Fotos: Eadweard Muybridge, The Human Figure in Motion, 1901.
En el entretiempo de su partido de despedida, esa noche fría del 8 de julio de 2015, a Sebastián Battaglia le entregaron una copa. Tenía la base cubierta de chapitas labradas con frases que sus fans le habían dejado en Twitter. También le regalaron un certificado de estadía en el hotel Paradisus, un all inclusive de Cancún. La ceremonia, rodeada de cámaras, se realizó en el centro de la cancha.
—Es para descansar, Seba, ¿eh? —le dijo un cronista de televisión señalando el certificado.
—Para descansar el tobillo, que me está haciendo parir —respondió con espontaneidad el mediocampista de 35 años. La frase pasó desapercibida, enterrada por un tumulto de papeles azules y amarillos lanzados desde la tribuna. Durante el partido, marcó dos goles de penal y dio una vuelta olímpica alrededor de la cancha de Boca, cantando lo mismo que los hinchas porque, como dijo, se siente un hincha más. Después volvería al vestuario y se pondría una bolsa de hielo. El micro para llegar a casa lo esperaba a unos 55 pasos que tuvo que andar ayudado por dos personas.
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Para los deportistas, el cuerpo es un instrumento de trabajo. De todos modos, quien más quien menos, todos nos valemos del cuerpo para salir cada día a la calle. El dolor es, entonces, una falla amenazante aunque previsible. Se lo conoce, se diagnostica y se lo medica por sus consecuencias físicas (y psíquicas). Nadie termina de saber cómo abordarlo porque en cada persona se manifiesta de un modo particular. ¿Cómo medirlo? Varias definiciones del dolor que aparecen en libros de medicina acuerdan en que se trata de una “experiencia personal” y “subjetiva”. De hecho, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP, según sus siglas en inglés) lo define como “una experiencia sensorial y emocional desagradable con daño actual o potencial”. Esta Asociación reúne a especialistas de todo el mundo en la materia y sus protocolos de atención y tratamiento son seguidos por varias instituciones prestigiosas como la Fundación Favaloro.
Desde el punto de vista médico, hay dos grandes distinciones: el dolor agudo (que dura lo que tarda en resolverse la lesión que lo causa) y el crónico, que persiste a lo largo del tiempo. Este último tiene una cara bifronte: es un argumento irrefutable y sospechoso a la vez. Quien lo padece tiende a sentir vergüenza, a ocultarlo para no quedar expuesto ante los otros como una persona quejosa, malhumorada, vulnerable.
Frente a esta situación, la respuesta mediática de la industria farmacéutica es un blíster de cápsulas blandas convertido en propaganda que conjurarían todos los males. Por reglamentación, estos medicamentos ya no se consiguen en los kioskos pero sí, en cualquiera farmacia (y además muchas farmacias se han convertido en cadenas abiertas las 24 horas, llenas de golosinas y objetos de confort para el hogar; delicados placebos). El discurso sigue proponiendo esa practicidad al alcance de la mano. Todo se resuelve con una cápsula de digestión rápida porque de lo que se trata es de seguir “rindiendo”: como madre, como padre, como trabajador, como trabajadora, como amigo o amiga que llega al after-office con una sonrisa tras una jornada que nunca debe ser tan agobiante como para abandonar la vida junto a los pares.
La medicina tradicional interpreta el dolor de una manera. La oriental, de otro. Una tiende a abordar los síntomas pero no el dolor mismo. La otra aborda al ser humano como una totalidad cuerpo-alma-espacio interior-espacio exterior pero carece de reconocimiento científico. Y sin embargo, el dolor es el idioma que habla el cuerpo. Un idioma elusivo, que muchas veces es difícil de traducir. El dolor puede transformarse en una especie de adversario: desconocido y temible, inmanejable. O sea que con el tiempo, si el problema persiste, el murmullo de esa lengua se transforma en un asedio constante.
