Raúl Zaffaroni


El supremo anfibio

Zaffaroni tiene un particular mapa del mundo: en cada ciudad a la que viaja conoce al menos una pileta olímpica y elige los hoteles por su cercanía al agua. El juez de la Corte Suprema aprendió a nadar a los 55 y hoy, con 72, bracea 10 kilómetros por semana. Con este perfil del jurista más respetado y controversial de América Latina, Federico Bianchini ganó el premio Don Quijote, entregado por los reyes de España.

Agachado, remera, bermudas y zapatillas negras, medias blancas, Eugenio Raúl Zaffaroni busca un libro en su biblioteca. Uno de sus colaboradores acaba de descubrir, en el frente de cada estante, un papelito blanco con un número. Cuenta en voz alta: Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve.

 

—Sí, los estantes están numerados —dice el ministro de la Corte Suprema de la Nación—. Pero con eso solo no alcanza.

 

Separada de la mansión del barrio de Flores por un jardín con plantas, helechos, una fuente y siete gatos callejeros atigrados e idénticos, la biblioteca es un gran salón lleno de diplomas, artesanías latinoamericanas, felicitaciones y plaquetas.

 

Los estantes cubiertos con vitrinas son muchos, demasiados. En total, estima el juez, entre 15 mil y 20 mil libros. En total, estima uno de sus asistentes, más de 30 mil. Una de las bibliotecas de derecho más importantes de la Argentina.

 

—Varias personas vinieron a ordenarla. Pero todos, sin excepción, propusieron hacer cosas complicadísimas.

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En el salón principal, tres mesas cubiertas de libros, rebosantes. Arriba de la pila, El principito de Antoine de Saint Exupery, el libro del ex jefe de Gabinete Aníbal Fernández y uno de investigación periodística.

 

En otra mesa, más libros. Uno encima del otro.

 

La tercera, también repleta. Libros que fueron llegando, libros que le mandan colegas de otras partes del mundo, todavía desordenados, ensimismados, difusos.

 

—Nadie nos pudo dar una solución…

 

Pasando una puerta, un segundo ambiente. Dos pisos, más vitrinas.

 

—Son muchos. Habría que sacarlos. Ponerlos en el piso y contratar a algún empleado que ayudara. Yo definiría las palabras clave de cada uno y se los iría pasando.

 

Otello, uno de los dos perros Chow Chow del juez, husmea la alfombra blanca. Recorre el salón con expresión lejana y aire de dragón oriental, displicente.

 

—Contratando a dos personas, unas miles de horas, un par de meses, podríamos resolverlo.

 

La biblioteca está dividida por sectores. Abajo a la izquierda: filosofía y teología. Luego historia, sociología, procesal penal, menores. Arriba: constitucional y literatura política. Miles y miles de libros.

 

—El orden era regional. Más o menos sabía el lugar de cada uno. Pero desde hace un año, aproximadamente, se empezó a despelotar todo. Sé que algo está, pero no sé dónde.

 

Revisa, con la vista, las vitrinas.

 

—Y cuando comprás dos veces el mismo libro es porque tenés un quilombo importante.

 

Lo dice tranquilo. Como si, a fin de cuentas, no fuera un problema.

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—Esta semana —dice el primero de sus colaboradores— voy a hablar con la bibliotecóloga de la Biblioteca Nacional. Ella tiene que saber cómo arreglarlo.

 

—Yo no necesito tanto —dice el juez—. Sólo necesito un tipo que sepa hacer eso en la computadora. Que ponga nombre, autor, número de estantes, dos o tres palabras básicas. Y nada más.

 

Buscan, sin encontrarlo, un libro que el juez (previa anotación de título y fecha en un cuaderno) les va a prestar a sus colaboradores.

 

—Es que hay muchos —comenta, resignado, el segundo.

 

—Tenías el de Brassé. Te estás olvidando de el de De Las Casas —dice el primero.

 

—No lo veo por ningún lado.

 

—Y si no tenés catálogo.

 

—Voy a tener que hacerlo yo mismo —dice Zaffaroni—. Con ficheros de papel y plumín de ganso.

 

Se ríen.

 

***

 

A los 55 años, el juez flotaba pero no sabía nadar.

 

Una tarde de 1994, en una playa de México, leía un libro de Derecho Penal cuando alguien propuso ir al agua. “Y yo pensé: qué estúpido que soy, no sé nadar”, dice Zaffaroni, diecisiete años después, vestido con guayabera y pantalón blanco, detrás del escritorio que usa en la Corte.

 

Volvió a Buenos Aires y esa misma semana fue al club del barrio. “Quiero aprender. Me miraron. ¿Para competición profesional? No, porque se me dio la gana. ¿Clase colectiva? Prefiero individual”. Comenzó al día siguiente. “Me asignaron una profesora que, al verme, debe haber pensado: ¿y este hipopótamo qué quiere hacer?”. Treinta minutos de brazadas y pataleos. “Volví a mi casa y me metí en la cama. No daba más. A los dos días se repitió exactamente lo mismo. Después de la clase tenía que dormir. Había sido sólo media hora pero necesitaba descansar. Y me asusté. Un susto grande. Dije: me estoy muriendo”.

