Crónica

Verano Anfibio


El verano fue una carpa sin gemidos

En la costa, un adolescente argentino conoce a una chilena. Después de un año de cartas entre Buenos Aires y Santiago, se van juntos a acampar al sur de Chile. Lejos de las carpas cerradas y los gemidos nocturnos, los días transcurren en un ambiente de amistad tranquila. ¿Qué hacía el cronista Martín Pérez atrapado en semejante equívoco mientras a su alrededor el mundo del mochileo en pareja parecía ser mucho más entretenido? Lo cuenta en una crónica de la serie Verano Anfibio.

Foto: Carlos Torres

Cada vez que pienso en mi única novia chilena, lo primero que se me aparece en la cabeza es un semanario católico y pinochetista llamado Ercilla. En realidad, una enorme cantidad de ellos.

Sé, no es lo que se pueda considerar como una imagen romántica. Pero es que hay poco de romántico y mucho de frustrante en el recuerdo de mi primera gran desventura veraniega post-adolescente, con cruce de frontera incluido, que sucedió hacia el final de la segunda mitad de los ochenta.

Por entonces, verano todavía significaba para mí mochila y carpa, y también salir a hacer dedo. Una experiencia en la que me había iniciado apenas unos años atrás, coincidiendo con aquel paradisíaco primer verano democrático en una Villa Gesell desbordante, donde se cantaba a Silvio Rodríguez, el Trío Fontova y Sui Generis en los fogones y nos descubríamos a todas horas sumándonos a un grito colectivo y absurdo buscando a un tal Beto.

Así como llegué a Gesell guiado por mis compañeros del fin de la secundaria, en mi primer verano en la Universidad todos parecían estar yéndose de camping a Bariloche. Allá fui entonces, pero esta vez en soledad, como buscando un diploma. Descubrí que, cuando se viaja sin compañía, se termina hablando con todos los que pasan cerca. Uno de esos azarosos y momentáneos compañeros de viaje fue mi chilena, que en realidad acompañaba a su familia. Tuvimos pocos momentos para los dos solos, y nunca estuve ni cerca de robarle un beso. Pero alguna confesión, un par de sonrisas, y —más especialmente— algunos silencios alcanzaron para seguir en contacto.

En una época en que un viaje de un mes se sobrellevaba con no más de un par de llamadas —y breves, porque salían demasiado caras— al hogar familiar, seguir en contacto con mi chilena significó el inicio de una relación postal que desembocaría, un año más tarde, con mi llegada a un amplio y coqueto hogar familiar ubicado a orillas del Bío Bío, mochila al hombro, en mi primera visita a un país que acababa de decirle No a su dictador. Durante mucho tiempo, mi único recuerdo orgulloso de semejante travesía fue un poster de la campaña del No colgando en la pared de mi cuarto.

El plan concebido epistolarmente era sencillo: pasar a buscarla por su ciudad para irnos de camping juntos por el sur de Chile. Pero, apenas llegué, me di cuenta que nuestra partida no estaba asegurada. Su partida, en realidad. No le iba a ser fácil a mi chilena alejarse de esos padres que exhibían en un rincón de su hogar lo que parecía ser una colección completa de aquel semanario chileno pro dictadura, Ercilla, equivalente a la revista Somos argentina.

Por eso había inventado una excursión grupal con sus compañeros de estudio para ir a ver la inesperada y espectacular erupción del volcán Lonquimay, la gran noticia del verano. Si bien no estaba en nuestros planes previos, ni los de nadie, ella pensó que serviría como una primera escala ideal para nuestro viaje. O, mejor dicho, como su coartada perfecta. No me pareció una buena idea. Nada de esto era una buena idea, en realidad.