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“Ya pasaron los momentos más difíciles de mi carrera, en los que no sabía qué haría en el futuro”, escribió Juan Martín del Potro en su cuenta de Facebook el 30 de julio de este año. Y agregó: “Ya les conté el malestar de una persona que no puede hacer lo que le gusta y sufre ver tenis por televisión. Hoy el presente es totalmente distinto y siento una gran expectativa por la nueva etapa que empezó esta semana”. La nueva etapa es la de rehabilitación tras una tercera cirugía en su muñeca izquierda. Fue operado por Richard Berger –su médico de confianza- en la Clínica Mayo de Minessotta, en Estados Unidos.
Acaba de cumplir 27 años. Desde los siete, entrena en canchas de tenis. Pasó el 75 por ciento de su vida ahí. El dolor ha sido lo suficientemente intenso como dividir su vida en un antes y un después.
“No merecía entrar otra vez a una cancha con dolor en la muñeca” dijo en un extenso video que subió a YouTube a mediados de junio. Es frecuente que los deportistas digan que dejan todo en la cancha para otros, para su público. Del Potro prefirió una confesión más personal, desmarcada de cualquier relato heroico.
Su ascenso en el ránking de la Asociación de Tenistas Profesionales fue vertiginoso. A los 20 años, en 2008, estaba en el Top 10 y un año después, quedaba en el puesto 4. Por entonces también llegó a ganar un Grand Slam, el US Open 2009.
En 2012, empezaron los dolores. Buscó tratamientos alternativos y, también, como los llamó en el video, “conservadores”. Fue a médicos clínicos, kinesiólogos y también a un acupunturista. Esto último le hizo bien pero no fue suficiente.
En 2010 tuvo una primera operación en su muñeca derecha. Comenzaron las infiltraciones pero siguió jugando un tiempo largo. En 2014, la muñeca izquierda dejó de responder y él decidió operarse otra vez.
Volvió a jugar recién después de 11 meses. Su regreso fue en el arranque del circuito de la ATP, en Sydney. Aguantó sólo un par de partidos: aunque la del 20 de enero se trató de una operación menor, cuando regresó al circuito a través del Masters 1000 de Miami perdió en la primera ronda. Era marzo de 2015. Fue la última vez que pudo pisar una cancha.
A diferencia de los jugadores de fútbol, que son parte de un equipo, los jugadores de tenis sostienen en soledad la responsabilidad de su entorno. Juan Martín armó un grupo pequeño junto a su entrenador y su preparador físico. Pero de común acuerdo, Franco Davin y Martiniano Orazi ya no trabajan con él. A la edad en que otra gente empieza a planificar su futuro laboral, Del Potro empieza a desmontar una estructura que le fue fundamental y no sabe si debe empezar a pensar en su retiro.
Mientras tanto, pasa mucho tiempo en Buenos Aires y sale a correr por Palermo. Es difícil que un hombre atlético de casi dos metros pase desapercibido. Por su altura durante los Juegos Olímpicos de Londres en 2012 –donde Del Potro obtuvo medalla de bronce- se hizo conocido como “gentle giant”; o sea, un gigante gentil. En esos días, no tenía problemas en atiborrarse de chocolate. Ahora, un placer tan simple puede transformarse en un problema calórico así que lo resignó por dieta muy estricta en base a pescado y verduras. Si engordase, tendría un problema extra.
Sabe que hay millones de seguidores a lo largo del mundo que aún confían en él. “Come on and take your best shot / let me see what you've got / bring on your wrecking ball” (“vamos, tirá tu mejor golpe / mostrame de que estás hecho / desatá tu fuerza demoledora”) canta Bruce Springsteen mientras se suceden las imágenes de chicos y chicas con carteles que dicen cosas como “Fuerza” y “Nunca te rindas”. A Del Potro le gusta escuchar Bruce Springsteen porque en la voz rasposa del norteamericano, se advierten las huellas de quien mordió el polvo pero, luego, pudo volver para contarlo. Y es que la experiencia del dolor se transmite a través de las palabras pero también, en un tono sutil que va creando complicidades entre quienes alguna vez estuvieron ahí.
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El 4 de abril de 2013 Battaglia había oficializado en una conferencia de prensa su decisión de retirarse del fútbol. "Es feo porque en mi caso no es por edad sino por lesión. El tobillo no respondió y no podía seguir jugando", dijo este santafesino, que a los 15 años se instaló en Buenos Aires para probarse en Boca, donde terminó obteniendo 17 títulos. Así anotó un récord histórico.