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Entonces continuó con las clases. “Vino el proceso de tragar agua, entrar a la pileta sentado por miedo a tirarme de cabeza. Las cosas que tienen que hacer los pibes yo las hice de boludo grande”. Aprendió a flotar mejor y luego se animó a nadar solo. “Cuando pude hacer un largo de veinte metros, sostenerme del otro lado, me sentí (José) Meolans”. Dos largos, tres, cuatro. A los seis meses llegó a los veinte. “Quedaba agotado, pero los hacía”.

Un día, en la pileta del colegio de abogados de Costa Rica, alguien lo salpicó desde el andarivel de al lado y el agua le entró en la nariz. Se ahogó; para recuperarse braceó más despacio. “Me di cuenta de que así no me cansaba, pasé los veinte largos y se produjo un efecto muy raro. Empecé a sentir una sensación impresionante. Nunca probé cocaína… Pero supongo… Era una euforia intensa”.

 

Sin darse cuenta, había sincronizado respiración y brazadas. Pudo nadar cincuenta, sesenta, setenta largos. Mejoró el estilo, levantó las piernas, empezó a respirar para los dos lados. Y viajó a San Pedro, donde un amigo le presentó a Agenor Almada, “el yacaré del Paraná”, la única persona que nadó cuatro veces de Rosario a Buenos Aires. “Me vio en una pileta y me preguntó: ¿No quiere nadar en el río? Venga, yo lo preparo”.

 

A los quince días, Zaffaroni estaba en el agua amarronada del Paraná, y Almada mirándolo desde el bote. “Solo no me hubiera metido ni loco”. Desde Vuelta de Obligado a San Pedro, quince kilómetros: tac, tac, respiración, tac, tac, respiración, tac, tac, respiración.

 

Y entre 2004 y 2009 se preparó para las aguas abiertas con un entrenador. Compitió en las maratones acuáticas de Baradero (nueve kilómetros), de San Pedro (siete kilómetros y medio) y de Ramallo (ocho kilómetros). En 2005 y 2007 salió tercero de su categoría en el cruce de la laguna de Chascomús.

 

A pesar de sus logros, con 72 años, se siente discriminado. Su categoría le molesta. “Para los organizadores, después de los 60 años todo da igual. ¿Por qué? Si tenés un tipo de 85: ¡dale una categoría! Pero no. Para ellos es todo lo mismo. Una única: la categoría descarte”.

 

***

 

Sólo sabiendo que no le gusta el ocio absoluto, que entiende las vacaciones como tiempo para pensar lejos de las computadoras, que a la noche lee y, luego, duerme unas cinco horas, se puede entender cómo Zaffaroni construyó su prestigio. Un currículum de más de ciento ochenta hojas que, telegráficamente, se podrían resumir como: abogado a los 22 años, un doctorado a los 24, juez de cámara a los 29, procurador general de la provincia de San Luis a los 33, juez nacional a los 35, ministro de la Corte Suprema a los 63, titular de la Comisión de Reforma del Código penal a los 72.

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Dirigió un Instituto de Naciones Unidas, fue diputado de la Ciudad de Buenos Aires y presidente de la Comisión de Redacción de la Constitución. Escribió libros, muchos: dos tratados, uno de cinco tomos, diez manuales de Derecho Penal, más de 20 sobre temas específicos y colaboró de distintas formas en otros 100. En castellano y portugués. El Manual de direito penal brasileiro que escribió junto a José Enrique Pierangeli va por la novena edición: ya vendió más de 95 mil ejemplares.

 

Le dieron la Orden de Mérito del gobierno alemán, la orden de la estrella de la solidaridad italiana y, en 2009, un equivalente al Nóbel de criminología, el Premio Estocolmo, por un trabajo sobre crímenes de masas.

Es uno de los profesores con más Honoris Causa del mundo: ya recibió 32. Le hicieron una página de Facebook que le gusta a 21.920 personas. Tiene el título académico más alto al que se puede aspirar: profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires. Y discípulos en toda América Latina, algunos que ni siquiera conoce.

 

Zaffaroni podría decir: “Bueno, no escribo más, me voy a mi casa a cultivar plantitas”. Sin embargo, sigue produciendo como a los 30 años, cuando trabajaba en la provincia de San Luis y todas las semanas, los jueves, se tomaba un micro hasta Buenos Aires: trece horas en un micro sin baño, para dar clases en La Plata y pasar un día con su mamá. El domingo a la noche volvía.

 

Sus colaboradores dicen que es un popstar: lo paran para saludarlo, para pedirle un autógrafo o que firme libros. Ya no da clases regularmente, pero dicta cursos y conferencias.

 

Zaffaroni dice que a lo largo de los años formó una red de gente que conoce y que muchas veces, qué sé yo, rechazar invitaciones podría dar la sensación de decir: bueno, éste se considera el maestro supremo, se subió al caballo, ahora no da más pelota. Pero le da no sé qué hacer eso. Selecciona, claro, si no tendría que ser comisario de a bordo, explica antes de la carcajada.

