problemas para retirar el prepucio como yo.

 

El mito secular de los vestuarios masculinos empieza y termina en el poseedor del mayor tamaño. Como buen mito, nadie lo vio, se desconoce si se refiere al anchor o a la longitud o demás detalles. Sólo vamos a saber que es grande. El vestuario es monoteísta. Sólo se hablará de uno, del manguera o del anguila.  

 

A menos que se trate de una persona pública como, por ejemplo, un joven periodista de Economía que divulgó hace unos meses su circuncisión por la radio más escuchada de la FM, por lo general uno no anda contando por ahí sus características peneanas. Muchos menos preguntando.

 

Lucho Fabbri, politólogo y especialista del Instituto de Masculinidad y Cambio Social de Rosario, asoma una respuesta a la construcción del vigorismo masculino como discurso hegemónico entre los heterosapiens. “Se comparten muchos relatos en relación a la sexualidad pero no desde un lugar de vulnerabilidad sino desde la hazaña, desde la conquista, que tiene que ver con ratificar la propia virilidad y la heterosexualidad ante el otro varón, que es fundamentalmente el policía de la masculinidad. Los varones controlamos la masculinidad de otros varones; esa es una de las funciones principales entre los grupos de pares entre hombres”.  

 

En la última etapa de mi recuperación, cuando las erecciones ya estén anestesiadas por la imposibilidad, el River de Marcelo Gallardo ganará el partido más importante de la historia del fútbol argentino.

 

“¿Marcelo no te duele la pija de tanto cogértelos?”, dice un audio viralizado por whatsapp después del 3 a 1 contra Boca en Madrid. No es novedad. Las hinchadas se cogen a sus rivales. La penetración, única pulsión del triunfo. Yo seré, entonces, un hincha de River eunuco. Un hincha con la felicidad castrada.

 

Ahí arriba, en el mundo de los mortales, el ganador se coge a los rivales. Sea una hinchada, el equipo contrario o, claro, una mujer. Debajo, como un túnel vietnamita, transcurre la vida en el mundo tabú. Para Fabbri, “el tabú es condición necesaria para que la sexualidad masculina preserve su estatus hegemónico. Justamente para mantener esa posición de jerarquía no problematiza su situación; si lo hiciera dejaría de ser hegemónico”.

 

Por año, sólo en el Hospital Italiano se hacen alrededor de 100 circuncisiones o, en términos técnicos, postioplastias. Gastón Rey Valzacchi, jefe del servicio de Urología y Andrología, asegura que es la operación menor que se realiza más frecuentemente dentro del servicio del hospital. Quizá por eso no sea extraño encontrarse con otros circuncisos dentro del mismo grupo de amigos. Aunque no lo sepamos.

 

Valzacchi explica que “no es política de salud pública porque no deja de ser una intervención y no hay estadísticas tan fuertes para que sea algo rutinario; se puede tener una buena salud sexual sin estar circuncidado. Pero un pene circuncidado tiene menos propensión a sufrir microlesiones. Su mucosa se vuelve más resistente. Por eso, en algunos países con altas tasas de VIH se lo practica como parte de las campañas de prevención”.

 

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Yo no sé en qué momento comencé a sentir molestias en el prepucio. Lo cierto es que la piel se tensó y las molestias se hicieron tajos sangrantes como una corona de espinas alrededor del pene. Hacer pis se transformó en la aventura más peligrosa del día. El sexo, en un horizonte utópico.

 

Ese es el fin. O el comienzo. El ciclo es indetenible. La piel cicatriza, pero se hace menos elástica y, por ende, más propensa al corte. Y así una espiral de dolor sin fin. El doctor F. no tuvo reparos en el veredicto.

-Se llama fimosis. Sólo se resuelve con una cirugía ambulatoria. Te damos una sedación general, sacamos el prepucio, hacemos un aro para unir el glande con la mucosa y listo. Un mes sin actividad física de ningún tipo. ¡Pero ni una paja eh!, y te queda mejor que antes. Más limpia, más sana, y con menos posibilidades de que se te lastime. Es lo mejor. Yo también estoy circuncidado.