Sufrió varias lesiones durante su trayectoria: rotura de ligamentos de la rodilla derecha, osteocondritis en la misma rodilla, dolores en la ingle, osteocondritis en la otra rodilla y finalmente otra vez esta última, ahora en el tobillo. Esta dolencia se produce, muy sintéticamente, cuando se desgasta el cartílago (que funciona como protector articular) y los huesos terminan “chocando” entre sí y desgastándose. El cuadro se complejiza además porque el tobillo es una de las zonas donde más se acentúa la carga del cuerpo (la otra es la rodilla). Si el tobillo deja de funcionar, no puede sostener esa carga.
En los últimos tres años, el ex jugador se operó tres veces. Y mientras jugó, las infiltraciones eran habituales. Estas inyecciones se aplican directamente sobre la zona comprometida y, en base a calmantes y antiinflamatorios, son una anestesia potente que los deportistas de alto rendimiento usan con frecuencia.
“Hay dolores y dolores. Algunos te dejan jugar y otros no. Yo jugué mucho porque sabía que podía manejarlo. Pero bueno, con éste no se pudo”, dice unos días antes del partido, al otro lado del teléfono.
—¿Cuál es el umbral del dolor para un deportista como vos?
— No sé. Estás adentro de la cancha y sólo querés dar lo mejor. Seguir, darle, darle. No tenés mucha idea de lo que tenés. No sabés si querés saberlo. No querés parar. Te aguantás.
A Battaglia le queda una operación más. Dice que no sabe cuándo se la va a hacer pero espera que funcione. “No puedo ni jugar un picadito con mi hijo de cuatro años”, se ríe.
—¿Sentís que el cuerpo te falló?
— No. Son cosas que pueden pasar.
— Sin embargo, esta situación te impidió seguir jugando.
— Pero no estoy enojado con mis piernas. Gracias a ellas jugué al fútbol todo el tiempo que pude. Y tuve una vida con viajes y con oportunidades que de otro modo no hubiese tenido.
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Los faldones del delantal blanco de Juan David Osorio Martínez asoman por debajo de un poncho de lana que le llega hasta las rodillas. Tiene una barba fina y una sonrisa beatífica que no abandona a lo largo de la conversación. Es un médico colombiano que en España se especializó en medicina china en la sede mundial de Escuela NeiJing. Todas esas geografías confluyen en Caballito. Allí hace 19 años se instaló la filial local de la fundación. Especializada en tratamientos con acupuntura, está dirigida por Osorio Martínez que ahora cuenta que algunos textos antiguos chinos dicen que el espíritu va por la sangre. Si la sangre tiene problemas, el espíritu también. “Estos problemas son expresión de la ruptura del hombre en cuanto a su estructura energética, orgánica y espiritual. Una ruptura del ser humano en su comunicación con todo lo creado. Esto involucra situaciones diversas y no necesariamente físicas, desde perder un ser querido a tener una frustración, por ejemplo”.
—Sin embargo, los dolores físicos parecieran tener mucha más prensa que los dolores del alma.
—Es que vivimos en una cultura “físicologizada”. Se cree lo que se mide, lo que se pesa y se controla. Y en lo que se puede comprobar en términos empíricos. El dolor físico casi siempre es una resultante de procesos previos donde se pierden las alertas y las conexiones con el entorno.
La acupuntura, explica, es un recurso de armonización y equilibrio de la vitalidad en el plano físico, emocional, funcional, espiritual, que mantiene a cada persona en conexión con el ritmo de la vida. Su eficacia determinó que en 2010 la Unesco reconociera la práctica como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Mientras habla, la claridad de la mañana se va colando por un vitraux que hay en el techo. Se forma la figura del yin y el yang. Sobre el ying hay un águila dibujada; sobre el yang, una tortuga. Se trata del logotipo de la fundación y alude a la necesidad que tiene cada persona de reconocer en sí misma lo fuerte y lo vulnerable. En la habitación también hay una pecera rectangular. Allí nadan unos peces dorados, de cola envolvente, llamados “Jin Yu”. Más allá se ve un living central. Hay una mesa y sobre ella, un ajedrez de madera. Alrededor del living se multiplican las puertas que dan a los consultorios. Todo el lugar huele vagamente a incienso. Aquí y allá hay floreritos con crisantemos. Osorio Martínez dice que los entornos amables son importantes para armonizar el alma de las personas que viven en ciudades agitadas como Buenos Aires.