 

— ¿Qué lo impulsa a seguir en la actividad académica?

 

—Yo nunca tuve como objetivo ser ministro de la Corte —sentado detrás del enorme escritorio, acaba de encender un angosto cigarrillo, el segundo de los cinco que fumará en la hora y media de la primera charla—. Me autopercibo más como un investigador que como un profesor, o como un juez. Cuando alguien me dice: usted es juez. No. Yo trabajo de juez. Este es un trabajo: un accidente político.

 

***

 

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—La gente se sorprende —dice el bañero sin dejar de mirarlo—. Es uno de los pocos que se queda tanto tiempo yendo y viniendo, yendo y viniendo. Una vez incluso alguien me ha dicho: “Ese tipo no para nunca”.

Es jueves y la pileta de este club de barrio en Flores, veinte metros, una calurosa carpa blanca que la cubre, está dividida en dos. De un lado, diecinueve mujeres hacen gimnasia: se mueven lentas, por el agua, por la edad, agarradas a coloridos flotadores cilíndricos. Del otro lado, dos carriles.

 

—Nada con ritmo regular una hora seguida.

 

En el segundo carril, slip turquesa, gorra celeste, antiparras, reloj, ajeno a los comentarios que suelen rodearlo, el ministro de la Corte Suprema bracea. Va y viene sin detenerse, constante.

 

—La técnica tal vez no sea de lo más vistosa —dice el bañero, que lo sigue con la vista—, pero es efectiva. El brazo derecho no entra muy bien, lo abre demasiado, pero no lo afecta mucho porque el agarre se consigue y el ritmo se mantiene.

 

Según indica el termómetro, el agua de la pileta está a 28 grados. Se siente tibia, agradable, quizá por el contraste con este día de enero que abochorna, inclemente.

 

Zaffaroni casi no mueve los pies. Respira, a cada brazada, siempre por el lado izquierdo.

 

—Es grandote, largo: aprovecha la envergadura de sus brazos. Las piernas consumen el doble de oxígeno, por eso, como los fondistas, casi no patea. No importa la velocidad sino soportar el trayecto —dice el bañero.

Al llegar al borde, el ministro de la Corte Suprema se agarra con una mano e, impulsado por los pies, rebota en las venecitas celestes.

 

—Para ir y venir durante tanto tiempo, para soportar ese sufrimiento (porque en un punto hay sufrimiento), tiene que ser un hombre mentalmente muy fuerte.

 

***

 

Zaffaroni era un chico de barrio. Fue al colegio Mariano Moreno, en Flores. Estudiaba inglés con una profesora y dibujo en una escuela nocturna. Leía a Julio Verne, a Emilio Salgari. Quería tener un laboratorio, hacer experimentos químicos. Luego, en la secundaria, a mediados de los cincuenta, le gustó la historia, la filosofía, la política y, también, el derecho.

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A los 18 años empezó a trabajar: estaba a cargo de los ficheros de presentismo de los barrenderos de la Ciudad de Buenos Aires. Después fue inspector de hospitales públicos. Verificaba que la carne que decía ser lomo no fuera cogote, que las enfermeras de la noche atendieran a los pacientes en vez de dormir, y así.

 

En 1960, su voz se oyó en todas las radios de la Ciudad de Buenos Aires. Hacía micros sobre salud, que se emitían durante la tanda publicitaria. Zaffaroni decía: señora, vacune a sus hijos. Señor, lávese bien los dientes. Coma frutas y, por lo menos dos veces por semana, también pescado.

 

Su papá, dueño de un negocio de crickets mecánicos para camiones, murió cuando él tenía 24 años. Raúl lo reemplazó en la fábrica. Trabajó un tiempo. Después, se fue a estudiar a México.

 

En 1968, a los 28 años, Zaffaroni daba clases en la Universidad de Veracruz. En diciembre, volvió a Buenos Aires para pasar Navidad. Cuando sonó el teléfono, se estaba bañando. La madre le avisó que lo llamaban. Después de secarse, fue a atender.

 

—Hola, ¿Zaffaroni? Un gusto. Soy el doctor Viale. Vengo de San Luis. Tenemos un problema, pero deberíamos hablarlo personalmente.

 

“Habrá matado a la mujer”, pensó Zaffaroni, aunque dijo:

 

—Cómo no, doctor.

 

— ¿Mañana le parece?

 

Al día siguiente, se encontró con Viale en el hotel Castelar.

 

—Tenemos un juez con un jury. Necesitamos un juez, pero el pueblo se dividió en dos y tenemos que traer a alguien de afuera. ¿A usted le interesaría?

 

Así, dice, empezó su carrera judicial.

 

***

 

No tiene celular. Lee los mails una vez por día o cada dos. Si le mandan correos largos, se aburre y se saltea partes. La única forma de comunicarse con él es a través del correo electrónico, o dejando un mensaje en el contestador de su casa y esperar en línea, “Raúl, ¿andás por ahí?”, o llamando al celular de alguien que esté con él; por ejemplo a Tito, su chofer.