 

Mi novia de ese momento tuvo más reparos que el doctor F.

-¡¿Un mes?!

 

Procastiné la decisión por un año y medio, munido de cremas y bálsamos con promesas milagrosos. Al final esa relación se cortó antes que el prepucio. “Hacelo cuando estes de novio”, me había recomendado G., rockero de una banda famosa en el under porteño y primer fimósico que conocí. Sorpresa e incomodidad fue la del rockero G. cuando, poco tiempo después, le pregunté detalles sobre la intervención. “¿Y vos cómo sabés que me operé. Te conté yo? Uff. Que loco estaba”.

 

Después de desoír el primer consejo de esta historia, me armé no de cremas sino de valor. El miedo no estaba en la operación ni en la anestesia general. En definitiva, sólo se trataba de un cacho de piel. El miedo estaba en la recuperación. La inseguridad de lo que vendría después de que me clavaran un cuchillo entre los huevos. La paranoia de que no se volviese a parar. ¿Me esperaría la chica con la que me estaba viendo? ¿Por qué habría de hacerlo si no falo no party? Yo también estaba -estoy- preso del sexo hegemónico. Jugando con la reflexión de Fabbri, yo fui -soy- el policía de mi propia masculinidad.

 

Con la fecha de la intervención confirmada y el prequirúrgico listo, sólo había que esperar. En ese tiempo, primero lo sabrá mi gente más cercana.

-Yo también estoy circuncidado, dice mi amigo W, que no es judío ni musulmán sino que pertenece, como yo, a la tribu de la fimosis, religión de los circuncisos seculares. Hace mucho con W y una chica hicimos un trío. No recuerdo haberle visto la pija. Y si lo hice lo negué. Ya sea en el vestuario o en la cama, no vaya a ser cosa que se ponga en duda la heterosexualidad.

 

Pienso entonces en el tabú que delimita como una muralla el conocimiento entre los hombres; en la precisión quirúrgica con la que abordamos la sexualidad incluso entre amigos. A medida que hablaba de mi futura operación; a medida que soltaba el pudor, más circuncidados me encontraba. Como el cristianismo antes de Constantino, el culto pagano de los fimósicos se reproduce en silencio en las cuevas subterráneas de la hombría.    

 

De pronto me encuentro haciendo pajas imaginarias; mano arriba mano abajo en el aire del jardín de una casa donde transcurre un cumpleaños. Otro amigo -un reconocido periodista deportivo- me dice que también está circuncidado por fimosis. Me explica que van a cambiar algunas cosas básicas. Que para masturbarse es distinto. Que mucha saliva para el sexo oral. Que hay que explicarlo porque la lubricación es fundamental. No hay nada que estirar. La piel no pistonea. Cuenta que hay que hacer así. Y empieza a mover los puños en el aire. ¿Cómo, así? Repito su movimiento. Parece una clase porno de Marcel Marceau. Nos da vergüenza que nos vean, que nos escuchen.

-Qué desastre lo de la libertadores, ¿decís que River tiene chance?  

 

Ahora ya estoy en mi casa. Tengo el pito inflado como un rodillo lleno de pintura sin escurrir. De pintura roja. La gaza lo cubre todo menos la rendija para orinar. Pero la hinchazón hace que el meo salga aprisionado y desquiciado, imposible de controlar. Tengo tanta impresión que apenas lo puedo sostener.