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El presidente de la Asociación Argentina para el Estudio del Dolor Sergio Czerwonko mira la pantalla de su mac y lee en voz alta.
—No hay dolor como el dolor que calla.
—Mal ajeno, ni cura ni duele.
—Parirás con dolor.
Levanta la vista. Se quita los lentes de montura fina y los coloca a un costado, sobre su escritorio.
—¿Te das cuenta todo lo que queda por hacer?, —pregunta con voz profunda. Modula cada palabra con el cuidado de quien necesita ser entendido de modo preciso.
En su casa de Villa Devoto tiene un consultorio particular. Está decorado con reproducciones de los desnudos de un azul inquietante y vivaz que Henri Mattisse pintó a mitad de los cincuenta.
—Nuestra sociedad es negadora del dolor, lo esconde, no se detiene en él. Pero a la vez, lo pondera. Incluso, lo naturaliza. Fijate en estos dichos. En ellos está claramente la idea de que para alcanzar algo tenés que sufrir. O sea que el dolor es un tema físico pero también atraviesa el psiquisimo y aún, la propia moral, —afirma el psiquiatra, que también es especialista en psicología médica.
Considera que en los deportistas de alto rendimiento, el dolor cobra vigencia porque el cuerpo muestra un límite: “Ese rendimiento es definitorio para estas personas porque define si son económica y socialmente realizadas. Por eso sus casos tienen más resonancia que las situaciones de otros cuya producción espiritual o literaria tal vez quintuplique el esfuerzo de los deportistas. ¿Por qué son mucho más resonantes las dolencias de estos últimos? Porque el rendimiento físico está exacerbado”.
—O sea que, a menos que seas una superestrella, es mejor esconder tu dolor.
—Sí. El dolor atraviesa todos los sentidos del cuerpo y puede llegar un momento en el que la persona debe suspender sus actividades cotidianas. Eso se traduce en un efecto de aislamiento en su situación social y personal. Es como un círculo, porque en una sociedad que no permite que las personas manifiesten su dolor, la única alternativa es esconderlo.
—Según la Organización Mundial de la Salud el dolor crónico es una enfermedad y su tratamiento debería ser un derecho humano. ¿De qué modo el campo de estudios médicos avanza en este sentido?
—Desde la Asociación impulsamos una materia sobre manejo del dolor que se dicta el último año de Medicina en la Universidad de Buenos Aires. También en la Facultad de Psicología se dictan seminarios de extensión sobre Psicología y Psicoterapia del Dolor Crónico aunque la idea es que esto se incorpore como cátedra. Además llevamos adelante lo que llamamos “redes de dolor”; es decir, convenios con distintos hospitales del país para compartir información integrada para tratamiento y manejo del dolor.
—¿Por qué el dolor sigue resultando un tema de abordaje complejo para la medicina?
—Porque enfrenta a los profesionales de la salud a dilemas que no son de fácil resolución, que no son estrictamente médicos y que tienen que ver con el modo en que cada persona se posiciona frente al sufrimiento ajeno que, claro, puede ser el propio.
En este punto se detiene y busca un ejemplo concreto. Czerwonko también es especialista en gerontología y geriatría. Si el dolor es una suerte de murmullo constante que se busca acallar, otro tanto sucede también con la vejez, a la que se la enmascara y se la niega con discursos que apelan a la juventud eterna como un valor a preservar a cualquier costo.