 

Le gustan los animales. Le dedicó el libro La pachamama y el humano a los perros que tuvo: Biyú, Chiche, Toy, Laika, Lazzie, Petisa, Deisy, Eric, Günther, Chu-chu, Chispa, y a los de ahora: Otello y Gräffin. Y a sus gatos: Mimí, Manón, Microbio y Negrito. Los que lo conocen dicen que no se lo comió el cargo: almuerza en la Corte con sus ayudantes y sigue dirigiendo tesis doctorales.

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Sabe hacer salchichas y ensalada. Puede poner en la plancha un pedazo de carne y ver si está cocido. O meter un huevo en el agua. Pero no mucho más. Huevo frito, no. Es una técnica que no maneja.

 

Se llama Eugenio Raúl Zaffaroni. Su padre se llamaba Eugenio Raúl Zaffaroni.

 

Es partidario de un estado de bienestar incorporativo y un abierto enemigo del Estado gendarme. Los que lo conocen dicen que sigue una línea que respeta la libertad humana. Que, para él, la vida es un bien jurídico sagrado, y que propone un derecho penal reductor del poder punitivo: siempre va a estar del lado de los más vulnerables. Dicen que es coherente y que, por eso, la vez que entraron a su casa y le robaron la video y el televisor, dijo: “bueno… está bien, los muchachos debían necesitar una tele”. No hizo la denuncia.

 

Usa trajes a medida. Desde hace años los manda a hacer a una antigua sastrería de la calle Warnes porque tiene los brazos largos, uno más que el otro, y siempre que se prueba alguno le queda corto de mangas. Los trajes no son modernos o son deliberadamente feos. La ropa no le importa demasiado. Ha ido a la Corte combinando traje y zapatillas.

 

A diferencia de otros ministros no tiene custodios, no siempre viaja con chofer, y también toma taxis o, a veces, maneja.

 

Colecciona cactus: en la terraza tiene más de cien. Y pesebres o “nacimientos”: cerca de doscientos, de todas partes del mundo. Los guarda en cajas y antes de Navidad los saca y los acomoda sobre los muebles hasta ocuparlos todos y, luego, también, en el suelo; los últimos días de diciembre es difícil caminar por la casa de Zaffaroni sin pisar un burrito o un niño Jesús.

 

Cuando lee, le da igual si el libro está en portugués, inglés o italiano. “Quando eu me encontrava na metade do caminho de nossa vida”, “Along the journey of our life half way” o “nel mezzo del camin di nostra vita”, para él es lo mismo. También entiende, y habla, francés y alemán.

 

Casi no lee libros de ficción.

 

Si viaja a un Congreso no le importa si va en primera o en turista, o cómo es el hotel adonde se va a alojar, pero sí que haya una pileta cerca.

 

Sin importar lo incómodo que esté, apenas se sube a un avión se queda dormido.

 

En los viajes, además de asistir a conferencias y dar charlas y nadar, recorre librerías de nuevos y usados. Mete los libros en cajas. A veces son tantas que tiene que mandarlas por correo. Es muy respetuoso con los libros que le regalan: no tira ninguno y eso le produce un enorme problema de espacio.

 

Dicen los que lo conocen que no se enoja. Que la única vez que, se acuerdan, se enojó mucho, nadaba. Y la secretaria, que no lo conocía demasiado, llamó al celular de Tito y le dijo que lo interrumpiera. Cuando nada no hay que interrumpirlo.

 

Tiene una formación clásica: si hubiera un manual que dijera lo que tiene que hacer un penalista según su currículum, él lo habría cumplido paso a paso. En Europa la fama lo antecede. El comentario en los congresos, después de que él habla, suele ser: “Qué interesante lo que dijo”. “Avanzado”. “Quizás, un poco arriesgado intelectualmente, ¿no?”. “Pero es Zaffaroni”.Cuando aparece en malla y ojotas en el lobby del hotel los catedráticos se sorprenden y susurran.

 

Dicen los que lo conocen que lo material no le interesa. Que sin embargo, es cierto, con su sueldo no le falta nada. Tiene mucha plata. Todo lo que fue guardando y heredando lo convirtió en inmuebles. Quince inmuebles en la Ciudad. Dicen que nunca firmó personalmente un contrato de locación. Que siempre tuvo intermediarios. Y que ésa fue la causa de muchos, muchos, problemas.

 

Se crió en un espacio de clase media empobrecida con pocos recursos. Hay cosas que no valora. No le gustan los autos de alta gama. Y, si tiene que pagarlo, prefiere un hotel de dos estrellas a uno de cinco. Le alcanza con que no le roben la valija.

 

Fuma unos cigarrillos norteamericanos, finitos, marca Vogue. Unos veinte por día, que según cree, por su bajo contenido de tabaco equivalen a diez de los comunes.

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En las entrevistas teoriza, piensa en voz alta, cuenta anécdotas que repite casi idénticas. Como un actor, sabe dónde meter la pausa, en qué momento largar una carcajada. Pero si le preguntan sobre cosas de su vida íntima, puntualmente cómo era su madre, Elsa Clelia Cattaneo, contesta con unas pocas líneas. Dice: “No. Mi vieja era un ama de casa. No. Nunca tuvo actividad pública. Sí. Un ama de casa era...”. Y se queda en silencio esperando la pregunta que sigue.