 

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Por lo pronto, ya quisiera haber sido un bebé judío y no tener que bautizarme con el bisturí y convalecer durante un mes. O musulmán. Los de Abraham cortan el prepucio a los ocho días del nacimiento. Los seguidores de Mahoma también lo hacen, aunque varía según la edad del circunciso. Puede ser apenas nace o durante los albores de la pre adolescencia. En ambos equivale al bautismo católico, la entrada a la religión. En el mío, el agua bendita del hospital me va a noquear por una hora y en un parpadear voy a quedar listo para elegir culto. En todos los casos es la operación más antigua de la humanidad que, según Heródoto, ya se practicaba en el Antiguo Egipto. (1)

 

A mis 40 años soy un eunuco con erecciones incontrolables y dolorosas. Lo último que deseo en el mundo es que se me pare. Sucede igual. Al menos en las primeras semanas. Siento como tiran los puntos. La sensación de desgarro a medida que crece. Como si la hubiese metido en un cinturón de castidad y de pronto quisiera salir, con las puntas de hierro de frente. Lo mismo que deben sentir los peces cuando pegan el tirón para sacarse el anzuelo de la boca. No puedo mastubarme, pero dormido lo hago igual. Sangro entre las costuras al despertar. Me pongo una cubetera debajo del calzoncillo. Me quedo así, varias veces al día, hasta que se derrite el hielo y el agua me congela los huevos.

 

Del pudor y la autocensura pasé a la necesidad de contarlo como si así pudiera exorcizar los fantasmas y los dolores. Quiero contarles a mis amigos de los puntos, de las imposibilidades, de cómo me está quedando. Me siento vulnerable. “Basta, que impresión, no me cuentes más”, va a ser la respuesta que más se repita. Después de las primeras 48 horas de reposo total, empiezo a caminar. Me cuesta. El glande raspa con el calzoncillo. Todavía está fresco. Con el paso de los días se irá secando la piel para dar lugar a una más plástica y resistente. Mientras tanto, ando con las piernas abiertas como un cangrejo.

 

Me sigo viendo con la chica que me veía. Le da más impresión que a mí, pero me cuida mejor que yo a mí mismo. A los 15 días me voy a animar a jugar con la oralidad sexual para con ella. El pito ya no responde como antes. Está amaestrado como un perro ante la amenaza de la paliza que le dará el dueño si se porta mal de nuevo. “Quietito ahí que te doy eh”. Sube sólo lo que le permiten los puntos. Tiran. ¿Y si no vuelve a ser como antes?

 

El doctor F. promete que la semana que viene -la tercera- retirará los puntos que no se hayan caído. Saca algunos. Duele demasiado. “Los terminamos de sacar la semana próxima mejor”, dice. Quedan 16. Llegó el día. Estoy tirado en la camilla con alegría. Ya está. Terminó. Ni lo imagino, pero este dolor va a ser el peor. Cada punto que sale es un hilo que raspa sobre la piel virgen; la sensación es una gillete haciendo pequeños y rápidos cortes en la pija. “Aguantá”, me dice el doctor. Transpiro como si estuviera corriendo una maratón pero estoy quieto, aferrado con fuerza a la camilla. Respiro profundo. “Pensá que te saco todos los puntos y ya podés coger; concentrate en eso”. En silencio valoro la arenga. No puedo hablar del dolor que tengo. Sólo pienso en lo paradójico del proceso. Tengo el alta pero ya no me veo con la chica que me veía. Esta vez, el prepucio se cortó antes que la relación.

 

Soy virgen de nuevo. Un amigo circunciso me recomienda que use los forros mega, los grandes, porque -anticipa con razón- el anillo que ahora conecta la mucosa con el glande hace más difícil que se deslicen los profilácticos ajustados. Me da vergüenza pedirlos en los kioskos, una vergüenza pre sexual como cuando tenía 15 años. Funcionan. Pero antes que nada. Antes que nadie, me quiero tocar yo mismo. Es lo primero que hago apenas vuelvo del hospital. Me masturbo en la ducha. Me cuesta. No hay piel para pistonear. Tenía razón el amigo periodista deportivo. Ensayo nuevas formas de agarre. Me duele como si todavía tuviera los puntos. Por primera vez pienso que operarme fue un error. No lo fue.

 

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  1. Los nueve libros de la historia, Heródoto, ed. Océano, p. 103.