—Para sostener a un adulto mayor tengo que tener resueltas varias cuestiones vinculadas al dilema de la vejez. Desde el modo en que se alteran las funciones físicas hasta los conflictos emocionales que atraviesan las personas cuando se mueren sus pares, exponiéndolos a procesos de duelo de forma continuada y permanente. Si yo no tengo resueltas esas cosas, existe la posibilidad de que salga huyendo de una situación que me enfrenta con mi propio vacío. Esto se aplica también al problema del dolor.
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Liu Ming es un “Shifu”. Es decir, un maestro chino. Nació en la ciudad de Nanjing, provincia de Jiangsu, China, en el año 1968 y vive en Argentina desde 2002. Antes, fue monje budista. Durante ocho años atendió a Francisco, cuando todavía era Bergoglio; esencialmente por dolencias en el corazón. En la portada de la revista “Tao: los secretos de la medicina china” que él mismo dirige, aparece nombrado como “El médico oriental del Papa Francisco”. Además de ejercer la medicina china, coordina una escuela de tai chi en el barrio chino de Belgrano.
Ahí se llega subiendo una escalera de madera que desemboca en un espacio cubierto por un piso blanco de gomaespuma. Si se tiene suerte, es posible que el mismísimo Liu Ming abra la puerta. Él está a cargo de un grupo de profesores que también enseñan tai chi. Y cada día, de lunes a viernes, ofrece clases especiales.
Después de una inclinación de cabeza breve a modo de saludo, se vuelve a sentar en un banco de madera. Se descalza pero lleva en los pies unas medias gruesas. Frente a él unas veinte personas de todas las edades hacen movimientos sutiles. Comparten un ritmo lento, acompasado. Ensayan movimientos de tai chi mientras suena una música llena de golpes de gong y campanitas. En un momento Liu Ming se levanta. Se para frente a los alumnos. Todos se sientan a observarlo.
Comienza a mover los brazos y las piernas con lentitud, como si estuviese trazando los bocetos iniciales de una pintura. Así va creando formas que sugieren una danza misteriosa y tienen nombres poéticos como “apartar la crin del caballo salvaje” o “la grulla blanca extiende sus alas”.
De vez en cuando, habla. Explica que todo se mueve entre el yin y el yang. Yang es fuego, calor, principio masculino, el afuera de las cosas o personas, lo brillante, lo evidente. Yin es lo interior, la naturaleza femenina o receptiva de las cosas o personas, lo que no es brillante. Habla de la fluidez del movimiento, que debe permanecer entre estos dos puntos. Habla del movimiento como quietud; es decir, de los movimientos internos (del cuerpo, del alma) audibles sólo en estado de calma. Se burla de los gimnasios “Usted va a gimnasios que hacen ta ta ta, luz fuerte, eso no tiene nada que ver con el cuerpo, con el equilibrio”, dice.
Días más tarde, tras una clase de meditación, Liu Ming se referirá al dolor. Hablará con acento fuerte, construirá las frases con una gramática propia, accidentada, que contrasta con la fluidez de sus movimientos de tai chi. Y sin embargo, encontrará las palabras justas, las repetirá como si buscara reconocer en ellas la inflexión adecuada. Creará una especie de territorio sonoro por el cual moverse con la familiaridad cautelosa de quien se sabe extranjero.
Dice que en la medicina china, el dolor se nombra de cinco formas distintas, que tienen que ver con los cinco elementos de la naturaleza: madera, tierra, fuego, metal y agua. A su vez, estos elementos tienen vínculo con las emociones y con las zonas del cuerpo donde se alojan: madera-ira-hígado; fuego-alegría-corazón; tierra-melancolía-bazo; metal-preocupación-riñones; miedo-agua-riñón.
¿Cuándo nos enfermamos? Cuando ese equilibrio se rompe.
¿Cómo mantener ese equilibrio? A través del conocimiento de quién es uno, tanto en el plano corporal como psíquico y aún en el plano emocional, que no es ninguno de los otros dos. También es necesario conocer a los otros como parte del propio conocimiento.
¿Cómo hacer para llevar a cabo este proceso? Tenemos que escuchar cómo habla nuestro cuerpo. Toda la vida nos dedicamos a pedirle cosas pero no nos esforzamos por entenderlo, por saber qué necesita.
¿Cómo escuchar al cuerpo en medio del ruido de las sociedades contemporáneas?