 

Es hijo único, sus padres fallecieron, nunca se casó. Sólo tiene primos lejanos de segundo y tercer grado.

Dicen los que lo conocen que cuando era chico usaba anteojos pero que después no los necesitó más.

Que tiene una capacidad de abstracción que le permite generar un alto nivel de pensamiento, pero que si un empleado no le pagara las cuentas le cortarían la luz todos los meses.

 

Dicen que a la Corte va poco.

 

Que le molesta el aire acondicionado. Y le fascinan las máquinas de café.

 

Dicen que para escribir evita la compañía.

 

Dicen, también, que a veces se siente solo.

 

***

 

Pasaron cuatro meses desde la primera entrevista. La biblioteca está ordenada. En las tres mesas del salón principal sólo hay unos pocos libros, apilados y prolijos. El juez ya no puede mover los dos brazos. Tiene un cabestrillo en el derecho. La semana que sigue, aunque él no lo sepa, van a operarlo. Le pondrán una plaqueta, varios clavos, alambres. Todo saldrá bien.

 

Hace cuatro días, en Tucumán, fue al baño. Estaba oscuro, se tropezó y se cayó. Se fracturó la muñeca y el húmero. Dice que no le duele. Que está aprendiendo a firmar con la mano izquierda. Que lo único que no puede hacer, por ahora, es nadar.

 

—Usted asumió como juez de tribunal de juicio oral en 1969, durante la presidencia de facto de Onganía. Algunos lo critican por haber jurado por los estatutos de aquella dictadura.

 

—Es muy complicado pensarlo desde la perspectiva actual, después de treinta años sin golpes de Estado. Pertenezco a una generación que se crió con golpes (en 1943 era muy chico, pero luego el ‘55, ‘62, ‘66 y ‘76). Golpes de estado que eran dictablandas, con alguna que otra barbaridad, pero, te gustara o no, eran parte de nuestra política. La otra alternativa era irte. Qué sé yo. En líneas generales, hay un sector del Poder Judicial que siempre consideró este trabajo como una profesión. No es la visión que se puede tener hoy. Uno dice: bueno, en el ‘76 yo no sabía exactamente qué pasaba, ¡y claro que no lo sabía! Recién cuando viajé a Europa tuve una idea aproximada. Veía cosas, sí, pero no sabía qué carajo pasaba con la gente que secuestraban.

 

—Y en el ‘76, ¿se planteaba la jura por esos estatutos como algo cuestionable?

 

—No se planteaba porque nadie suponía lo que iba a pasar. En ese momento era un golpe más. Por otra parte, cuidado que en los últimos meses del gobierno de Isabel, la triple A ya estaba en la calle. Alfredo Nocetti Fasolino, Teófilo Lafuente, y yo, fuimos los últimos tres jueces del gobierno constitucional antes del golpe. Nocetti Fasolino andaba en la calle con dos autos de custodia y a Teófilo Lafuente le pusieron dos bombazos en la casa. Y no era la llamada subversión, el bombazo venía del otro lado. La llamada subversión nos consideraba la contradicción en el sistema. Nosotros éramos una mínima garantía. Éramos los tipos que dábamos los habeas corpus para salir del país. Declaramos la inconstitucionalidad del decreto de Isabel que prohibía la salida a cualquier país latinoamericano. Por eso hoy, cuando me hablan de que hay presión en los jueces, me cago de risa. ¿De qué presión me hablan? Te llama un tipo por teléfono para decirte algo, lo escuchás, te hacés el boludo y le decís: ¡Andate a la puta que te parió!, y chau. ¿Qué te puede pasar?

 

***

 

“Señora directora:

El 21 de marzo último fue un día de pérdida para los habitantes de las cárceles (…). Lamentablemente no hubo voces para impedir que nuestro Poder Judicial perdiera a uno de los más destacados penalistas, el doctor Eugenio Raúl Zaffaroni, quien era camarista y renunció ese día. Siempre recibió a los familiares de los presos y los escuchó sin discriminaciones, lo cual es muy raro, sobre todo cuando se trata de gente pobre y anónima. Siempre nos escuchó cuando pedimos una audiencia y visitó cárceles como ningún otro juez lo hizo. (…) Pasará el tiempo y, sin duda, el doctor Zaffaroni ocupará un lugar privilegiado en la historia del Derecho Penal…”

 

Eduardo S. Ulloa, Rubén H. Olivera, Ignacio C. Díaz (y otras firmas).
Internos de la Unidad 2 de Villa Devoto.
Texto publicado en el diario Clarín, el 14 de julio de 1990, sección Cartas de lectores.

                                                                ***

 

—En una nota que le hicieron decía que cada sentencia es un acto político y encierra una determinada ideología. A riesgo de simplificar, ¿cómo definiría la suya?

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—Soy un burgués despreciable. Un liberal, entendido como anarquista moderado mezclado con populista —dice entre risas.