Viajar a reunirme con a una chilena a la que apenas si había conocido en mis anteriores vacaciones le pareció una locura a cada uno de mis amigos a los que les confesé mi plan antes de salir de Buenos Aires. Una sensación similar deben haber sentido las amigas de mi chilena, ante las que fui presentado apenas llegué a Concepción y que me miraron como un invento de la fantasía de su amiga hecho realidad. No fue así cómo me vieron sus compañeros, a los que no les hizo ninguna gracia ser la excusa para que un argentino se fuese de viaje con una de las suyas. La convivencia con semejante grupo de seudo-matones, aunque haya sido efímera e incluso mi recuerdo de ellos como matones puramente infundado, hizo que me sintiese como el protagonista de una película norteamericana de adolescentes. Más precisamente, como el nerd avasallado por los matones de la escuela. Aunque, en este caso, el nerd era argentino y los matones, chilenos.

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Finalmente, mi chilena y yo sorteamos todos los problemas y vivimos nuestro mochileo. En nuestro viaje a dedo, llegamos hasta Quellón, el puerto más al sur de la isla de Chiloé. En la intimidad, no llegamos tan lejos. Mi chilena fue muy reservada, a pesar de que compartimos carpa y a veces incluso, obligados por las inclemencias del clima, bolsa de dormir. Mis intentos de hablar —e incluso avanzar— sobre el asunto fueron vanos, y finalmente terminé convenciéndome de que otra vez había hecho algo mal en mi danza de seducción y que —contra todos los indicios previos— el viaje desembocaría en una nueva frustración. No entendía qué era lo que hacía atrapado en semejante equívoco, mientras a mi alrededor el mundo del mochileo en pareja parecía ser mucho más simple y entretenido. Lleno de miradas cómplices, gemidos nocturnos, y carpas cerradas durante mañanas, tardes y noches.

Finalmente me convencí de que todo había sido inútil: lo mejor era regresar a Concepción. Al fin y al cabo, ya habíamos alcanzado el destino más lejano que podíamos alcanzar de acuerdo a nuestro calendario y presupuesto: es muy curioso lo rápido que uno puede volver a casa cuando está decidido a hacerlo. Recuerdo algo sorprendido la velocidad con la que huí de Concepción apenas deposité allí a mi chilena. Un apuro que incluso pareció sorprenderla, detalle que tomé apenas como otra muestra de su preocupante histeria.

Años más tarde, reconstruyendo la historia de mi fallido romance de verano ante una amiga chilena, llegó la revelación. Según me explicó mi amiga, lo que había experimentado era algo así como —dijo ella— el “comportamiento típico” de ciertas de sus compatriotas. ¨Especialmente, si sus padres son lectores de Ercilla¨, agregó con un guiño cómplice.

La distancia durante todo el viaje, me explicó, había sido sólo para demostrarme que ella no era, digamos, una chilena cualquiera. La recompensa llegaría, como todas las recompensas, luego de completada la prueba. De ahí su cara de sorpresa cuando yo, que no había entendido nada, escapé de lo que creía que era otro fracaso más sin siquiera intentar completar la iniciación.

Del repaso de las imágenes de aquel viaje reconstruido para mi sagaz amiga trasandina, cuya sabiduría autóctona completó los espacios en blanco de mi único no-tan-romance, me quedó grabada la de la última discusión con mi chilena en la terminal de ómnibus de Valdivia. Una imagen que no deja de repetirse en mi cabeza. Todo lo que nos rodea prácticamente desaparece, y ahí estamos ella y yo, frente a frente en un espacio abierto, con el ómnibus de fondo. En esa escena, en la que se han anulado todos los detalles innecesarios, ella me arroja por la cabeza el sándwich que le acabo de comprar. Yo me agacho esquivándolo. Pero cuando me levanto, al mirar hacia el ómnibus, veo las  ventanas ocupadas por las caras de todos compañeros de viaje. Mi chilena se aleja llorando de la terminal, yo corro detrás de ella, las caras entre sorprendidas y fascinadas de ese inesperado público que la ve a ella arrojarme el sándwich y a mí esquivarlo una y otra vez, en un recuerdo que forma parte de los cánones del mejor cine de iniciación adolescente.