La respuesta de Liu Ming vuelve al punto cero de su reflexión. “Al cuerpo se lo escucha haciendo tai chi”, sentencia. Y para dejar en claro que no se trata de ninguna obviedad pedestre, de ninguna propaganda con la que quiera llevar agua hacia su molino, agrega: “Tenemos que saber que no somos invencibles. En esa conciencia de lo vulnerable radica nuestra heroicidad”.
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—¿Qué comés? —le preguntó uno de los directivos del club.
Omar “Turco” Asad tenía 19 años. El partido de prueba acababa de terminar: él había metido dos goles. Vélez era parte de una larga lista de clubes a los que había tratado de entrar desde hacía seis años. Su última esperanza de ser jugador profesional.
—Como lo que haya en casa. En Ciudad Evita somos una familia humilde, no tenemos todos los días para comer lomo —respondió.
Le dijeron que tenía que adelgazar y lo hizo. Al mes y medio volvió con siete kilos menos. Era 1991.
—Para eso entrené solo: resistencia, velocidad, abdominales…eso hacía. Como Rocky —cuenta en un bar de Devoto, cerca de su casa. Lleva el pelo corto, con gel, un jogging y zapatillas porque de acá se va al gimnasio, como todos los días.
—Creo que fui el último jugador en Argentina que sin hacer inferiores entró a jugar en primera.
Entre 1992 y 2000 jugó 145 partidos y marcó más de treinta goles. Hizo toda su carrera en el mismo club.
Dos años después de su debut, llegó la primera lesión.
—Era un partido contra Ferro. Íbamos cero a cero. Levanto la pelota, paso a todos, pica y cuando viene el arquero se la tiro por arriba y me cae acá, sobre la pierna. Se me rompieron los ligamentos cruzados pero el gol lo hice. Ganamos uno a cero. Salí en el segundo tiempo.
Se operó dos veces, pero no quedó bien.
—Empecé a sentir un dolor insoportable que me hizo perder el arranque en el pique que tenía. Me hicieron una artroscopía y se descubrió que tenía flojo el ligamento que me pusieron. A raíz de eso se lastimaron el cartílago y el hueso.
A partir de entonces, las inyecciones con un líquido para la rodilla se hicieron cotidianas. “No eran inflitraciones”, aclara como si se tratase de algo vergonzoso. A mediados de los noventa se operó el cartílago por tercera vez en Estados Unidos. El dolor se prolongó entre 1998 y 2001. Entre la segunda y la tercera operación, el médico deportólogo Roberto Avanzi le dijo “andá preparándote para otra cosa porque no vas a vivir jugando hasta los setenta”.
Asad ganó con Vélez los torneos Clausura 1993, 1996 y 1998 y el Apertura 1995, más las Copas Libertadores e Intercontinental 1994 y la Interamericana 1996, además de la Supercopa Sudamericana 1996 y la Recopa Sudamericana 1997. Mientras tanto, la rodilla seguí doliendo hasta que finalmente decidió que tenía que dejar de jugar.
—El jugador de fútbol tiene conciencia de que después de los cuarenta se puede convertir en un viejo joven. Porque primero viene la gloria pero después, el dolor, que te va torturando hasta que pasa a ser tu alma gemela.
Alguna vez, Bob Dylan escribió: “detrás de cada cosa bella se esconde alguna clase de dolor”. Asad lleva tatuada las marcas invisibles de quienes apostaron todo para hacer del cuerpo, su capital. Se levanta de la silla y su perfil se recorta a contraluz. Los brazos bien torneados, la espalda ancha, las piernas firmes. Estuvo nadando un tiempo pero por ahora se contenta con “un poco de fierros para mantener la forma” y no mucho más. Mira su reloj y pide disculpas. Se le hace tarde para llegar a su rutina de ejercicios. Una rutina, enfatiza. Una forma de seguir en carrera para no escuchar esa sombra del dolor al fondo de sus articulaciones. Allí, junto con el susurro de la sangre y del espíritu que corre por el cuerpo cada día, todos los días. Como lo aseguran los antiguos textos chinos.