 

En unas horas irá al Congreso. Cuando la presidenta Cristina Kirchner anuncie la difusión de un informe oficial sobre la guerra de Malvinas, estará sentado en la primera fila junto al diputado opositor Francisco De Narváez. Lleva un traje celeste muy claro. La corbata es del mismo color.

 

***

 

El peluquero Omar Colliano tiene canas, barba candado, una medalla al cuello y una camisa a rayas con varios botones abiertos. Vive en Remedios de Escalada, Lanús, frente a la cancha de Talleres. Los sábados se levanta temprano porque a las nueve y media de la mañana atiende al primer cliente en su peluquería de Gaona y Cucha Cucha, Caballito. El corte, sea para hombre, sea para mujer, cuesta $ 45 (us$ 10).

 

Hace dos meses, la nuera le contó a Omar que estaba estudiando Abogacía. Omar le dijo que, de vez en cuando, le cortaba el pelo a Zaffaroni y que, si ella tenía ganas, podía invitarlo a comer. Emilse, la nuera de Omar, dijo: “Si lo conozco me muero”.

 

—Y la vez siguiente que vino, se lo tiré —cuenta el peluquero, una tijera en la mano—. Pensé que podría poner reparos: yo vivo en un barrio, en una casa común, pero me dijo: “Sí, cómo no. Hable con mi secretaria y arregle con ella”.

 

El domingo siguiente comieron asado el juez, el chofer Tito, Omar y la nuera Emilse.

 

—En mi casa fue una revolución. Mi nuera no lo podía creer. Zaffaroni llegó al mediodía y se quedó como hasta las cuatro de la tarde. Ella, embobada, escuchándolo hablar. Creo que la única vez que abrió la boca fue para decirle si no le podía autografiar el libro. Se quedó callada durante toda la comida. Como si enfrente tuviera a un dios.

 

***

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Los primeros días de junio de 2003, al volver de México, donde daba clases en la ciudad de Morelia, Zaffaroni leyó su nombre en la nota de un diario que hablaba sobre los posibles candidatos a jueces de la Corte Suprema. “Mi labor judicial había terminado en 1990 y para mí estaba cerrada. Me acuerdo de que empecé a llamar a periodistas amigos para preguntarles quién había largado esto: sonaba raro —dice, detrás del escritorio. Con la mano derecha apoya la colilla en el cenicero—. Cuando largan una candidatura que no se concreta, te queman un poco. ¿Quién estaba atrás de todo eso? Nadie sabía”.

 

A los pocos días el teléfono de su casa sonaba, intranquilo. Atendió. Era el ministro de Planificación Federal Julio de Vido y quería verlo en una hora. “Bueno, esperá que me tengo que bañar, le dije, pensando: ¿qué le pasará? Debe ser algo grave”. Ya en la Casa Rosada, después de hablar un rato, el funcionario le contó el motivo del llamado: querían proponerlo como juez de la Corte Suprema.

 

—Mirá: yo te agradezco, pero sinceramente querría ser defensor general.

 

—No, pero te queremos en la Corte.

 

—¿Y esto qué es? ¿Una prueba de militancia? ¿A las tres de la mañana en Curapaligüe y Cobo?

 

Se rieron.

 

—Hablando en serio —volvió Zaffaroni—. Hay dos puntos importantes. Sobre el corralito: creo que hay que devolver el capital. Y otra cosa, sobre los crímenes de lesa humanidad: no voy a legitimar las leyes de amnistía.

 

—Quedáte tranquilo, nosotros tampoco. Lo del corralito ya veremos.

 

—Está bien. Ustedes sabrán qué hacen.

 

Al salir del despacho pensó que todos estaban locos.

 

“Nunca creí que nadie bienpensante me llamaría para integrar la Corte —dice mientras maneja su auto, un Volkswagen Vento gris, desde su casa hasta el Palacio de Justicia—.Se supone que alguien que quiere pertenecer a ese cuerpo intenta dar una sensación de respetabilidad que yo nunca di. Siempre se me ocurrió decir cosas que los demás no dicen, o llevar adelante desafíos que no son muy normales en el mundo jurídico. Es cierto que tengo muchos años de juez, pero mi perfil no es el tradicional. Normalmente, los políticos no buscan problemas: se fijan si el tipo tiene cara de ministro de la Corte y lo nombran. Y la verdad es que yo, mucha cara de ministro no tengo”.

 

Zaffaroni ocuparía la vacante que en junio de ese año había dejado el entonces presidente de la Corte Julio Nazareno, que renunció para evitar que la Cámara de Diputados lo acusara en juicio político ante el Senado. Durante dos meses, la candidatura fue expuesta a la opinión pública.

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El por entonces titular de la AFIP Alberto Abad lo definió como “tributariamente desprolijo y provisionalmente moroso”. En los diarios de mayor tirada del país se publicaron solicitadas a página completa que repetían: “El dr. Zaffaroni no es el candidato adecuado”. “Las condiciones intelectuales y académicas no acreditan necesariamente su idoneidad para desarrollarse como juez de la Corte”, “Ser complaciente con la delincuencia aumenta la inseguridad”.

 

—Al día siguiente de la reunión con De Vido hablé con Néstor (Kirchner) y le pregunté: ¿pero vos me conocés?

 

—Sí —le respondió el entonces presidente—, quedate tranquilo que te conocemos.
En sesenta días, la candidatura recibió 134 adhesiones y 831 impugnaciones.

 

Zaffaroni nunca imaginó el odio que podría despertar. “Uno está acostumbrado al debate político, la discusión, los golpes bajos, pero en ese momento me asusté. No por el ataque ideológico sino por la enorme cantidad de dinero que estaban invirtiendo: publicar solicitadas, mandar gente al extranjero para hacer averiguaciones, fabricar una ONG, intentar sacar la personería jurídica. Cuando vi eso dije: esto es una mafia”.

 

Sin embargo, en esa época, al juez le preocupaban otras cosas. Después de 30 años de vivir en la misma casa, se estaba mudando. En ese momento aprendió que, si los hechos lo superan, uno no puede hacer nada. “Pensé: que sea lo que Dios quiera. El tiempo resolverá estas cosas. Y me di cuenta de que la pulseada no era conmigo sino con (Néstor) Kirchner. También me di cuenta de que a él esto le venía muy bien, porque por tres meses se armó un despelote. Y eran los tres primeros meses de Gobierno y supongo que él no sabía adónde estaba parado. Yo aparecía en primer plano y él en la segunda página de los diarios”.

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Para alejarse de ese debate mediático, de las acusaciones y reivindicaciones, para poder pensar aislado de todo eso, el juez se sumergía. “La natación es una actividad muy rara e interesante que te permite estar pensando dos cosas al mismo tiempo —dice—. Por un lado, llevar una cuenta de la cantidad de largos y, por otro, concentrarte en una segunda de una forma más relajada. Con un pensamiento que fluye, como si se deslizara mejor”.

 

Cuando puede, y puede bastante, Zaffaroni nada en la pileta de la Facultad de Derecho o en la del club del barrio, en verano, al mediodía, antes del horario de la colonia, antes de que los pibes llenen la carpa de gritos. Nada diez kilómetros por semana. Hoy hizo tres mil metros. El mínimo por día son dos mil: cien largos cada vez.

 

El agua clorada, el repetitivo ir y venir entre andariveles, también lo separó del escándalo mediático, de las acusaciones y los pedidos de renuncia cuando en julio de 2011 se conoció que, en al menos cuatro departamentos de su propiedad, funcionaban prostíbulos. “Son quince inmuebles en la ciudad que están en todas mis declaraciones patrimoniales. Es obvio que no puedo administrarlos personalmente, de modo que tengo un apoderado y una inmobiliaria que los alquila”, salió a aclarar Zaffaroni en un diario.

 

Las noticias se repetían: “Otro departamento atribuido al juez funcionaría como prostíbulo”, “Una estrella porno trabajaba en un departamento de Zaffaroni”. Dos diputados de la Coalición Cívica pidieron juicio político, la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR) salió a defenderlo, el presidente de la Corte lo respaldó, hubo voces a favor y pronunciamientos en contra.

 

“Todos los colaboradores nos pusimos locos, como si nos estuvieran atacando a nosotros—dice el doctor en Derecho Penal Matías Bailone, que trabaja con el juez en la Corte—. Queríamos salir a defenderlo en todos lados. Estábamos al borde del ataque de nervios, y sin embargo él seguía tranquilo”.

 

Zaffaroni cree que fue una especie de lapidación mediática. Alguien tiró una piedra. Y otro tiró otra, y otra, y otra más. Lo que le preocupaba, dice el juez, no era su reacción, sino la de su entorno. “Uno no está solo. Yo puedo garantizar que no me descontrolo, pero no sé que puede hacer alguien que tengo cerca. No me gustó, pero tuve que tomar una actitud autoritaria para adentro: acá nadie se mueve si yo no lo digo. ¿Para qué nos íbamos a desequilibrar si no pasaba nada? Distinto es si tenés un cadáver en el ropero. Pero si sabés que el armario está vacío, sólo tenés que esperar”.

 

El juez dice que esto no es nuevo. Que le pasó también al mejor constitucionalista alemán. Peter Häberle dirigió la tesis de uno de sus alumnos que terminó siendo ministro de Defensa. La tesis era una copia de otra y todos los diarios hablaron del tema. “Sí, es cierto que la tesis estaba plagiada. Sí, es cierto que había una puta en el departamento. Es verdad. Pero no porque Häberle haya vendido una tesis plagiada, ni porque yo estuviera alquilando el departamento para eso”, dice el Juez.

 

El 11 de agosto de 2011 hubo un acto de desagravio en la Facultad de Derecho en el que Zaffaroni, frente a mil personas, habló. “A diferencia de lo que hace siempre, que nos muestra sus textos, esa tarde no nos contó nada —dice Bailone—. Teníamos miedo de que renunciara”. Sin embargo, luego de decir que no iba a dejar el cargo, el juez presentó la hipótesis de la “lapidación mediática”. “Era un actor, una mezcla de Churchill en discurso político con un gran manejo de la escena: el movimiento de las manos, la voz, la entonación, cómo jugaba con los silencios y los aplausos —dice Bailone—. Dio una clase magistral, mostrando que todo lo que le habían hecho estaba enmarcado en la teoría de la criminología mediática que él había escrito unos meses antes. Me acuerdo que al final, en medio de la ovación, pensé: este tipo es un monstruo político”.

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El primer honoris causa fue en la Universidad de Río de Janeiro, en Brasil. Luego vino otro, y otro, y otro más: universidad de Santo Domingo, Particular San Martín de Porres, Privada Antenor Orrego, de Cajamarca, Morón, Tucumán, Lomas de Zamora, Macerata y así, 32 diplomas.

 

—¿Qué importancia le da a estos títulos?

 

—Qué sé yo —dice, dirá, una muletilla que repite cuando habla, y se ríe—. Creo que esto es una lucha a brazo partido contra la muerte.

 

A espaldas del juez, la enorme ventana, la cortina blanca. El escritorio con papeles, un enorme cenicero transparente, ningún marco, ninguna foto.

 

—Cuando en las asociaciones te sacan del staff ejecutivo y te pasan a la vicepresidencia, que son de los próceres, vos decís: bueno, acá está faltando la página necrológica.

 

Más risas. Prende el cuarto cigarrillo. Tiene un leve tic: a veces, cierra los dos ojos con fuerza.

 

—En Europa, cuando un catedrático llega a los 70 años se jubila y recibe un libro con artículos de sus discípulos y colegas: un libro homenaje. Yo nunca acepté uno. No, no, no, no, no. Libros homenajes, no. Les dije: ustedes pueden hacer los libros homenajes que quieran. Pero yo no voy a ir a aceptarlos, no los voy a aprobar, no me los van a entregar en público. Y no lo hicieron, por las dudas. Me suena raro. Es una costumbre académica, lo sé y todo, pero… no.

 

—¿Piensa seguido en la muerte?

 

—No. Creo que la muerte pertenece a la vida. No la vida a la muerte. Pertenezco a una generación en la que a los 20 años leíamos a Sartre, a Heidegger. Y me quedó bastante: soy muy existencialista.  

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Noticias: En varias entrevistas noté que el tema de su sexualidad es recurrente. ¿Usted es gay?
Zaffaroni: No formulo manifestaciones sobre opciones personales.
Noticias: ¿Por qué?
Zaffaroni: Eso es de cada uno.
Noticias: Cuando lo eligieron en la Corte intentaban cuestionarlo por ser soltero...
Zaffaroni: En la Argentina eso no le interesa a nadie.
Noticias: ¿Le parece?
Zaffaroni: Salvo a los chismosos, claro.
Noticias: Van a seguir preguntando.
Zaffaroni: Y seguiré sin contestar.
Noticias: Jorge Telerman dijo ser afrancesado...
Zaffaroni: Yo no soy afrancesado. Puedo ser mexicanizado o peruanizado. Pero afrancesado, no.
Nota de la revista Noticias, 2/12/2006

 

***

 

Los lunes a la mañana llega a la Corte temprano: tiene clase de alemán. Después del mediodía empieza a ver expedientes. Se junta con su equipo de trabajo. Cada uno tiene una pila. Cada uno le cuenta una causa. Le dicen al juez: esto está bien, está mal, es conveniente firmarlo, de ninguna manera. Así, la pila va bajando.

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El trabajo no lo aburre. Pero es monótono. Las causas son distintas. Pero es monótono. Y, dice, llega un momento en que uno piensa que su misión está cumplida.

 

No es que esté cansado. No es eso. Pero piensa que hay ciclos que se cierran. Cree que habría que terminar una etapa, aunque no quiere ser el primero en irse y desarmar la Corte. Viene funcionando bastante bien, es la más longeva de la historia, y se siente cómodo.

 

En algún momento quiere volver a la Academia y, alguna vez, despuntar el vicio de asumir una defensa. Porque, explica, cuando es juez uno mira el trabajo de otros. De alguna manera, la responsabilidad la tienen los demás. La cosa ya está. En última instancia es muy poco lo que puede decidir. En la defensa, en cambio, de lo que el abogado diga o escriba depende la suerte, lo que le pase a una persona. Le gustaría recuperar aquella adrenalina.

 

***

 

Después de nadar se limpia el interior de la oreja con un hisopo húmedo en alcohol boricado. No usa tapones para los oídos desde que, hace unos años, en una pileta llamada Carlos Saúl Menem trató de acomodárselos debajo del agua y sintió un pinchazo intenso, la punta de un destornillador a la altura de la oreja. Seis meses de dolor profundo. “Tuve que ir a un hospital, me hicieron estudios, audiometrías. Y, después de unos días, como lamentándolo, el médico me explicó que por el daño de la lesión, no iba a percibir frecuencias bajas, no podría oír a los murciélagos —dice antes de bajarse del auto—. Aunque la verdad es que no sé, para qué querría yo oír a los dichosos murciélagos”.